21
La señora de Lobo Feroz contempló cómo se alejaba su coche por la humilde bocacalle de la periferia. En la esquina, antes de que desapareciese en la noche, se vio el destello de las luces de freno rojas. Un instante antes de que el vehículo se perdiese de vista, levantó la mano y le dijo adiós con un pequeño gesto de la mano, aunque sabía que su marido no miraba hacia atrás en su dirección. Estaba contenta de verlo marchar y todavía más contenta de haber ayudado a que se pudiese ir. Con un suspiro, entró en la casa, fue directamente a la cocina y diligentemente llamó al seguro como había prometido. El operador le dijo que la grúa para cambiar la rueda pinchada tardaría entre treinta y cuarenta y cinco minutos. Colgó el teléfono. En el salón, el televisor estaba encendido. Oía las risas enlatadas y las voces familiares de la serie televisiva que salían de la caja. Dejó las llaves del coche en la encimera de la cocina y, cuando estaba a punto de reunirse con los personajes que trabajaban arduamente en Dunder Mifflin o con los que estudiaban la teoría del Big Bang, se detuvo en seco. Se giró y miró la encimera.
Llave del coche.
Llave electrónica con luz roja de alarma.
Llave de casa sujeta a una anilla. La reconoció.
A su lado una tercera llave.
La llave del estudio de su marido.
La miró fijamente. Se dio cuenta de que nunca antes, ni tan solo una vez, la había tenido en la mano. De hecho, ni siquiera recordaba haberla visto, excepto en esos breves instantes en que su marido estaba de pie delante de su despacho. No había ninguna otra puerta con llave en toda la casa. Que ella supiera, era la única llave que abría esa puerta en concreto. Quizá tuviese una llave extra escondida en algún cajón o pegada con cinta adhesiva detrás de un espejo, pero nunca la había visto y no tenía ni idea de dónde la podría haber escondido y jamás se había propuesto buscar el escondrijo, pese a su constante curiosidad por saber qué sucedía exactamente en el despacho cuando él trabajaba. Levantó la vista de la llave, mirando a uno y otro lado como siguiendo la trayectoria de la pelota durante un partido de tenis. La llave no tenía nada de especial. Era una pieza de metal plateado que encajaba en la cerradura que su marido había instalado una semana después de la boda.
«El lugar donde escribo tiene que ser privado», le había dicho.
Se lo había manifestado quince años antes de una forma desenfadada y pragmática que parecía totalmente razonable. Que necesitase completo aislamiento para inventar argumentos, escenas y personajes no le había parecido nada fuera de lo común, sobre todo durante las primeras semanas de matrimonio, rebosantes de felicidad.
Lo recordaba arrodillado al lado de la puerta, con la taladradora y el material de ferretería a su lado en el suelo, un manitas de los secretos. No le había preocupado lo más mínimo. «Todos necesitamos tener secretos», pensó, recordando aquellos emocionantes primeros días.
Salvo que en ese preciso momento, mientras miraba la llave del despacho, no recordaba ningún secreto que ella le hubiese ocultado a él. Entonces se dijo que debía dejar de ser tan tonta. «Claro que tienes secretos —insistió para sí—. Como cuando te pusiste tan enferma que creíste que ibas a morir y no le dijiste lo asustada que estabas y el dolor que sufrías. Eso eran secretos.»
Pero ella sabía que él siempre había conocido la verdad.
Sin embargo, la duda la embargó. «¿Comprendía realmente la verdad?
»Por supuesto que sí —repuso muy seriamente a la parte que dudaba—. ¿Recuerdas lo atento que era? ¿Recuerdas cómo se preocupaba? ¿Recuerdas las flores que te llevaba al hospital y cómo te cogía la mano y el tono de voz dulce y tranquilizador con el que siempre te hablaba? Era un hombre dulce.»
En el salón resonaban más risas enlatadas. Divertidísimas. Desbocadas. Entusiastas. Irrefrenables. E indudablemente la risa falsa fabricada por una máquina diseñada para ese propósito.
Sin ni tan siquiera plantearse en su interior la pregunta clave, contestó en voz alta.
—No puedes. Sencillamente no puedes.
En su fuero interno se produjo una discusión rápida.
«Es su lugar privado.»
«Nunca se enterará.»
«No puedes violar su confianza.»
«¿Qué tiene de malo? Lo compartís todo.»
«Lo único que vas a hacer es leer un pequeño fragmento de la novela que sabes que escribe solo para ti. Unas pocas palabras, simplemente para saber de qué va. Algo para poder soñar mientras él trabaja tanto para terminarla.»
La señora de Lobo Feroz repasó los pros y los contras de la discusión. El razonamiento final no tenía nada que ver con la privacidad y la curiosidad. Le parecía que se relacionaba con el amor y la necesidad, pero su curiosidad obsesiva enturbiaba estos dos sentimientos.
«Sé que querría que leyese unas cuantas páginas. Sé que le gustaría. De hecho, me sorprende que no me las haya leído todavía.»
Que esto fuese categóricamente falso y que en cierta manera lo supiese aunque no quisiese darse cuenta, no repercutió en la señora de Lobo Feroz. No iba a considerarse una mentirosa. Se sentía temeraria y aventurera, como una niña que espía por el ojo de la cerradura del cuarto de baño para ver el cuerpo desnudo de un adulto que nada sospecha, atraída por la incontrolable fascinación, excitada por la naturaleza ilícita de lo que estaba haciendo, pero incapaz de aprovechar su deseo, pues se mezclaba con la culpa de ver algo extrañamente prohibido.
Cogió la llave y, algo temblorosa porque en su fuero interno sabía que hacía algo que estaba muy mal, pero a la vez se sentía incapaz de detenerse, subió hasta la puerta del despacho.
La llave se deslizó fácilmente en el ojo de la cerradura.
La cerradura se abrió con un pequeño clic.
Empujó la puerta y se quedó de pie en ese espacio de transición entre dos estancias. La luz de la cocina y del salón que le llegaba por detrás se colaba en la negra oscuridad del despacho. Se dijo que no debía dudar y, al entrar en la habitación, alargó la mano para encender la lámpara de techo.
Durante unos instantes, cuando la luz inundó el despacho, cerró los ojos. La voz de la conciencia le dijo que se detuviese, que apagase la luz, que retrocediese, que mantuviese los ojos cerrados, que cerrase la puerta de golpe, que echase la llave y que se fuese a ver la tele, exactamente lo que había prometido hacer.
La asaltó una intensa sensación de peligro. Un peligro benigno matizado por la curiosidad. «Solo una ojeada —se dijo—. Será tu secreto.» Sonrió y abrió los ojos.
Lo primero que vio fue la pared cubierta con fotografías de diferentes tamaños. Debajo de las fotografías había fichas de rayas de 15 por 22 con fechas y observaciones breves y concretas sobre lugares y horas escritas con colores vivos: verde lima, lila, amarillo. Parecía muy organizado y a la vez extrañamente incoherente.
Se acercó a la pared. Se fijó en una sola fotografía. Vio el cabello pelirrojo.
—Pero si es la doctora Jayson —susurró en voz alta.
Se acercó más y miró otra fotografía. Más cabellos pelirrojos.
—¿Jordan? —preguntó aunque sabía la respuesta.
Alargó la mano como una ciega para tocar las fotografías.
—¿Quién eres? —preguntó a la tercera fotografía. Se trataba de una mujer pelirroja, de pie en un aparcamiento anónimo y vacío una tarde de verano. El rostro de la mujer no se distinguía muy bien, puesto que el sujeto retratado lo había enterrado en sus manos ahuecadas.
Vio hojas de papel con las palabras Pelirroja Uno, Pelirroja Dos, Pelirroja Tres y resúmenes de horarios: clase de Historia, edificio 2, 10.30 hs. L M M J V. Se volvió y vio: Pacientes 8.30 a 12.30 hs. pausa de una hora. Lugares donde suele comer: Ace Diner. Subway. Fresh Side Salad Store. Regreso a las 13.30 hs. Más pacientes.
Otra hoja de papel estaba dividida en tres secciones. Debajo de Pelirroja Uno había una lista de lugares preferidos con direcciones de empresas y de clubes nocturnos. Pelirroja Dos tenía una lista parecida, aunque más corta. Debajo de una fotografía de Jordan y de la identificación Pelirroja Tres estaba el horario del baloncesto.
La señora de Lobo Feroz retrocedió.
No estaba segura de si hablaba en voz alta o no, pero las palabras «¿por qué?» parecían reverberar con fuerza en la habitación.
A esto le siguió algo claro y susurrado.
—No lo entiendo.
Las fotografías parecían ambiguas y vagas. No lograba encontrar su razón de ser. Sin decirla en voz alta, pero rebotando a su alrededor, resonaba una frase poco coherente: «Tiene que haber una explicación simple y segura.»
Se devanó los sesos. Puede que fuese una visión clara de escritor sobre la forma de narrar una historia. Una parte esencial del procedimiento del suspense que ella no entendía, pero perfectamente razonable para cualquier escritor. Tenía que utilizar personas reales como modelos de los personajes. «Tiene que ser eso —insistió la señora de Lobo Feroz—. Es que no lo entiendes. No eres el tipo de persona creativa que comprende estas cosas tan complejas. Tal vez todas esas fotografías y las notas que hay al lado tendrían todo el sentido del mundo si fueses escritora.»
Pero parecían demasiado explícitas y demasiado provocativas. Y al observarlas, se dio cuenta de que todas estaban hechas desde diferentes lugares claramente ocultos. Desde detrás de un árbol. Desde el interior de un coche con la ventanilla bajada. Desde detrás de una pared de ladrillo. Desde la ventana superior de un edificio de oficinas. No había ni una sola fotografía que vagamente insinuase que el sujeto sabía que le estaban fotografiando.
Las podía haber hecho un acosador. Semejante muestra de fascinación en la pared podía ser obra de un admirador obsesionado o un amante perturbado. Sin embargo, a ella le costaba encontrar estas palabras en su interior. Parecía como si la lógica y la observación hubiesen sido reemplazadas por una especie de luz blanca abrasadora y un chirriante ruido discordante.
«No, no, no», pensó la señora de Lobo Feroz. La palabra, repetida como si se tratase de un mantra oriental, la tranquilizó un poco.
Retrocedió tambaleándose, todavía con paso inseguro, pero intentando tranquilizarse con cada centímetro, y se dirigió hacia el ordenador. En un extremo del escritorio, al lado de la impresora, había una caja con un montón de hojas tamaño folio cara abajo.
Sin duda era una novela.
La señora de Lobo Feroz se limitó a coger el primer folio y a darle la vuelta en la mano.
Leyó solo una línea al principio de la hoja: «Solo un tonto piensa únicamente en el final. Es el proceso de asesinar lo que genera verdadera pasión. Apenas puedo esperar a que llegue ese momento.»
La mano le tembló al devolver el folio al montón.
Por primera vez desde que se casó, no quiso leer más.
Por dentro, su mente parecía haberse quedado sumida en un vacío negro que rehusaba procesar cualquier información, especialmente la que tenía delante, y se negaba en redondo a sacar conclusiones. Se le ocurrían ideas, pensamientos, suposiciones que le exigían atención, pero ella ignoró todos los chillidos y los gritos que daban.
—No lo entiendo —dijo en voz alta. Entonces sintió miedo, como si la frase pudiese dejar una huella en la habitación—. Esto no puede estar bien —susurró.
Pero no estaba segura de si estaba o no estaba bien.
Miró el ordenador. Le temblaron los dedos al mover el ratón. El ordenador cobró vida con un mensaje que ocupó la pantalla negra: contraseña.
La señora de Lobo Feroz retrocedió. Una parte de ella insistía en que podía adivinar la contraseña —«puede que sea mi nombre»—, pero otra parte más ruidosa le gritaba que no quería abrir el portal del ordenador porque no quería saber lo que podría encontrar allí.
Con cuidado, apagó el ordenador. Le pareció algo ilícito.
Las ideas se agolpaban en su mente, pero se iban por las ramas y no llegaban a ninguna parte. Era similar a encontrarse con un montón secreto de imágenes pornográficas realmente cuestionables. Fotografías de niños. Solo que estas fotografías no eran sucias ni ilegales.
Significaban otra cosa.
Dirigió la mirada a la pared llena de fotografías, pero antes de que se concentrase de nuevo en su significado real, cerró los ojos. Si había algo que ver, ya no quería verlo.
Lo único que lograba decirse era que debía retirarse poco a poco, con cuidado, asegurándose de no alterar nada para que no quedase ninguna señal de su intrusión. «Retrocede y todo será como hace tan solo unos minutos», se dijo a sí misma. Pero la mirada se le iba a un álbum grande encuadernado en cuero rojo que sobresalía en un estante de libros y destacaba entre las ediciones de bolsillo de las novelas de su marido y las crónicas de no ficción que explicaban con gran detalle famosos crímenes modernos.
El álbum era idéntico a uno que tenía en su escritorio. El suyo contenía las fotografías de la boda y una copia de la invitación y del menú en el pequeño club de campo donde celebraron el modesto banquete. De pronto recordó cuando su marido compró los dos álbumes en una tienda de artículos de piel durante la breve luna de miel. Uno se lo dio a ella y el otro se lo quedó él.
«Fotografías de nuestra boda.»
Con esperanza y temor al mismo tiempo, se sintió atraída por el álbum.
Vio que la mano se le iba hacia él, durante unos instantes no supo si era la suya porque parecía pertenecer a otra persona.
El álbum cayó delante de ella y se abrió.
Lo primero que vio la tranquilizó. No su boda, que hubiese sido un descanso, sino un montón de críticas. «Claro —insistió para sí—, ¿por qué no?» Tenía todo el sentido y sintió cómo exhalaba lentamente.
Entonces miró un poco más de cerca. Mezcladas entre las críticas había extraños recortes de periódico sobre asesinatos famosos.
Quería encogerse de hombros. Otro «por supuesto».
«Tiene que ser parte del proceso de documentación», insistió.
Sin embargo, los artículos de periódico parecían estar fuera de lugar. No encontraba la relación entre las críticas de libros y los homicidios aparentemente inconexos. «Tiene que haber una conexión. Solo que tú no eres capaz de verla», se dijo. Se veían unos titulares horripilantes de letras grandes y unas fotografías con mucho grano de coches de policía. Nombres y fechas atrajeron su atención. Durante otro instante cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, temió que le llorasen.
Era parecido a contemplar una imagen oculta dentro de los cuadros con dibujos geométricos multicolores tan de moda en los ochenta. Un trampantojo. La imagen estaba pero no lograba reconocerla, aunque sabía que estaba escondida allí.
Hacía muchos años que la señora de Lobo Feroz no había conducido de forma imprudente, a más velocidad de la permitida. Pero así es como se sentía: fuera de control, como si se desplazase de forma descontrolada con las ruedas patinando desagradablemente sobre la calzada mojada. Cogió una ficha en blanco y un lápiz del escritorio de su marido y anotó con rapidez las fechas y los lugares mencionados en los recortes de periódico y los nombres de las víctimas de asesinato que gritaban desde los titulares. Cogió la ficha y se la deslizó en el interior de la camisa y quedó contra su piel. Daba la sensación de estar húmeda, como el tacto de algo muerto.
Sintió náuseas.
La cabeza le daba vueltas y las manos le temblaban, pero volvió a colocar con cuidado el álbum en el estante. Devolvió el lápiz al lugar exacto del escritorio. Miró a su alrededor, de repente con miedo de haber tocado algo, haber movido algo y haber dejado una marca reveladora. Durante un instante le invadió el pánico al pensar que el olor de su perfume podría permanecer en el ambiente cerrado del despacho. Retrocedió hacia la puerta, moviendo los brazos de un lado a otro para intentar que el olor saliese con ella.
Dio un último vistazo al despacho, grabando el espacio como una fotografía en su memoria. Apagó la lámpara de techo y cerró la puerta poco a poco. Las manos buscaron a tientas la cerradura y a punto estuvo de desmayarse cuando oyó un ruido fuerte y estridente que venía de algún lugar cercano, pero de un mundo distinto.
Lanzó un grito ahogado. Una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo. Se le cayeron las llaves al suelo. Retrocedió tambaleándose como si le hubiese alcanzado un tiro o como si le hubiesen dado una fuerte bofetada en la cara, a punto de caer. Tuvo que sujetarse a la encimera para no perder el equilibrio. Notaba el sudor en la frente y lanzó un pequeño grito ahogado, un gorjeo aterrorizado.
El ruido se oyó de nuevo.
«El claxon de un vehículo.»
Como habían prometido, la grúa llegaba puntual.