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Me sentía responsable de los ciegos. No podían ser responsabilidad de Alice, no en su estado. Y Cynthia Jalter no vivía con ellos. Además, a mí me habían advertido. Les había escuchado anhelar un divorcio de una realidad que, pese a sus tabulaciones, siempre acababa escapándoseles entre los dedos.

Regresé en el coche y los busqué, fingiendo que no creía a Ausencia. Seguí la ruta de sus paseos por el campus y a la ciudad. Estaba seguro de que me los encontraría a la vuelta de una esquina, con sus trajes negros, irguiendo la cabeza al menor ruido o discutiendo sobre la ubicación de una cabina o una parada de autobús. Pero no fue así. Cuanto más oscurecía, más posible me parecía que Ausencia me hubiera dicho la verdad. Que se hubiera tragado a los ciegos.

Agoté las rutas, pero seguí conduciendo, repitiendo trayectos. Estaba trazando un mapa. Era como un conjuro para traerlos de vuelta.

Al final regresé al apartamento. Alice se había ido. No me importó. Entré y encendí todas las luces, intentando expulsar el silencio con luz. Encendí el televisor y me senté en el sofá. Nadie vino a casa. Mi llamita no atrajo a ninguna polilla. La nevera se reactivó con un zumbido, era una máquina para mantener las constantes vitales del requesón mohoso, las magdalenas pasadas y los restos resecos y olvidados. Fuera, los estudiantes paseaban por los senderos, destrozados por sus intentos de entregar los trabajos del trimestre en el último momento, tratando de borrar los efectos de las drogas consumidas en el intento. Me acurruqué en el sofá y dormí.