34
—¡Philip! Tenía miedo de que no vinieses. Toma una copa.
Era Soft. Lleno de una alegría incomprensible, me agarró del brazo y me condujo al bar improvisado. La sala estaba llena a rebosar, el ambiente cargado del barullo de conversaciones superpuestas que subían y bajaban de tono como los disparos de una automática. Me adentré en un laberinto de cabezas bamboleantes, con caras que se descomponían en gestos de irónica angustia o se descoyuntaban entre risas, con las mandíbulas abiertas y las aletas de la nariz ensanchadas, las orejas rojas como tomates mientras manos serviciales trasladaban cigarrillos, vasos y comida de los orificios a sus contenedores y viceversa. Todas las cabezas formaban el laberinto, una despiadada pesadilla consensuada, y todas vagaban por él, perdidas, asustadas, solas.
Allí encontraría un sabor a despedida del mundo humano, quizá incluso una voz que me llamara desde el límite. En el peor de los casos, una oportunidad para retrasarme.
—No —dije—. Ya he bebido.
—Es Navidad.
—Sí.
—Ponche de huevo, Philip.
Me entregó un vaso de plástico lleno de huevo espumoso y cubitos cilíndricos huecos. Lo probé, por quedar bien, y me entró una cantidad sorprendente en la boca. Soft sonrió, contento de verme beber. Le devolví la sonrisa, contento de verle contento.
—¿Alguna novedad? —pregunté.
—Se acerca el final.
—Esto es el final.
—No me refiero al trimestre. —Volvió a sonreír, como si la sonrisa bastara como explicación. Me pregunté si me había perdido algo con tanta bulla.
—¿Qué quieres decir? —pregunté por fin.
—Ausencia. Se está cerrando. Se va.
Fuimos atacados por una camarera uniformada con una bandeja de entrantes, galletitas arrugadas cubiertas de una mezcla rosa fluorescente. La chica llevaba un hocico negro cubierto de rocío. Se veía obligada a levantar tanto la bandeja que parecía pasear la cabeza en ella, ofreciéndola con la comida. Soft se volvió y la bandeja quedó bajo su mentón. Alargó la mano y se llevó una galleta a la boca. Con ambas barbillas sobre la bandeja aquello olía a sexo, las manchas rosas hacían las veces de lenguas.
La chica se volvió hacia mí.
—No, gracias —dije. Me agaché para abrirme una vía de escape de la bandeja. La chica se alejó a empujones. Miré a Soft, que masticaba con la boca abierta—. Estabas hablándome de Ausencia.
—Sí —dijo, tragando—. Braxia me dijo esta tarde que pensaba que se cerraría. Ausencia, claro. De modo que bajé hace una hora y tomé algunas medidas. Está bastante claro. Se está atenuando. Le doy una semana más o menos.
Alzó la copa, radiante. Yo alcé la mía y bebimos.
—Se está atenuando —dije.
Soft asintió.
De modo que Braxia tenía razón. Ausencia se marcharía. No cambiaba mis planes, solo los hacía más urgentes y firmes. Me recorrió un escalofrío de miedo. Bebí un poco más y apuré el resto de ponche de huevo, luego me quedé con un cubito en la boca y chupé los restos dulzones.
Soft se terminó su ponche y me sonrió con aire mareado, tenía el labio superior manchado de crema. No era su primer vaso. Estaba más borracho que yo. Y más contento. Tal vez fuera la solución. Debería estar tan borracho y contento como Soft.
—Es brillante al volante —dijo una voz entre la multitud. Luego se oyeron las risas de admiración. Cogí el vaso de Soft y el mío para rellenarlos. El camarero de la barra era uno de mis estudiantes. Me llenó los vasos con el contenido de un cuenco, después echó una ración extra de ron de una botella escondida entre grandes alardes. Me guiñó el ojo, y yo le devolví el guiño. Estaba planeando suspenderle. Me entregó los vasos. Estaban demasiado llenos. Bebí un sorbo de cada uno y, sin querer, me bebí las dos raciones de ron sin diluir que flotaban encima del todo.
Volví con Soft. Sonrió. Me incliné hacia su cara pálida y pequeña y susurré:
—Vamos a revolucionar esta fiesta.
Soft arqueó las cejas, parecía acongojado.
—No sé cómo —dijo.
—Tu sígueme.
—Vale.
—La clave son las mujeres. Hablar con ellas.
—Mujeres.
—Sí, el grupo de mujeres más numeroso que encontremos. La personalidad masculina se crece en compañía de mujeres.
—Vale.
—Cuando nos hayamos crecido podemos ir por grupos mixtos, o solo de hombres. Pero primero hay que crecerse.
Soft asintió.
Me puse de puntillas y repasé la fiesta con la mirada. Estaba espesándose, convirtiéndose en algo insoluble. Hubo cierto ajetreo en la puerta cuando un grupo de estudiantes entraron disfrazados de ovejas. Una mujer detrás de mí aulló: «¿Dónde? No le veo. ¿Cómo voy a follármelo si ni siquiera le veo?». Las risas estallaban como nubes de humo. La música cambió a algo incesante, la banda sonora perfecta para el dolor de cabeza de un robot. Una profesora de literatura bailaba en un rincón, sudorosa y ausente, rodeada de hombres trajeados que la aplaudían y coreaban maliciosamente. En su camiseta se leía mi corazón rebosa amor por todas las criaturas. El humo estallaba como nubes de risas. Una luz estroboscópica parpadeó un instante, reduciendo todo movimiento a una escena típica de Keaton. Las burbujas se desvanecían como las risas de las nubes. Me imaginé que las cabezas bamboleantes que conformaban el laberinto eran globos, unidos al suelo por la cuerda que eran los cuerpos. Luego me las imaginé libres para bambolearse y girar, sin parar de reír y fumar, sobre la superficie del techo.
Por encima del hombro de Soft localicé un grupo de tres mujeres de pie, sosteniendo las bebidas con aire aburrido. Reconocí a una, la nueva profesora de macroeconomía. Nuestras miradas se cruzaron. Saludé con la cabeza, tragué y sonreí. Todavía seguía de puntillas. Bajé. Soft me miró con expresión socarrona.
—No mires ahora —dije—. Pero están justo detrás de nosotros. Mirare prohibitio est.
Parecía confundido. Le cogí del hombro y le hice girar, de modo que entró en el grupo de mujeres.
—Aquí —dije—. Eh… —Alcé el vaso ante la macroeconomista, la que me había mirado a los ojos. Tenía treinta y tantos, y unas gafas que reflejaban la luz en tonos azules—. He olvidado tu nombre —dije, intentando que sonara a culpa suya.
—Humdoris Humfield —dijo. Con tono de aceptar la culpa.
—Humfield, por supuesto. De económicas.
—Field. Humsí.
Me incliné hacia delante, sonreí peligrosamente.
—No te oigo —dije—. Este es el profesor Soft.
Field o Humfield le dio la mano y sonrió. Sus dos compañeras cambiaron el peso de pie, a la espera de ser incluidas para poder sumarse por fin al galimatías, al barullo general, o verse libres para vagar por el laberinto. La que estaba de cara a Soft era alta y ágil, casi patizamba. Llevaba su larga melena rubia suelta alrededor de la cara Como una cortina de cama de hospital. Cuando Soft se acercaba demasiado el pelo se levantaba, atraído por la electricidad estática, y se pegaba al cuello alto del jersey de Soft. La tercera mujer, situada más cerca de mí, era más baja, y gorda o delgada dependiendo de la postura, morena, con el pelo recogido en un moño y un anillo bien visible en cada dedo. Llevaba una bufanda anaranjada, no decorativa, sino una larga bufanda de lana de esquiador. Sombra de ojos azul. Tenía un rostro severo y fascinante.
—¿Trabajamos todos en la universidad? —pregunté, con un gesto que nos incluía a todos. Estuve a punto de volcar el ponche. Cambié de mano y probé otra vez, pero, confuso cómo estaba, volví a gesticular con la bebida y dejé la mano vacía en el bolsillo.
—Athabasca —dijo la mujer de la bufanda—. Estudios de género. Y esta es la señorita Anderfander, de admisiones.
—Género, admisiones —dije y asentí, evitando sus nombres conflictivos e indistinguibles—. Aquí, el profesor Soft, de ciencias duras. Y el profesor Hard, de ciencias blandas, o mejor dicho, de tiendas flácidas.
—¿Perdón?
—Soft de duras. Hard de flácidas El estudio de lo flácido. ¿Qué tal?
—Tú no eres el profesor Hard —dijo la mujer de la bufanda.
—Sí lo soy —dijo Soft.
—No, me refiero a ti. Tú no eres Hard. Eres Engstrand. El de Alice Coombs.
—Ya no —dije—. Eso es historia de la antigüedad.
—¿Enseñas historia antigua?
—No lo es —dijo la mujer de la bufanda—. No por lo que tengo entendido. A mí me han dicho que no la dejas en paz.
—A propósito, ¿dónde está Alice? —preguntó Soft, borracho. Lo dijo como si por fin hubiera dado con la manera de tocarle las narices a la de la bufanda.
—Oh, anda por aquí, en algún sitio —mentí. Volví a ponerme de puntillas para fingir que la buscaba. Pero entonces, víctima de mi propia farsa, creí verla, escabullándose entre el laberinto. Se me disparó el corazón.
Pero el pelo que había visto era largo y la melena de Alice había pasado a la historia, a tijeretazos. Me había equivocado.
Volví a reunirme con Soft y las mujeres.
—¿Quién te lo ha dicho? —dije—. Además, ¿cómo sabes que quiere que la dejen en paz?
La mujer de la bufanda me respondió con una sonrisa franca y confiada.
—Sé más de lo que crees. La historia de Alice me interesa bastante.
—Qué horror —dije. Miré a los demás en busca de ayuda. Angloflambé se tambaleaba sobre sus extrañas rodillas, escuchando con atención mientras su pelo se acumulaba mechón tras mechón en el pecho electromagnético de Soft. Humfield sorbía pacientemente su bebida, con la mirada perdida. ¿Y Soft? Parecía completamente desesperado, con los ojos esponjosos y la boca torcida.
—Sí, la hégira de Alice es extraordinaria —dijo la mujer de la bufanda—. Con su silencio, se ha hecho eco de un arquetipo profundo. Con su rechazo. El lenguaje que empleamos ha sido construido por los hombres para un uso masculino. De ahí la impotencia femenina, es intrínseca. De manera que no podemos reclamar el lenguaje. Incluso hablarlo, como estoy haciendo ahora, significa emplear el instrumento de la represión contra nosotras mismas. ¿Comprendes?
—Como si Supermán intentara construirse una casa con kriptonita —sugerí. Tenía la esperanza de romperle el ritmo.
—Exacto —dijo, impasible—. Por tanto, el silencio de Alice es el paradigma de la afirmación feminista. Una negativa a cooperar.
—En realidad es mucho más —dije—. Es complicado.
—Te refieres a Ausencia.
—Sí, Ausencia. No es que yo le hablara a Alice hasta matarla. Hubo algo más.
La mujer de la bufanda, asintió.
—Se enamoró del Otro. ¿Quieres que te diga lo que opino de Ausencia?
—Bueno…
—Te va a gustar —le dijo Anarcolegal a Soft por lo bajo. Al inclinarse, otros cuantos mechones de pelo rubio se pegaron al pecho del físico.
—Ausencia es el Otro —dijo la mujer. Extendió las aletas nasales para poner en mayúscula la O—. Igual que Alice es el Otro para ti. Es el amor natural por el Otro. Con lo que me refiero a lo misterioso, lo silencioso, lo retraído y enigmático. Las profundidades. Me parece un desarrollo significativo. El descubrimiento de un Otro amoroso en Ausencia. Un tercer género. Deberías ser más comprensivo.
—Me estás diciendo que Alice es una pionera —sugerí.
—No será olvidada.
—Es un éxito.
—Bueno, sí.
—Vayamos a buscarla —dije—. Vamos a buscarla y a decírselo. Me parece muy bonito lo que has dicho. Deberíamos decirle a Alice que la comprendemos.
Yo lo decía en serio. En aquel momento me pareció acertado y profundo.
Soft estaba boquiabierto. No creo que le apeteciera crear un tercer género. Tenía la lengua manchada de babas y ponche de huevo. Reprimí las ganas de pedirle al oído que se tragara aquella pasta.
—Alice no quiere oírlo de tu boca —dijo la mujer-bufanda, sacudiendo la cabeza—. Tienes que entenderla. No sería más que otra imposición por tu parte, la mía o la de cualquiera, pretender definir la experiencia de Alice según parámetros externos. Cuanto más nos entrometemos, más nos arriesgamos a cancelar esta experiencia sin precedentes que Alice ha tenido. Cuando esté lista para emplear el lenguaje creará su propio vocabulario. Tal vez hable en una lengua que no reconozcamos. Pero no nos toca a nosotros decidir.
—Tienes razón, desde luego —dije, consciente de que era mi única opción. De todos modos, en ese momento estaba de acuerdo con ella.
—Me alegro de haber tenido la ocasión de charlar del tema.
—Sí.
Todos sonreímos. Nuestro paquete de cabezas estaba contento, normalizado, igualado a todas las demás, las de los grupitos de risas ahogadas. Las mujeres asintieron y sonrieron. Nos permitían desaparecer. Así se lo indiqué a Soft, que contestó con una mueca y levantó la bebida, hundiéndola en el puente de pelo que lo conectaba con la señorita Abracadabra. Cuando se retiró, arrancándose los pelos del suéter, varios mechones le resbalaron por el brazo y sé le metieron en la bebida, antes de volver a su sitio emperlados de ponche de huevo.
Me abrí camino de vuelta al bar a gruñidos, con Soft pegado a los talones. Encontramos un hueco, una bolsa vacía donde alojarnos.
—No ha sido exactamente como lo tenía pensado —dije. Le pasé los vasos a mi estudiante para que los rellenara.
—¿La cosa ha ido mal? —dijo Soft.
—Un poco, sí.
Frunció el ceño.
—No estoy seguro de compartir al cien por cien lo que ha dicho. Sobre Alice y Ausencia.
Le pasé la copa.
—Yo no me he creído una palabra —dije.
—Bien. Estamos de acuerdo.
—Bien, bien.
—Pero ha sido muy convincente. Muy… esto… persuasiva.
—Sí —admitió Soft. Bajó la mirada, cabizbajo y grave.
Se oyó un gong y una voz horripilante chilló: «¡Ábrete, Sésamo!». Soft y yo bebimos cómo si nos fuera la vida en ello. Estábamos al margen de los demás, nuestro plan para revolucionar la fiesta había sucumbido. Mis otros planes se cernían sobre mí, peligrosamente cerca.
—¿Philip?
—¿Sí?
—Lo que has dicho, ¿es verdad? ¿Que tú y Alice lleváis meses separados? ¿Que es historia?
—Sí y no.
Soft asintió. Incluso borracho, era demasiado educado para seguir preguntando. Nos quedamos de pie en silencio. Notaba cómo el alcohol me adormecía los músculos de la cara, me ponía la lengua gorda y torpona, me nublaba la visión. La música me recorría a golpes desde el suelo. Apretaba los dientes y aun así sentía el ritmo en las mandíbulas. Posiblemente la música me erosionaba los dientes. Distendí las mandíbulas para protegerlos.
—Así que… —dije, cambiando de tema, más o menos—. Adiós, Ausencia.
—Sí. —Le había recordado a Soft su alegría anterior. Sonrió.
—Por fin te has librado de nosotros. Me refiero a la gente de Ausencia.
Soft frunció el ceño.
—Yo no he dicho eso, Philip.
—No, es cierto. No hacemos más que lanzarnos a Ausencia. Es sonrojante.
Soft arrugó la cara. Se inclinó para hablar en murmullos, pero se le escapó un gallo. Y nos balanceamos con las cabezas pegadas como un grupo de doo-wop, los Satins o los Royales.
—A decir verdad, Philip, yo también lo intenté. No sé por qué. Supongo que pensé que yo debía ser el elegido, puesto que yo la creé. Debería aceptarme. Pero no funcionó. —Se encogió de hombros—. Da igual. Pronto no será más que un mal recuerdo.
—Braxia también lo intentó —dije. Intenté contar los saltadores en silencio—. Me lo dijo. Y De Tooth. Lo pillé a medio salto.
Soft arqueó las cejas. Soltó una risita.
—Supongo que todo el mundo lo ha intentado.
—Sí.
La cosa tenía su gracia, y los dos nos reímos un buen rato. Luego Soft adoptó otra vez un tono susurrante, de conspiración.
—¿Tú lo has intentado? —preguntó.
—Oh, sí —mentí.
Rió un poco más, dándose palmadas y dándoselas a otros.
—Vamos por más mujeres —dije.
El rostro de Soft representó la evolución terrestre, desde las fases iniciales del carbón hasta los físicos ganadores de premios Nobel.
—Vale —dijo, una vez terminó—. Pero acabo de caer en la cuenta de que necesito urgentemente un lavabo. Así, de pronto. Lo siento mucho.
—No pasa nada. Haz lo que tengas que hacer.
—¿Vienes?
—No, me quedo aquí. Te espero.
Me entregó su bebida y desapareció. Esperaba que encontrara el lavabo a tiempo. Vista la sala, no le resultaría fácil. Yo mismo tenía problemas para mantenerme en mi sitio, solo tenía dos piernas para apoyarme. Y qué endebles. Pensé en esos escaladores que nunca despegan más de una de las cuatro extremidades del suelo. Siempre con tres en tierra. Me pregunté por qué esa regla no era de aplicación general. Parecía muy razonable. Pero yo estaba atrapado entre gente que no conocía. Nadie a quien pasarle una copa, ninguna posibilidad de liberar una tercera extremidad y aplicar aquella regla tan obvia y sensata.
No tenía opción. Me acabé la más pequeña de las dos copas que tenía, vertí la llena en la vacía y luego me arrodillé para plantar la mano libre en el suelo.
Mucho mejor. El suelo era el camino. Allí abajo se estaba más fresco y tranquilo, en un pozo de cuerpos. Un mundo nuevo. Oscuro, listo y desconocido. Nadie parecía echarme de menos en las alturas. O si lo hacían, eran demasiado educados para mencionarlo.
Qué fácil desaparecer. No había nada que temer.
Los buscadores de bebidas pululaban a mi alrededor, empujándome lejos del bar, hacia el centro indiferenciado de la fiesta. Me mezclé con ellos agazapado, con las rodillas balanceándose por delante de la barbilla y la bebida en alto como una bandera, señalando mi columna de espacio, y la otra mano en el suelo a modo de timón. La camarera uniformada pasó por encima de mí y oscureció mi porción de cielo con la bandeja. Vi entonces que también llevaba una cola de peluche. La seguí, pitando, con los ojos clavados en sus pantorrillas como un conductor detrás de un llamativo camión en una autopista aburrida. Luego la camarera tiró la bandeja vacía a un lado, a punto de acertarme en la frente, y se escabulló. Estaba varado. «La cuestión de mi sueño —dijo un hombre por encima de mí— es que todas las mujeres que me besaban y morían iban directas al cielo. A la inmortalidad. A la felicidad».
Me dirigí a toda prisa hacia un hueco y me acabé el ponche de huevo. Quería levantarme otra vez. Tenía cosas que hacer arriba, un programa que cumplir. Se suponía que la fiesta era mi despedida del reino de la humanidad. El suelo era demasiado marginal. Dejé el vaso a un lado y me froté las manos, mezclando polvo y ponche. Había llegado el momento. Me levanté. O lo intenté. Las piernas se me desdoblaron en horizontal y aterricé sobre las manos y las rodillas, con la cara contra muslos enfundados en medias de rejilla. Muslos femeninos, desnudos tras las medias.
—Hola —dijo alguien.
Me vi catapultado en medio de un grupo de mujeres altas y atractivas, a juzgar por sus piernas. Posiblemente, el recién creado departamento de castración. Yo estaba a cuatro patas en lo que únicamente podía denominar el centro del grupo.
Había un par de pantalones a rayas en la jaula de piernas, compuesta por lo demás de carne cuidadosamente depilada, lustrosa o con piel de gallina, y enfundada en rejilla. Unos pantalones a rayas vestidos por unas piernas infinitamente más cortas. La cintura de los pantalones quedaba al nivel de las rodillas de las mujeres. Por tanto, se trataba de un hombrecillo. O las mujeres eran gigantes.
—¿Le conoces? —preguntó una mujer.
Me puse de pie, levantándome sobre mis rodillas temblorosas como en el truco de la soga india. Las piernas a rayas pertenecían a Georges de Tooth. Me alcé por encima de él. Las mujeres respondían a diversas alturas normales. Me sonrieron y parpadearon. Estudiantes. Una bandada. De Tooth me frunció el ceño desde debajo del peluquín, con los ojos como el acero y la mandíbula en gesto decidido. Bebía algo claro con hielo.
—Georges —dije.
Ensanchó sus minúsculos orificios nasales. Su cara entera parecía una máquina. Se llevó la copa a los labios y la inclinó, sin abrir la boca. Quizá solo quería humedecerse los labios antes de hablar. Sonreí. Él no me sonrió. Se puso de puntillas y susurró, o simuló que susurraba, al oído de la mujer que tenía a la derecha. Ella se rió y puso los ojos en blanco. Entonces, por medio de algún proceso misterioso, todas las mujeres se echaron a reír y a poner los ojos en blanco, y todas se marcharon a otro lugar de la sala, dejándome a solas con De Tooth.
—Soy Soft —dije—. El acompañante de…
—Enseguida vendrá. Por aquí.
De Tooth no dijo nada, solo me miró. Sus ojos me disparaban un haz continuo de protones, neutrones y positrones. Los notaba resbalando por la carne entumecida de mí cara. La verdad, resultaba agradable.
—Ausencia se está cerrando —dije, ordenando las palabras con cuidado—. ¿Lo sabías?
De Tooth casi sonríe. No dijo nada.
—Soft intentó entrar —dije. Imaginaba que De Tooth estaba enfadado conmigo por haber interrumpido su intento—. Todos lo han intentado. Por lo visto, no funciona. —Entonces me acordé de los ciegos. Decidí no mencionarlos—. De todos modos, ya no importa, porque se está cerrando.
Nada de De Tooth. Me miraba, con la bebida en la mano. Royendo en silencio tras los labios cerrados. Como si mordiera una pipa.
—Así que supongo que todo ha terminado —dije—. La cosa esta con Ausencia. O la cosa con Alice. Supongo que se le puede llamar así, entre otras muchas cosas. Cualquier cosa. Una cosa cualquiera. La cosa de Soft. La cosa de De Tooth. Aunque supongo que nadie lo llamaría la cosa de Engstrand. No es correcto. Probablemente lo más acertado es llamarlo la cosa de Ausencia. En fin, se acabó.
De Tooth se cruzó de brazos, con la bebida colgando por debajo. Entornó los ojos, analizándome. La pipa empezaba a verse con claridad. Decididamente, su postura, su actitud de conjunto, implicaba una pipa imaginaria.
—He estado echando un vistazo a otros proyectos —dije—. Ahora que nos quedamos sin Ausencia. Tengo algunas ideas que quizá te interesen. Así que podríamos reavivar la vieja colaboración.
Nada por parte de De Tooth. Pero yo ahora estaba imparable.
—Por ejemplo, ¿qué te parece esto?: unificar disciplinas, los diversos modos de cognición, aplastando el pensamiento en el acelerador de partículas. Sometiéndolo a una presión desmesurada y viendo qué clase de componentes básicos salen de la colisión. Tú y yo, Georges. Creo que podría ser algo grande. Grande de verdad. No quiero ser yo quién lo diga, Georges, pero algo tipo P. N., ¿sabes? Premio N. ¿Me sigues? ¿Te lo deletreo? Premio N-o-b, Georges. Creo que sabes a lo que me refiero. Termínalo tú, Georges. ¿Qué letras faltan?
Silencio pétreo. Ojos como dardos. Pipa imaginaria.
—Vale, Georges. Lo pillo. Lo capto. Vas por la vía fácil. Observas rezagado cómo me destruyo yo sólito. Supongo que te divierte. Eres el señor Gran Tipo. Es tu venganza. Vienes a la fiesta y te rodeas de mujeres titánicas y te niegas a hablar conmigo. Todo porque conozco tu secreto. Sé que te subes a las mesas y te lanzas al vacío.
Nada.
—Lo siento, Georges. Por Dios, perdona. Tienes que perdonarme. No soy yo.
Me observó. La fiesta fluctuaba a nuestro alrededor, en una pesadilla alcohólica.
—Tenía un plan. Lo tenía todo pensado. Creía que cuando encontrara a alguien como Alice sabría qué hacer. Mi plan ha fracasado, Georges. No ha funcionado.
De Tooth era el vórtice de la fiesta, la pequeña presencia inmóvil del centro.
—Te mentí, Georges. No lo intenté. Me refiero a Ausencia. Todavía no lo he intentado. No sé. Quizá me acepte. Quiero averiguarlo mientras aún esté a tiempo. Antes de que se cierre. Tengo que saber si Alice me quiere.
El hombrecillo frunció los labios.
—Estoy insinuando algo peligroso, Georges. Más que insinuándolo. ¿Es que no vas a intentar detenerme? Podría estar pidiéndote ayuda. No estoy seguro. Dame tu opinión, Georges. ¿Te parece que alguien debería disuadirme? Hazlo tú, Georges.
Nubes invisibles de humo de pipa imaginaria se elevaron hacia las luces verdes y azules.
—Crees que no me aceptará, ¿verdad? Así que no estás preocupado.
Nada. Detrás de él había dado comienzo el baile, frenético, primitivo, espasmódico. La profesora de literatura se había quitado la camiseta. Soft hablaba con la mujer alta y patizamba de admisiones, hundiendo la cabeza en su melena.
—No me encuentro bien, Georges. Creo que saldré a que me dé el aire. Gracias por escucharme.
—Un placer —dijo De Tooth.
Se metió el meñique izquierdo en la oreja y lo hizo girar lentamente tres veces, como un entrenador indicando desde la tercera base que roben la pelota. Un vórtice que se escapaba. Dejándome al mando. Yo no estaba tan bien equipado en términos de silencio y enigma como él. El caos general de la fiesta hacía juego con el caos de mi interior. Yo era una tormenta en el ojo de la tormenta.
Estuve un minuto tambaleándome, con ganas de vomitar. Luego atravesé la muchedumbre a trompicones camino de la puerta, y salí a la luz de las estrellas, a la noche impresionantemente fría.
Donde, avanzando sin parar entre las nubes de mi propia respiración, remonté la colina helada del complejo de física.