V

Cuando Manuela despertó al fin y con definitiva usura a la evidencia de que la única variación que se había operado en su vida era la del espacio habitado, pensó en la venganza de la huida, llevándose con ella al hijo y abandonando sin mayores escrúpulos a quien tan alevosamente la había estado reduciendo a la atrofia. Un último eslabón de la piedad, empero, una innata propuesta de obediencia, la mantuvo aún junto a aquel hombre devorado por la insania y poseído del demonio, al que desconocía verdaderamente después de tantos caóticos años de convivencia, en espera de no sabía qué advenimiento de más favorables lances. Se notaba llena de un indomeñado brío, con todo su sucio y hermoso cuerpo y toda su mísera juventud dilapidada, si no estragada ya insensiblemente del todo, siendo eso tal vez lo único que, contra toda presunción, la mantenía en una esperanzadora pasividad, alimentada en el fondo por los recuerdos de sus andanzas portuarias y las infantiles inercias del hambre.

Pero a lo que Manuela no quiso renunciar en modo alguno fue a ir menudeando sus visitas a Malcorta, con el verídico pretexto de atender a las permutas de pieles y salazones por avíos para la casa, y con el adicional estímulo de sentir rebrotar sus vehemencias entre los conminatorios acicates del poblado. Siempre llevaba con ella al niño (que a la sazón debía rondar los cinco años) y, más de una vez, cuando inadvertida o deliberadamente se le echaba el tiempo encima, pernoctaba en algún cobijo del caserío, segura como estaba de que el normando no iba a contabilizar mayormente su falta, si es que aún podía él percatarse de que vivía con ella.

Una tarde de plácido bochorno, mientras el mimbreral de Malcorta bullía de taladores y por toda la redonda trasminaba el sudor de los machetes, sintió Manuela el brusco aguijón de la mirada de un bracero trepándole por el vientre arriba. No soslayó ella la correspondencia con aquel todavía distante asedio, sino que miró también al hombre con blanda zalamería. Y ya él siguió a pocos pasos el lánguido andar de Manuela, que llevaba a Perico Chico de una mano y un voluminoso lío de curtidos bajo el otro brazo, hasta que salieron a una hijuela orillada de nopales, ya a trasmano de las últimas casuchas.

El bracero se arrimó entonces y le dijo con una voz quebradiza que adónde iba y que si era suyo el niño, y ella no lo miró para contestarle con un pueril descaro que iba tomando el fresco y que el niño era suyo y del padre. Tardó él unos pasos en preguntar que si vivía allí, no recuerdo haberla visto, a lo que respondió Manuela que como si viviese y que qué era lo que andaba buscando con tanto mosconeo, a ver si yo me entero. El hombre no acertó a replicar sino que se emparejó con Perico Chico y le revolvía el pelo por hacer algo, buscándose luego en el bolsillo, ¿te gusta la arropía quieres?, y dándole al niño que asentía con la cabeza un resto de la golosina. Nada más hablaron, mientras iba yéndose la luz a medida que se entraban por una colina de pinos piñoneros. Manuela se detuvo en un claro y dejó al niño que aún chupaba la arropía junto al fardo de pieles, ahora vengo no te muevas de aquí, siguiendo con el bracero entre torpes indecisiones hacia la otra parte del talud, por donde asomaba una nauseabunda mancha de ojaranzos.

Se entretenía Perico Chico amontonando la arena junto a los cueros, que exhalaban un acre tufo a tanino, cuando saltó el viento ábrego y se hizo más audible como un subterráneo trasiego de humedad por el fondo de la pineda. Todo se quedó absorto y acolchado en un silencio tanto más envolvente cuanto más lo recorría el lascivo arrastre de la noche

la actividad de los órganos sexuales de las plantas la recóndita metamorfosis de las fases larvarias de los insectos el furor de la hembra que liba directamente de los espermatóforos el líquido seminal la afrodisíaca expansión del polen inoculado en la carne a través de las trompas de los tábanos

todo el clandestino ciclo de un amor elemental y caótico que el niño asimilaba ahora, sin sobresaltos ni extrañezas, en virtud de su nativa identificación con la hedionda matriz de la marisma.

Cuando Manuela volvió, venía sola y tanteando delincuentemente entre lo umbrío de la arboleda. Llamaba al hijo bajito y traía la azulenca maraña del pelo llena de agujas de pino y una costra de arena pegada al sudor del cuello. Se acercó despacio Perico Chico y, desde el fondo de algo que podía ser una instintiva memoria prenatal, reconoció en la anhelante boca de la madre y en las pupilas dilatadas de brillos estrábicos y en todo el caliente jadeo del cuerpo, el vaho glandular de su propia y menesterosa gestación.

A partir de entonces, acudió Manuela casi a diario a Malcorta y aun se alargó hasta Los Albarranes, no siendo ya únicamente el bracero de esa inicial emergencia erótica quien procedió a calmar su liberada lujuria, sino otros distintos oficiantes que ella elegía al azar y con una creciente y díscola delectación en esa misma posibilidad electiva. La nueva de su siempre generosa calentura corrió por el poblado juntamente como una inusual promesa y como una impía provocación, pero Manuela ni pareció darse por enterada ni denotó que le importase lo más mínimo lo que anduvieran pregonando. Y si al principio nada pidió ella a cambio de unas coyundas que ya nacieron gratuitas, no pasó mucho tiempo sin que se habituara a estipular algún tributo, cuya cuantía —ya fuese exigua— se le fue haciendo indispensable para saldar sus despertadas ambiciones.

No manifestó el normando, a todo esto, la menor preocupación por las escabrosas andanzas de Manuela y mucho menos por sus notorios cambios de aspecto y de carácter, dándose el caso además de que, indemnizada por otras palpables recompensas, ya había ella renunciado —transitoriamente al menos— a sus voraces indagaciones sobre el origen de los dos deslumbrantes vasos. Ni siquiera cuando Manuela no pudo ocultar por más tiempo sus cinco meses de preñada (haciendo bastantes más que el normando no yacía con mujer alguna), aparentó él la menor curiosidad o un más que presumible conato de alarma, si bien tampoco le colgó al cuello la piedra de lincurio ni le dio a beber ninguna poción de yerbas lubrificantes. El centro pendular y único de la vida del normando seguía tenebrosamente sumergido en la hondonada donde el tesoro (intacto desde el escamoteo de aquellas dos exclusivas piezas) no habría dejado de esparcir por los esteros alguna suerte de malignos emblemas de la profanación.

Cuando creyó llegada la hora del parto, que fue una madrugada de llovizna negra, se levantó Manuela con la congoja acelerando sus decisiones y, después de comprobar que Perico Chico dormía, salió en un trote despavorido para Malcorta. Los ajetreos de la caminata hicieron más inminente la necesidad de pujar y la fugitiva pensó que iba a parir allí mismo, en medio de la cerrazón de la paramera, con igual desamparo con que alumbrara al primogénito y aun atenazada por una más martirizante indefensión. Se tendió sobre la tierra empapada y cubierta de guano y contuvo el aliento imaginando que ni ella ni su hijo sobrevivirían a aquel infecto contagio de la salitrera.

No oyó el rebudio del jabalí ni el croar de los sapos ni el rebramo de la corza ni el lametón del verdín contra las paredes del caño crecido; no oía más que sus pulsos y como el hondo bullicio de una contracción orgánica que la hendía enteramente por dentro. Sintió una larga punzada en el bajo vientre, una oleada de pellizcos húmedos y sordos que le socavaban los repliegues del útero y luego un vértigo semejante al letargo. Se arrastró como pudo hasta los musgosos raigones de un cañaveral y notó las faldas mojadas no de lluvia ni de llanto ni de nada parecido, sino del líquido amniótico que le bajaba por las piernas, entre las que metió la mano para comprobar que aún no había salido el hijo, cosa que efectivamente era cierta, apretándose a empellones el sexo como para evitar que llegara a ocurrir.

Y fue entonces cuando vio a una nutria que se acercaba con un agazapado titubeo, enhiesto el morro peludo como si ventease el olor de la maternidad. Ya había escampado y Manuela permaneció inmóvil y más deforme, las manos hundidas en un cieno distinto a todos los cienos marismeños de que se había contaminado. Distinguía borrosamente, a través del escozor de los ojos, el desplazamiento de la nutria y no sabía concretar si recordaba esa escena cuando alguna vez logró sorprender la entrada del animal en el husmo del cebo, o la presenciaba realmente. Pero en el inesperado momento en que la nutria, aturdida quizá por algún extravío del olfato, le hociqueó los muslos, se levantó Manuela fortalecida por un miedo que el asco acrecentaba y corrió un buen trecho dando traspiés y sosteniéndose el vientre con los antebrazos cruzados. Creyó entrever de pronto que una luz sucia asomaba por detrás de los médanos y ese solo aviso de la proximidad del día la aproximó también asombrosamente a Malcorta.

Nunca recordó Manuela cómo llegó al caserío y acertó a llamar a la puerta de la partera Agripina con un último resuello, pero el caso fue que —sola o conducida— entró como una exhalación en aquella casa cuya dueña le brindara más de una vez el servicio de sus tercerías y acomodos. Se derrumbó sobre el zaguán empedrado y allí mismo aflojó la cincha que había estado reprimiéndola instintivamente y ya percibió con un gozo anonadante y universal que había parido. Mal que bien asistida en el final apaño de la expulsión, cayó Manuela en un desvanecimiento lívido y tembloroso del que no se recuperó más que un solo momento en todo aquel día, pidiéndole entonces a gritos a la partera que se alargara hasta el cabezo a todo correr, te lo pido por lo que más quieras, y se trajese con ella como fuese a Perico Chico. Y la partera así lo cumplió, bien que le pesara la diligencia, y ya de regreso a Malcorta, pudo ver a la madre en un duermevela apacible, con el niño arrebujado entre los pechos y el obtuso ademán de estar oliéndose la subida de su propia leche.

Varón como el primero y de incierto padre, Manuela cristianó de inmediato —acaso para compensarse ilusoriamente de tantas desazones— a su segundo y más bastardo hijo, a quien puso los nombres de Diego Manuel y el cual, a diferencia de su medio hermano, nunca sería inscrito en ningún registro y acabaría por no dejar más que algún episódico rastro de la supervivencia de los Cipriani por aquellos pagos fronterizos.