3

Pánico Uno.

Pánico Dos.

Pánico Tres.

Después de leer la carta, a cada Pelirroja le entró el pánico a su manera. Cada Pelirroja pensó erróneamente que controlaba unas emociones que parecían estar a punto de explotar. Cada Pelirroja imaginó que reaccionaba a las palabras amenazadoras de la forma adecuada. Cada Pelirroja creyó que tomaba las medidas correctas. Cada Pelirroja pensó que ellas y nadie más que ellas podrían mantenerse a salvo, si es que realmente querían estar a salvo. Cada Pelirroja calibró la amenaza descrita a su vida y llegó a conclusiones diametralmente opuestas. Cada Pelirroja se planteó si realmente corría peligro o solo debía estar enojada, aunque ninguna alternativa acababa de tener mucho sentido. Cada Pelirroja se esforzó por captar la verdad de su situación pero fue en vano. Cada Pelirroja acabó confundida sin saber qué estaba haciendo.

Ninguna estaba totalmente en lo cierto acerca de nada.

El primer impulso de Karen Jayson, después de asimilar el impacto de las palabras que contenía la página, fue llamar a la policía local.

La primera reacción de Sarah Locksley fue ir a buscar la pistola que su difunto esposo había guardado bajo llave en una caja de acero, escondida en el estante superior de la pequeña habitación que hacía las veces de estudio.

Jordan Ellis no hizo nada aparte de dejarse caer y acurrucarse en la cama, doblada como si tuviera retortijones y estuviera enferma, intentando decidir si había alguien a quien recurrir en un mundo en que nadie estaba dispuesto a escucharla.

La conversación que Karen mantuvo con el agente resultó sumamente desagradable. Había leído la carta de cabo a rabo dos veces y luego la había soltado con fuerza en la mesa de la cocina y cogido enfadada el teléfono del soporte de pared. La cabeza le daba vueltas con una furia apenas contenida. No estaba acostumbrada a recibir amenazas, odiaba la referencia timorata a los cuentos infantiles de la carta y su actitud «no le temo a nada ni a nadie» diligente, resuelta y bien educada se apoderó rápidamente de ella. «Y tú quién eres, menudo lobo feroz de mierda. Ya veremos qué pasa.» Sin tener muy claro qué iba a decir, marcó el 911.

Esperó que la persona que respondiera fuera servicial. Se equivocó.

—Policía. Bomberos. Urgencias —dijo.

Le pareció que la voz sonaba muy joven, incluso a pesar de lo escueto de las palabras.

—Soy la doctora Karen Jayson de Marigold Road. Me parece que necesito hablar con un agente de policía.

—¿De qué emergencia se trata, señora?

—Doctora —le corrigió Karen. Enseguida se arrepintió de haberlo hecho.

—De acuerdo —respondió el recepcionista al instante—. ¿De qué emergencia se trata, «doctora»? —Notó el desprecio del cansancio del final de turno en el modo de pronunciar la palabra.

—Una carta amenazadora —respondió.

—¿De quién?

—No lo sé. No está firmada.

—¿Una amenaza anónima?

—Eso mismo.

—Pues mejor que hable con alguien del cuerpo de policía —dijo el recepcionista.

«Eso es precisamente lo que he dicho que quería», pensó Karen, aunque no lo dijo en voz alta.

La dejaron en espera mientras trasferían la llamada. El cuerpo de policía local era pequeño y ocupaba un edificio de ladrillo a la vista anodino en el centro de la población más cercana, al lado del terreno municipal de uso común, adyacente al único parque de ambulancias y de bomberos y enfrente del modesto ayuntamiento. Ella vivía en el campo, por lo menos a ocho kilómetros de distancia y solo pasaba por delante de la comisaría cuando iba a hacer la compra semanal al Whole Foods Market cercano los sábados por la mañana. Suponía que buena parte de la labor policial estaba dedicada a mantener las carreteras a salvo de adolescentes aburridos que conducían a toda velocidad, a interponerse entre maridos y mujeres que habían acabado a golpes y a colaborar con las fuerzas policiales más numerosas de las ciudades vecinas en las investigaciones sobre narcotráfico, porque muchos traficantes habían llegado a la conclusión de que estar en zonas rurales les granjeaba una tranquilidad considerable mientras preparaban cristal de anfetas o cortaban crack para distribuir en zonas urbanas mucho más duras y universidades cercanas. Karen se planteó si había más de diez agentes de policía trabajando a la vez en su ciudad y si alguno tenía una formación especializada.

—Al habla el agente Clark —dijo una voz firme y directa al otro lado de la línea. Le alivió notar que este policía por lo menos sonaba mayor.

Se identificó y dijo al agente que había recibido una carta con amenazas. Le sorprendió que no le dijera que se la leyese, sino que le formuló una serie de preguntas, empezando por las más obvias.

—¿Sabe quién podría habérsela enviado? —preguntó.

—No.

—¿Cuenta con alguna marca identificadora que pudiera indicar…?

—No —le interrumpió—. Un matasellos de Nueva York, eso es todo.

—¿No tiene ni idea de quién la ha escrito?

—No.

—Bueno, ¿ha tenido algún problema personal…?

—No. Hace años.

—¿Ha hecho algún enemigo en el trabajo?

—No.

—¿Ha tenido que despedir a algún trabajador últimamente?

—No.

—¿Ha tenido algún desencuentro con los vecinos? ¿Una disputa por el límite de la propiedad, o que el perro se haya escapado y perseguido a un gato o algo así?

—No. No tengo perro.

—¿Ha advertido algo fuera de lo normal en los últimos días o meses, como llamadas anónimas o vehículos que la siguen de o al trabajo?

—No.

—¿Ha sufrido algún atraco o robo en su casa o en la consulta?

—No.

—¿Ha perdido la cartera o una tarjeta de crédito o algún otro tipo de identificación personal?

—No.

—¿Qué me dice de Internet? Un robo de identidad, o…

—No.

—¿Se le ocurre alguien, del sitio que sea, que por algún motivo quisiera hacerle daño?

—No.

El agente suspiró, lo cual a Karen le pareció poco profesional. Tampoco lo dijo en voz alta.

—Vamos, doctora. Seguro que hay alguien por ahí a quien habrá contrariado, quizá sin darse cuenta. ¿Se ha equivocado alguna vez en el diagnóstico de un paciente? ¿Ha dejado de ofrecer algún servicio médico que haya hecho enfermar a alguien o incluso morir? ¿Alguna vez la ha denunciado un cliente insatisfecho?

—No.

—O sea que no se le ocurre quién…

—No. Eso es lo que le he dicho. Que no.

El agente hizo una pausa antes de continuar.

—¿Qué me dice de alguien que quiera gastarle una broma?

Karen dudó. Algunos de los humoristas que conocía en los clubes de comedia tenían lo que ella consideraba un sentido del humor bastante raro, y había un estilo concreto que consistía en meterse con otros humoristas con bromas pesadas que rayaban en el sadismo y la crueldad, pero una carta como la que tenía en la mesa de la cocina delante de ella parecía muy alejada de la idea de diversión para cualquier humorista, por retorcido que fuera.

—No. Y no creo que tenga ninguna gracia.

Se imaginó que el agente se encogía de hombros al otro lado de la línea.

—Pues creo que ahora mismo no podemos hacer gran cosa. Diré que los coches patrulla pasen por su calle un poco más a menudo. Lo notificaré en la sesión diaria con el resto de los agentes. Pero hasta que no se produzca algún tipo de acto manifiesto…

La voz del agente fue debilitándose.

—¿La carta no es un acto manifiesto?

—Sí y no.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Veamos —dijo el agente Clark con una voz que probablemente era más adecuada para dar una charla a una clase de instituto sobre leyes—, una amenaza escrita es un delito en segundo grado. Pero dice que no tiene enemigos, por lo menos ninguno del que sea consciente, y que no ha hecho nada que merezca una amenaza y en realidad nadie ha hecho nada, aparte de escribir esta carta de acoso…

—Creo, agente Clark, que si alguien dice «has sido elegida para morir» puede considerarse algo más que acoso.

Karen sabía que sonaba excesivamente altanera y estirada. Confió en que así daría energías al agente de un modo u otro, pero surtió el efecto contrario.

—Doctora, creo que lo atribuiría a algún momento raro o a alguien con un sentido del humor negro, o alguien que quiere molestarla un poco por algún motivo y me olvidaría del tema hasta que pase algo de verdad. A no ser, por supuesto, que vea que alguien la sigue, o que le saquean la cuenta bancaria o algo parecido. O si le reclaman dinero. Entonces a lo mejor…

Vaciló antes de proseguir.

—Los casos que vemos de amenazas pues… normalmente se trata de un acosador. Alguien obsesionado con una maestra o un compañero del trabajo o un ex novio o ex novia. Pero siempre se trata de alguien con quien tenía una relación. La amenaza forma parte de un panorama de compulsión mayor. Pero eso no es lo que usted describe, ¿verdad? ¿Cree que alguien está obsesionado con usted?

—No. O no que yo sepa.

—Bueno. Analice su vida. ¿Hay algo inusual?

—No.

—Pues entonces ya está.

—¿Se refiere a que no puedo hacer nada?

—No. Me refiero a que nosotros no podemos hacer nada. Está claro que debería tomar ciertas precauciones. ¿Tiene alarma en casa? Mejor que se instale una si no tiene. Y quizá podría comprarse un perro grande. Analice con más detalle las personas con las que ha estado en contacto en los últimos meses. Empiece a confeccionar una lista de personas a las que podría haber contrariado, o causado algún perjuicio. Podría también analizar a todos sus pacientes y pensar en sus familias. A lo mejor alguien a quien haya tratado con resultados poco positivos tenga un cuñado psicótico o un primo que acaba de salir de la cárcel. Piénselo. Normalmente en casos de amenazas como este, la gente es incapaz de reconocer al autor de las amenazas aunque lo tengan delante, porque no se lo esperan. Podría plantearse contratar los servicios de un detective privado, ver si puede rastrear la carta, pero es muy difícil. ¿Un mensaje de correo electrónico? Es posible. Pero ¿una carta al estilo antiguo? Incluso al FBI le cuestan esas cosas. ¿Se acuerda de las cartas con ántrax? ¿O de Unabomber? Menudo follón, aun contando con todos los recursos más modernos, de última generación. Y aquí en nuestro pueblo no tenemos ni por asomo sus medios ni su cantidad de personal. Joder, es que ni siquiera la policía estatal los tiene. Pero, en su caso, yo confeccionaría una lista con las personas a las que quizás haya ofendido, porque quizás haya alguien que se le pasa por alto. Lo más probable es que ese sea el caso. Si se le ocurre un nombre, incluso diez nombres, pues entonces estaré encantado de mantener una conversación directa y no demasiado agradable con ellos. Les meteré el miedo a Dios y a los múltiples recursos del gran Estado de Massachusetts en el cuerpo. Hasta entonces…

—¿Me está diciendo que amenazar con matar a alguien no es un delito que vaya a investigar?

—Bueno, presentaré un informe, para que su queja conste en el registro legal. Pero, para serle sincero, doctora, la gente lanza amenazas vanas constantemente.

—Esta no parece vana.

—No. Pero usted no lo sabe, ¿verdad? Probablemente no sea nada.

—Ya —dijo Karen—. Probablemente.

Karen colgó. «Menos si lo es», se dijo.

Sarah Locksley estaba temblando cuando se acercó lentamente a la puerta del pequeño estudio de su difunto esposo. Era una habitación estrecha, con una sola ventana al fondo con la persiana bajada y un viejo escritorio rayado de roble con un ordenador anticuado encima. Era donde había rellenado las declaraciones de la renta y pagado las facturas y trabajado de forma intermitente en unas memorias sobre los peligrosos meses que había pasado conduciendo camiones de pertrechos y maquinaria pesada por la carretera del aeropuerto de Bagdad en los inicios de la guerra de Irak. La idea siempre había sido que cuando volviera a quedarse embarazada, sería la habitación del bebé.

En las paredes había fotos enmarcadas de ellos dos el día de su boda, luego de los tres y de Sarah y su hija. Había un banderín de los Red Sox firmado por varios jugadores después del campeonato de 2004 y una foto de su esposo con su unidad de la Guardia Nacional durante el despliegue. Había otros recuerdos, fotografías, el tipo de chucherías y objetos varios que se van coleccionando y que tienen cierto significado: una concha pintada de rosa y naranja con un gran corazón en medio que ella había comprado de broma un día de San Valentín; un pez trofeo de mentira que cantaba una versión enlatada de Take Me To The River que había estado de moda hacía años; una maqueta de un Porsche turbo negro que ocupaba una esquina del escritorio. Había sido un regalo de cumpleaños. Una noche de agotamiento mutuo en la que su hija recién nacida había tenido varios cólicos, su marido había bromeado acerca de por qué necesitaba algo totalmente irresponsable en la vida en vez de aquella dedicación total como padre, y dijo que iba a comprarse un coche deportivo, preferiblemente el más caro y rápido que encontrara. Se había reído como un loco al cabo de varios meses al abrir el coche de juguete envuelto con papel de regalo brillante.

Desde el accidente que matara a su familia, solo había entrado en el estudio dos o tres veces y nunca se había entretenido sino que había cogido lo que necesitaba y luego había cerrado la puerta con fuerza detrás de ella. Lo mismo con el dormitorio de su hija, justo al lado. Ambos estaban como el día en que habían muerto. Sarah sabía que era normal durante el proceso de duelo, pero entrar en cualquiera de las dos habitaciones le daba miedo porque, cuando entraba, tenía la impresión de oír la voz de su marido o de su hija resonando entre las sombras y notaba su tacto en la piel. Era como si lloraran por ella y aquella sensación fantasmagórica de su tacto y la alucinación de sus voces siempre acababa haciéndola llorar.

Él le había prometido muchas veces que se desharía de la pistola. No había tenido tiempo.

«Por supuesto —pensó, mientras se encontraba en el umbral de la puerta temerosa incluso de encender la luz—, no había habido tiempo para nada de lo que habían planeado.» El viaje al Gran Cañón. El viaje a Europa. Una casa mayor en un barrio más agradable. Un coche nuevo. Por supuesto, no sabían lo que iba a pasar porque, de haberlo sabido, las cosas habrían sido distintas. Por lo menos eso era lo que ella se imaginaba pero no había forma de estar segura.

Lanzó una mirada a la estantería repleta de las novelas de misterio y thrillers preferidos de su marido, junto con varias memorias de la Segunda Guerra Mundial y de Vietnam que su marido había estado estudiando mientras trabajaba en la suya. En el estante superior, oculto detrás de unos ejemplares gastados y con las esquinas dobladas de Val McDermid, James Hall y John Grisham, había una caja de excedentes de munición de metal color caqui con una combinación para abrirla. Eso era lo que quería coger.

Sabía la combinación. Era el cumpleaños de su hija.

—Lo siento —dijo en voz alta, como si se disculpara de antemano ante la pareja de fantasmas que la observaban—. Tengo que coger la pistola.

Su esposo había sido teniente del cuerpo de bomberos local. Ella daba clases a niños. Él extinguía incendios. Ella corregía exámenes de ortografía. Él iba en un camión rojo de bomberos, con la sirena encendida. Nunca iba a ser una vida con chalés exóticos donde pasar las vacaciones ni viajes en un Mercedes Benz negro. No había nada ostentoso en su vida. Pero siempre iba a ser una buena vida típicamente americana. Siempre serían de clase media, liberales y respetables. Se compraban la ropa en el centro comercial local y veían la tele juntos por la noche después de cenar. Eran seguidores de todos los equipos deportivos profesionales de Nueva Inglaterra y consideraban que un viaje a Fenway Park o el Gillette Stadium para ver un partido era lo más. Estaban afiliados al sindicato y se enorgullecían de ello. Se quejaban de los impuestos y a veces hacían horas extra sin cobrar porque les encantaba su trabajo. Y no había una sola noche en la que no se acostaran agotados abrazados y no anhelaran la llegada de un nuevo día.

Sarah pensó que eso también era cierto del último día de su vida, el día que Ted había cogido a la pequeña Brittany y la había alzado por encima de su cabeza y le había hecho cosquillas hasta que se había puesto roja de la risa antes de colocarla con cuidado en la sillita del coche y ceñirle el cinturón de su Volvo de seis años. Ella le había visto ciñéndose el cinturón antes de despedirse con la mano de forma desenfadada, sonreírle y marcharse.

Nueve manzanas. Colmado. Muerte.

Era una ecuación que costaba de imaginar a cualquiera. No existía tabla actuarial, ningún algoritmo complejo capaz de proyectar el camión cisterna de gasoil para calefacción que se saltó el semáforo rojo y se empotró contra ellos. Siempre había aborrecido ese detalle con todas sus fuerzas. Era casi verano. Hacía un tiempo suave y cálido. Nadie en Nueva Inglaterra utilizaba calefacción. Ese camión no tenía que haber estado en la carretera.

Llevaban los cinturones bien ceñidos. Los airbags se activaron al instante. La carcasa de acero del Volvo, preparada para absorber los impactos, había cumplido con su cometido tal como la habían diseñado los ingenieros.

Salvo que nada de todo aquello había funcionado porque los dos estaban muertos.

Titubeando todavía en el umbral, Sarah dijo:

—Mira, Teddy, alguien dice que quiere matarme. Te prometo que no la cogeré para pegarme un tiro. Aunque tenga ganas, te prometo que no lo haré. Todavía no, por lo menos.

Era casi como si necesitara su permiso para coger la caja de munición y recuperar el arma. Ambos habían sido educados en hogares profundamente católicos y suicidarse iba en contra de sus creencias. Un pecado, pensó. El pecado más razonable y lógico que era capaz de imaginar, pero pecado de todos modos.

Le pareció que era una cobarde absoluta en tantos sentidos que le resultaba difícil contarlos. Si fuera valiente, quizás hubiera decidido suicidarse. O, si fuera valiente, quizás hubiera decidido continuar con su vida e impedir que se desintegrara todo a su alrededor. Si fuera valiente, se habría dedicado a algo significativo, como dar clases de educación especial en los barrios deprimidos de la ciudad o ir a una misión a ayudar a bebés enfermos de sida en Sudán como forma de honrar la memoria de su difunto esposo e hija.

—Pero no soy valiente —dijo. A veces le costaba distinguir cuándo hablaba en voz alta o no. Y a veces mantenía conversaciones enteras en su cabeza que acababan con alguna frase en voz alta que solo tenía sentido para ella—. Está claro que no soy valiente.

«Pero —pensó—, sigo necesitando la pistola.»

Supuso que se trataba de algún gen relacionado con la vida en la frontera que conservaba en su interior. Alguien lanza una amenaza y, cual vaquero en un western, ella se lleva la mano al arma.

Se paró un poco más en el umbral. Escudriñó la habitación y entonces se lanzó al interior con rapidez. Era como si al mirar al interior invitara al recuerdo relacionado con cada objeto que allí había a castigarla todavía más. Fue directa a la librería, apartó las novelas que ocultaban la caja de munición polvorienta, la cogió y entonces se alejó lo más rápido posible y dio un portazo detrás de ella.

—Lo siento, Teddy, cariño, pero es que no puedo permanecer aquí.

Sabía que se trataba de susurro y pensamiento a partes iguales.

Con la caja de munición caqui bajo el brazo derecho, se tapó el lado de la cara con la mano izquierda para no ver la habitación de su difunta hija. No se veía capaz de mantener otra conversación con un fantasma aquel día y recorrió rápidamente el pasillo hasta la cocina.

Seguía desnuda. Pero de repente el hecho de tener el arma y el ruido reverberante de la carta amenazadora hizo que se sintiera pudorosa. Recogió la ropa de donde la había dejado tirada y se la volvió a poner.

A continuación cogió la carta y la dejó al lado de la caja de munición en una mesita del salón. Marcó la combinación e introdujo la mano. En el fondo había un revólver Colt Python 357 Magnum de color negro al lado de una caja de balas de extremo hueco.

Extrajo el arma y la toqueteó durante unos instantes y al final abrió la recámara para ver si estaba descargada. Introdujo con cuidado seis balas en el cilindro.

El revólver le pareció muy pesado en la mano y se preguntó cómo era posible que la gente tuviera la fuerza necesaria para levantarlo, apuntar y disparar. Empleó ambas manos y adoptó la postura de un tirador tal como había visto en los melodramas de la tele. El hecho de emplear las dos manos ayudaba, pero seguía siendo difícil.

«Un revólver de hombre —pensó—. Teddy no habría querido otra cosa. Nada de pistolas para blandengues.»

Aquel pensamiento la hizo sonreír.

Observó las palabras de la carta.

«Has sido elegida para morir.»

Sarah dejó la pistola encima de la página impresa.

«Quizá sea cierto —dijo a quienquiera que estuviera planeando matarla—, pero ya estoy más que medio muerta, y aquí tenemos a una Caperucita que no va a quedarse de brazos cruzados. Así que adelante. Tú inténtalo y a ver qué pasa.»

Sarah se asombró de su reacción. Era precisamente lo contrario de cómo habría esperado reaccionar. La lógica sugería que como quería morir, pues que no debía hacer nada más que abrirle la puerta al Lobo Feroz y dejar que la matara para acabar así con su desgraciada vida.

Pero, sin embargo, giró el cilindro del revólver, que emitió un clic antes de pararse. «Bueno, veamos qué tienes. Da la impresión de que estoy sola pero en realidad no es así.» No tenía ningunas ganas de llamar a sus padres ya mayores que vivían en la zona este del estado, ni a algunos de los que había considerado sus amigos pero a quien ahora no hacía ni caso. No quería llamar a la policía, ni a un abogado ni a un vecino ni a nadie. Quienquiera que la había elegido pues bueno… pensaba enfrentarse a quien fuera ella solita. «Quizá sea una locura —se dijo—, pero tú eliges. Pase lo que pase, a mí ya me va bien.»

Y, curiosamente, sintió calidez, porque durante una fracción de segundo pensó que su difunto esposo e hija quizá se enorgullecieran de ella.

Jordan parecía petrificada en la cama, acurrucada en posición fetal. Se planteó si debía volver a moverse alguna vez. Luego, a medida que los segundos se convertían en minutos, y oyó que regresaban otras chicas de la residencia —voces, puertas que se cerraban, una carcajada repentina y un gemido fingido burlándose del problema superficial que alguien tenía—, Jordan empezó a moverse. Al cabo de unos instantes, se incorporó y balanceó los pies hacia el suelo. Entonces cogió la carta y la releyó.

Durante un momento le entraron ganas de reír.

«¿Te piensas que eres el único Lobo Feroz de mi vida?»

Era casi como «ponte a la cola». Todos los demás —desde sus padres distanciados que continuamente se peleaban, a los profesores de la escuela, a los ex amigos que la habían abandonado—, todos, estaban en el proceso de acabar con ella. Ahora, encima, había un gracioso anónimo.

De repente se sintió rebelde, con ganas de pelea. Seguía suponiendo que el autor de la carta se estaba burlando de ella. Los alumnos de instituto eran capaces de una inventiva y crueldad sin igual. Alguien quería que reaccionara de algún modo que le divirtiera. Se recordó que no debía descartar a ninguna chica por el mero hecho de que quien había escrito la carta prometiera violencia. Algunas de sus compañeras eran capaces de propinar unas palizas alucinantes.

«Que te den —pensó—. Seas quien seas.»

Jordan cogió la carta y empezó a releerla detenidamente, igual que había hecho en el pasado para asimilar una pregunta detallada en un examen difícil.

Tenía la impresión de que las palabras de la página saltaban ante sus ojos; el autor o autora no parecía pueril. Tenía un tono más maduro que el de sus compañeros de clase. Pero Jordan era consciente de que debía ser prudente antes de llegar a conclusiones precipitadas. El mero hecho de que no pareciera fruto de un adolescente no significaba que no pudiera serlo. Al igual que Jordan, muchos de sus compañeros de clase habían asimilado los escritos de Hemingway y Faulkner, Proust y Tolstoi. Algunos eran capaces de escribir una prosa muy elevada.

Cruzó la estancia y se situó en su pequeño espacio de trabajo. Escritorio. Portátil. Un cubilete con lápices y bolis y una pila de libretas sin usar. En el cajón superior encontró una carpeta marrón claro en la que solía recopilar notas de clase sueltas en el mismo sitio. Introdujo la carta en la carpeta.

«Bueno, ¿cuál es el siguiente paso?»

Jordan sintió frío en su interior. Era consciente de que poco podía, o debía, hacer en aquellos momentos pero le asaltó una idea. «Sería recomendable que lo tuvieras en cuenta…»

Asintió. «Vale. ¿Quieres que estudie la verdadera historia de Caperucita Roja? Pues eso puedo hacerlo de puta madre.»

Era la hora del entreno de básquet. Sabía que después de sudar en la cancha y ducharse tendría tiempo de sobras para ir a la biblioteca de la escuela y buscar Los Hermanos Grimm. Era consciente de que iba a suspender casi todas las asignaturas, así que dedicarse a analizar un cuento de hacía siglos porque un asesino loco la acosaba o porque era el blanco de una broma pesada por parte de un compañero de clase le parecía de lo más lógico.