X
Salieron de mañana para los andurriales de la breña en disposición de buscarle algún desesperado remedio a lo que ya parecía irremediable. Hacían el camino a lomos de dos mulas de buena andadura desbravadas en el acarreo del mimbre, y Manuela, que no se había vuelto a asomar por el cabezo desde que el hijo abandonara la casa de la partera —y que sentía ahora el contento supletorio de su compañía—, quiso hacerlo partícipe del viejo secreto de los vasos, sabiendo quizá que se acercaban a las últimas probabilidades habidas y por haber para el rastreo de su origen. Y antes de vislumbrar el estrago de la casucha, por el dominio de nadie de los lucios a medio vaciar, dejó fluir Manuela su memoria y su corazón y le contó al hijo la entera y verdadera historia de aquella envenenada riqueza, remoto embrión al parecer de todos los desvaríos del extranjero que comprara un día a la morisca en las almadrabas a menos precio sin duda que el de una espuerta de atún. No le pareció creíble a Perico Chico toda aquella sarta de anomalías, pero acabó aceptándolas cuando insistió ella, entre exasperada y rencorosa, en las suposiciones en torno al secreto y en la más que probable existencia de otros cacharros de oro. Rememoró él entonces inopinadamente la antigua calzada descubierta por el normando, adonde tantas veces lo llevó la madre y tantas otras recorrió después en inquietantes exploraciones. Y en eso traspusieron las dunas desde las que ya se avistaba el cabezo, arropado ahora en las gasas azulencas de la humedad y como sometido a la rasante succión del austro que soplaba desde la luna nueva.
Fue Manuela quien primero vio al normando. Pero no pudo asegurar que se tratara de él, porque lo que en realidad distinguió fue un bulto vagamente ovillado delante de la casucha, con más apariencia de escombro que de cristiano y, al igual que días antes Perico Chico, lo asoció sin excesivos sobresaltos a alguna fúnebre advertencia de los malos agüeros. El hijo le preguntó a la madre con los ojos mientras descabalgaban y trababan las mulas al pie del declive. Los dos sabían por algo más que por los síntomas que allí iban a encontrarse al normando, vivo o muerto, y subieron sin hablar y se acercaron al bulto como quien se acerca a un precipicio. El normando estaba en cuclillas, parecía un cebo informe abandonado en mitad del calvero, y ladeó imperceptiblemente la cabeza al oír o husmear que alguien se aproximaba. Eso fue todo lo que hizo, ni intentó escapar (como en principio supusieran sus buscadores) ni reaccionó de ninguna manera.
Unas nubes prietas y veloces que venían de la parte del mar, habían ido filtrando por la redonda una tonalidad mate que lo tiñó todo de un mismo fulgor violáceo. Tal vez por ello no apreció Manuela qué insospechada especie de máscara se había adherido a la ya decrépita máscara del normando pero, después de observarlo de cerca, se dio cuenta que algo aún más irregular que lo presumible había ocurrido. Aquel pingajo no estaba quieto desde luego, se agitaba en una tiritona más bien excesiva, como acompasada a un chirriar de osamenta. Perico Chico se agachó al lado de Manuela y notó un calor nauseabundo saliendo de la carne del normando, no procedente de ninguna basura corporal que hubiese fermentado —con la necrosis del tejido— bajo un sol tan antiguo y feroz como la marisma, sino exhalado de las úlceras, muchas y minúsculas, repartidas por todo el cuerpo de aquel hombre que parecía agonizar sin que, por espacio de tantos años, hubiese llegado a saber a ciencia cierta que estaba vivo.
Pero una vez superados los iniciales escrúpulos y vacilaciones, que tampoco duraron en demasía, se dispusieron Manuela y Perico Chico de consuno a transportar al normando, llevándoselo a rastras hasta el interior de la medio desmoronada casucha, donde consiguieron reunir lo poco que quedaba del jergón para acostar en blando al enfermo. Y el enfermo se dejó mudar y manipular sin dar muestras de enterarse de nada ni reconocer a nadie, siendo su pertinacia en mantener erguida la cabeza (reclinándola sólo cuando le colocaron debajo un lío de estopa) lo único que más o menos congruentemente pudo dar a entender. Hecho esto, pidió Manuela a su hijo que viera si había agua en las cántaras y, que si no, que la sacara del pozo. Y había un agua verde en una de las cántaras pero, como la fueran a calentar y no encontraran con qué, desnudaron a quien ya no parecía responder siquiera al nombre de Hurón y lo lavaron todo entero con aquel agua verde, dándole friegas hasta desmontar en parte la costra de mugre que cubría, como otro cuero, los infectados cueros del normando.
Una actividad compasiva y hecha de recursos menesterosos vino a suplir transitoriamente el desgaste de tantas anteriores repulsas, convocando de nuevo en un desconsolado ámbito familiar (con la sola y vitalicia exclusión de Diego Manuel) la interina dependencia de sus componentes. Y tan era así, que Manuela no hacía sino desvivirse por acertar con el remedio que más podía convenirle al ulceroso, sin pensar entonces en otra cosa que en socorrerlo. Avió un linimento con polvos y yerbas que halló a medio pudrir en un pomo y que aplicó, procurando acordarse de algún conjuro, a las partes llagadas. Pero, no logrando hacer fuego y no encontrando comida ni nada de que poderse valer para espantar los males, concibió lo inconcebible, que fue llevarse al normando a Malcorta, aquí no vamos a dejarlo como está se muere seguro. Y Perico Chico, bien que agradeciera a la madre aquella imprevista decisión, de acuerdo nos lo llevamos, sintió como una vergonzante sombra de malestar interceptando sus verídicas condolencias, lo cual no impidió que se ocupara diligentemente en los preparativos del traslado.
Costó Dios y ayuda volver a vestir al normando con lo menos andrajoso que pudieron hallar y conducirlo ladera abajo hasta donde ramoneaban las mulas en un espejismo de heno. Pero lo que estuvo a punto de hacerlos desistir de la caritativa —y ya en parte acobardada— empresa, fue la operación de encaramar al enfermo sobre la enjalma y de mantenerlo allí cuando ya estaba encaramado. Por dos veces se resbaló el que a ojos vista no estaba en condiciones de cabalgar ni de resistir ninguna clase de transporte, y por dos veces dio con su apestado cuerpo en tierra, quedándose encogido entre las quiebras de la arenisca sin dar señal alguna de padecimiento, dato aún más penoso por lo indebido. Propuso entonces Perico Chico montar él primero y sujetar después al padre sobre la mula para evitar más brutales caídas, con otra se queda en el sitio, cosa que hicieron a duras penas, empujando Manuela desde abajo y tirando el hijo desde arriba, hasta que al fin consiguieron estabilizar mal que bien la carga y emprendieron despacio y silenciosamente el camino de vuelta a Malcorta.
Aún quedaban más horas de luz de las que hacían falta para llegar al poblado, y Manuela prefirió que corrieran en paradas y desvíos, con ánimo de que la noche disimulase en parte la poco lucida arribada de la expedición. Vadearon el caño Cleofás por donde no era menester y se metieron a trasmano por un paraje de arenas gordas, tétricamente cubierto de petrificados raigones de caña, que llevaba a la contraria parte de Malcorta, ya al filo de las salinas lindantes con la algaida. Y en eso empezó a caer una lluvia pajiza y caliente
que levantó de lo hondo del tremedal como la respiración de un mundo subacuático despertado a través de aquella otra agua que corría en su busca por las grietas de la salitrera donde desovan el sapo y la salamandra y todo empezó a oler como sólo huele la marisma a un efluvio de ingredientes viscerales segregados quizá de la misma glándula que el sudor de las hidras esa viscosa destilación de ovario que penetra por dentro de lo macizo y se coagula alrededor de lo gaseoso
y se mojó Manuela de esa lluvia inclemente y de esa escalofriante fragancia a ozono, andando como ciega por un terraplén de cartílagos, ya a punto de caer en el venero de larvas del pantano (del que sólo se vuelve con las carnes resueltas en verdín y los ojos trasmudados en esponjas), hasta que logró sacar a la mula del atolladero y reencontrar el rumbo.
Temió entonces Manuela que Perico Chico también se hubiese podido resbalar hacia la estribación del peligro, y lo buscó por lo más opaco del nublo sin advertir que era él quien la buscaba y aparecía por su diestra, torpemente humillado sobre la montura, sosteniendo al padre por detrás en un agobiante abrazo con el que parecía haber aceptado ya la inoculación de las úlceras. Se apeó Manuela igual que una sonámbula y se dio cuenta que la lluvia invertía su trayectoria para encaramársele a chorros por las piernas, como si estuviese exprimiendo con ellas el cuerpo de un náufrago y el náufrago la lamiera a su vez con una lengua gelatinosa. Chapoteó entonces como pudo hasta donde estaba Perico Chico y le gritó con una voz en la que salpicaba el fango que se bajase de la mula, móntate en la mía corre, que iba a llevar ella al normando durante el buen trecho que aún los separaba de Malcorta, adonde llegaron con la noche.