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Bajé en ascensor.

Las luces de la cámara de Ausencia estaban encendidas. Siempre lo estaban. Un escenario siempre a punto donde nunca ocurría nada de verdad. No se oía nada, salvo el pitido de mis oídos y el zumbido de las máquinas en reposo.

Cerré la puerta al entrar. La mesa de Ausencia relucía bajo el foco y mis ojos borrachos contribuyeron a añadirle un halo borroso. La sala había sido limpiada con profesionalidad. No quedaba rastro de sangre.

Comprendí que habían abandonado a Ausencia. Braxia se había marchado. Los estudiantes estaban de fiesta o de camino a casa para pasar la Navidad. Era el turno de Alice, pero Alice había huido. Soft le había dado la espalda. Soft estaba tan contento de que Ausencia estuviera desvaneciéndose que fingía que ya había ocurrido. Habían malcriado a Ausencia, pero ahora se marchitaría y moriría en soledad. Tal vez yo fuera su última visita.

Rodeé la mesa con paso de borracho, guiñando los ojos por el destello. Estaba matando el tiempo. Creo que esperaba ver aparecer a Braxia, como hacía siempre, y que me arrancara del umbral. Pero Braxia estaba en el avión, sobrevolando el océano. Nadie iba a detenerme. Nadie me había visto abandonar la fiesta.

Haz lo que tengas que hacer. Habían sido las palabras de Alice.

Rodeé la mesa, hipnotizándome. Era un interrogante en órbita alrededor de una respuesta, Necesitaba hablar urgentemente, pero ¿a quién estaría dirigiéndome? ¿A Alice o a Ausencia? Los dos se habían anulado mutuamente, se habían convertido en uno, luego en cero. No había nada sobre la mesa, nada de nada, salvo que era una nada que de algún modo incluía a Alice y a Ausencia y una nada en la que también quería estar incluido. Ausencia era un agujero que había succionado mi amor al negarse a succionarlo, una nulidad. Ahora yo quería que me anularan.

Haz lo que tengas que hacer.

De modo que me subiría a la mesa. Así de simple. Sería el primer enamorado de la historia que recibiría una respuesta absoluta, un sí o un no documentado como hecho cósmico. Me agarré a los lados de la mesa y me aupé, primero sobre las rodillas y luego caí de un planchazo. Sobre el estómago casi plano. Tenía una erección. Estaba dura como una roca, algo desmedido. Alguna parte de mi ser había confundido aquello con un evento sexual. Pasé. Me aferré con fuerza a la mesa y resbalé hacia delante hasta que mi peso quedó centrado a unos centímetros de la línea que marcaba la frontera de Ausencia. Encogí las piernas debajo del estómago, convirtiéndome en una bala humana, y busqué el borde del fondo de la mesa. Entonces cerré los ojos y me propulsé hacia delante, a través de la frontera, hacia el interior de Ausencia y más allá del final de la mesa, para ir a caer en el suelo de la cámara.

Aterricé sobre las manos y me desplomé de espaldas, con la cabeza por debajo de la mesa. Como El Coyote disparado por el borde de un acantilado con un paracaídas Acme defectuoso. Pero sin ni siquiera un efecto sonoro, ni una nube de polvo. No quedó constancia del impacto. Un pequeño paso para nada, un salto de gigante para nadie. El suelo estaba frío. El complejo de física no me hacía caso, seguía zumbando. Me bajó la erección. La noté separarse de los calzoncillos. Me dolía la cabeza. Cuando abrí los ojos, los fosfenos plagaban mi campo visual, como en un mal ejemplo de action painting. Cerré los ojos.

Haz lo que tengas que hacer.

Así que me desmayé en el suelo, en un desvanecimiento alcohólico que me duró hasta la mañana siguiente.