XXIX

Nadie, a no ser que anduviese perdido o espiando, habría podido distinguir el centelleo nocturno de las teas por los lamedales ni el acompasado resoplido de los hombres jalando como bestias de las maromas. Entre la costa de Zapalejos y las estribaciones de Alcaduz quedaba un agotador camino de tierra inhóspita y cenagosa y una lenta trayectoria de hambre acallada con raíces y bayas silvestres y camaleones asados. El exantema del tifus ya se había encargado de diezmar a los que aún traían latente el estigma del escorbuto, y sólo pudieron disponer de veintidós hombres, contando a Clemente, para que transportaran los cuatro cañones desde el barco desguazado al baluarte de la montaña. Veintidós hombres hambrientos y exhaustos remolcando aquella inmunda chatarra, once a cada lado, arrastrándola por las hondonadas pantanosas y las quiebras del peñascal sobre troncos untados de grasa de atún, cumpliendo así una pena accesoria jamás registrada hasta entonces en ninguno de los códigos marismeños promulgados a partir de la desecación del lago de Argónida.

De modo que eso era lo que estaba ocurriendo en aquellos páramos, desde mucho antes de que amaneciera hasta bien entrada la noche. La noche se vierte como un humeante reguero de brea por los esteros y toda la desierta e inmensa negrura tiene algo de sucesión de cárceles donde cada hombre ocupa un espacio tan ilimitado y a la vez tan angosto que cualquier presunta tentativa de fuga supondría siempre la inexorable llegada a una nueva reclusión. El más imperceptible sonido —un minúsculo desplazamiento de arena, una ramita de brezo tronchada, el recóndito flujo del agua salobre— se difunde a través de interminables multiplicaciones acústicas hasta más allá del fondo de los médanos, ya en la nunca hollada tierra donde se abren las guaridas de las hidras y el socavón de los espejismos. Y así se propagaba entonces por la marisma del Salgadera el jadeo inhumano, el chirriar de los herrajes, la quejumbre de los troncos hendidos, el refregón contra el cáñamo de las manos ulceradas, los cuerpos rebotando contra la arenisca o hundiéndose en los lucios.

A los pocos días de iniciado aquel atroz reventadero, no hubo otra solución que reemplazar por una yunta de bueyes a los que habían vomitado sangre o no podían ya valerse de las manos. Trajeron unos cabestros viejos y enjutos de la otra orilla del Salgadera y designaron a cuatro hombres para que los uncieran al cañón, de forma que ayudaran al arrastre sin entorpecer a los que aún podían jalar de las estachas. Así lo hicieron y todo fue bien al principio, al menos se logró algún alivio transitorio pese a las bajas habidas en la tracción humana. Y de esa manera fueron acercándose al paso de la yunta hasta las consoladoras manchas de un alcornocal que ya trepaba por las primeras lomas de Alcaduz, al que llegaron con la noche encima y donde se aprestaron las vencidas huestes a acampar unas horas.

Todo sosegaba aparentemente entre la arboleda y apenas se oía el silbo de una sulfurosa ventolina pasando por el tamiz de la oscuridad, cuando de pronto hubo sombras reptantes, bultos agazapados que se desplazaban en lo absorto hacia algún impreciso lugar de la noche, siguiendo una dirección contraria al talud donde debía dormitar la patrulla. Aunque no parecían obedecer a ningún acuerdo previo, las siluetas se arrimaban con sigilo de linces a uno de los bueyes echado en un claro del boscaje. Coincidieron a poco en su rastreo y se detuvieron un segundo para reconocerse mutuamente y confabularse sin hablar. Uno de los hombres llevaba un palo afilado tal vez por frotamiento contra el asperón, otro un barrote que debió recoger disimuladamente y el más afortunado una navaja de insólita clandestinidad. El buey empezó a mugir bajito y con un desamparo expectante, amedrentado por la proximidad de algo todavía incomprensible. Le goteaba de los belfos una baba amarilla y compacta como un carámbano y levantó todo lo que pudo la cabeza encadenada cuando el portador de la cuchilla empezó a tantearle el testuz en busca del hoyito donde late la vena de la vida. El animal removió las ancas barruntando el peligro, mientras el anhelante matarife levantaba el brazo con calculada lentitud y le asestaba la cuchillada en mitad de la nuca. El buey pegó un respingo y abatió la testa con la hoja clavada encima, pateando en el vacío y restregando el hocico espumeante contra el tronco donde lo dejaran trabado. El hombre hurgó con la navaja en el boquete que había dejado abierto, escarbando en uno y otro sentido como para dar con el resorte que siega la carótida. El buey berreaba sordamente, intentando soltarse de las coyundas y sintiéndose cada vez más amarrado a una muerte del tamaño de su propio estupor. Alguien comenzó a golpear con una piedra encima del sangrante puño de la navaja, de suerte que la hundía a poquitos, y en eso pidió su turno el que llevaba el barrote, quien después de medir la distancia y afianzar los pies en el terreno, descargó el golpe con todo el brío de que disponía justo en el sitio por donde asomaban las cachas. El buey abrió la boca y sacó una lengua azulada y enorme con la que quizá intentase recoger la bocanada de aire que ya no necesitaba. Defecó luego encima de un tocón que le impedía recular, abajó la cerviz, trastabilló un punto y se dejó caer finalmente sobre las patas traseras.

Todavía estaba vivo el cabestro cuando sobrevino la alucinante hecatombe, no de cien ni de muchos animales sacrificados a los dioses que intercedieran en el triunfo de ninguna batalla, sino de un solo y famélico ejemplar bovino traído hasta allí para mitigar la briega extenuante de una veintena de penados, los mismos que ya acudían al matadero provistos de improvisadas herramientas y de dientes. El animal tuvo una lenta agonía, no acababa de írsele el resuello, y parecía mirar con sus despavoridos ojos a quienes lo desollaban frenéticamente con uñas y pedruscos para dar comienzo a un festín cuya brutalidad se inocularía para siempre en la otra adquirida brutalidad de los comensales. Aún le latían al buey las entrañas en el momento en que acabaron de abrirle el vientre, descuartizándolo por dentro con ánimo de esconder los trozos que de ninguna forma hubiesen podido ya ingerir.

La sangre atrajo al buitre y a la comadreja en tanto que el bullicio de los ahítos sacaba de sus tiendas a los vigilantes. Pero Clemente no iba ya a ser sometido a ninguna clase de escarmiento ni tampoco llegaría a enterarse nunca del reparto y naturaleza de los castigos que se impusieron a los participantes en la bacanal. No bien hubo comido de aquella carne caliente y rígida —que sólo parecía verdaderamente exánime después de masticada—, imaginó lo que iba a ocurrir y procuró posponer su obnubilación de hambriento a la clarividente posibilidad de una fuga que, en el fondo, no había dejado de prever desde que lo apresaran junto a otros leales pregonados por toda aquella comarca como traidores. Lo cierto fue que aprovechando la ebriedad del banquete y sabiéndose infalible práctico de todas las rutas marismeñas, se internó como una alimaña por el alcornocal arriba. Camuflado como estaba con su espesa suciedad de acémila, alcanzó sin ser notado las cotas medianeras del bosque, justo por el paraje —para él desconocido— donde se perpetrara la afrenta de Ojodejibia en la persona de la pelirroja Esclaramunda. Una vez allí, se orientó según la línea de las quebradas que conducían al Salgadera y, tan pronto hubo comprobado que nada sospechoso bullía a su alrededor, siguió hacia el noroeste, rumbo que lo apartaría sin duda de las poco recomendables inmediaciones de Alcaduz y que rectificaría luego para atravesar la marisma en dirección a la casona. Ignoraba aún de qué manera iba a poder burlar en tan inseguro refugio las pistas que acabarían siguiendo sus perseguidores y aun la virulenta enemistad de Pedro Lambert. Pero tampoco tenía entonces posibilidad de elegir ningún otro inmediato cobijo y, en todo caso, parecía evidente que la alianza de Manuela le serviría de escudo para poder encontrarse, siquiera fuese pasajeramente, con Alejandra.

Ya amanecía cuando llegó Clemente a las rayas del alcornocal. Delante de él se abría la brumosa exhalación de los esteros y la hijuela que enlazaba Zapalejos con Alcaduz. Dudó un momento antes de decidir el plan de la traspuesta que más podía convenirle. A aquellas horas ya debían de haber advertido la evasión y a lo mejor hasta habían dado aviso para que corrieran en su captura. Juzgó que lo más prudente era permanecer al abrigo de la arboleda y no salir a descampado hasta que pudiese contar otra vez con la complicidad de la noche. De manera que volvió a adentrarse por el monte arriba y buscó un sitio que le sirviera a la par de atalaya y escondite, sitio que halló pronto en una cresta del pedregal cercada de arbustos y donde se emboscó para pasar lo mucho que le quedaba del día. Aunque supuso que el sueño acabaría debilitando su instinto de defensa, consiguió espabilarse del todo a causa de una creciente sensación de asco que atribuyó en principio a su larga fatiga de bestia de carga, pero que resultó producida por el desesperado consumo de la carne cruda del buey. Trató de aliviarse tumbándose boca arriba, y parecía que en efecto se aliviaba, hasta que se incorporó de un salto para vomitar entre impetuosas y lacerantes arcadas al borde de la peñuela. Y cuando ya se disponía poco después a borrar lo más visible de aquella marca ruin de su presencia, oyó como un lejano crujido y enseguida el indudable anuncio del paso de alguien por la bajonada del alcornocal. Se agazapó tras una piedra y nada pudo distinguir por más que metiese los ojos entre el ramaje. El rumor era discontinuo y parecía desplazarse en un plano paralelo a la situación de su observatorio. Esperó sin moverse hasta que el ruido se alejó del todo, o eso fue lo que creyó, porque al cabo de unos minutos empezó a oírse de nuevo, acercándose esta vez en sentido contrario siguiendo una dirección que no debía cruzar demasiado lejos de donde estaba. Analizó más atentamente la índole de aquellos rozamientos y dedujo que eran demasiado tenues y sigilosos para poder ser referidos a la marcha de un hombre, por mucha alevosía que éste fuese capaz de desplegar. Pero ya salía Clemente de dudas porque vio asomar por detrás de un tronco aledaño la indecisa cabeza de un perro de mimético pelo de corcho, los ojos sañudos del cimarrón. Levantó el morro como si venteara algo comestible o anómalo y se aproximó cautamente al declive lateral del peñasco, hozando luego con atragantada ansiedad entre el reguero del vómito. Clemente permaneció al acecho y dejó hacer al cimarrón, quien quizá no llegó a husmearlo a causa del más intenso estímulo de la carne a medio digerir y que se fue sin más por donde había venido, una vez rebañados los últimos residuos de la bazofia.

Antes de que acabara el día, que transcurrió sin otras alarmas que las padecidas gástricamente por el propio Clemente, salió éste de su escondrijo y bajó hacia los paulares. Soplaba de la parte del mar un vientecillo húmedo y racheado que era el más conveniente para que fueran delatándose los ruidos delanteros, y el fugitivo arribó sin mayores problemas —y ya cayendo la noche— a las márgenes del camino vecinal. Luego de convencerse de que no había un alma por toda la redonda, optó por cruzar la hijuela y calculó la ruta que lo llevaría, de no desviarse a su debido tiempo, hasta la costa de Matafalúa. Procuró desoír los dolorosos requerimientos de su vientre y galopó a través de los esteros durante horas y horas, recorriendo igual que un cervato perdido el desértico y angustioso laberinto de la noche. No le fue difícil sortear, gracias a una especie de intuición olfativa, la insidiosa trampa de los lucios taponados de verdín o los mantos de arena que encubren las fauces de cieno de los caños. Y cuando al fin, casi sin saber cómo, alcanzó a aspirar el aliento de la resaca, aún no había amanecido. Observó desde un alcor los alrededores y supo que era llegado el momento de corregir el rumbo más hacia el norte. Y así iba a hacerlo, pero la misma interrupción de la espantada le evidenció que había rebasado el límite de su resistencia y que en modo alguno estaba en condiciones de cubrir el largo trayecto que aún lo separaba de la casona. Buscó pues con los ojos un lugar donde guarecerse y decidió quedarse donde estaba, tendido y medio tapado entre la arena y unas matas de junco. Hambre no sentía ninguna, pero sabía que dentro de poco iba a empezar a martirizarlo la sed. Se acordó de un día no lejano en la trinchera, cuando ya llevaban más de cuatro días sin una gota de agua y un hombre melancólico y enterizo al que decían Joaquín el Guita bebió de un abrevadero hediondo y tuvieron que sacarlo de allí a duras penas con las tripas reventadas por la ponzoña. Y se acordó asimismo del tiempo todavía menos lejano en que anduvo huido como ahora y en que, también como ahora, hizo acopio de la suficiente desesperación para acudir a escondidas a la casona con la única finalidad de decirle a Alejandra que estaba vivo, arriesgando en aquella sola y temeraria confirmación la posibilidad de seguir estándolo. No supo luego Clemente si había caído por la insondable espiral de un sueño persecutorio o se encontraba efectivamente ante un peligro real en el que se repetían otra vez las mismas incidencias y zozobras que concurrieron en aquellas pasadas experiencias

y ya pisoteaban al Emisario innumerables cascos de caballos negros mientras lo azotaban los depredadores con vergajos hechos de zarzas y la madre gritaba como una posesa arrastrándose por el suelo de arena de un chamizo cuyo techo aparecía cubierto de escudos heráldicos viendo cómo le salían por un agujero del vientre los alones de un cuervo no bien empezó a girar la manivela del titirimundi sin que nadie lo tocara en medio de la apestosa soledad de los navazos hasta que él mismo cayó en un hueco punteado de luces por donde corría su hijo envuelto en el vaho del mimbre recién hervido en tanto que Alejandra sollozaba en la penumbra y medio oía la voz desazonante de Manuela insistiéndole en que se quedara allí que ya vería ella la forma de que nadie se enterase y entonces era otra voz la que resonaba al pie de la escalera ¿quién anda por ahí carajo? confundida con la de alguien que subía con Pedro Lambert y cuya figura aparecía desenfocada por una fulguración demasiado intensa

cuando un sol ya levantado horadó la oblicua sombra de la junquera y alzó en vilo a Clemente, que miró a uno y otro lado con atónitas alarmas y volvió a caer de bruces sobre la arenisca sin entender del todo si se había quedado dormido o era la debilidad quien lo impelía a la alucinación.

Prosiguió Clemente la marcha algo más animoso y avistó a corto trecho, al otro lado del cauce a medio secar de un caño, lo que parecían ser los restos desperdigados de algún chozo. Según se acercaba, tuvo Clemente la impresión de que acababan de ser extraídos de dentro de la marisma después de haber estado sepultos durante mucho tiempo. Si no, no se explicaba el aspecto de aquellos cascotes depositados en la leve pendiente de la duna y mostrando al aire su completo volumen. Clemente notó que había algo inquietante en esos irregulares despojos que parecían proceder de un naufragio recién acaecido y que, dada su manifiesta vejez, debían estar enterrados en la correspondiente profundidad del arenal. Una luz excesiva para la todavía escasa altura del sol empezó a reverberar entonces contra las maderas corroídas y Clemente se echó al suelo de pronto, temiendo que alguien hubiese situado allí a manera de cebo aquellos anómalos vestigios de lo que bien pudo ser un sombrajo o una hornachuela. Aguardó un rato y nada ocurría, y otro rato más y tampoco, pero intuyó que tenía que alejarse de aquel lugar lo más rápidamente posible. Y así lo hizo no tanto porque se maliciara alguna argucia para atraparlo (cosa que nunca se habría producido de ese innecesario modo en tales circunstancias) cuanto por una especie de confuso temor ante lo que debían ser —aun sin que él pudiera saberlo— las ruinas del primer chozo levantado por el normando en aquel enclave marismeño, periódicamente desenterradas en virtud de las quiméricas pugnas de los espejismos.

Con la sed agarrotándole la tráquea y ya pasada la medianoche, llegó Clemente al fin a las tapias traseras de la casona. Se arrastró en un último esfuerzo hasta la cancela que caía más cerca del caño Cleofás —de cuyas venenosas aguas estuvo a punto de beber— y saltó sin dudarlo al interior del parque. Todo parecía tranquilo y lo primero que hizo fue correr hacia donde negreaba la alberca, que encontró vacía pero que aún dejaba manar por el desagüe un musgoso chorrito. Se tumbó en el fango y mordió aquel hilo irrisorio y maloliente, metiéndose el tubo de drenaje dentro de la boca y lastimándose el paladar con los filos de la herrumbre. Y así se estuvo durante un vago paréntesis de tiempo, sin pensar que pudiese existir ningún alivio distinto al frescor de aquella sucia gotera que le penetraba igual que una cuchilla, a la vez hiriente y apetecible, por la acolchada garganta. Sólo reaccionó cuando tuvo conciencia de la eventualidad de un contagio o de que también pudiera tragar el temible gusanillo de la sanguijuela. Se incorporó entonces con una especie de miserable sentimiento de derrota, ya conminado de nuevo por la realidad, y siguió hacia la casona al través del parque, la oreja presta y un vértigo de peonza zumbándole por dentro de las sienes. Contorneó el rellano sin salirse de los abandonados jardines, que eran vacíos, y luego de detenerse a sondear la quietud circundante, atravesó en un par de brincos la distancia que lo separaba del traspatio y se entró en la casa por un postigo que ya había abierto en otra similar ocasión de visitante furtivo.