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El teléfono del apartamento era inalámbrico, y hacía un día demasiado bonito para sentarse dentro a esperar que sonara. Lo dejé en el patio. Saqué también té helado y un libro que sabía que no quería leer. Pero en cuanto me senté oí unas voces, voces extrañas, delante del edificio.

—Aquí ya hemos estado antes —dijo la primera voz.

—Es aquí —dijo la segunda.

—Estamos a tres manzanas de la cabina —dijo la primera.

—Incorrecto —repuso la segunda—. A cuatro manzanas de la parada del autobús.

—Entre la cabina y la parada del autobús hay dos manzanas.

—Creo que hablamos de dos cabinas diferentes.

—Solo hay una cabina. O sea, nos referimos solo a una.

—Incorrecto. Hoy es martes. Los martes por la tarde visitamos a Cynthia Jalter. Cambiamos de autobús. La segunda cabina está a dos manzanas del transbordo. Los martes hay dos cabinas de teléfonos.

—Quieres decir que los martes nos referimos a dos cabinas de teléfono.

—Correcto. Hoy es martes. Nos encontramos a tres manzanas de la cabina de teléfonos y a cinco manzanas de la cabina de teléfonos. ¿Qué hora es?

Siguió una pausa larga.

—Las cuatro y treinta y siete —dijo la segunda voz—. Comprueba tu reloj.

—Las cuatro y treinta y siete —dijo la primera.

—Bien. Somos puntuales. Este es el lugar.

—Sí, ya hemos estado antes aquí. ¿Llamamos al timbre?

—¿Quieres hacerlo tú?

—De acuerdo.

De nuevo, un silencio largo. Finalmente, el timbre de la puerta. Me quedé donde estaba. No podía imaginar que semejantes comediantes tuvieran que atender algún asunto serio en nuestra casa.

—Sin respuesta —dijo la segunda voz.

—¿Llegamos tarde?

Una pausa.

—Son las cuatro y treinta y ocho. La hora correcta. ¿Es el lugar correcto?

—Es el lugar correcto. Hemos estado antes aquí. Vinimos andando desde la parada del autobús.

—¿Dónde está la señorita Coombs?

—Incorrecto. La profesora Coombs.

—¿Llega tarde?

—Quizá lleguemos temprano. ¿Qué hora es?

Esta vez me levanté de la hamaca. Quería romper el bucle de aquella charla, ahorrarnos a los tres tener que seguir con ella.

—Hola —dije, al tiempo que bordeaba la esquina del edificio. Entonces, al verlos, me paré y me callé. Frente a la puerta esperaban dos ciegos, uno negro y otro blanco, ambos vestidos con un traje de dos piezas oscuro y arrugado, ambos con bastón. Volvieron la cabeza en cuanto aparecí, no para mirarme con sus ojos inútiles, sino para dirigir sus orejas hacia mí, como pastores alemanes.

La ceguera explicaba las demoras al consultar los relojes y las llamadas al timbre, así como parte de la extrañeza de la conversación.

—Hola —contestó el hombre negro, la primera voz—. ¿Podría decirnos si vive aquí la profesora Coombs?

Les hice esperar fuera mientras recogía el teléfono del patio. Nuestro apartamento era bastante modesto: dos dormitorios que daban a un salón central con cocina americana. Se adentraron en él como juguetes a cuerda gigantes, metiéndose en los rincones hasta el fondo y rebotando después hacia el centro sin dejar de blandir los bastones. Pasearon las manos por todas partes, trazando el mapa del lugar de manera desesperada, demasiado desesperada. Al final tuve que guiarlos a los dos hasta el sofá, pese a que ambos lo habían palpado más de una vez durante la inspección.

—Somos compañeros de piso —explicó el hombre blanco, la segunda voz—. Me llamo Evan Robart.

—Philip Engstrand —dije, y le di la mano.

—Garth Poys —dijo el otro. Me liberé de un apretón de manos para entrar en otro.

—Alice volverá enseguida —dije—. ¿Les apetece algo de beber?

—No —contestó Evan Robart—. Bebí antes de salir de casa.

—Los dos lo hicimos —dijo Garth Poys.

—Hemos venido a hablar con la profesora Coombs sobre un experimento —explicó Evan—. Relacionado con Garth.

—Por lo visto, poseo visión ciega —dijo Garth—. No es que me sirva de gran cosa. —Lo dijo como si se tratara de la coletilla de alguna broma que no le hacía demasiada gracia.

—Por lo visto, la señorita Coombs considera que eso lo convierte en físico —dijo Evan. Habló en el mismo tono irónico y hastiado.

—Incorrecto. La profesora Coombs.

Me senté, enmudecido por el ping-pong de su cháchara. Hacía cuanto podía para parecer cómodo, lucía una sonrisa forzada y había cruzado las piernas, todo ello sin conseguir producir la única señal que ellos podían percibir: palabras.

—¿Tiene hora?

—Son las cinco menos cuarto —chirrié.

—¿De veras? Yo tengo las cuatro y cuarenta y dos. ¿Evan?

—Yo también. Al menos vamos sincronizados. Ya es algo.

—¿Cree que voy bien? —me preguntó Garth—. ¿Quién cree que va mal?

—Probablemente yo —conseguí decir.

Garth volvió la cabeza hacia Evan. Tenía los ojos un poco abiertos, pequeñas franjas blancas bajo sus párpados casi púrpuras, como lunas gemelas brillando en la noche de su rostro.

—Tal vez todos vayamos mal —dijo con gravedad.

Se oyó un ruido en la puerta. Alice entró, cargada de bolsas llenas a reventar de comida, de las que asomaba apio y papel de cocina. Miró por encima de las bolsas e hizo las presentaciones, ya innecesarias, mientras llevaba la compra a la cocina.

La seguí e hice sitio en la encimera, atiborrada de electrodomésticos en marcha. Vaciamos las bolsas. Alice separó la cena. Guisantes, salmón, arroz, aguacate, helado. El resto lo amontonamos en los armarios. Esperé a que el sonido del agua corriente ocultara mi voz.

—Son increíbles.

—No pueden evitarlo.

—La manera en que hablan. Es obsesiva.

—Compensación. No pueden ver. Trazan el mapa del entorno por medios verbales.

—Pues el mapa ese exige muchas confirmaciones.

—Escúchales. Es poesía.

—Están sincronizando los relojes constantemente. Como los astronautas.

Alice puso agua al fuego para el arroz, lavó los guisantes, peló el aguacate. Yo volví a ofrecerles una bebida a los ciegos. Volvieron a rechazarla. Los escuchamos trazar persistente y silenciosamente el mapa del salón, debatiendo sobre las distancias entre diversos mojones, la lámpara de pie, la chimenea, la puerta. Corté un limón.

—¿Y el aneurisma? ¿Qué ha pasado?

—La brecha se ha estabilizado.

—¿Brecha?

—Soft la ha elevado a la categoría de brecha.

—¿Eso es peor o mejor que un aneurisma?

—Diferente. Es más estable.

—Pero completamente inesperada.

—Visto ahora, no tanto. La he introducido en el ordenador esta tarde. Las ecuaciones no cuadran a menos que incluya el portal.

—¿Es un portal o una brecha? Parece que no está muy claro.

—Soft lo llama brecha. Yo, portal.

—Es de Soft.

—Si lo describo yo, es mío. Estoy empezando a interesarme en el tema. —Alice estaba de espaldas, troceando aguacate, picando hierbas. En el salón, los ciegos hablaban de paradas de autobús y cabinas.

—Creía que ya estabas interesada.

—Cuando iba a desprenderse era un asunto más típico de Soft. Pero la burbuja sigue allí. Eso es más lo que yo trato.

—A ti te gustan las cosas perceptibles —sugerí—. Te gusta medir.

—No las fáciles de percibir —apuntó—. Apenas está presente.

—Cuánto colorido.

—¿Qué?

—La comida. Estás cocinando para ciegos y es todo de colores. Guisantes, helado de arándanos, salmón. Aguacate.

Nos miramos.

—¿Sentirán que se están perdiendo algo? —susurró.

—Alguna vez, por fuerza. Quiero decir que seguro que se pierden cosas.

Llevamos la cena a la mesa y la dispusimos de cualquier modo. Los ciegos, una vez los conducimos a la mesa, adoptaron una actitud formal y callada. Podía verles revisar el collage de olores y ruidos, el suave tintineo de la cubertería y el hielo. Alice sirvió la cena y comimos, los ciegos inclinándose sobre sus platos y llevándose bocados desconocidos a sus labios temblorosos. Los guisantes y el arroz rodaban por la mesa.

Alice rompió el hielo.

—En física nos encontramos con un problema de observación. Pongamos, por ejemplo, un electrón que gira. Si queremos observar la dirección de su eje de giro descubrimos que, por extraño que parezca, la dirección será cualquiera desde la que decidamos observarlo.

—Ajá, un problema de observación —repitió Garth con un énfasis perturbador.

—El pollo está buenísimo —dijo Evan.

—Rara vez comemos pollo —dijo Garth.

Estábamos comiendo pescado. No dije nada.

—Hay quien opina que la conciencia del observador determina el giro o incluso la existencia del electrón.

—Creo que la sal está siete, quizá nueve, centímetros a la derecha de tu plato.

—Más bien a once.

—Entonces está más cerca del mío.

—En realidad es un problema de subjetividad. ¿Cómo puede el observador realizar una observación objetiva? Es imposible.

—Ajá. Un problema de subjetividad.

Quería interrumpir. El esfuerzo de Alice parecía inútil. Todavía no me había dado cuenta de que Evan y Garth la escuchaban.

—Ya habíamos hablado de esto, ¿no? —dijo Garth—. En su despacho, el viernes pasado.

—Sí, es cierto —dijo Evan. Un grano de arroz le colgaba del labio superior—. En su despacho.

—¿Hacia qué hora?

—Hacia las tres de la tarde.

—Hará unas noventa y seis horas. ¿Es eso?

—Sí, más o menos.

—Ajá. —Garth alzó la cabeza, dirigió la mirada al techo. Alice y yo le miramos.

—Bien. Tenemos un libro.

—De la biblioteca —dijo Evan.

—Hemos leído sobre el tema. El problema del observador.

—Maravilloso —dijo Alice.

—Dice que es maravilloso —dijo Evan, como si Garth solo pudiera oírle a él.

—Creo que lo entiendo —dijo Garth—. Es un problema de subjetividad. Saber. Pensar. Observar es como pensar.

—Sí.

—Excepto para mí. Yo puedo ver sin pensar. Es a lo qué se refieren con visión ciega. No es que me sirva de gran cosa.

—Si —repitió Alice. El blanco y el negro sonrieron. Se había alcanzado algún tipo de entendimiento. Estaba solo en mi desconcierto.

—¿Qué es la visión ciega? —dije.

—Quiere saber lo que es la visión ciega. —Se rieron por alguna broma privada—. ¿Se lo quieres explicar tú?

—Se lo explicaré. ¿Qué hora es?

—Las cinco y cincuenta y siete. ¿A qué hora sale el último autobús?

—A las once. Yo tengo las cinco y cincuenta y ocho.

Ajustaron y corroboraron los voluminosos relojes en braille. Garth se recostó en la silla y fijó su falta de mirada en un punto situado unos treinta centímetros a la izquierda de mi cara.

—Evan y yo somos ciegos de distinto modo —dijo—. Los ojos de Evan no funcionan. A mis ojos no les pasa nada.

—Soy amaurótico —dijo Evan con un punto de orgullo.

—Mis ojos funcionan —continuó Garth—. Pero tengo atrofiada una parte del cerebro implicada en la conciencia de la visión. —Me resultó evidente que citaba algún texto—. Mis ojos funcionan. Puedo ver. Solo que no sé que puedo ver.

—No puede saberlo.

—Mi cerebro no entiende la visión.

—La visión ciega —dijo Alice con entusiasmo— consiste en engañar a Garth para que olvide que no ve. El médico le ordena alcanzar un objeto. Él lo coge sin titubear. Cuando los médicos trazan los vectores de sus manos, brazos, dedos y el movimiento de sus ojos, todos son precisos. Garth sigue sin experimentar la visión, pero no cabe duda de que ve. De que realiza una observación.

—Ajá. No es que me sirva de gran cosa.

La idea fue aposentándose en nuestras mentes.

—Observación sin juicio subjetivo —dijo Alice.

—El giro de una partícula —dije yo.

—Física —repuso Alice.

—Su despacho está en el edificio de física —dijo Evan.

—Hemos estado —dijo Garth—. Está a unas cinco manzanas de la parada del autobús.