32
Durante los días siguientes, el Lobo Feroz vio todos los noticiarios, leyó todos los artículos en los periódicos locales, incluso puso la emisora de radio local con la esperanza de descubrir dónde paraba Pelirroja Dos. Diligentemente, procuró pasar por el lugar del suicidio a menudo, para ver si la policía había descubierto el cadáver. Se enfadó cuando pareció que habían desistido de buscarla. Eso no quería decir que no estuviese en el fondo del río. Maldijo a los policías y pensó que eran unos incompetentes. Necesitaba respuestas y se suponía que ellos debían dárselas.
Dos noches después de haber seguido a Pelirroja Tres hasta el exterior del edificio del centro médico —un delicioso punto álgido—, pasó una hora frustrante caminando por el vecindario de Pelirroja Dos. En su casa las luces estaban apagadas y lo habían estado desde la noche en que presuntamente había saltado y no vio ningún signo de vida, salvo un ramo de flores blancas que alguien había dejado apoyado en la puerta principal. Las flores ya empezaban a marchitarse.
Parado en la calle al lado de la casa, se dio cuenta de que ya no tenía que esconderse de ella. Se había ido, eso estaba claro.
Estaba enfadado y se sentía engañado.
La noche anterior había dejado la compañía de su mujer y se había encerrado en su despacho. Había comprobado dos y tres veces su extenso informe sobre Pelirroja Dos. Nada en su investigación sugería que alguien, familiares lejanos o amigos ocasionales, la hubiese acogido para esconderla de él. Se reprendió porque imaginaba que, de algún modo, se le había pasado alguna conexión.
Pero entonces recordó las tumbas con los dos nombres, que ahora esperaba un tercero. Esos dos nombres eran la principal razón por la que se le había ocurrido escoger a Pelirroja Dos. «Nunca, nunca, los abandonaría. No podía. Solo había dos maneras de unirse a ellos: yo o ese dichoso puente sobre ese maldito río.»
Para el Lobo Feroz era algo doloroso. Sabía que había hecho todo lo necesario para abocarla al suicidio. Pero creía que había sido lo bastante listo como para llevarla justo al borde, de manera que cuando él llegase a su lado, por extraño que parezca, ella aceptaría la muerte.
Sabía que esto suponía un reto literario. Sus lectores querrían saber cada paso que había dado. Querrían experimentar la tensión y sentir la opción por la que Pelirroja Dos se había inclinado. Morir de una manera. O morir de otra.
«Siempre hay que pensar en los lectores», recordó.
Hizo las comprobaciones rutinarias con Pelirroja Uno. Parecía que continuaba con su día a día, como había sospechado que haría. Por muy asustada que estuviese por la muerte de Pelirroja Dos, entendía que Pelirroja Uno encontraba seguridad manteniendo una fachada normal, algo que a él le tranquilizaba. Ya no frecuentaba los clubes de la comedia ni siquiera se fumaba un cigarrillo a escondidas en un aparcamiento. «Demasiado asustada para permitirse una adicción», pensó. Llegaba al trabajo temprano y se quedaba hasta tarde y después se iba en coche directamente a casa. Esto le complacía. Y no creía que Pelirroja Tres fuese a huir. «Ese es uno de los grandes misterios de matar —pensó mientras observaba la casa a oscuras de Pelirroja Dos—. Nuestro lado racional piensa que podemos huir, escondernos, pedir ayuda a los amigos y, de alguna forma, tomar medidas para mantenernos a salvo. Sin embargo nunca lo hacemos. Cuando la distancia entre el cazador y la presa se va estrechando, uno se muestra más centrado, más experto y con una mayor determinación, mientras que el mundo del otro se empequeñece cada vez más, se deteriora y cada vez le cuesta más pensar con claridad.»
Pensó en los documentales del Discovery Channel de leones que persiguen a antílopes o de lobos como él que siguen a los caribúes. Las presas corren como locas de un lado a otro, aterrorizadas, descontroladas. El cazador se acerca de forma singular, cortando todas las posibilidades de huida. Decidido. Directo. No pensaba que él fuese diferente. Tenía que subrayar ese punto en la novela.
Se le ocurrió un pensamiento extraño: «Los leones dejan que las leonas cacen, pero son los primeros en devorar a la presa.» Se preguntó si los lobos harían lo mismo. «No lo creo. No somos perezosos.»
El Lobo Feroz dirigió una última mirada furtiva a la casa de Pelirroja Dos. No creía que fuese a regresar otra vez, sin embargo en ese mismo instante tuvo la sensación de que apenas lograba apartarse de allí. Recordó el placer que le había procurado pasar con el coche por delante de la casa de Pelirroja Dos y espiarla durante semanas y meses. Le costó pensar que esa fase había tocado a su fin. Era hora de irse a casa, pero no podía sacudirse la sensación de que algo quedaba incompleto. Esperaba que asesinar a Pelirroja Uno y a Pelirroja Tres le produciría el placer que ansiaba. Pero por primera vez estaba preocupado. Arrastraba los pies por la acera y sintió que su paso perdía alegría. Mientras regresaba al coche hablaba entre dientes.
—Has trabajado muy duro y entonces se presenta algo inesperado y lo fastidia todo.
Pensó que no tenía que ser tan severo consigo mismo. Todo estaba saliendo según lo planeado. Dejó que su creciente enfado definiese su insistencia en que nada más podía fallar. Citó al poeta erróneamente en voz alta: «Oh, los mejores planes de ratones y hombres a menudo se extravían.»
El Lobo Feroz soltó una carcajada. «Flexibilidad —pensó. Tenía que escribir algunas páginas sobre la flexibilidad—. Estar preparado para lo inesperado. No importa que las cosas salgan según lo previsto, siempre hay que estar preparado para los cambios repentinos.»
Cuando llegó al coche, se desplomó en el asiento como si estuviese exhausto.
—Ahora ya solo faltan unos días —dijo de nuevo en voz alta aunque estaba solo. Le gustaba la contundencia de su voz. Cuando puso la marcha, empezó a pensar en armas y ubicaciones. Durante unos instantes pensó que debería dividir el manuscrito en dos partes: «La caza» y «El asesinato».
Karen estaba sentada con remilgo enfrente del director de la funeraria.
—Se trata de una petición inusual —titubeó—, pero no imposible.
El despacho tenía un apropiado tono sombrío, mucha madera oscura y ventanas sombreadas que evitaban que entrase demasiada luz. El director era un hombre calvo, bajo y robusto de dedos regordetes, que incluso con su impecable traje negro parecía un hombre simpático. «Un fuerte apretón de manos, una sonrisa cálida y una voz entusiasta cuando el asunto es la muerte», pensó Karen. Había esperado un cliché, un hombre estilo Uriah Heep, alto y cadavérico de voz profunda.
—Simplemente un funeral muy reducido —dijo Karen—. Me temo que desde el accidente que la dejó viuda, Sarah abandonó todas sus amistades. Estaba sola y muy aislada. Pero eso no quiere decir que no haya algunos amigos que quieran darle el último adiós. Tal vez algunos maestros con los que trabajó o algunos compañeros de su marido del parque de bomberos.
—Sí, cierto —añadió el director de la funeraria—. ¿Y la familia?
—Desgraciadamente está muy esparcida. Era hija única y sus padres ya fallecieron. Y los primos que le quedan no quieren aceptar la realidad de su muerte. O puede que simplemente les dé igual.
Karen evitó utilizar la palabra «suicidio», como sabía que también la evitaría el director de la funeraria.
—Es una pena —manifestó el director, aunque implicaba lo contrario, que todo sería mucho más fácil.
—Pensé en hacerlo en mi casa, ¿sabe? —continuó Karen—, una sencilla reunión para hablar de nuestro cariño por la difunta, pero me pareció que resultaría demasiado informal.
Ella sabía que al director no le iba a gustar esta sugerencia.
—No, no, en la iglesia o en una de nuestras salas pequeñas es mucho mejor. He visto que en muchos casos personas que dejaron de ver a sus amigos se sorprenderían de la gran concurrencia.
«Eso, se sorprenderían si no estuviesen muertas», pensó Karen. Asintió.
—Cuánta razón tiene —añadió. «Y en mi casa no cobraría»—. Entonces, ¿me puede enseñar las salas disponibles?
—Por supuesto —repuso el director con una sonrisa—. Permítame que traiga los horarios también.
Condujo a Karen por un pasillo estrecho y enmoquetado con una moqueta gruesa y con las paredes pintadas en sombríos tonos de blanco roto. Se detuvo al lado de un conjunto de puertas dobles con una placa con la leyenda: Sala de la paz eterna.
—¿Ataúd?
—No —contestó Karen—. La policía todavía no ha recuperado el cadáver, si es que alguna vez lo recupera. He pensado que bastan unos arreglos florales alrededor de un montaje fotográfico.
Asintió con la cabeza.
—Ah, quedará precioso.
Karen tuvo la impresión de que podría haber dicho: «Quiero mostrar unas películas pornográficas caseras», y él hubiese contestado: «Ah, quedará precioso.»
El director le sujetó la puerta para que pasara.
Era una sala con asientos para unas cincuenta personas. En las paredes, unos altavoces empotrados emitían suave música funeraria de órgano. En las esquinas había jarrones para poner flores. Resultaba muy artificial y sin alma. Karen pensó que era perfecta.
—Oh, está muy bien —exclamó, mientras en su fuero interno pensaba que si el Lobo Feroz lograba asesinarla, no podría imaginar un lugar peor para yacer en capilla ardiente. «Dios santo, espero que si gana él, alguien coja mi cuerpo sin vida y lo suba a un escenario y convoque a todos los cómicos del país para que se pasen por allí y hagan los peores chistes, lo más escandalosos posible, para que todo el mundo se divierta a mi costa.»
»Bonitas cortinas —comentó, mientras señalaba la parte trasera. Eran de imitación a seda.
—Sí —repuso el director—. Dan a una pequeña sala que hay detrás. Ya sabe, algunas familias necesitan más privacidad.
—Por supuesto —dijo Karen. Pensó que eran perfectas para lo que tenía planeado.
Como el Lobo Feroz, Pelirroja Tres pensaba en armas mientras la furgoneta del colegio entraba en el aparcamiento del centro comercial.
—Ya sabéis, solo dos horas, comprobad ahora los relojes —anunció un profesor joven, mientras abría la puerta para que saliese la docena de alumnos que iba en el vehículo—. Y no os separéis. Portaos bien. Y que nadie se meta en problemas.
El colegio llevaba regularmente a los alumnos al centro comercial para ir de compras. Jordan pocas veces se había apuntado a este tipo de excursiones. No le gustaban en especial las luces brillantes y la música enlatada que llenaban el lugar, tampoco disfrutaba mirando escaparates o probándose lo que se suponía era moda para adolescentes, pero que en general era ropa llamativa y barata.
El profesor, un joven de treinta y pocos que impartía Geografía, se tomaría un café demasiado caro y buscaría un lugar en la zona de restaurantes para leer y esperar a que pasasen las dos horas. Su función consistía principalmente en contar cabezas y en hacer que se cumpliesen las normas del colegio o del centro comercial.
La intención de Jordan era básicamente saltarse una norma importante.
Llevaba en el bolsillo una de las tarjetas de crédito de Pelirroja Uno e instrucciones específicas sobre qué artículos comprar. No tenía demasiado tiempo, no solo porque el profesor había puesto una hora límite en el centro comercial, sino porque Jordan sabía que después, más tarde, Karen llamaría a la central de tarjetas de crédito para decir que había perdido la tarjeta o que se la habían robado y la cancelaría.
Su primera parada fue una tienda de electrónica. La cámara de vídeo que el vendedor tenía tantas ganas de vender era un poco más grande que un teléfono móvil y se podía manejar con una sola mano. Como accesorio, tenía también un gran angular y a Jordan le pareció que podía ser útil. Enseguida le aceptaron la tarjeta de crédito de Pelirroja Uno y le empaquetaron la compra.
Su siguiente tarea no la había comentado con Karen. Se sintió un poco culpable al entrar en la tienda de ropa. Se trataba de una tienda elegante, dirigida a una clientela de jóvenes profesionales. Fue directamente a las estanterías de jerséis caros de cachemir y de algodón y escogió uno que le gustó, un jersey negro de cuello alto de su talla. Lo llevó a la caja, donde una chica apenas mayor que ella esperaba detrás del mostrador.
—Es un regalo para mi madre —dijo Jordan con una sonrisa falsa.
La cajera pasó la tarjeta de crédito.
—¿Quieres una caja de regalo? —preguntó.
—Sí —repuso Jordan. Había contado con este pequeño detalle, que las tiendas del centro comercial ya no empaquetaban los artículos en cajas para regalo. Ahora se limitaban a poner una caja doblada y el jersey en una bolsa de papel con el logo de la tienda.
Jordan firmó el recibo con un garabato que imitaba el nombre de Karen. Echó un vistazo al reloj. Tenía que darse prisa.
Hizo una parada rápida en una papelería y compró una felicitación de cumpleaños, un llamativo papel plateado y celo. Después caminó con paso decidido por los pasillos del centro comercial hasta el otro extremo donde se encontraba una tienda grande que pertenecía a una cadena especializada en artículos deportivos. Rodeada de camisetas Nike, Adidas y Under Armor, sudaderas y maniquíes vestidas con prendas para correr de última moda, Jordan fue directamente a la sección de caza y pesca. El dependiente, un hombre de mediana edad, estaba oculto entre prendas de camuflaje, cañas de pescar y cebos y kayaks en brillantes colores rojos, azules y amarillos, con montones de chalecos de seguridad y cascos para kayak distribuidos por las paredes.
—Hola —saludó Jordan con energía—. ¿Podría ayudarme?
El dependiente no parecía estar demasiado ocupado. Levantó la vista mientras ponía los precios a los arcos y las flechas y Jordan se dio cuenta de que enseguida había decidido no hacerle caso. Las adolescentes como ella solían ir a la sección de las zapatillas de correr o buscaban auriculares para un iPod.
—A mi padre le gusta mucho cazar y pescar —dijo Jordan riendo—. Quiero comprarle algo para su cumpleaños.
—Bien, ¿qué tipo de regalo? —preguntó el dependiente.
—Le encanta traer pescado fresco a casa para la cena —repuso—. Tiene una barca de pesca.
El padre de Jordan era un ejecutivo de una sociedad de inversión en Wall Street. Que ella supiera, nunca había pasado una noche al aire libre y evitaba dejar su despacho para cualquier cosa más rústica que una comida de negocios y un par de martinis en un restaurante francés.
Señaló un expositor.
—¿Qué le parece algo así? ¿Cree que utilizará uno de esos?
El dependiente siguió su mirada.
—Bueno —repuso—, no hay pescador al que le guste llevar la pesca a casa que no tenga uno. Son muy buenos. De lo mejor. Un poco caros, pero le encantará.
Jordan asintió con la cabeza.
—Pues eso es lo que me voy a llevar.
El dependiente cogió del expositor el cuchillo para filetear con hoja de 20 cm.
—Son suecos y tienen una garantía indefinida de afilado.
Jordan admiró la hoja estrecha y curvada y la empuñadura negra. «Como una cuchilla», pensó.
No le quedaba mucho tiempo antes de que el profesor empezase a recoger a los alumnos para llevarlos en la furgoneta de regreso al colegio, así que deprisa se dirigió a los aseos de señora de la segunda planta, pues pensó que estarían menos concurridos que los más cercanos a la zona de restaurantes de mayor tamaño. Entró corriendo y para su alivio, no había nadie.
Cogió el cuchillo de pescar de la bolsa de plástico y sacó la hoja de la funda de cuero. Cogió un pañuelo de papel y lo cortó con facilidad. Después, blandió el cuchillo en el aire, como un espadachín. «Me servirá», pensó. A continuación, con cuidado, lo deslizó entre los pliegues del jersey negro de cuello alto. Colocó el jersey en la caja que le habían dado en la tienda. Después, trabajando lo más rápido posible, cogió el papel de vivos colores y el lazo y envolvió el paquete, cerrando todos los pliegues con celo. Cogió la tarjeta de felicitación y en su interior escribió: «Feliz cumpleaños, mamá. Espero que todo vaya bien. Con cariño, Jordan.» La puso en un sobre y lo pegó con celo en el paquete.
El colegio no permitía que los alumnos tuviesen armas de ningún tipo, pero Jordan sabía que necesitaba una. No tenía intención de enviar el jersey a su madre, además faltaban muchos meses para su cumpleaños. Pero ningún profesor le pediría que desenvolviese un paquete así e incluso si lo hiciese, echaría un vistazo al jersey pero no miraría entre los pliegues para ver si había algo más.
Jordan se preguntó si el Lobo Feroz sería tan buen contrabandista como ella.
Intentó recrear la sensación de clavarle un cuchillo de pescar entre las costillas y hasta el corazón. «Clávaselo por debajo del esternón —pensó—. Tienes que ser implacable. Clavarlo con todo tu peso y con todas las fuerzas que seas capaz de reunir y sin titubear. Mátalo antes de que te mate él a ti.» La idea de sorprender al Lobo Feroz con un arma tan letal como un cuchillo de pescar le dio una sensación de seguridad, aunque, en su asesinato imaginario, el Lobo Feroz, cada vez que imaginaba en su mente un enfrentamiento, siempre estaba mal preparado y a su merced. Y cuando imaginaba su encuentro cara a cara, el Lobo Feroz nunca llevaba una pistola o un cuchillo o cualquier otra arma. En su imaginación, Jordan no lograba exactamente reconstruir cómo conseguía tener ventaja, solo sabía que tenía que encontrar una manera.
Una de las primeras cosas que Sarah notó sobre Lugar Seguro fue que algunas de las leyes comunes que la gente normalmente da por hechas, se ignoraban por completo. Esto le gustó. Tenía toda la intención de saltarse otras normas en los días venideros.
Por ejemplo, cuando se encorvó sobre el ordenador portátil y empezó a construir una nueva identidad con la información sobre Cynthia Harrison que Pelirroja Uno le había proporcionado, pensó que tendría que mantener en secreto lo que hacía, y entonces descubrió que el personal que trabajaba en el centro de acogida era experto en crear identidades nuevas a partir de estelas electrónicas.
En poco tiempo, la habían ayudado a conseguir una copia de la partida de nacimiento de Cynthia Harrison, en la pequeña ciudad donde había nacido la mujer fallecida, que posteriormente lograron legalizar ante notario y así tener una maravillosa copia mágicamente oficial. Solicitaron una nueva tarjeta de la seguridad social y mediante mareantes tejemanejes informáticos tramitaron un nuevo carné de conducir. Y con algo de efectivo que Karen le había dado, abrieron una cuenta bancaria en un importante banco nacional, nada local que se pudiese localizar.
Sarah estaba desapareciendo. En su lugar se formaba una nueva Cynthia.
No era la primera vez, le había dicho la directora del centro, que la línea de acción más fácil para una mujer maltratada y víctima de violencia doméstica era sencillamente convertirse en otra persona. La policía local conocía esos métodos marginales del centro y no hacía nada para evitarlos. Tenían un acuerdo tácito, si alguien intentaba evitar convertirse en víctima, la policía miraba al otro lado.
Esconder era el principal propósito del centro.
La protección era el segundo.
Cuando Karen la dejó en la puerta del centro para que ella entrase, la habían recibido con abrazos y palabras de aliento. Antes de llevarla a una habitación pequeña y funcional, iluminada por el sol y situada en la tercera planta de una antigua casa victoriana, la habían acompañado al despacho principal y la directora le había hecho varias preguntas. Preguntas muy moderadas sobre lo peligroso que era el hombre que ellas creían que era su marido.
Sarah no dijo nada sobre Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres. No mencionó al Lobo Feroz. Se mantuvo fiel a las líneas generales de la historia que Karen había inventado: víctima de violencia doméstica y perseguida.
—¿Vas armada? —le habían preguntado.
Su primer instinto había sido mentir sobre el revólver que llevaba en el bolso. Pero estaba mintiendo sobre tantas otras cosas, que decir esa mentira adicional le parecía fatal así que había respondido:
—He robado un revólver.
—Déjamelo ver —le había pedido la directora.
Sarah había sacado el revólver y se lo había entregado por la culata. La directora había abierto el cilindro con manos expertas y había sacado las balas. Las había sostenido en la mano, acariciando el bronce pulido antes de volver a cargar el revólver, mirar el cañón y decir «Bang» en voz baja y devolvérsela a Sarah.
—Es una buena arma —había dicho.
—Nunca la he utilizado —había contestado Sarah.
—Bueno, eso se puede arreglar —había proseguido la directora—. Pero siempre es motivo de preocupación cuando los niños se quedan aquí con las madres. No queremos un accidente. Y los niños, ya sabes, los más mayores, de ocho, nueve, diez años, pueden estar tentados porque tienen mucho miedo de los hombres que puedan aparecer por aquí.
Entonces había buscado en un cajón del escritorio, había sacado un candado para el gatillo y se lo había entregado a Sarah.
—La combinación es siete, seis, siete —le había dicho a Sarah—. Es fácil de recordar porque es el equivalente numérico de SOS. Bien, ¿sabes cómo utilizar una pistola?
De nuevo Sarah se había decidido por la honestidad, pero esta vez era una verdad fácil.
—No. La verdad es que no.
La directora había sonreído.
—Yo te enseñaré —había contestado—. Es mucho mejor saber qué hacer y no tener que hacerlo, que no saber qué hacer y necesitar hacerlo sin remedio.
En ese instante Sarah pensó que durante todo el tiempo que le quedaba como Pelirroja Dos, tendría esa idea en mente.