20

Al comienzo Sarah buscó entre la multitud con la esperanza de ver a Karen, pero casi tan rápido como empezó, paró, porque le vino la descabellada idea a la cabeza de que si ella veía a Pelirroja Uno, entonces el Lobo también, como si él estuviera sentado a su lado y se limitara a seguir su mirada y saber que estaban en las gradas y así conseguir matarlas a la vez delante de todo el mundo. Así pues, bajó la mirada al suelo e intentó evitar mirar a Pelirroja Tres demasiado rato. Escogió a una jugadora del equipo contrario, captó su nombre de los programas mimeografiados que había esparcidos por las gradas descubiertas e intentó comportarse como si tuviera alguna relación con una adolescente pandillera a la que nunca había visto.

De nuevo se había preparado a conciencia para aparecer en público. Pero esta vez había realizado cambios significativos.

Había encontrado una peluca de pelo negro azabache de un disfraz de Halloween para una fiesta de su época feliz en la que se había disfrazado del personaje de Uma Thurman en Pulp Fiction y su marido se había puesto un traje negro y una corbata estrecha como John Travolta en el personaje de Vincent, el asesino a sueldo. Recordó lo mucho que se habían divertido cuando habían salido a la pista de baile y habían imitado los movimientos lentos, exagerados y sensuales que la pareja cinematográfica había realizado para cautivar al público. Se había encasquetado una de las gorras de béisbol gastadas de su difunto esposo encima de la peluca para que no se le moviera.

Rebuscó por los armarios hasta encontrar algún resto de ropa premamá guardado en una vieja caja de cartón, y con un cojín que se había ceñido al abdomen con cinta de embalar, había adoptado el aspecto de una embarazada de cinco meses. Completaba el disfraz con unas gafas de sol oscuras y un viejo abrigo marrón pasado de moda, que le quedaba grande y que hacía años que no se ponía. Le pareció que se parecía tan poco a ella misma como era posible en tan poco tiempo.

A Sarah no le parecía especialmente bueno como disfraz. No tenía ni idea de si el Lobo sería capaz de reconocerla, sobre todo entre la multitud, pero supuso que sí independientemente de cómo se vistiera o cómo cambiara de aspecto. «Me olerá», pensó. Atribuía unos increíbles poderes de detección al Lobo. Suponía que la habría visto salir de casa, aunque hubiera salido por la puerta trasera, se había deslizado por el lateral, se había encorvado como un soldado que esquiva el fuego enemigo para ocultar el embarazo y se había metido en el coche. Incluso llevaba el sobretodo en una bolsa de basura, para que el estilo y el color quedaran ocultos hasta que se lo pusiera al llegar al partido. No había visto ningún coche sospechoso subiendo o bajando por la calle cuando salió disparada haciendo chirriar los neumáticos. Había tomado las precauciones necesarias para evitar que la siguieran.

En gran medida le parecía que todo aquello era una estupidez. Intentar esconderse no tenía sentido. Ella tenía la impresión de que el Lobo era omnipresente.

Mientras miraba hacia la cancha de básquet y lanzaba un grito de entusiasmo nervioso después de una canasta, lo único que Sarah veía realmente eran las huellas de un lobo estarcidas en la lápida.

Había intentado analizar el efecto de aquellas huellas pero le costaba. Parecía que el Lobo la acechaba en la periferia de su existencia, esperando el momento adecuado.

«El momento adecuado —pensó—. ¿Qué crea el momento adecuado?»

Aquella era la pregunta que esperaba que Pelirroja Uno y Tres la ayudaran a responder.

Se encajonó entre dos parejas e intentó bromear con ambas sobre las jugadoras y el partido de forma que cualquiera que la viera pensara que habían ido todos juntos al partido. No era difícil dar esa impresión.

Sarah respiró hondo a la espera de que el reloj emitiera el pitido final. Cerró los ojos y repasó lo que se suponía que debía hacer. Era un plan incoherente, urdido a toda prisa después de llamar a Pelirroja Uno y a Tres. La urgencia parecía perseguirlas al igual que hacía el Lobo.

El público soltaba una mezcla de gritos de éxito y fracaso. Sonó la bocina y acabó el partido. La gente se puso en pie y se estiró. Sarah vio que los dos equipos se ponían en fila para estrecharse la mano. Era el momento en que el ajetreo de la cancha pasaba a las gradas. Cada equipo dedicó una ovación rutinaria al otro pero Sarah no la oyó. Ya estaba abriéndose camino por entre los grupos de aficionados y padres, que abarrotaban los pasillos y pasadizos que conducían a las gradas descubiertas. Mantenía la cabeza gacha, esquivando a la gente que se enfundaba las chaquetas y charlaba animadamente sobre el partido. Esperaba que en algún lugar cercano la Pelirroja Uno estuviera haciendo más o menos lo mismo.

Sarah lanzó una mirada rápida por encima del hombro y desapareció por unas escaleras que conducían a los vestuarios. Con una segunda mirada se cercioró de que estaba sola. Se paró a ver si oía pasos detrás de ella pero no oyó ninguno. Había un eco distante de voces juveniles que reían pero le parecieron benévolas y poco propias de un Lobo. Pelirroja Tres le había dicho que pasillo abajo vería una puerta marcada con «Baño de señoras». Ahí es donde se dirigía. Empujó la puerta.

Sarah suspiró cuando se dio cuenta de que estaba sola.

Pensó: «Ningún Lobo me seguiría hasta aquí.»

De nuevo le pareció una tontería. Un asesino empeñado en matar no tendría ningún reparo en entrar en un baño de señoras. De todos modos, sintió una extraña seguridad.

Había tres compartimentos a la derecha frente a unos lavamanos relucientes. Fue al más alejado. Sarah cerró la puerta detrás de ella y se sentó en el inodoro a esperar. «Quince minutos», le había dicho Pelirroja Tres.

Comprobó la hora en el reloj de pulsera. Tenía la impresión de que el tiempo pasaba de forma irregular, como si cada minuto contuviera una cantidad distinta de segundos que no guardaban relación con los típicos sesenta.

Karen estaba encorvada en el coche, esperando la salida del primer grupo de personas por las puertas del gimnasio. Aparte de recogerse el pelo y ponerse zapatillas de deporte, no había hecho ningún esfuerzo por disfrazarse.

Había llegado al parking del gimnasio y al cabo de un momento había salido del coche y caminado arriba y abajo por entre las hileras de vehículos, inspeccionando el interior para asegurarse de que estaban vacíos. Aquello le había parecido una muestra de comportamiento cercano a la locura, pero la había tranquilizado y había regresado a su coche.

Había bajado la ventanilla para seguir el avance del partido escuchando los gritos de entusiasmo del público que le llegaban amortiguados. Había oído el bocinazo que marcaba el final y sabido que solo tendría que esperar unos minutos.

El primer grupo de gente que salió eran estudiantes. Reían, despreocupados, mientras desaparecían en la oscuridad escurridiza. Luego empezó a salir una riada continua de adolescentes, adultos e incluso algunos niños.

Aquella era su señal para moverse.

Como un pez que nada contracorriente, agachó la cabeza y zigzagueó por entre la muchedumbre que salía. Era la única persona que intentaba entrar cuando los demás salían.

Aquel había sido su único plan. Si el Lobo hacía los mismos esfuerzos que ella, crearía el mismo alboroto. No paraba de mirar por encima del hombro, para ver si alguien intentaba seguirla por entre los grupos de personas.

Parecía que no.

Karen se dirigió hacia la misma escalera por la que Sarah había pasado hacía unos momentos. Había unos cuantos estudiantes subiendo y otros bajando, pero ningún Lobo.

Encontró el baño de señoras con la misma facilidad que Sarah. Imitando inconscientemente los movimientos de Pelirroja Dos, miró a derecha e izquierda para asegurarse de que estaba sola. Luego también entró a hurtadillas.

Tras uno o dos segundos de silencio, susurró:

—¿Sarah?

—Estoy aquí. —La respuesta salió de un compartimento.

Sarah salió de detrás de la puerta y las dos mujeres se abrazaron con torpeza.

Karen retrocedió, miró el atuendo de embarazada y la peluca de pelo corto y negro y esbozó una sonrisa.

—Te debes de haber quedado… —empezó a decir Karen, pensando en las huellas del Lobo en la lápida. Se calló porque no sabía qué palabra emplear. «¿Asustada? ¿Aterrada? ¿Indignada?»

—Acojonada —repuso Sarah con determinación, aunque la palabra elegida parecía mucho más coloquial—. Cuando te llamé estaba presa del pánico. Pero me he serenado. Más o menos. Todavía estoy un poco nerviosa. ¿Y tú?

Karen pensó en explicarle que había estado en el escenario y que había oído el silbido y que había pensado que era el silbido del Lobo, pero se contuvo. Consideró que poner a Sarah más nerviosa no iba a servir de gran ayuda. «Sé la fuerte», se insistía. Aquella admonición era en parte fruto de su formación médica y en parte debido a la incapacidad de ver qué otra opción tenía.

—¿Has contado los minutos? —preguntó.

Sarah asintió.

—Unos quince, más o menos ahora.

—De acuerdo. Vamos.

Las dos mujeres salieron de los lavabos. Estaban solas en el pasillo pero, igual que antes, oían las voces juveniles que resonaban desde no muy lejos.

—Hacia abajo y a la derecha —dijo Sarah—. Es lo que indicó Jordan.

Esperaron un poco más moviéndose las dos a derecha e izquierda. A Karen le pareció curioso el sistema que habían ideado para asegurarse de que no las seguían. El hecho de estar solas en el pasillo de cemento ligero bien iluminado no resultaba tranquilizador. Pero ninguna de ellas quería ver al Lobo porque sabían lo que eso significaría: el fin.

El vestuario de chicas estaba justo donde Jordan les había dicho. Había dos adolescentes de pie fuera, charlando con un par de chicos. Las jóvenes tenían el pelo húmedo y el rostro sonrojado y Sarah las reconoció del partido. Se hicieron a un lado cuando las dos mujeres pasaron por su lado para entrar en el vestuario.

Inmediatamente quedaron rodeadas por el calor y el vapor. El ruido del agua corriente emergía de una ducha. Las risas rebotaban en las paredes alicatadas de blanco.

—No hay nada como ganar —dijo Sarah—. Hace desaparecer el resto de los problemas.

—No del todo —dijo Jordan, que sorprendió a las dos mujeres—. O, mejor dicho, no hace que «nuestro» problema desaparezca —se apresuró a añadir Jordan, haciendo hincapié en esa palabra en voz baja y moviendo la cabeza.

Llevaba solo una exigua camiseta blanca y unas bragas negras. Tenía un cepillo en una mano y, al igual que el resto de las chicas del equipo, tenía el pelo color fresa húmedo de la ducha. Las dos mujeres adultas sintieron una punzada de envidia ante el buen tipo de la adolescente. Musculada, vientre plano, caderas estrechas y piernas largas que brillaban gracias a unas cuantas gotas de agua. Jordan tenía esa edad en la que era fácil estar delgada y la sensualidad parecía enrojecerle la piel como al frotarse enérgicamente con una toalla.

Dedicó una sonrisa a Sarah.

—Me gusta el traje. ¿Embarazada, no?

Sarah asintió y se levantó el suéter para enseñarle el cojín que llevaba sujeto en el abdomen.

—Guay. Probablemente funcionaría en el metro de Nueva York o de Boston. Te dejarían sentar —dijo Jordan.

Pasó por el lado de Sarah y Karen para ir a su taquilla y sacó unos vaqueros descoloridos y una sudadera con capucha de color azul de Middlebury College. Sonrió y señaló el nombre de la escuela.

—Un centro prestigioso —dijo—. Antes de este curso habría entrado seguro. Ahora ni por asomo.

—No te infravalores —dijo Karen con una sonrisa maternal.

—No es eso —replicó Jordan—. Pero soy realista.

Karen pensó que no había adolescentes realistas. Pero no lo dijo en voz alta.

Las tres mujeres se sentaron a lo largo de un banco de madera mientras Jordan se ponía los calcetines y las zapatillas. Se hizo una lazada doble y sin alzar la vista hacia las otras dos pelirrojas, preguntó:

—¿Qué se supone que hacemos ahora?

Sarah fue quien respondió primero. Señaló la peluca y el cojín.

—¿Escondernos? —sugirió, empleando la palabra tanto como una opción como una pregunta.

—Te refieres a huir —repuso Jordan.

—Sí. Exacto.

Las mujeres guardaron silencio unos instantes, como si calibraran la sugerencia.

—Si me voy a casa, y teniendo en cuenta cómo están las cosas en casa no es posible, ¿qué te hace pensar que el Lobo no lo habrá previsto? Lo que sí sabemos es que hace tiempo que nos observa. Tal vez me haya seguido por mi pueblo y eso es lo que espera que haga porque tiene sentido. Asusta a la niña… —Jordan se señaló a sí misma—… y la niña corre a casa con papá y mamá. Solo que yo no lo puedo hacer porque mis padres son un desastre.

Karen meneó la cabeza pero respondió de forma contradictoria.

—A lo mejor podríamos ir a casa de algún amigo, visitarle…

—¿Y cómo sabríamos cuánto tiempo estar ahí? —preguntó Jordan—. Me refiero a que el Lobo no parece tener mucha prisa. Probablemente tenga un plan pero no tenemos ni idea de qué es. Y tarde o temprano reapareceremos por aquí, me refiero a que yo voy a este colegio y vosotras dos vivís cerca… ¡y bingo! Todo empieza otra vez. Tal vez ya se lo haya imaginado. O quizá quiere que huyamos porque cuanto más aisladas estemos, más fácil será para él. O quizá…

Jordan se calló.

Karen y Sarah la miraban con fijeza y ella esbozó una ligera sonrisa.

—He estado leyendo mucho sobre asesinatos —declaró—. No he hecho los deberes que me tocaba. He estado estudiando asesinos en la biblioteca.

—¿Qué has aprendido? —preguntó Sarah.

—Que no tenemos ninguna posibilidad —contestó Jordan con frialdad, como si fuera lo más sencillo del mundo y nada trascendente.

Las tres pelirrojas volvieron a sumirse en el silencio. Le tocó a Karen cambiar de tercio.

—De todos modos yo no puedo desaparecer así como así —reconoció Karen—. Tengo pacientes con visitas concertadas desde hace meses y no puedo dejarles.

Sarah cerró los ojos y se balanceó ligeramente adelante y atrás.

—Yo podría marcharme. Tal vez debiera. Empezar de nuevo en algún otro sitio. Cambiar de nombre y buscar un trabajo y convertirme en otra persona. A lo mejor podría huir e intentar esconderme. Quizá funcionara.

Tenía la impresión de que otra persona estaba pronunciando aquellas palabras. Tal vez tuvieran sentido. Pero la idea de alejarse para siempre de los dos ataúdes enterrados tan cerca le dolía casi tanto como el recuerdo de su pérdida.

Karen debió de advertir algo de todo aquello en la expresión de Sarah.

—Ese es el tópico —dijo—. Empezar de nuevo. Pero no es tan fácil. Y en realidad no se puede.

Sarah asintió.

—No. Se trata de seguir adelante. Y si sigues adelante el tiempo suficiente, supongo que al final es como empezar de nuevo.

Jordan la interrumpió.

—Tampoco sirve de nada —dijo—. No tenemos ni idea de lo que el Lobo es capaz o no de hacer. Así que aunque consiguieras largarte y empezar de nuevo, él quizá te siguiera. No habría manera humana de saber si estás a salvo o no.

La idea de pasar el resto de sus vidas mirando por encima del hombro y sobresaltándose con cada ruido raro embargó a las tres pelirrojas.

—Creo que estamos ligadas aquí, para bien o para mal —añadió Jordan—. Supongo que el Lobo lo sabe y lo tuvo en cuenta cuando nos eligió. Así pues solo hay un camino.

—¿Y cuál es? —preguntó Sarah.

—Tenemos que encontrarle antes de que actúe.

—Sí, pero…

—Y otra cosa. Tenemos que portarnos mal.

Esta palabra dejó confundidas a las dos mujeres adultas.

—¿Qué quieres decir?

—No tenemos que comportarnos con normalidad.

Tanto Karen como Sarah hicieron ademán de interrumpir pero Jordan levantó la mano.

—Ya sé que es lo que dijiste que hiciéramos pero, mirad, ¿ha servido de algo? No.

Vaciló y continuó.

—¿Qué somos? —preguntó. Ella misma se respondió—: Somos el producto de nuestras rutinas. ¿Qué nos hace sentir un poco más seguras? Conducir en círculo y llevar un disfraz e imaginar que en cierto modo burlamos al Lobo y aunque sepamos que no, sigue haciéndonos sentir mejor. Lo que estoy diciendo es que cada una de nosotras tiene que encontrar la manera de no ser nosotras mismas porque el Lobo nos conoce y nos ha seguido y la dichosa Caperucita Roja que tenéis delante no quiere caer a ciegas en la trampa que él le haya tendido.

Jordan se clavó el índice entre los pechos, llevando el compás con las palabras.

A Karen le sorprendió la furia apagada de la joven. También la dejó anonadada lo inteligente que era la idea de Jordan.

—Si el Lobo nos espera en el bosque que conoce… —empezó a decir, pero Jordan acabó.

—… Entonces deberíamos caminar por otro sendero de un bosque distinto.

—Es fácil decirlo —reconoció Sarah—. Es como que estamos encerradas en quienes somos. Jordan, ¿vas a saltarte de repente un partido de básquet? Karen, has mencionado a los pacientes. Tienen las visitas programadas. Probablemente el Lobo también haya planificado nuestras muertes. ¿Cómo cambias quién eres y lo que haces de la noche a la mañana para fastidiarle el plan?

Karen asintió.

—Bueno, no sé si se puede, pero podemos intentarlo. ¿Qué otra opción nos queda?

Jordan movió los brazos y señaló las paredes del vestuario. Durante el rato que llevaban hablando, el resto del equipo había salido de las duchas, se habían vestido y marchado, de modo que ahora estaban solas entre las hileras de taquillas de acero gris mientras el calor de las duchas había empezado a disiparse en el aire húmedo que las rodeaba.

—¿Qué? —preguntó Sarah.

—¿Habías estado antes en mi escuela? —preguntó Jordan.

—No.

—¿Y tú, Karen?

—No.

Jordan continuó.

—Bueno, yo nunca he estado en la escuela donde eras maestra, Sarah. Y mi médico no está en tu edificio, Karen. Hace que todo parezca completamente al azar, ¿verdad? Como si el Lobo hubiera elegido a tres pelirrojas de forma totalmente arbitraria y urdido sus planes. Mirad, si es el caso, pues entonces estamos jodidas. Lo único que podemos hacer es comprar más pistolas y esperar. Pero es una idea descabellada.

—Pero quizá no sea fortuito.

Iba a continuar pero de repente no supo qué decir.

Karen, sin embargo, parecía atrapada en algún pensamiento. Sarah empezó a balancearse adelante y atrás otra vez.

Las tres mujeres se quedaron calladas. Oían una ducha que alguna jugadora no había cerrado del todo y que goteaba en la sala contigua.

—Somos un triángulo —dijo Jordan—. Si encontramos las patas correctas, veremos la relación.

—Sí, ¿y? —preguntó Karen de repente.

—Creo que solo hay una respuesta —dijo Jordan.

—Pensaba que no teníamos respuestas —intervino Sarah con aire sombrío.

—Creo que hemos estado tomando el camino equivocado —dijo Jordan—. Es el error que cometen todos aquellos a los que acechan.

—¿Y qué es? —preguntó Karen, aunque ya sabía lo que la joven iba a proponer.

—Tenemos que hacer que se nos acerque más. Tan cerca que veamos quién es. «Qué ojos tan grandes tienes, abuelita… Qué orejas tan grandes tienes, abuelita… Qué dientes…»

Jordan abrió el puño de golpe.

—Así es como se salva Caperucita Roja…

—Sí, en la versión aséptica —masculló Sarah.

Jordan no le hizo caso.

—Sabemos que el Lobo nos quiere pillar. Tenemos que conseguir que nos quiera tanto que se precipite y meta la pata.

Jordan volvió a mirar a las dos mujeres. Pensó que eran maduras, sensatas, inteligentes y con talento, todo lo que ella esperaba ser algún día. Si es que iba a llegar a «algún día».

—Si fuéramos a la caza de un lobo, ¿qué haríamos?

—Acercarnos lo suficiente para verlo —dijo Karen.

—Cierto, ¿y luego qué? —preguntó Jordan. Le parecía de lo más curioso. Ella se comportaba como la profesora y las otras dos respondían como estudiantes.

Ni Karen ni Sarah respondieron, así que contestó a su propia pregunta con una única palabra.

—Emboscada.

Sarah se estremeció y luego se encogió de hombros. «¿Por qué no? —pensó para sus adentros—. Yo ya estoy medio muerta.»

No sabía por qué pero soltó una carcajada estridente y forzada, como si ella sola hubiera oído un chiste un tanto fuera de tono que resultara gracioso y ofensivo a la vez. Se levantó y se quitó el cojín de falsa embarazada y tiró toda la cinta de embalaje que había utilizado para fijárselo al vientre en una papelera cercana. Acto seguido, se quitó los alfileres con los que se sujetaba la peluca y sacudió el pelo para soltárselo. Parecía la lava que corre por el lateral de un volcán en activo.

Más o menos en el mismo momento el Lobo se encontraba al lado de su coche, contemplando una rueda que estaba prácticamente deshinchada. Estaba justo fuera de su casa, cargado con el maletín con la grabadora y la libreta y todas las preguntas que se le habían ocurrido para la sesión con el experto forense de la Asociación Americana de Escritores de Novela Negra. La luz del atardecer se iba apagando a su alrededor y lo primero que le vino a la cabeza fue que se perdería la charla por culpa de un poco de mala suerte, aunque no fuera tan raro. Le dio una patada a la rueda, enfadado. Se agachó y buscó el clavo que había causado el pinchazo y que había pisado pero no lo veía. Era igual de probable que se hubiera dado un golpe contra uno de los baches tan habituales en las calles de Nueva Inglaterra, que hubiera torcido la llanta del neumático y que aquello fuera la causa del problema. Sabía que tenía que llamar a la grúa, hacer que le cambiaran el neumático, perder tiempo al día siguiente arreglando los daños y todo aquello le apartaría de lo que realmente tenía ganas de hacer, que era seguir cercando a las tres Pelirrojas.

Se volvió para entrar en casa y vio a la señora de Lobo Feroz de pie en el umbral.

—¿Qué pasa, cariño? —preguntó.

—Rueda pinchada. Tendré que llamar al taller y…

Ella sonrió y le interrumpió.

—Coge mi coche. Llamaré al seguro y esperaré a la grúa. Vendrán enseguida. No me importa lo más mínimo y así puedes ir a la reunión de documentación.

—¿Seguro que no te importa? —preguntó el Lobo Feroz, alegrándose considerablemente por la oferta—. Es una putada, lo sé…

—Ni lo más mínimo. De todos modos iba a ponerme a ver la tele mientras tú no estás. No me cuesta nada esperar al de la grúa mientras tanto.

Le tendió las llaves de su coche.

—Cuida de mi niño —dijo, en broma—. Ya sabes que no le gusta correr mucho por la autopista.

El Lobo Feroz consultó la hora. Seguía teniendo tiempo de sobras.

—Vale, cariño —dijo alegremente—. Gracias. Llegaré tarde. Deja una luz encendida dentro y no te despertaré cuando llegue.

—Puedes despertarme. No pasa nada —dijo ella.

Se trataba de una conversación de lo más rutinaria y habitual, como la que mantenían un millón de parejas cada día con pequeñas variaciones. Era síntoma de normalidad.

—Toma —añadió el Lobo Feroz—. Toma las llaves de mi coche por si el de la grúa tiene que ponerlo en marcha.

Se las tendió a su mujer sin pensar y se situó al volante del coche de ella. Le dedicó un saludo desenfadado al salir por el camino de entrada.