CAPÍTULO 29
Quizá fuera la agradable imagen que presentaba Alderaan desde el espacio lo que le había permitido disfrutar de una historia tan larga de paz, prosperidad y tolerancia.
Y cuando uno se adentraba en su intoxicante atmósfera y se iba acercando a ese montaje de nubes de alabastros, mares azules y verdes llanuras, la imagen seguía manteniéndose. El planeta vecino de Coruscant en el Núcleo era una joya sin igual.
La impresión de paz empezaba a desvanecerse sólo al llegar a las calles de la ciudad-isla de Aldera, y sólo debido a la actividad reinante aquel día, prueba de que la única forma en que puede perdurar la tolerancia es dando voz a todos, incluso cuando la libre expresión desafía la perpetuación de la paz.
Bail Organa comprendía eso, como lo comprendieron sus predecesores en el Senado Galáctico. Pero la compasión que sentía Bail por quienes habían tomado las estrechas calles de Aldera para manifestarse no era simple cuestión de noblesse oblige, pues compartía sus preocupaciones y sentía una gran simpatía por su causa. Como decían muchos, de no ser por la genética, Bail habría podido ser un gran Jedi. Y, de hecho, fue considerado un valioso amigo de la Orden durante la mayor parte de su vida adulta.
Se mantuvo a la vista de las multitudes, en un balcón del palacio real, en el corazón de Aldera, que a su vez yacía al abrazo de verdes montañas cuyas suaves cumbres brillaban por la nieve recién caída. Bajo él desfilaban cientos de miles de manifestantes, refugiados de cientos de especies desplazadas a la fuerza por la guerra, vestidos con ropas de colores que los protegían de las frígidas corrientes de aire descendente de las montañas. Muchos de los refugiados llevaban en Alderaan desde los inicios del movimiento separatista, viviendo en refugios proporcionados por el planeta, y otros muchos habían llegado recientemente para mostrarles su apoyo. Ahora que la guerra había acabado, casi todos estaban impacientes por volver a su sistema natal, recuperar lo que quedaba de su destrozada vida y reunirse con los miembros de sus dispersadas familias.
Pero el Imperio intentaba frustrar sus deseos.
Los paneles brillaban y las holoimágenes brotaban de aparatos sostenidos por manos y tentáculos a medida que la multitud pasaba junto a la posición privilegiada de Bail en la torre norte, tras las blancas murallas del palacio y los estanques que mucho tiempo antes sirvieron de fosos defensivos.
«¡Marioneta de Palpatine!», se leía en un holograma.
«¡Rechazar el impuesto!», se leía en otro.
«¡Resistencia a la imperialización!», ponía en un tercero.
El primero era una referencia al gobernador regional que el Emperador Palpatine había enviado a esa parte del Núcleo, el cual había decretado que todos los refugiados de los antiguos mundos de la Confederación debían someterse a rigurosos controles de identidad antes de recibir los documentos de tránsito.
El «impuesto» era el peaje que se cobraba a cualquiera que viajase a los sistemas fronterizos.
El tercer eslogan era ya una frase de uso común e iba dirigida a todo el que temiese los intentos del Emperador de someter a todos los sistemas planetarios, autónomos o no, al mando de Coruscant.
Aunque muy pocos de los enfurecidos cánticos iban dirigidos contra el gobernador de Alderaan, o contra la reina Breha, esposa de Bail, muchos esperaban que Bail intercediera por ellos ante Palpatine. Alderaan sólo era el lugar donde los manifestantes habían decidido reunirse a raíz de que los organizadores optaran por no celebrarla en Coruscant, bajo la vigilante mirada de los soldados, y con el recuerdo de lo sucedido en el Templo Jedi fresco en la mente de todos.
En cualquier caso, las manifestaciones no eran algo nuevo en el planeta. Los alderaanos eran conocidos por toda la galaxia por sus misiones humanitarias y por su constante apoyo a las minorías oprimidas. Y, lo que era más importante, Alderaan siempre había sido fuente de disensión política durante toda la guerra gracias a un movimiento liderado por los Estudiantes de Collus de la Universidad de Aldera, que habían tomado su nombre de un aplaudido filósofo alderaano.
Con su mundo natal tan politizado, Bail se había visto obligado a moverse con mucho cuidado en la capital galáctica, mostrándose tanto como defensor de las poblaciones de refugiados que como miembro del Comité de Lealistas; es decir, de los leales a la Constitución y a la República que la representaba.
Bail era un hombre razonable, uno más del puñado de delegados que se habían visto divididos entre apoyar a Palpatine o no hacer nada en absoluto, consciente de que la lucha política era la única forma de introducir algún cambio en la sociedad. Por tanto, Palpatine y él se habían enzarzado en numerosas disputas, tanto públicas como privadas, sobre cuestiones relacionadas con el rápido ascenso del Canciller a posiciones de incontestable poder y la subsiguiente erosión lenta pero segura de las libertades individuales.
Sólo con el repentino y sorpresivo final de la guerra había comprendido finalmente que lo que consideró maniobras políticas de Palpatine no eran sino parte de una maquinación meditada, el desarrollo de un plan diabólico para prolongar la guerra y acabar con los Jedi en el momento en que éstos le acusaran de negarse a proclamar el final de la contienda con la muerte del Conde Dooku y del general Grievous, pudiendo declararlos así no sólo traidores a la República, sino culpables de fomentar la guerra para servir a sus propios fines y, por tanto, merecedores de ser ejecutados.
Desde entonces, Bail se había visto obligado a llevar en Coruscant, Centro Imperial, un juego mucho más arriesgado, pues sabía que Palpatine era un adversario mucho más peligroso de lo que sospechaba nadie, de hecho más peligroso de lo que la mayoría apenas podía empezar a adivinar. Aunque senadores como Mon Mothma o Garm Bel Iblis esperaban que Bail se uniera a su intento de organizar una rebelión secreta, había una circunstancia que lo obligaba a ser discreto y a mostrar públicamente una lealtad por Palpatine muy superior a la que había mostrado nunca.
Esa circunstancia era Leia. Y el miedo que sentía por su seguridad había aumentado desde su encuentro con Darth Vader en Coruscant.
Sólo le había mencionado el encuentro a Raymus Antilles, capitán de la nave consular Tantive IV. Antilles estaba encargado de la custodia de C-3PO y R2-D2, los androides de protocolo y astromecánico de Anakin. El primero había pasado por un borrado de memoria para salvaguardar la verdad todo el tiempo que fuera necesario, y así garantizar la protección de los mellizos Skywalker.
¿Podía ser Vader en realidad Anakin Skywalker?, se preguntaban los dos hombres.
La supervivencia de Anakin no parecía posible, dado el relato de Obi-Wan de lo sucedido en Mustafar. Pero puede que Obi-Wan subestimase a su discípulo. Puede que la gran sintonía con la Fuerza que tenía Anakin le hubiera permitido sobrevivir.
¿Acaso Bail estaba criando a la hija de un hombre que seguía vivo?
¿Qué otra posibilidad había? ¿Que Palpatine, o Sidious, hubiera bautizado a otro aprendiz como Darth Vader? ¿Que la monstruosidad negra que Bail había visto en la plataforma de aterrizaje no fuera más que una versión androide de Anakin, tal y como el general Grievous era una versión ciborg de su antiguo yo?
De ser eso cierto, ¿consentirían los soldados en ser dirigidos por un ser así, por mucho que se lo ordenara Sidious?
Estas cuestiones carcomían a Bail sin proporcionarle respuestas, y acontecimientos como la manifestación de refugiados sólo servían para que peligrase aún más su posición en Coruscant y aumentase su preocupación por Leia.
Palpatine era capaz de aplastar sin ayuda a todo el que se opusiera a él. Y aun así, continuaba permitiendo que otros le hicieran el trabajo sucio, para conservar su imagen de dictador benévolo. Palpatine utilizaba a sus gobernadores regionales para emitir los decretos más duros, y a sus soldados para imponerlos.
Los organizadores de la marcha habían prometido a Bail que sería pacífica, pero Bail sospechaba que Palpatine había infiltrado en ella espías y agitadores profesionales. Los gobernadores regionales podrían utilizar los disturbios como excusa para arrestar a disidentes y a teóricos alborotadores y anunciar nuevos edictos que harían que viajar fuera aún más difícil y costoso para los refugiados.
Con la llegada de tantas naves procedentes de sistemas cercanos, había sido imposible controlar a la gente y encontrar entre ella a agentes y saboteadores imperiales. Y de haber alguna forma de identificarlos y emitir órdenes restrictivas, Bail sólo le habría hecho el juego a Palpatine, alienando así tanto a los refugiados como a sus ardientes defensores, que consideraban Alderaan uno de los últimos bastiones de la liberad.
De momento, los agentes de la ley estaban haciendo un buen trabajo confinando a los manifestantes al circuito preasignado por palacio, y el cielo estaba lleno de flotadores policiales y naves de vigilancia asegurándose de que la situación seguía bajo control. Sólo se tomarían medidas activas si Bail daba la orden, y sólo como último recurso.
Bail, parado en el balcón, era blanco de gritos, llamadas, cánticos y baterías de puños alzados. Se pasó la mano por la boca, rogando porque la Fuerza lo acompañara.
—¡Senador! —dijo alguien detrás de él.
Bail se volvió para ver al capitán Antilles, que se dirigía hacia él procedente de la Sala de Grandes Recepciones del palacio. Venía acompañado de Sheltray Retrac y Celana Aldrete, dos ayudantes de Bail.
Antilles dirigió la atención de Bail a un holoproyector cercano.
—No le va a gustar esto —dijo el capitán de nave espacial, a modo de aviso.
En el campo azul del proyector apareció la holoimagen de una enorme nave bélica.
El ceño de Bail se arrugó por la confusión.
—Un destructor estelar clase Imperator —explicó Antilles—. No ha comunicado nada, y ahora está en órbita estacionaria sobre Aldera.
—Esto es insultante —dijo Celana Aldrete—. Ni siquiera Palpatine puede tener el descaro de venir a interferir en nuestros asuntos.
—No te engañes —dijo Bail—. Lo tiene y lo ha hecho. —Se volvió hacia Antilles—. Llama a la nave —ordenó, mientras el visir de Aldera y otros consejeros corrían hacia el balcón para quedarse boquiabiertos ante la holoimagen proyectada.
Antes de que Antilles pudiera activar el comunicador, la imagen del holoproyector se desvaneció y fue reemplazada por el rostro enjuto y afeitado del principal esbirro de Palpatine: Sate Pestage.
—Senador Organa —dijo éste—. Espero que reciba este mensaje.
De todos los consejeros de Palpatine, Pestage era quien más cerca estaba de ser el archinémesis de Bail. Era un matón sin comprensión alguna del proceso legislativo y no debía de estar en una posición de autoridad. Pero había sido uno de los principales consejeros de Palpatine desde su llegada a Coruscant como senador por Naboo.
Bail se situó en la rejilla transmisora del proyector e hizo una seña a Antilles para que abriera un enlace con Pestage.
—Ah, está ahí —dijo Pestage al cabo de un momento—. ¿Nos concede permiso para aterrizar nuestra lanzadera, senador?
—Qué impropio de usted otorgarnos la cortesía de avisarnos, Sate. ¿Qué le trae por esta parte del Núcleo Galáctico, y además en un destructor estelar?
Pestage sonrió sin mostrar los dientes.
—Yo soy un simple pasajero a bordo del Exactor, senador. En cuanto a lo que nos trae aquí… Bueno, deje que le diga cuánto he disfrutado presenciando por la HoloRed imágenes de su… cumbre política.
—Es una manifestación pacífica, Sate —contraatacó Bail—. Y probablemente seguirá siéndolo. A no ser que sus agitadores consigan hacer lo que saben hacer mejor.
Pestage asumió una expresión de sorpresa.
—¿Mis agitadores? No puede hablar en serio.
—Muy en serio. Pero mejor volvamos a los motivos de su visita.
Pestage se tironeó el labio inferior.
—Ahora que lo pienso, senador, igual sería más prudente por mi parte dejarle esa explicación al emisario del Emperador.
Bail permaneció con los brazos en jarras.
—Ése siempre ha sido su cargo, Sate.
—Ya no, senador —dijo Pestage—. Ahora respondo ante un superior.
—¿De quién está hablando?
—De alguien al que todavía no ha tenido el placer de conocer. Darth Vader.
Bail se quedó congelado, pero sólo por dentro. Consiguió no mirar a Antilles, y que su voz no mostrase el repentino temor que sentía al decir:
—¿Darth Vader? ¿Qué clase de nombre es ése?
Pestage volvió a sonreír.
—Bueno, en realidad es algo así como un título y un nombre. —La sonrisa desapareció—. Pero no se confunda, senador. Lord Vader habla en nombre del Emperador. Hará bien en no olvidar eso.
—¿Y ese Darth Vader va a venir aquí? —dijo Bail con voz firme.
—Nuestra lanzadera descenderá en cualquier momento, suponiendo, claro está, que tengamos su permiso para aterrizar.
Bail asintió a la holocámara.
—Me ocuparé de que les transmitan coordenadas de aproximación y aterrizaje.
Bail sacó el comunicador del cinto y pulsó un código en su teclado apenas se disolvió la holoimagen de Pestage.
—¿Dónde están Breha y Leia? —le dijo a la voz de mujer que contestó.
—Creo que ya han salido para reunirse con usted, señor —dijo la asistenta de la Reina.
—¿Sabe si lleva su comunicador consigo?
—No creo que lo lleve, señor.
—Gracias —Bail apagó el comunicador y se volvió hacia sus ayudantes—. Buscad a la Reina y decidle que, bajo ninguna circunstancia, salga de la residencia y que contacte conmigo lo antes posible, ¿entendido?
Retrac y Aldrete asintieron, giraron sobre sus talones y salieron corriendo.
Bail se volvió hacia Antilles, con los ojos hinchados por la preocupación.
—¿Los androides están en el Tantive IV o han bajado a tierra?
—Están aquí —dijo Antilles, exhalando aire—. En alguna parte del palacio o las cercanías.
Bail apretó los labios.
—Hay que localizarlos y ocultarlos a la vista.