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Pasaron los días. Se dieron clases, se impartieron seminarios. Los trabajos se entregaron, evaluaron y devolvieron. El equipo ganó algo y se engalanaron los árboles con guirnaldas de papel higiénico. Llovió y el papel higiénico cayó a los caminos y sobre los limpiaparabrisas de los coches aparcados. Un grupo de estudiantes ocupó el acuario en memoria de Frank J. Bellhope para protestar por el trato dispensado a Roberta, el manatí inteligente. La protesta fracasó. Organicé un simposio sobre la historia de las ocupaciones estudiantiles de edificios universitarios. El simposio fue un éxito. En el mundo exterior, el equipo invadió algo, una desventurada isla o istmo. Se redactó, revisó y desechó una carta de protesta de la facultad. Se encontraron pepitas de calabaza hinchadas en las secciones de producción de Fastway y Look’n’Like.

Alice continuó demoliendo partículas. Cuando nos veíamos estaba ausente, distraída. Trabajaba hasta tarde con sus estudiantes de posgrado y Garth Poys, el Físico Ciego, preparando series de protones. Las noches las pasaba con Soft en la sala de observación del espacio de Cauchy, siguiendo los progresos de la brecha o portal. A veces le llevaba bocadillos a la gélida sección del acelerador, pero me negué a descender de nuevo al negro corazón donde acechaba el monstruo de Soft.

Oí el nombre de Ausencia por primera vez en la barbería del campus. Los barberos de la universidad estaban especializados en cortes al rape y pelados al cero para los atletas del campus, los nadadores, luchadores y jugadores de fútbol americano. Las paredes estaban cubiertas de programas y pósters autografiados por las estrellas universitarias graduadas tiempo atrás en dolorosas y agotadoras carreras de la liga de fútbol nacional. Cuando entraba, unas seis veces al año, mi barbero suspiraba, dejaba la maquinilla eléctrica y buscaba las olvidadas tijeras.

Soft esperaba turno sentado con las manos cruzadas primorosamente. Me costó reconocerle sin la bata de laboratorio y el puntero, sin su aura de Nobel. Era una pálida criatura subterránea vagando por el mundo exterior. Me sorprendió descubrir que le crecía el pelo.

—Soft —dije.

—Engstrand.

—La brecha está sola —dije alegremente—. La has dejado desatendida.

—La vigilan estudiantes veinticuatro horas al día.

—¿Y si pasa algo?

—No pasará nada. La ausencia está estabilizada.

—¿La ausencia?

—La llamamos así. —Parecía incómodo.

—Así que ha dejado de ser un evento. Ahora se define por su fracaso a la hora de ocurrir. Una ausencia, una carencia.

—Ya no la consideramos un fracaso. Solo una ausencia.

—Caballeros.

—Él estaba primero —señalé.

—Pueden pasar los dos.

Soft y yo subimos a sillones contiguos, que los barberos colocaron en posición. El largo espejo nos enmarcaba, sentados pasivamente con los baberos blancos atados alrededor del cuello de la camisa. El borde inferior de la estampa lo llenaban geles, peines y vaporizadores.

—¿Elegante o moderno?

—Corto en la nuca y a los lados.

—Elegante, solo alrededor del cuello y las orejas. ¿Quieres decir que ya no es una brecha?

—Lo de brecha era una mala definición. Todo el tiempo hubo una ausencia. Acompañada en un primer momento por un evento de gravedad que a su vez derivó en un evento temporal.

—No corte mucho por arriba. Pero ¿ahora no la acompaña un evento gravitatorio?

—Ya no la acompaña ningún tipo de evento. Está completamente limpia.

—Inclínese hacia delante.

—¿Cómo, limpia?

—No hay nada más que la ausencia.

—Nada más que la ausencia —repetí—. Entonces, ¿cómo sabéis que está ahí?

—Por los recuentos de partículas, por las partículas que debería haber y no están. Por el desequilibrio hallado en el laboratorio en los trazos de M y H.

—Dios mío, qué corto. ¿Quieres decir que se está comiendo partículas?

—Señor Engstrand, dentro de una semana me lo agradecerá.

—En lenguaje más accesible, sí, se las come. Tienden hacia la ausencia y no aparecen por el otro lado.

—¿Y eso qué significa?

—Por el momento estamos teorizando sin descanso. Por ejemplo, Alice y yo no estamos de acuerdo.

—¿Cuál es tu teoría?

—Me alegro de que me lo preguntes. En mi opinión, el evento de creación se reproduce infinitamente. Las partículas que faltan alimentan una inflación constante. La ausencia es el centro.

—¿Quieres decir que se reproduce el experimento original? ¿El universo dentro del laboratorio?

—Sí.

—De modo que genera universos sin parar, uno detrás de otro, ¿no?

—Sí, pero es solo mi opinión.

—¿Y la de Alice?

—Pregúntaselo tú mismo.

—Mire, eche un vistazo por detrás.

El barbero me entregó un espejo y giró él sillón, y por un momento quedé atrapado en un mundo de regresión infinita, en un corredor reflectante de Engstrands, Softs, barberos, geles y peinados demasiado cortos sin fin. Indiqué mi aprobación con un gesto de la cabeza y devolví el espejo.

Soft y yo salimos juntos. Me pasé los dedos por el pelo para levantarlo, él se palmeó cuidadosamente el suyo para aplanarlo. Cruzamos la calle entre el murmullo y los cuchicheos de la muchedumbre estudiantil que regresaba al campus. Hacía un día estupendo, el aire estaba plagado de Frisbees y el césped de libros de texto abandonados.

—Soft, el Señor del Universo —dije.

—Solo intentaba crear uno. Podría estar equivocado.

—Infinitos Universos Soft que la ausencia fabrica como grullas de papel.

—Supongo que probablemente me equivoco.

Me estaba gustando la manera en que aquel asunto desafiaba la teoría, el modo en que traía de cabeza a los físicos. Brecha, separación, golfo, centro… la ausencia era la explosión de la metáfora en el mundo literal. Sentía cierta afinidad secreta con ella.

Entonces Soft, con total indiferencia y naturalidad, me rompió el corazón.

—Lo de Alice es un caso curioso —dijo—. Se encuentra en una posición muy extraña. Te envidio.

—¿Perdón?

—Es decir, tiene un problema de subjetividad increíble. Si estuviera menos enamorada, tal vez su física sería menos de andar por casa, pero no es lo que querernos, ¿verdad?

—Bueno…

—La he observado trabajar mucho en las últimas semanas. He tenido muchas oportunidades para hacerlo. Ha confundido el mecanismo maravillosamente azaroso que es el universo con un relicario, por así decirlo.

—¿Qué quieres decir?

—Entre los físicos, Philip, es lugar común que cuando uno de los nuestros sucumbe al misticismo es debido a la pasión. Alguna cosa de la vida privada del físico se proyecta en el experimento. Es lo que he visto en Alice. Carece por completo de la perspectiva adecuada. Debes de ser un hombre muy feliz.

—Eh, sí.

Parecía complacido. Nos detuvimos en el césped de la universidad, plagado de grupos de estudiantes tumbados al sol.

—Me alegro de haber tenido ocasión de charlar contigo —dijo Soft.

—Si.

Rió disimuladamente.

—Y no vayas por ahí hablando de Universos Soft.

—Sí. No. No te preocupes.

Se alejó con su horrible peinado nuevo, supongo que en busca de la entrada a su madriguera. Yo me sentía agarrotado pero doblegado, descentrado, como un tablón combado de llevar mucho tiempo almacenado en un sótano mohoso.

Soft había descrito a una Alice que yo no reconocía, una Alice diferente de la mía. La Alice que yo conocía estaba obsesionada con la objetividad. Nunca habría permitido que su corazón interfiriera en su trabajo. Es más, nunca la había visto menos enamorada, menos dominada por la pasión. Durante las últimas semanas había vivido en las instalaciones del departamento de física, no en nuestro apartamento. No, la Alice de Soft no era la misma que la mía.

Solo que tenía que serlo, claro. Eran una, la misma.

De modo que la pasión que Soft había visto en ella no era por mí.