26

La señora de Lobo Feroz había descubierto rápidamente que hay un límite a lo que se puede encontrar sobre crímenes específicos sentada a un escritorio y navegando por Internet. Todavía había recibido menos ayuda electrónica para desentrañar el misterio del hombre a quien amaba.

Como era secretaria de administración y devota de la rutina y el orden, creó una hoja de cálculo para mantener sus pesquisas organizadas. Cuatro libros. Cuatro asesinatos. Después la boda. Colocó las fechas de publicación y de homicidios en la parte superior de la hoja de cálculo. Hizo subcategorías de escenas y de personajes de las novelas y las contrastó con víctimas reales y lugares de los crímenes. Hizo una lista de armas utilizadas en la vida real frente a las que había leído en las novelas de su marido. Recogió cada pequeño detalle que vislumbró en los diversos artículos de periódico que aparecían en la pantalla del ordenador y los reexaminó como si fuese un crítico literario tremendamente afanado. La impresora que estaba al lado del escritorio zumbaba mientras ella buscaba con tenacidad patrones, similitudes y cualquier aspecto compartido entre los libros y los asesinatos que pudiesen llevarla por el camino de la comprensión.

Era un trabajo duro.

Mordisqueaba las gomas del extremo de los lápices, chupaba caramelos de menta y miraba por encima del hombro para asegurarse de que nadie veía lo que hacía, aunque sabía que no había nadie más en el despacho. Por suerte, el director había escogido esa semana para asistir a una conferencia académica en Nueva York. Le había dejado poquísimas tareas para terminar, así que pudo acometer sus propósitos con una fiebre que se asemejaba a sus sentimientos desbocados.

A media mañana, un alumno de segundo curso había pasado por el despacho para pedir información sobre un programa de idiomas en el extranjero. Lo echó enseguida con una mentira rápida, diciéndole que no sabía nada de ese programa, a pesar de que en el primer cajón tenía un extenso folleto que lo explicaba todo sobre él.

Un poco más tarde, justo antes de la pausa que normalmente se tomaba a mediodía, dos alumnas del último curso se presentaron en la puerta porque necesitaban el permiso del director para una visita de dos días a una universidad. Se trataba de una artimaña común, concebida no tanto para conocer una futura facultad, sino más bien para encontrarse con un par de alumnos que se habían graduado el año anterior. La señora de Lobo Feroz hizo marchar a la pareja con un resoplido áspero y sarcástico y dos preguntas sencillas y embarazosas: «¿Os pensáis que sois las primeras alumnas lo bastante listas como para urdir un plan así?», y «¿vuestros padres están enterados de la aventura que proponéis?».

Se saltó el almuerzo. En circunstancias normales hubiese estado muerta de hambre, pero ese día la ansiedad le llenaba el estómago.

Cuando la jornada laboral quedó reducida a la tarde, se dio cuenta de que cualquier verdad que había encontrado con su esfuerzo, quedaba atrapada en una especie de zona pantanosa. Veía que algunos elementos de las novelas y de los crímenes parecían concordar y otros divergían por completo. Un asesino que empuñaba una navaja en una novela parecía una espeluznante imitación de comportamientos descritos en artículos de prensa. Una joven prostituta descubierta en un callejón en la ficción se parecía a una prostituta cuyo cadáver fue abandonado en una callejuela de una pequeña ciudad.

A la señora de Lobo Feroz se le ocurrió pensar que estaba pisando un terreno peligroso. Cualquier cosa que descubriese podía dar igual o no dar igual. Se dijo que tenía que ser precisa. Se dijo a sí misma que tenía que ser concreta. Se dijo que debía ser analítica.

En dos de los asesinatos que había analizado, dos hombres habían sido condenados y cumplían duras condenas. En otros dos, la policía había incluido los asesinatos en la categoría de «caso abierto» que, por lo que sabía de los reality-shows que veía en la televisión, eran casos que cada cierto tiempo un policía aquí o allá investigaba de nuevo y, cuando por arte de magia surgía alguna prueba nueva, podía llevar hasta un arresto de lo más sonado. Era lo bastante inteligente para saber que estos desenlaces poco habituales hechos para ser éxitos de Hollywood ocultaban la gran mayoría de los fallos de la vida real.

La señora de Lobo Feroz estaba bloqueada.

Cuando vio que dos de los asesinatos que su marido había elegido habían acabado con la condena de otros hombres, el corazón se le desbocó y le bajaron las pulsaciones.

—Ves, ya te lo dije. No es gran cosa. Nada por lo que preocuparse —tuvo que susurrarse.

Sin embargo, el hecho de que dos de los asesinatos no se hubiesen resuelto le preocupaba. Y todavía le preocupaba más que el condenado por uno de los asesinatos hubiese dado una larga entrevista a un periodista en la prisión en la que insistía en su inocencia y afirmaba que el caso que se había construido contra él era por completo circunstancial; y el otro, según un artículo mucho más breve en un periódico menos importante, había aceptado que le representase el Proyecto Inocencia con sede en Nueva York, especializado en demostrar condenas erróneas basándose en las nuevas pruebas de ADN descubiertas.

Odiaba la palabra circunstancial. Quizás había sido suficiente en una sala de juicios. Sin embargo, a ella le suscitaba más preguntas que respuestas. Le daba miedo la idea de que pocas personas en el mundo eran mejores que su marido para crear circunstancias. «Eso es lo que hace un escritor», pensó.

«Pero lo hace para que sus libros resulten inteligentes y parezcan reales. Nada más. Nada menos. No hay un motivo encubierto», se dijo para sus adentros.

La señora de Lobo Feroz se agarró al escritorio como si la tierra amenazase con temblar bajo sus pies. Miraba con fijeza el artículo de un periódico sobre un asesinato especialmente sangriento que ocupaba la pantalla de su ordenador. Cuchillos, miembros descuartizados y sangre.

—¿De dónde demonios si no iba a obtener los detalles correctos que necesita para sus libros? —estalló en voz alta, sin importarle de repente que alguien la oyese.

Le parecía una pregunta razonable y se desplomó en la silla con brusquedad. Estiró el brazo y tecleó con indolencia una nueva entrada en la hoja de cálculo.

Era la fecha en que había conocido a su futuro marido.

Balanceándose en la silla, empezó a tararear fragmentos de canciones de amor pasadas de moda de los años ochenta. Al mismo tiempo, la señora de Lobo Feroz intentó imaginarse los cuatro asesinatos reales. La música que sentía zumbar en sus labios contradecía las imágenes que creaba en su imaginación de cuerpos abandonados dispersos por lugares aislados en el campo y de prendas salpicadas de sangre.

Podía ver cabellos rubios apelmazados y oler la carne en descomposición. Cerró los ojos y, en lugar de ahondar en imágenes mentales de asesinatos, de repente se vio subiendo las escaleras de la biblioteca local una tarde cálida de finales de la primavera. Recordaba que era la primera vez que el sonido de los grillos propio de la estación había llenado el aire. No sabía por qué había recordado ese detalle, pero se mezclaba con el recuerdo de ocupar un asiento en la parte delantera.

«Hasta esa noche estaba completamente sola.»

Tras la conferencia en la biblioteca, para avanzar hacia delante se había abierto paso a empujones entre otras mujeres que intentaban hablar con el Lobo Feroz.

Recordaba que él le había sonreído. Ella se había sentido un poco avergonzada; rara vez era tan agresiva en situaciones sociales.

—¿Así que te gusta la novela negra? —le había preguntado mientras bebía sorbos de un café templado y mordisqueaba galletas rancias con trozos de chocolate.

—Me encanta la novela negra —había contestado—. Vivo para la novela negra.

Las palabras que había pronunciado la sorprendieron.

—Especialmente las suyas.

Él había sonreído, se había reído a carcajadas y había inclinado la cabeza a la manera oriental en señal de agradecimiento. Después dirigió la conversación hacia los escritores de literatura barata, como Jim Thompson, comparándolo con la nueva hornada de autores muy centrados en los procedimientos, como Patricia Cornwell o Linda Fairstain. Les unió su afición a las novelas negras antiguas. Estaban de acuerdo en que El asesino dentro de mí era una novela muy superior a cualquiera del mercado actual.

La señora de Lobo Feroz abrió los ojos de repente y como un resorte se sentó derecha en la silla, la columna como un hierro. Hizo un esfuerzo por recordar cuál de los dos había sacado a relucir ese título.

De pronto parecía importante, mucho más importante que recordar el sonido de los grillos, pero no logró acordarse enseguida de quién lo había dicho. Esto la sorprendió. Pensaba que tenía grabada en la memoria la primera conversación. Se preguntó si veinticuatro horas antes habría sido capaz de recitar todo lo que se habían dicho aquella noche, palabra por palabra, frase por frase, igual que un actor que recuerda algún famoso soliloquio de Shakespeare.

Tenía un lápiz en la mano y lo partió en dos. Durante un instante, bajó la vista a los dos fragmentos idénticos de madera amarilla astillada y mina. Después retomó su tarea, a pesar de que la llenaba de una irrefrenable tristeza.

«Nada mejor que la muerte para centrar la mente», pensó el Lobo Feroz.

Se dio cuenta de que esto era tan cierto para el jubilado de noventa y cinco años que vive en una residencia, como para las enfermeras que cuidan de diminutos bebés prematuros en una planta de cuidados intensivos pediátricos. Pensó que un adolescente que ha bebido demasiado recobra de pronto la serenidad en la décima de segundo en la que pierde el control del coche de su padre porque va demasiado rápido en una carretera mojada y ve como un destello el grueso tronco del árbol contra el que está a punto de estrellarse. Lo mismo se puede decir del soldado que se agacha junto a una polvorienta pared, mientras los disparos de las armas automáticas explotan en el aire a su alrededor.

Así que se imaginó que Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres entraban en el mismo estado mental intensificado. Escribió:

Existe una curiosa simbiosis entre el asesino y la futura víctima. Los dos realizamos la misma prueba, con las mismas respuestas para las mismas preguntas. La diferencia es que uno de los dos emerge más fuerte. El otro no emerge en absoluto.

En muchas culturas primitivas, los guerreros creían que absorbían la fuerza y las habilidades de los enemigos que derrotaban. Esto se lograba devorando el corazón del enemigo o simplemente, como cuando David derrotó al torpe Goliat, cortando la cabeza del pobre estúpido.

En la actualidad, nuestro ejército es demasiado «sofisticado» para creer en estos mitos. Qué pena. Era verdad en el pasado. Es verdad hoy.

El asesino moderno es como un guerrero antiguo. Cada éxito le hace más fuerte. Puede que no tenga que comerse el cerebro o el corazón o que no tenga que hacer un bocadillo con los genitales de su víctima vencida. Pero consigue el mismo efecto sin la cena.

El Lobo Feroz se levantó de su escritorio, retiró la silla y dio puñetazos al aire como si boxease con su sombra. Se agachó y cogió el montón de páginas impresas de la caja donde las guardaba y las abrió en abanico en el aire como si con el pulgar fuese capaz de medir con exactitud el número de páginas. Estaba convencido de que los últimos capítulos en los que describía las diferentes maneras en que aterrorizaba a cada una de las Pelirrojas iba a fascinar a los lectores. Sabía instintivamente que cualquiera que leyese esas páginas compartiría su propia fascinación. Entendía que la obsesión de los lectores por él copiaría su obsesión con cada una de las Pelirrojas.

«Querrán saber cómo mueren las Pelirrojas, tanto como yo deseo matarlas. Querrán estar de pie a mi lado y experimentar el momento exactamente igual que yo.»

Asesinar le haría rico. «En más de un sentido», pensó.

Sentía la energía que le recorría el cuerpo. Si el día no hubiese sido triste y lluvioso, probablemente habría rescatado unas zapatillas de deporte viejas y ropa deportiva y habría salido a correr. Hacía muchos años que no hacía ejercicio de verdad, pero sentía cómo le invadía la necesidad de hacerlo. Entonces se rio a carcajadas.

—Eso no es lo que sientes —dijo en voz alta.

«Es la cercanía», se dijo. Estaba tan cerca de lograr tanto.

Por un instante, ya no se sintió viejo. Ya no se sintió ignorado.

Sintió una fuerza desbocada.

El Lobo Feroz consultó su reloj. Su esposa regresaría pronto a casa. La rutina de la cena seguida de la rutina de la televisión y después la rutina de la cama.

Hizo un cálculo mental rápido. «El tiempo justo para pasarme un momento por delante en coche —pensó—. Pero ¿a quién debería ir a ver?» Pelirroja Tres no era una buena elección; no quería cruzarse accidentalmente con su mujer en el camino a casa desde el colegio; querría saber por qué iba en la dirección contraria al final del día. Pelirroja Uno probablemente estuviera todavía en la consulta visitando pacientes. Normalmente trabajaba hasta tarde varios días a la semana y ese era uno de ellos. «Es demasiado dedicada, incluso cuando está a punto de morir.» No quería esperar en el exterior del edificio de la consulta médica hasta conseguir verla fugazmente cuando se dirigiese a su coche.

El Lobo Feroz sonrió. «Tendrá que ser Pelirroja Dos.»

Sabía que era la que menos habilidad tenía para moverse. Estaba atada a su casa por sentimientos incontrolados.

«Pobrecilla —pensó—. Seguro que dará la bienvenida a la muerte incluso más que las otras.»

Apagó el ordenador y se fue a buscar su chaqueta.

«De hecho, cuando tengamos nuestra reunión especial, probablemente me dará las gracias», se dijo.

Era hora de dejar el despacho pues la jornada laboral se acercaba con rapidez a su fin, pero la señora de Lobo Feroz se entretuvo. Había aprendido mucho y poco. Había acumulado datos que no hacían más que crear más ficción. Le embargaban las dudas y la incertidumbre y tenía el estómago cerrado por la confusión.

«Si pudiese lograr un poco de claridad —pensó. Sólo quería entender algo de forma sencilla y clara—. Es un asesino, o quizá no es un asesino. No es más que un escritor que roba detalles de la vida real. Como cualquier otro escritor.»

Levantó la mirada hacia el reloj de pared como si el tiempo pudiese darle algún tipo de fundamento concreto.

Después alargó la mano y cogió el teléfono. Había escrito un nombre que había encontrado en un artículo de prensa y lo había emparejado con un número que había conseguido con facilidad en Internet. Los dedos le temblaron un poco al marcar el número.

—Comisaría de policía —contestó una voz seca.

—Sí. Buenas tardes. Estoy intentando hablar con el agente Martin Young —repuso la señora de Lobo Feroz con rapidez.

—¿Es una emergencia?

—No. Se trata de un antiguo caso suyo.

—¿Tiene alguna información para él?

—Exactamente.

Esta afirmación era mentira. Ella necesitaba información.

—El agente Young regresará en una hora. Esta semana hace el turno de noche. ¿Quiere que lo llame ahora?

—¿Tiene línea directa?

—Le daré el número. Yo esperaría como mínimo cuarenta y cinco minutos.

La señora de Lobo Feroz anotó el número y empezó a esperar.

Siguió mirando el reloj. Siempre había pensado que cuando alguien miraba fijamente cómo el segundero daba la vuelta a la esfera del reloj parecía que el tiempo se hacía más largo y corría con más lentitud. Para su sorpresa, era lo contrario. La imaginación se le llenó de pensamientos retorcidos y de escenas inquietantes. Los minutos transcurrieron con rapidez hasta que le pareció que podía llamar al agente Young. Marcó su extensión.

Respondió una voz seca y diferente.

—Agente Martin Young al habla.

—Buenas tardes —saludó la señora de Lobo Feroz—. Me llamo Jones —mintió—. Soy profesora en un colegio privado de Nueva Inglaterra. —Al menos esto era un poco más cierto.

—¿En qué puedo ayudarla?

La señora de Lobo Feroz respiró y prosiguió con la historia que había decidido explicar. Se trataba de una mentira razonable, creía, de una mentira que el policía se tragaría enseguida.

—Tenemos una alumna de último curso que cursa una asignatura sobre temas de actualidad y ha hecho un trabajo sobre un crimen que ocurrió en su ciudad hace unos años. En el trabajo menciona su nombre. Solo quería asegurarme antes de puntuarle el trabajo que los datos son exactos.

—¿Qué tipo de trabajo? —preguntó el agente.

—Bueno —la señora de Lobo Feroz prosiguió con la mentira—, la tarea consistía en escribir sobre un crimen. O bien algo que hubiesen leído o que hubiesen oído comentar en su familia o que recordasen de cuando eran niños. El objetivo es que describan algo que recuerdan y después lo contrasten con las noticias.

—Parece un trabajo bastante raro.

La señora de Lobo Feroz fingió una risa.

—Bueno, ya sabe cómo son los jóvenes de hoy en día, nos esforzamos mucho en hacer exámenes y ponerles trabajos que no puedan plagiar en Internet o comprarlos en algún servicio de redacción de trabajos escritos. ¿Tiene hijos, agente?

—Sí, pero ya están en la universidad. Y tiene razón. Seguramente en este instante están comprando con una de mis tarjetas de crédito el trabajo que tienen que presentar mañana.

—Bueno, entonces ya sabe a lo que me refiero.

El detective medio resopló y medio rio para mostrar su acuerdo.

—Bien, ¿de qué caso se trata? —preguntó.

La señora de Lobo Feroz se estremeció mientras leía un nombre en la hoja de cálculo.

El agente emitió un largo suspiro.

—Ah, sí, uno de mis fracasos más frustrantes —reconoció—. Eso nunca se olvida. ¿Y dice que su alumna ha escrito sobre ese caso? No podía ser más que un bebé cuando sucedió.

—Parece ser que ocurrió cerca de donde ella vivía y su familia había comentado el caso cuando ella era niña. Le impresionó mucho.

—No me sorprende. Desaparece una alumna de trece años cuando regresa a casa del colegio. Sucede, pero generalmente en otro lugar, no sé si me entiende. Esto no es una gran ciudad. En fin, todo el mundo en el barrio estaba aterrorizado. Los vecinos formaron patrullas de vigilancia. Los padres acompañaban a los niños a los colegios y los iban a buscar. Se celebraron reuniones en todos los centros cívicos, ya sabe, reuniones informales del tipo «qué podemos hacer». El problema fue que todos los agentes, incluido yo, estábamos bastante bloqueados porque no había ni testigos ni cuerpo. Como es normal, cuando tres años después un cazador encontró los huesos en el bosque, de nuevo el miedo se apoderó de la gente.

—¿Algún sospechoso? —preguntó, intentando dominar la voz.

—Un nombre aquí. Otro allá. Investigamos bien a todas las personas que conocían el camino de la joven hasta su casa. Pero nunca tuvimos caso.

—¿Y ahora?

—Ahora ya es historia.

La señora de Lobo Feroz se estremeció mientras colgaba el auricular. Intentó tomar unas notas, pero le resultaba difícil porque la mano le temblaba sin control, pues todo lo que el agente le había explicado le había dado todavía más miedo, aunque no sabría decir por qué.

El Lobo Feroz pasó con el coche lentamente por delante de la casa, mirando furtivamente las ventanas, con la esperanza de lograr vislumbrar un instante a Pelirroja Dos. No hubo suerte. Aceleró y dio la vuelta a la manzana.

«Solo una vez más —se dijo—. Puede que tengas suerte.» Sabía que debía ser disciplinado. Un coche que pasa más de dos veces por el mismo lugar seguro que llamaba la atención. Dos veces era el límite. De esta manera parecía un conductor que se había pasado la dirección que buscaba en esa calle y recorría una segunda vez el mismo camino. Más de eso podría resultar sospechoso. Sonrió, pasando por segunda vez con el coche por la calle de Pelirroja Dos. Notaba cómo le aumentaba la frecuencia cardiaca y le sudaban las axilas. Le apetecía reírse a carcajadas. «Como un desdichado adolescente enamorado», se dijo, conduciendo con lentitud a propósito, mirando las ventanas oscuras.

Pelirroja Dos estaba sentada a la mesa de la cocina. Tenía delante de ella un papel de carta con flores rosas y sujetaba con fuerza un rotulador. La noche se colaba en la casa, pero ella no se levantó a encender las luces, prefirió seguir trabajando en la penumbra.

Sarah escogía con cuidado cada palabra que escribía sobre el papel.

«Cuando escribes por última vez haz que cada palabra cuente.»

La hoja se llenó lentamente. Palabras tristes sobre su marido. Palabras atormentadas sobre su hija. Palabras angustiadas sobre su pérdida.

No obstante, se guardó todas las palabras cargadas de ira sobre el hombre que quería matarla, pero a quien pretendía engañar.