9

Alice nunca hizo una maleta. Simplemente redujo el tiempo que pasaba en el apartamento. Yo fingí que sufríamos un distanciamiento temporal y que, a su modo silencioso, Alice volvería a mis brazos. Pasaron cuatro o cinco noches solitarias hasta que una mañana me la encontré en el vestíbulo del edificio de administración.

—Philip —dijo casi con dulzura.

—Alice.

—Tengo que quedarme con Ausencia. No puede estar sin observación.

Ni yo, quise decir.

—Estoy anulando mis clases. Es una gran oportunidad. Ahora Ausencia es toda mía. Entiendo lo que dice. Soy la única que la entiende.

—Para Ausencia no hay nadie más.

—Eso.

Me costó tragarme el sarcasmo. El resultado fue el silencio.

—Philip, tú me entiendes, ¿verdad?

Cerré los ojos, me apoyé en la pared.

—Te acuestas con Ausencia.

Alice obvió la provocación.

—Duermo en el laboratorio. Para ser sincera, no se puede decir que duerma mucho. Por favor, Philip, entiéndeme. Estoy al borde de algo grande.

En el horizonte de lo real, corregí en silencio.

Un estudiante desganado pasó por nuestro lado, de camino a algún despacho para suplicar un aplazamiento.

—Me has abandonado —dije.

—Tengo que seguir con esto hasta donde me lleve.

—Te está llevando lejos de mí. Te has marchado, estoy solo.

—No estás solo.

—En realidad, estoy peor que solo. Estoy a medias. Soy parte de algo que ya no está. Soy un trozo.

Alice bajó la vista.

—Estoy metida en algo muy importante.

—¿Cuándo volverás?

Silencio.

—Di algo para darme ánimos —pedí—. Dime que es bueno para los dos. Dime que piensas que exageró. Di «nosotros».

Alice se miró los pies de nuevo.

—En una ocasión, Soft me dijo que ciertos descubrimientos eligen a los científicos que los descubren. Esperan al científico adecuado. Es lo que ha pasado con Ausencia.

De nuevo una oleada de sarcasmo me trabó la lengua.

Alice me cogió la mano.

—Tengo que irme, Philip.

—Con Ausencia.

—Sí. —Retiró la mano, se apartó el pelo de los ojos, sonrió débilmente—. Lo siento.

Había desaparecido sin darme tiempo a contestar.