9

Sarah Locksley estaba inquieta en el asiento. Se sentía mareada y nerviosa, y estaba agotada y activa a la vez, como si las dos sensaciones contrarias pudieran coexistir alegremente en su interior. Cada segundo que pasaba era aburrido y emocionante a partes iguales. Se sentía al borde de algo: ya fuera quedar inconsciente durante veinticuatro horas o apuntar y disparar al primero que apareciera, que sería la primera persona que llamara a su puerta en varias semanas.

Unas pastillas para mantenerse alerta, vodka Stolichnaya y zumo de naranja recién exprimido, además de una buena provisión de chocolatinas, donuts envasados, pastas y algún que otro plátano cubierto de mantequilla de cacahuete habían sido su combustible durante los últimos días. Engordaban, estaban llenos de calorías pero no tenía la impresión de haber engordado un solo gramo.

Le entraron ganas de soltar una carcajada: «El régimen de la mujer muerta. ¡Consigue que un desconocido amenace con matarte y verás cómo los kilos se desvanecen!»

Había colocado una silla rígida en un lugar desde el que cubría tanto la parte delantera de la casa y buena parte de la entrada a la cocina en la parte posterior y dispuesto unos cuantos cojines y un viejo saco de dormir cerca, para que cuando tuviera que dormir, aunque solo fuera arañándole unas cuantas horas a la noche, pudiera caer rodando medio drogada y medio borracha en la cama improvisada. Evitaba su dormitorio. Le asustaba esconderse en el lugar que había compartido con su marido. De repente la habitación le parecía una cárcel y estaba decidida a no permitir que la asesinaran en el lugar en el que había obtenido tanto placer.

Sabía que era una locura total, pero la locura era la condición que estaba dispuesta a abrazar.

Había construido un sistema de alarma casero junto a la puerta trasera: había colocado una cuerda a lo ancho de la puerta y colgado latas vacías y ollas y sartenes de ella, por lo que cualquiera que entrara armaría un estruendo descomunal. Justo debajo de los alféizares había esparcido cristales rotos de botellas de alcohol vacías, de forma que cualquiera «no —pensó—, el Lobo Feroz» que intentara entrar por ahí se haría cortes en las manos o en los pies y se pondría a gritar. En la escalera que conducía al sencillo sótano había colgado trozos de cable a tres o cuatro centímetros por encima de cada contrahuella para que el lobo tropezara si intentaba subir por las escaleras. También había desperdigado unos cuantos cojinetes de bolas y canicas viejas por el suelo del sótano y desenroscado la bombilla, así que la estancia estaba completamente oscura y era muy probable que su acosador tropezara. Tenía el viejo revólver de su marido cerca y lo comprobaba regularmente para asegurarse de que estaba cargado y preparado, aunque supiera que lo había comprobado cientos de veces. Estaba rodeada de un revoltijo de envoltorios de plástico, vasos de espuma de poliestireno vacíos y botellas desechadas. Sarah apartó parte de la basura que se acumulaba cerca de sus pies descalzos con una patada y suspiró con fuerza.

«Bueno, esto no funciona, vaya mierda.»

Sus sistemas de defensa parecían salidos de la película Solo en casa, y daban la impresión de ser más apropiados para una astracanada que para evitar que un asesino entrara a hurtadillas en la casa y la matara mientras dormía. Sabía que tenía muchas probabilidades de desmayarse en cualquier momento y, cuando sucumbiera al inevitable agotamiento, ningún estruendo de ollas y sartenes la despertaría. Tenía demasiada experiencia en la neblina que acompañaba el alcohol y los narcóticos.

Y, sobre todo, Sarah dudaba de que el Lobo Feroz fuera poco menos que totalmente habilidoso para matar y asesino profesional. No tenía pruebas que demostraran aquella sensación pero le parecía que era cierta. Intuición. El sexto sentido. Premonición. No sabía qué era pero sabía que esperaría hasta el momento adecuado, que sería el momento en que él supiera que ella era más vulnerable.

«Vulnerable. Menuda palabra más horrorosa, patética e inadecuada —pensó—. Más bien describía cada segundo de cada día y cada noche, independientemente de que estuviera dormida o sentada esperando junto a la puerta delantera, revólver en mano.»

Miró a su alrededor. Tenía la espalda rígida. Le dolía la cabeza. Todo lo que había hecho para protegerse parecía exactamente lo que haría una maestra de secundaria. Tijeras, pegamento en barra y cartulinas de colores, se parecía mucho a un trabajo de clase. Lo único que faltaba eran unos cuantos alumnos emocionados y sus alegres voces elevadas.

Se veía con claridad: dando palmadas con fuerza para que le prestaran atención. «¡Venga, niños! La señora Locksley tiene que protegerse de un psicópata asesino. ¡Traed vuestros materiales preferidos al medio y construyamos un muro para que esté segura!»

Ridículo. Hasta ahí llegaba. Pero no sabía qué otra cosa hacer.

Aparte de mirar largo y tendido su mano derecha, que sujetaba el revólver.

«Quizá debería mentirle a mi difunto esposo —pensó— y apuntarme con la pistola justo antes de que el Lobo Feroz entre por la puerta.»

Comprendió que se trataba de un asunto que se planteaba continuamente, aunque no formara las palabras en su cabeza ni las dijera en voz alta y que exigiría respuesta antes de lo que ella creía posible.

Sarah rio con amargura. Una carcajada repentina, como surgida de un momento inesperado de humor. «Esto sí que sería un buen golpe —pensó— cuando el Lobo Feroz entra a hurtadillas para matarme y descubre que me he adelantado a él. ¿Qué coño haría? Un asesino sin objetivo. Menuda risa.

»Lo que pasa es que yo no lo vería porque ya estaría muerta.» Las letras de una canción se le filtraron en la memoria:

«No reason to get excited,

the thief he kindly spoke.

There are many here among us

who feel that life is but a joke.»[1]

Oía el riff de la guitarra como si lo estuvieran tocando a lo lejos. Oía la voz áspera. Tenía sentido. No había motivo para emocionarse.

Suspiró profundamente, pero aquella exhalación a punto estuvo de convertirse en un grito cuando oyó un ruido repentino en la puerta delantera. Al comienzo se tambaleó a un lado, como si pudiera esconderse, luego tropezó hacia delante, con el brazo del revólver estirado, preparada para disparar. Pensó que estaba profiriendo unos gritos incomprensibles, pero entonces se dio cuenta de que todos aquellos ruidos solo existían en su cabeza.

«No hay nada peor —pensó Karen Jayson— que el estruendo que causa el silencio.»

Daba igual, insistió para sus adentros, que estuviera en el escenario, en su consulta rodeada de trabajo o sola en casa.

Estaba en el coche camino a casa después de la jornada laboral. Rápidamente había adoptado una costumbre que alargaba el trayecto; una vez que salía de la autopista principal y entraba en las tranquilas carreteras comarcales que conducían a su casa aislada, si veía a alguien detrás de ella por el retrovisor, se paraba a un lado de la calzada y esperaba pacientemente a que el coche, camión o lo que fuera pasara de largo, antes de proseguir su camino. No estaba dispuesta a que alguien la siguiera. Aquellas paradas, esperas y retornos a la carretera constantes enlentecían el viaje sobremanera, pero le producían satisfacción. No tenía ninguna prisa por llegar a casa. Ya no le parecía un lugar seguro.

El problema era que por mucho desasosiego que le produjera volver, seguía insistiéndose en que no tenía motivos para sentirse así.

Se acercó al desvío de entrada a su casa. A través de los árboles desolados distinguía la silueta de su casa parcialmente oscurecida por el follaje, aun a pesar de que las hojas se hubieran caído por el invierno. Unos pinos oscuros y robles marrones alineados como centinelas le impedían ver. Lanzó una mirada rápida detrás de ella, nada más que para asegurarse de que no había nadie, y entró en el camino de entrada. Como de costumbre se detuvo junto al buzón.

Pero entonces vaciló.

«Qué idea tan alocada —se dijo—. Coge la correspondencia.»

No quería salir del coche. No quería abrir el buzón. Era casi como si esperara que estallara una bomba si lo hacía.

No tenía motivos para pensar que el Lobo Feroz utilizaría el correo para ponerse en contacto con ella por segunda vez. Y tampoco tenía motivos para creer que no lo haría.

Intentó que la racionalidad dominara sus pensamientos. «Disciplina de la facultad de Medicina», pensó al recordar los turnos largos y el agotamiento absoluto que había conseguido superar.

«Sal. Coge la correspondencia. Que le den. No puedes permitir que un gracioso anónimo te trastoque la vida.»

Entonces se planteó si aquello tenía sentido. Tal vez lo que tenía sentido era dejar que le trastocara la vida.

Karen se quedó paralizada al volante. Observó las sombras que se filtraban por entre los árboles como espadazos en la oscuridad.

Se sentía atrapada entre lo ordinario —la tarea cotidiana de recoger las facturas, catálogos y folletos diarios— y lo irracional. «Tal vez haya una segunda carta.»

Karen puso el coche en punto muerto y esperó.

Se repitió con insistencia que se estaba comportando como una tonta. Si alguien la hubiera visto vacilando antes de hacer algo tan rutinario como recoger el correo se habría avergonzado.

Aquello no la tranquilizó.

Tenía muchas ganas de hablar con alguien en ese preciso instante. De repente detestó estar sola, cuando durante muchos años era precisamente lo que había deseado.

Con una última mirada calle arriba y abajo, salió del coche murmurando para sí que estaba paranoica y que era una imbécil y que no tenía nada que temer. De todos modos, abrió el buzón con cuidado como si temiera encontrar una serpiente venenosa enrollada en el interior.

Lo primero que vio fue el sobre blanco encima de un catálogo a todo color de J. Crew.

Apartó la mano bruscamente, como si de verdad hubiera una serpiente. Enseñando los dientes y presta a atacar.

—Jordan, estoy muy preocupado —dijo el director con un tono serio y ansioso de lo más apropiado—. Todos tus profesores están sorprendidos por el descenso repentino de la calidad de tu trabajo. Somos conscientes de la presión que crea la situación de tu hogar. Pero tienes que reconocer lo importante que es este año para tu futuro. Te espera la universidad y tememos que arruinarás tus posibilidades de acceder a las mejores universidades a no ser que recuperes tu rendimiento académico rápidamente.

A Jordan le pareció que era imposible que el director sonara más pedante. De todos modos, la dosis diaria de pomposidad era el estado natural de todos los directores de instituto, así que no debía criticarlo por comportarse como era de esperar.

«Si te muerde un perro rabioso, ¿el perro se muestra irracional? Si una ardilla se va corriendo cuando alguien se le acerca demasiado, ¿es imprudente? Si un asesino quiere matarte, ¿es realmente una sorpresa?»

Jordan imaginó que se estaba convirtiendo en filósofa. Escuchaba al director a medias mientras seguía mezclando el aliento con la crítica, pensando que la mezcla justa de palabras de ánimo con comprensión, salpicadas de amenazas alarmantes conseguiría enmendarla y colocarla de nuevo en el buen camino.

«En el buen camino» era el tipo de frase que había oído mucho y que realmente no significaba nada para ella.

Echó un vistazo al despacho. Había libros en una estantería de roble y un gran escritorio marrón a juego. Algunos diplomas enmarcados en la pared al lado de dibujos infantiles también enmarcados que daban color a la estancia. También había una foto del director sonriente con su familia feliz haciendo rafting y otra en la que estaban con los brazos entrelazados posando delante del Gran Cañón y por último un montaje de todos ellos en la cima de alguna montaña conquistada. Una familia activa, enérgica y unida. Totalmente diferente de la suya. La suya se estaba resquebrajando.

El director dijo algo que la distrajo.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte, Jordan? —preguntó.

Jordan se dio cuenta de que estaba ligeramente encorvada en el asiento, con los brazos alrededor del estómago como si le doliera. Poco a poco se fue recolocando para no parecer lisiada.

—Me esforzaré más —dijo.

El director vaciló.

—No sé si se trata de esforzarse, Jordan. Se trata de que te centres.

—Me centraré más —dijo.

El director negó con la cabeza pero solo un poco.

—Tienes que intentar dejar de lado esas distracciones y concentrarte en lo que realmente importa.

—Lo intentaré —respondió. Se contuvo para no espetarle: «¿No entiende que seguir viva es lo que me importa, joder?»

—Todos queremos ayudarte, Jordan, porque superar estos momentos difíciles es crucial para tu futuro.

«A lo mejor ni siquiera tengo futuro.»

Respiró hondo y se serenó.

Le pareció que el director no era mala persona. Sus intenciones eran buenas. Sintió un atisbo de envidia. No creía que sus padres tuvieran fotos en la pared de algo que ella hubiera hecho, o algo que hubieran hecho juntos en épocas más felices, aunque no recordaba ninguna época feliz o ni siquiera que hicieran cosas juntos.

Pensó en su respuesta durante unos instantes. Comprendía que si en algún momento tenía que sacar el tema del Lobo Feroz, era aquel.

«¿Se cree que el asqueroso divorcio de mis padres es lo que me está jodiendo? Pues no. Que les den. Lo que pasa es que hay un tío loco por ahí que me toma por Caperucita Roja y me quiere comer. Bueno, comerme no. Va a matarme. Es lo mismo.»

Pero no lo dijo. Sonaba demasiado descabellado.

Una parte de ella gritaba dentro de su cabeza: «¿Todos queréis ayudarme? Pues conseguid una pistola. Contratad a un guardaespaldas. Llamad a los putos marines. ¡A lo mejor podrán protegerme!»

Ninguno de aquellos pensamientos airados escapó de sus labios.

En cambio, se apresuró a decir:

—Haré lo que pueda.

Hablaba en voz baja, casi como si estuviera en un confesionario, pensó, salvo que nunca había estado en un confesionario ni tenía pensado ir en un futuro próximo.

Lo cierto es que no era lo que tocaba decir. Y notó la decepción en los ojos del director. Aquello le gustó. Al menos no era un falso.

Se dispuso a abrir la boca de nuevo, para soltar una gran retahíla de dolor sobre sus padres, sus fracasos, su aislamiento y por último su temor de que la acechaban y que estaba condenada a morir y que no podía hacer nada al respecto. Estuvo a punto de soltarlo todo, pero se calló.

Le faltó poco para soltar un grito ahogado.

«Si le cuento lo del lobo, a lo mejor el lobo va primero a por él.»

Miró a su alrededor. Fotos de familia feliz. No podía ponerles en peligro. Vio que el director se inclinaba hacia delante. La mayoría de la gente habría interpretado el movimiento como muestra de preocupación. A ella le pareció de depredador.

«A lo mejor es el lobo», pensó de repente.

Notó que se le encogía el estómago. Se quedó atenazada, con los labios sellados y se guardó los secretos para sí.

El director vaciló y un silencio incómodo llenó la estancia como si fuera un humo acre. Tras lo que pareció mucho tiempo, dijo:

—Bueno, Jordan. Ya sabes que puedes venir a hablar conmigo cuando quieras. Y ya sabes que creo que deberías volver a ver a la terapeuta de la escuela. Puedo concertar la cita si quieres y si crees que puede resultarte de ayuda…

«Una terapeuta con una pistola como una casa de grande —se dijo—. Eso podría ayudar. O quizás una terapeuta capaz de hacer también de cazador fornido que salva a Caperucita Roja con el hacha resistente. Lo que pasa es que ese no es el final que el Lobo Feroz quiere para su versión, ¿verdad?»

No respondió a su propia pregunta.

En cambio, Jordan se obligó a levantarse de la silla y asintió, pero el asentimiento enseguida se convirtió en una negación con la cabeza. Entonces se marchó y pasó rápidamente por el lado de la secretaria del director, que le dedicó una mezcla de sonrisa y desaprobación. Bajó las escaleras anchas y traspasó las puertas que conducían al terreno de la escuela.

El aire era cortante y fresco y le pareció ser capaz de morder trozos de frío y masticarlos. Quería dirigirse al gimnasio, empezar a entrenar y correr más que las demás chicas del equipo. Quería sudar. Quería chocar contra sus cuerpos. Si alguien le daba un codazo en el labio y empezaba a sangrar, ella encantada. Si se lo hacía a una compañera del equipo, pues también encantada. Dio un par de zancadas hacia su residencia con la idea de tirar la bolsa de libros a la cama y salir hacia las canchas cuando de repente le asaltó un pensamiento desalentador: «Para cuando llegue ya habrán repartido la correspondencia.»

No sabía que había otra carta del lobo. Pero el pánico electrizante que recorrió su cuerpo de forma incontrolada insistía en que era el caso. Odiaba la sensación de saber algo que posiblemente no fuera cierto pero que sin embargo lo era. Hizo que se parara en seco y que el aire fresco la rodeara. «Habrá otra carta —pensó—. No sé por qué lo sé, pero lo sé.»

Por supuesto, estaba parcialmente en lo cierto.

Había tres sobres, igual que antes, esperando a Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres.

Pero esta vez no había carta.

Cada sobre contenía una única línea específica para cada pelirroja.

Karen Jayson recibió:
http://Youtube.com/watch?v=wsxty1xl.Pelirroja1
Sarah Locksley recibió:
http://Youtube.com/watch?v=wftgh1xl:Pelirroja2
Y a Jordan Ellis le esperaba:
http://Youtube.com/watch?v=hgtsv1xl:Pelirroja3

Todas estaban firmadas con las iniciales LF.