29
El policía que le tomó declaración pensó que Pelirroja Tres estaba al borde de la histeria, pero el sargento era un veterano con veintiún años de experiencia en el cuerpo y dos hijas mellizas de catorce años en casa así que estaba acostumbrado a manejarse con el sonido agudo que las adolescentes utilizan como lenguaje en situaciones de estrés, aunque en secreto deseaba que todas tuviesen un control de volumen que se pudiese graduar para bajarlo un poco.
En su libreta escribió frases como «la he visto saltar» y «ha desaparecido por el borde» y «en un momento dado estaba ahí de pie y al otro había desaparecido», que Jordan había soltado a toda velocidad entre sollozos. Él había intentado que la adolescente describiese con exactitud a la mujer que había visto saltar desde el puente, pero Jordan, con los ojos desorbitados, se limitaba a mover los brazos y a decir: ropa oscura, abrigo, gorro, altura normal, treinta y pico.
El policía interrogó al entrenador, al ayudante del entrenador y a las otras jugadoras. Nadie había visto lo que Jordan vio. Todos dieron razones plausibles para explicar por qué su atención estaba en otra parte.
Se ofreció a llamar a una ambulancia, pues temía que Jordan, que continuaba alternando entre las lágrimas y una mirada retraída, gélida e inexpresiva, sufriese un ataque. Ciertamente, el policía creía que la reacción de la adolescente era la prueba más convincente de un suicidio en el puente.
«Vio algo», pensó.
Ninguno de los demás agentes de la media docena de coches de policía desplegados en el puente había conseguido nada importante. Las luces intermitentes rojas y azules de los coches de policía se reflejaban en la calzada húmeda y dificultaban que los agentes que iban y venían por la estrecha pasarela encontrasen alguna prueba. Los potentes focos dirigidos a las aguas que fluían con rapidez hacían resaltar pequeños trozos de la superficie negra del río. Mediante la inspección ocular de la zona se encontraron pocos indicios de suicidio; al principio de la acera del puente había una reveladora huella de barro de una zapatilla de correr de un número de mujer, y en el lugar donde Jordan había dicho que la mujer misteriosa se había tirado había una marca en el cemento. Sin embargo, la falta total de indicaciones manifiestas de una muerte no sorprendieron al policía. No era la primera vez que tenía que ir al puente porque habían informado de un suicidio. Era uno de los lugares preferidos de los suicidas. Sobraba mucha desesperación en la pequeña y decadente población dedicada a la industria textil donde los trabajos en las fábricas habían sido reemplazados por las drogas ilegales. Él, como muchos de sus conciudadanos, sabía que las fuertes corrientes podían arrastrar un cuerpo río abajo, quizás hacia la planta depuradora, posiblemente hacia las cataratas. La fuerza de las aguas implacables podría arrastrarlo kilómetros río abajo. También se podía dar el caso de que el cuerpo quedase atrapado entre los desechos que ensuciaban el lecho del río. A veces la policía había tardado semanas en recuperar los cuerpos de las personas que se habían lanzado desde el puente y algunos nunca se encontraron.
Ya estaba escribiendo en su mente el informe que iba a dejar a los agentes de la mañana. El seguimiento del caso les correspondería a ellos. Identificar a la persona. Notificar a sus familiares. El hecho de que para el policía no parecía haber una prueba fehaciente no significaba que no hubiese sucedido. Quería terminar con su parte del caso. Submarinistas de la policía y la tripulación de un barco patrulla esperarían hasta que se hiciese de día para empezar con la búsqueda del cadáver. «No se pondrán contentos cuando reciban esta orden», pensó. Era un trabajo oscuro y difícil en aguas negras como la tinta y con toda probabilidad una tarea totalmente inútil.
«Lo más probable es que el cadáver aparezca por accidente. Puede que un pescador lo enganche algún día este verano. Una buena sorpresa al enrollar el sedal.»
Puso una mano sobre el hombro de Jordan.
—¿Quieres que llame a una ambulancia y que te vea el médico? —preguntó con suavidad, pasando del tono de voz de policía al de padre.
Jordan negó con la cabeza.
—Estoy bien —contestó.
—Tenemos personal de apoyo en el colegio que puede ayudarla si lo necesita. Especialistas en experiencias traumáticas —interrumpió el entrenador.
El policía asintió lentamente con la cabeza. Le sonaba un poco presuntuoso.
—¿Estás segura? —preguntó de nuevo, dirigiendo la pregunta a Jordan. No le gustaba el entrenador, parecía un poco enfadado con todo el asunto. «Como si fuera una gran molestia que una mujer se suicide justo cuando pasas tú», pensó el agente—. No me cuesta nada llamar —agregó, dirigiéndose a Jordan, que se enjugaba los ojos con el dorso de la mano y cuya respiración acelerada parecía ya más normal. No le importaba hacer esperar un poco más al entrenador en el puente, bajo la fría llovizna. Además, por experiencia sabía que los servicios de emergencias sanitarias eran mucho mejor para tratar este tipo de choques emocionales que cualquier otro.
—Gracias —repuso Jordan. Su voz parecía tener un poco más de fuerza—. Pero estoy bien. Lo único que quiero es volver al colegio.
El policía se encogió de hombros. Siempre resultaba tentador ver a través de los ojos de sus hijas a cualquier joven normal atrapado en una cuestión policial, pero sus años como policía le habían hecho más duro y le habían dado un aspecto más seco. Tenía las declaraciones. Tenía los teléfonos de contacto de todos los pasajeros de la furgoneta. Había ordenado a otros agentes que continuasen con el infructuoso registro de la zona.
Había hecho todo lo que estaba en su mano esa noche.
El policía vio que el entrenador marcaba un número en su móvil.
—¿A quién llama? —preguntó.
—A la dirección del colegio —repuso el entrenador—. Querrá saber por qué nos retrasamos. El comedor tiene que estar abierto. Y se encargará de que alguien hable con Jordan esta noche, si es necesario.
El policía pensó que, en realidad, lo que el entrenador pretendía era cerciorarse de que no le culpasen del retraso al regresar al colegio.
—Bien —dijo—, podéis marcharos. Si necesitamos algún seguimiento, un agente se pondrá en contacto con vosotros.
—Tendrán que llamar al despacho del director si quiere hablar con alguna de las chicas —repuso el entrenador.
—¿Ah sí? —contestó el policía. No añadió «por supuesto», que era lo que pensaba. Simplemente dejó que el tono escéptico que había utilizado con esa sola palabra transmitiese esa impresión.
Observó cómo el equipo se subía a la furgoneta. Algunas de las chicas todavía parecían afectadas e iban de la mano o se abrazaban. Se dio cuenta de que a Jordan nadie le puso un brazo sobre los hombros para consolarla y confió en que sus hijas fuesen más sensibles.
El policía observó que Jordan iba hasta el fondo de la furgoneta y que se sentaba sola.
Le dijo adiós cariñosamente con la mano, algo no muy profesional, pero que le salió de forma natural. Se puso contento cuando vio una sonrisa fugaz en el rostro de Jordan y que tímidamente le devolvía el saludo.
«Malditos chavales, qué crueles pueden ser», pensó. Sabía que no llegaría a casa antes de que sus hijas se acostasen, pero decidió que iría a verlas y a lo mejor se quedaría unos minutos observando sus rostros dormidos. Sabía que su mujer entendería por qué lo hacía y que no le haría ninguna pregunta.
No fue hasta la mañana siguiente, temprano, cuando los agentes asignados para completar la investigación del suicidio recibieron una llamada de dos empleados de la oficina local de registro de vehículos. Mientras estaban en la parada esperando el autobús, vieron el sobre que Pelirroja Dos había clavado en el árbol y diligentemente cumplieron lo que decía en su exterior y llamaron a la policía. Habían sido lo bastante inteligentes como para no tocar nada y lo bastante entregados como para esperar a que llegase un agente y cogiese la nota y la fotografía, a pesar de que esto supuso que llegasen tarde a trabajar.
Más o menos a la misma hora, Pelirroja Uno estaba sentada frente a una mujer tan solo un poco más joven que ella, pero el doble de tamaño. La mujer llevaba el pelo muy corto y tenía unos brazos enormes y un contorno acorde. Media docena de pendientes, como mínimo, perforaban su oreja y debajo de la blusa asomaba el borde de un tatuaje. Era el tipo de mujer que daba la sensación de que iba al trabajo en una Harley-Davidson y que por diversión retaba a los leñadores a echar un pulso que rara vez perdía. Sin embargo, a Karen le sorprendió su suave tono de voz.
—Esto es lo que podemos hacer —propuso la mujer—. Podemos proteger a su amiga. Podemos proteger a sus hijos. Podemos encontrarle un lugar seguro como transición a una nueva vida. Podemos ayudarles con el asesoramiento de asistentas sociales y con ayuda legal mientras se adaptan. También les podemos proporcionar terapeutas, porque una serie de psiquiatras muy destacados de la zona hacen trabajo voluntario con nosotros. Podemos ayudarles a empezar de nuevo.
—¿Sí? —dijo Karen porque percibió un «pero» al final.
—No hay nada infalible —repuso la mujer.
El sonido distante de unos niños riendo traspasaba las paredes.
Karen supuso que provenía de una guardería que debía de haber arriba.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Karen.
La mujer se reclinó en la silla de su escritorio, balanceándose hacia atrás como si descansase, pero con la mirada fija en el rostro de Karen, calibrando sus reacciones.
—Por ley estoy obligada a decirlo.
—Pero hay algo más, ¿no es así? —preguntó Karen.
La enorme mujer suspiró.
—Aquí en Lugar Seguro estamos a tres manzanas de la comisaría. Está abierta todo el día y todo el año. El tiempo de respuesta desde allí hasta nuestra puerta, después de una llamada al 911, es de menos de noventa segundos. Tenemos un acuerdo con la policía, tenemos una contraseña que el personal al completo y todos nuestros clientes conocen, eso significa que algún hombre se ha presentado con intención de hacer algo violento y la policía ha respondido con contundencia, con las armas desenfundadas. Organizamos esto después de un incidente que ocurrió el año pasado. Puede que usted lo recuerde.
Karen lo recordaba. Titulares e intensos artículos se prolongaron durante varios días. Un hombre, su ex mujer, dos niños, de seis y ocho años, y tres policías. Cuando terminó el tiroteo, la mujer y uno de los agentes estaban muertos y uno de los niños, herido de gravedad. El ex marido había intentado suicidarse, pero había gastado todas las balas de su pistola, así que se había arrodillado en la acera, con la pistola en la boca, apretando el gatillo que inútilmente hacía clic en la recámara vacía hasta que lo esposaron y se lo llevaron. El caso todavía se estaba juzgando. El hombre alegaba enajenación mental transitoria.
—Mi amiga está preocupada por el carácter violento de su marido —dijo Karen. Después negó con la cabeza—. Dicho de esta manera parece que se trate de un resfriado común. El tipo es un salvaje. Le ha pegado palizas tremendas, una y otra vez. Huesos rotos y ojos morados. La ha amenazado con matarla. No sabe adónde ir.
—Para eso estamos aquí —repuso la oronda mujer. Karen notaba la ira en sus palabras, dirigida hacia algún hombre anónimo. En este caso un hombre imaginario. La historia que Karen se había inventado era «una amiga, dos hijos pequeños, un marido violento, ella intenta huir antes de que él la mate». Había utilizado situaciones de la vida real y las había mezclado. Sabía que la directora de Lugar Seguro no iba a hacer demasiadas preguntas.
—Entonces serán tres, su amiga y los niños…
—Creo que a los niños los puede enviar con una familia con la que estarán seguros. Pero el marido perseguirá a mi amiga hasta el fin del mundo y más allá, si tiene que hacerlo. Está obsesionado y está loco.
—No sé si separarlos…
—A él no le importan los niños. Al fin y al cabo no son suyos, de manera que se interponen en el camino de lo que sea que pretende hacer. Es mi amiga la que está en peligro.
—Ya. ¿Está armado?
—No lo sé, pero supongo que sí.
Karen se preguntó qué tipo de armas tendría a mano el Lobo Feroz. Revólveres. Rifles. Espadas. Cuchillos. Bombas. Arcos y flechas. Venenos. Piedras y palos afilados. Sus manos. Cuchillas. Todas eran potencialmente letales. Cualquiera de ellas podría ser la que pretendía utilizar con las tres Pelirrojas.
—¿Y su amiga? ¿Va armada?
Karen se imaginó el revólver de Pelirroja Dos. Se preguntó si sería capaz de cargarlo, apuntar y disparar. Ni siquiera se atrevía a contemplar la parte de la ecuación que se ocupaba del asesinato.
—No —repuso.
La directora hizo una pausa.
—Se supone que esto no lo debería decir —añadió. Bajó la voz, casi un susurro, y se inclinó hacia delante—. Pero no voy a permitir otro incidente como el del año pasado.
Levantó la mano y colocó una pistola semiautomática grande en el escritorio. Era negra y despiadada. Karen la miró fijamente unos instantes y después asintió con la cabeza.
—Esto me hace sentir bastante mejor —dijo con una pequeña risa.
La directora guardó la pistola en el cajón de su escritorio.
—Tomo clases de tiro en el campo de tiro.
—Una afición acertada.
—Me he convertido en una experta tiradora.
—Resulta tranquilizador.
—¿Cuándo traerá a su amiga?
—Pronto —repuso Karen—. Muy pronto.
—La admisión es todo el día. Cualquier hora es la hora adecuada. Dos de la tarde. Dos de la mañana. ¿Entendido?
—Sí.
—Diré al personal que esperamos a una nueva huésped en cualquier momento.
—Será de gran ayuda.
Karen cogió sus cosas. Pensó que la entrevista se había acabado, pero la directora todavía tenía una última pregunta.
La directora la miró de cerca.
—Hablamos de una amiga, ¿no es así?
Pelirroja Uno sólo tenía que hacer una parada antes de dirigirse a su consulta para el resto de la jornada. Era un lugar donde había estado muchas veces antes, pero que incluso con su formación médica y su experiencia como doctora le parecía irreprimiblemente triste.
Una de las cosas que siempre había notado en el hospital para enfermos terminales era que las luces de la entrada eran brillantes fluorescentes cegadores e implacables, pero que a medida que uno se adentraba en el edificio, se suavizaban, las sombras se hacían mayores y las paredes blancas adoptaban tonos de gris amarillento. El edificio en sí parecía reflejar el proceso de morir.
«Gaitas», recordó de su última visita.
Las enfermeras del hospital se sorprendieron un poco al ver a Karen. No la habían llamado.
—Solo vengo a revisar unos antiguos papeles —explicó Karen con aire despreocupado al pasar por delante de los escritorios donde las enfermeras se reunían cuando se tomaban breves descansos de la implacabilidad de la muerte que llenaba todas las habitaciones. Sabía que esa explicación era más que suficiente para tener privacidad.
Entró en una pequeña habitación lateral que tenía una fotocopiadora, una máquina de café en una mesa y tres archivadores grandes de metal negro. No tardó mucho tiempo en encontrar la carpeta de papel Manila que necesitaba.
Se la llevó a su escritorio. Por un momento, le tentó el paquete viejo de cigarrillos cuidadosamente marcado que la esperaba en el primer cajón. Se dio cuenta de que no había fumado en varios días.
«Bien por ti, señor Lobo Feroz —pensó—. Puede que me hayas ayudado a dejar el vicio de una vez por todas. Así que cuando me mates me estarás salvando de un final realmente horrible. No sé cómo agradecértelo.»
«Cáncer» era lo que buscaba en el informe. No exactamente la enfermedad. Pero era lo que había matado a la persona cuyo informe extendió sobre su escritorio.
Cynthia Harrison. «Un nombre bastante común —pensó Karen—. Eso es bueno.»
Treinta y ocho años. «Joven para un cáncer de mama. Eso era triste. Pero solo tres años mayor que Pelirroja Dos.»
Marido. Sin hijos. «Probablemente así es como descubrió la mala noticia: cuando no pudo concebir. Empezaron a hacerle las pruebas rutinarias de fertilidad y en los resultados aparecieron algunas indicaciones preocupantes. Después debió de ser una rápida sucesión de médicos, tratamientos y un dolor interminable.»
Solo tres semanas en el hospital para terminales, luego de las sesiones de radioterapia fallidas seguidas de cirugía igualmente fallida. «La enviaron aquí porque es el lugar menos caro para morir. Si se hubiese quedado en el hospital les hubiese costado miles de dólares. Y sabían que sólo le quedaba el tiempo suficiente para que la familia hiciese las disposiciones adecuadas.»
Comprobó la información de la funeraria y vio cuál de sus compañeros había firmado el certificado de defunción. Había sido el cirujano. «Probablemente quería firmar y olvidar su fracaso.» Anotó toda la información necesaria en un bloc. Datos relevantes de Cynthia Harrison: fecha de nacimiento. Lugar de nacimiento. Último domicilio. Profesión. Familiares más cercanos. Número de la Seguridad Social. Historia médica relevante. Altura. Peso. Color de ojos. Color de pelo. Karen buscó el máximo de detalles en el extenso informe del hospital.
Después caminó por el pasillo en dirección a uno de los puestos de enfermería. Se trataba de la sencilla tarea de encontrar una bolsa de plástico roja con la leyenda: «¡Peligro! Residuos médicos infecciosos» y un recipiente grande sellado donde se tiraban las agujas, los recipientes de muestras y cualquier cosa que hubiese podido contaminarse con un potente virus o con bacterias letales.
—Lo siento, Cynthia —susurró—. Me hubiese gustado conocerte.
«Aunque ahora ya te conozco.» Karen terminó el pensamiento. Enrolló bien todo el informe, lo metió en la bolsa de plástico y la selló con cuidado antes de introducirlo en el recipiente cerrado diseñado con el único propósito de mantener a todo el mundo sano y salvo.
Pelirroja Dos bailaba.
Bailaba el vals con un compañero invisible. Bailaba el tango al son de un ritmo sensual. Saludó a un espacio vacío en la habitación, como si siguiese los majestuosos pasos de un elaborado baile en parejas de la época isabelina. Cuando la música cambió, empezó a contraerse y a moverse como si estuviese en una pista de baile moderna. «Bailando con las estrellas —pensó—. No, Bailando con el Lobo.» Imitó bailes ridículos de los sesenta como el frug y el watusi que recordaba que sus padres le habían enseñado en ratos desenfadados. En un momento determinado incluso se lanzó con Macarena moviendo las caderas de forma sugerente. Al final, cuando el cansancio se apoderó de sus pasos, se convirtió en bailarina, moviendo los brazos lentamente por encima de la cabeza y dando vueltas. El lago de los cisnes, esperaba. De adolescente había visto el ballet. Conmovedor. Precioso. Era el tipo de recuerdo mágico que una impresionable adolescente de quince años nunca olvida. Hubo un tiempo en que esperaba llevar a su hija a ver un espectáculo similar. Ya no. En el pequeño mundo del sótano, levantó los brazos por encima de la cabeza e intentó ponerse de puntas, como haría una bailarina interpretando al cisne blanco, pero le resultó imposible.
Su música era contradictoria. Ninguna de las canciones que llenaban su cabeza coincidía con sus movimientos. El rock and roll no era como el baile por parejas, a pesar de que eso era lo que oía y lo que bailaba.
Pelirroja Tres le había dejado su iPod con varias listas de canciones con el nombre de «música de espera». No reconocía a todos los cantantes, nunca había escuchado a The David Wax Museum ni a The Iguanas y no tenía ni idea de quién era una tal Silina Musango o quién constituía el grupo llamado The Gourds. Pero la música que Pelirroja Tres había seleccionado era irreprimible, entusiasta, animada y ella agradecía los ritmos alegres y la desenfrenada energía que todas las canciones destilaban.
«Pelirroja Tres intenta ayudar —pensó Sarah—. Qué detalle por su parte. Sabía que después de suicidarme estaría aislada y un poco loca.»
«Chica lista.»
Pelirroja Tres había creado otra lista de canciones, pero Sarah no la había escuchado porque no creía que fuese el momento adecuado. Sabía que tendría sonidos y selecciones completamente diferentes. Esta lista de canciones se titulaba: «Música para matar.»
Cuando por fin la venció el cansancio, Sarah se quitó los auriculares y se desplomó en el suelo de cemento del sótano de Pelirroja Uno. Lo notaba frío contra su mejilla. Sabía que se estaba ensuciando, por todas partes había polvo y porquería y notaba el sudor que le caía por la barbilla, pero no le importaba. El aire era caliente y espeso debido a la caldera que había en un extremo y que se esforzaba en calentar la casa. No había ventanas, así que no podía mirar al exterior. Solo sabía que estaba escondida y que incluso aunque el Lobo Feroz estuviese aparcado en el exterior, vigilando la puerta principal, no podría verla. Una parte de su ser se preguntaba si cerrar la única bombilla que colgaba del techo e iluminaba la habitación con una débil luz sería como la negra turbulencia de las aguas del río en que había simulado lanzarse.
La noche anterior, cuando había corrido a través de la noche creciente hasta donde sabía que Pelirroja Uno la esperaba, había imaginado el grito desgarrador de Pelirroja Tres. «Seguro que ha convencido a todos.»
Se acurrucó en un ovillo.
«Sarah murió anoche —pensó—. Nota de suicidio y adiós me he ido para siempre. Me enterrarán al lado de mi marido y de mi hija. Pero no seré yo. Será un ataúd vacío.»
Sabía que su destino era convertirse en otra persona. No estaba segura de que eso le gustase.
Pero hasta que renaciese, tan solo sería Pelirroja Dos.
«Una mortífera Pelirroja Dos —se dijo—. Una Pelirroja Dos homicida.» Un escalofrío de furia la recorrió y una ira incontrolable se apoderó de ella.
Entonces, de pronto, se dejó llevar por todas las emociones que reverberaban en su interior y empezó a sollozar sin parar en el suelo mientras acunaba no una fotografía de su familia muerta, sino la Colt Magnum .357.