VI
Sentado sobre un tocón de alcornoque, los brazos colgantes entre las piernas y como atacado de una patológica rigidez, el normando parecía absorto en la vigilancia de un espacio vacío que, aun sin estarlo, en modo alguno hubiese podido vigilar. Criatura pétrea o excrecencia del mismo tronco en que se apoyaba, allí permanecía desde un tiempo tan dilatado en apariencia como su propia vida, tercamente guarecido en la sombra de unas izagas equidistantes del cabezo y la linde de soledad por donde apareció Manuela. El sol estaba alto y asperjaba sobre la marisma un polen de intermitentes destellos que aún hacía más indecisas las imágenes aplastadas bajo el recalmón. Manuela traía al recién nacido enfajado a la cadera y se volvía a mirar a Perico Chico, que se rezagaba hundiendo una vareta en el lodo de un canalillo.
Si el normando vio a Manuela, no dio (o no pudo dar) muestras de haberla reconocido desde aquel inhumano encierro en que parecía sustraerse de toda alusiva o imaginada realidad. Tres semanas, o poco menos, habían pasado desde el parto del segundogénito y Manuela volvía con un renuevo de lozanía en los ojos y una recién barnizada hermosura en las carnes de puérpera. Se detuvo un punto cuando descubrió al normando en el estático arrimo de las izagas y amagó un retroceso que cambió enseguida por un más decidido avance.
Ni un solo gesto alteró el rostro del inmóvil cuando Manuela, sin altanerías pero también sin flaquezas, se entró por el borde amarillo de la sombra mientras se secaba el sudor de la cara con el antebrazo. Empujó entonces a Perico Chico hacia el padre, tal vez pretendiendo amortiguar así la mordedura de unas palabras que en ningún caso iban a ser emitidas, pero el padre tampoco se inmutó ante aquella penosa proximidad del emisario de una reconciliación por nadie reclamada. Y ya se adelantaba Manuela hacia la casucha cuando vio que el normando la seguía a distancia de un salto de lince, los hombros encogidos y como reconstruyendo sobre el menguado territorio de la obnubilación un camino que no conducía a parte alguna.
Llegado que hubo la malmaridada a la habitación, desató de los refajos a Diego Manuel y lo acostó en la cuna, arrullándolo innecesariamente al mismo compás que el balanceo del cuero. Y en eso se vació en el contraluz el bulto del normando, que se mantuvo un momento reclinado en la jamba y se dirigió luego con una lentitud que no era alarmante (pero que podía serlo) hacia la cuna. Manuela estuvo tentada de interponer la locuacidad de su cuerpo al mudo desplazamiento del que parecía ser un intruso, a quien notó más harapiento que nunca. Pero lo único que hizo fue quedarse quieta, entre temerosa y expectante, más mediatizada por la indecisión que por la vergüenza, sintiendo que transcurría un tiempo infinito sin que aquel hombre que no era el padre de su nuevo hijo dejara de mirarlo con una oscura inexpresividad. Cuando ya iba ella a interrumpir aquella insostenible contemplación, se apartó el normando con un pausado giro del cuerpo y a Manuela le costó trabajo aceptar que en el fondo de los ojos de él había despuntado algo similar a una aquiescencia, desprovista quizá de efusión, pero de un manifiesto impulso comunicativo. Y entonces se sintió ella como si estuviera sucia de una suciedad de carne lamida y olió en su cuerpo un inconsolable olor arrendatario, sólo a medias diluido cuando el niño empezó a llorar y ya volvía a mecerlo con un tarareo espasmódico.
Salió el normando otra vez con el mismo reptante sigilo con que entrara y, mientras se adormecía Diego Manuel y Perico Chico revolvía entre unos cordajes, se le estancó a Manuela en algún recodo de la memoria como un amasijo de fragmentos de realidad. Nunca hasta entonces había ella sometido sus últimos escarceos a ninguna suerte de recapitulación, intuyéndolos (aun sin acertar a razonarlo) como una vengativa forma de autodefensa contra tantas incurias vividas junto a quien jamás había dejado de ser un forastero y acabara por ignorar hasta que ella vivía, si es que alguna vez lo había sabido realmente. Pero aquel inaudito atisbo de aprobación en lo que debió ser una mirada enemiga, la amilanó en las vecindades de una penitencia púdica y sobrecargada de incertidumbres, como de culpable y víctima inocente a la vez. La carencia de vituperios o agresiones por parte de quien con mayor iracundia podía haberlos desencadenado, hurgaba en su conciencia no para instarla a un sosiego emanado del aparente de él, sino para activarle su propia perplejidad de hembra dada en alquiler a cambio de una degradación no siempre (o no siempre del todo) repudiable.
Nada cambió, sin embargo, en aquel ámbito doméstico que era a la vez cenobio y potencial almacén de contiendas. Contra todo propósito, y aun contra los pactos turbiamente sellados con la partera Agripina, no volvió Manuela a Malcorta en funciones de buscona hasta que se cumplieron poco menos de dos cuarentenas después del parto. Y aun así, su primera reaparición por el poblado se debió a las inaplazables necesidades de trueques de mercancías. El normando, por su parte, no modificó en todo ese tiempo un solo componente de sus ya crónicos letargos: ni hablaba ni miraba ni parecía darse cuenta de lo que acontecía a su alrededor ni dormía en otro sitio que no fuese a la puerta de la casucha y sobre un montón de cueros picados. Entre el alba y la anochecida continuaba de merodeo por no se sabía qué rumbo, observando el mismo incongruente programa de actividad y ocio al que se había uncido a poco de mudarse a la habitación del cabezo. La única muestra de las postrimerías de su lucidez se limitaba a las rutinarias aportaciones de piezas cobradas en el breñal o en incursiones de cazador orillero por los entrantes del coto del señorío. De manera que seguía arrastrando hasta el rellano de la casucha los varetones caídos en las venenosas trampas y las garcetas aún agonizantes atrapadas con orzuelos. Quizá fuese ese solo hábito el que lo aproximaba todavía con un frágil vínculo a Manuela, que también se afanaba a la sazón desollando reses y aderezando cueros con una pericia que tal vez proviniera de su abrupto noviciado en las almadrabas cuando asistía al maremagno del copo o ayudaba a ensartar con garfios las sangrantes espaldas de los atunes.
Al igual que entonces en Zapalejos, todo volvía a contagiarse por aquellos contornos de una deletérea emanación de vísceras calientes y líquidos excrementicios. Como en el cruento ritual ofrecido a alguna deidad marismeña, la victimaria, con los brazos chorreantes y el cuchillo fulgiendo de cuajarones, se instalaba en una especie de ara sexual del sacrificio, entre una morbosa saturación de hedores a entrañas y regustos de acoplamientos carnales. Y algo no muy distinto perturbaba a Manuela cuando tenía que ahogar a los ánsares y garcetas, metiéndolos en un tinajón de agua hirviente y, aún notándoles el espasmo de la asfixia por los entresijos del cuello, los desnudaba con presteza cuidando de no quebrar los tibios cañoncillos de las plumas, reunidas luego en haces de lujosa policromía.
Habituado ya a tales industrias, Perico Chico compartía por lo común los trajines de acarreo de despojos, adobo de pieles y selección de plumones según su apresto y tonalidad. La salvaje hedentina de los curtientes y sanguazas quedaría así incorporada para siempre a la memoria del primogénito, hasta tal punto que aquel todavía impreciso aprendizaje iría perseverando no como una vaga referencia emocional, sino como la remota prefiguración de su propia vida, alternativamente instalada con el paso de los años entre la despótica dominación y el extravío de los temores irrazonables.