IX
BRUJAS, HECHICEROS, DEMONÍACOS Y DEMÁS POSEÍDOS EN LA EUROPA DE LOS SIGLOS XVI AL XVIII

Si prescindiendo de la idea religiosa propiamente dicha estudiamos otras manifestaciones del fanatismo y de la superstición, ¿no ocurrió en Europa durante los siglos XVI y XVII lo mismo que en España? Si aquí perseguimos a las brujas y a los hechiceros y los quemamos, ¿no los persiguieron y los quemaron en toda Europa por orden de los reformadores y en proporción infinitamente mayor? «La persecución y quema de las brujas es la mancha más terrible en la historia del Renacimiento y en la de la Reforma religiosa, escribe Bezold. Es una prueba humillante de las debilidades que desdoran hasta períodos de progreso y de liberación, y lo más vergonzoso es que este extravío mental epidémico llegó a su mayor desarrollo después de la Reforma y fue una herencia inicua de la Edad Media, que el mundo aceptó casi sin repugnancia alguna». Desde fines del siglo XV empiezan a cooperar a la persecución de las brujas en Alemania los escritores eruditos y la literatura popular. Matías de Kemnat, que presenció muchas quemas de brujas, dice al hablar de ellas: «Fuego siempre; este es el mejor consejo», y en igual sentido se expresan a porfía los teólogos y humanistas más notables, como Géiler, Tritemio, Tomás Murner y Enrique Bebel. «La razón y la misericordia tuvieron que enmudecer ante la poderosa corriente,». ¿Cómo no iba a ser así cuando los primeros en creer en los sortilegios y en los maleficios eran los reformadores? Lulero fue en este punto uno de los más crédulos. ¿No tuvo sus entrevistas con Satanás y no disputó con él acerca de Teología? Pero esto nada tenía de particular, dados sus antecedentes.

«Desde muy temprano la imaginación de Lutero se había llenado de fábulas de brujas, diablos, monstruos y vestiglos. Tenía por vecina una bruja de la que se decía que había causado la muerte del predicador de la parroquia y a la cual la madre de Lulero trataba con grandísima amabilidad para no atraerse su odio y evitar que hiciese llorar a sus hijos hasta morir. Cuentos de espíritus que atraían las jóvenes al agua, donde se ahogaban, de duendes maléficos que hacían de las suyas en el interior de las ruinas, de monstruos infernales y de vestiglos oía el joven Martín cada día en su casa y en la calle, mientras en la escuela le aterrorizaba el maestro con el purgatorio y el infierno y todo esto entre azotes, temblores, espantos y miserias, según él mismo dijo posteriormente»[924]. Algo parecido debió acaecerles a otros reformadores, puesto que a Zwinglio le resolvió un fantasma cierto grave problema teológico y Melanchton creía en los sueños, en los presagios y en los horóscopos. La Reforma no modificó, pues, en lo más mínimo las ideas dominantes con anterioridad respecto a la hechicería. Los reformadores, especialmente Lutero, estaban íntimamente penetrados de ellas, y la Iglesia reformada no quiso ser menos celosa que la católica en punto a anatematizar los pactos con el diablo. La consecuencia fue una verdadera epidemia de demonismo y de brujería, castigada con rigor inaudito en Alemania, en Francia, en Inglaterra, en Suiza y en los Países Bajos.

La persecución de las brujas se inicia en Alemania, en Estrasburgo, a mediados del siglo XV, y desde entonces hasta los últimos años del siglo XVIII no se interrumpe. Protestantes y católicos se afanan en acabar con hechiceras y nigromantes, viendo por doquiera el maligno influjo de los pactos satánicos. Sprenger, en sus Malleus Maleficarum, dictó las regias más convenientes para la extirpación del mal, y las hogueras no se extinguen. En Bamberg se quemaron seiscientas personas acusadas de brujería; novecientas en Wurzburgo, quinientas en Ginebra, y en Lorena un solo juez se vanaglorió de haber condenado a muerte a ochocientas brujas. La multitud presenciaba impávida estas hecatombes, creyendo que así cesarían las heladas, mejoraría el ganado y sería más abundante la cosecha[925].

En Inglaterra esta persecución revistió caracteres extraordinarios. Mr. Mackay[926] ha calculado que desde la aprobación de la ley contra las brujas en tiempo de María la Sanguinaria hasta el advenimiento de Jacobo I, autor de un tratado de demonología, fueron quemadas en Escocia 17 000 personas y 40 000 en Inglaterra, y otro autor inglés[927] dice que, aun suponiendo exageradas estas cifras, todas las víctimas de la Inquisición española no hubieran bastado para entretener a los cazadores de brujas británicos durante medio siglo. En los tiempos de Jacobo I se calcula que las ejecuciones por brujería no bajaron de quinientas al año, y el famoso Mateo Hopkins, descubridor de hechiceras, cobraba una cantidad en los Ayuntamientos por denunciarlas. En Inglaterra perecieron por brujos el Duque de Buckingham, lord Humperford y la Duquesa de Glócester. Más tarde, los puritanos, relacionando las prácticas de brujería con la Iglesia romana, persiguieron sañudamente estos delitos. Bien es verdad que lo mismo se hizo en otras partes, por ejemplo, en Holanda[928].

En Francia, los jueces y los Parlamentos quemaron brujos y brujas a porfía. No hablemos siquiera del proceso de Urbain Grandier, ni del de Gaufridi, ni del de la Cadiére, ni del asunto de las poseídas de Louviers, ni de las misas negras, ni del asunto de los venenos, en el que se vio comprometida parte no pequeña de la aristocracia francesa; recordemos nada más que el Parlamento de Tolosa quemó de una vez a 400 brujas; que el magistrado Remy confiesa haber hecho lo propio con 800 y que sería larga la enumeración, de estas matanzas[929].

Un autor belga[930] dice que es poco sabido, aunque debiera recordarse en nuestros días, que durante los siglos XVI y XVII pereció en Flandes innumerable multitud de brujas; que estas ejecuciones despoblaron comarcas enteras y que las personas de mejor familia, denunciadas por brujería, fueron reducidas a prisión y expuestas a gravísimo peligro. Según Scheltema[931] un batelero de Amsterdam vio en 1656 decapitar en Naas a 24 personas acusadas de brujería. Terminada la degollación, las cabezas fueron colocadas sobre las rodillas de sus dueños y quemados sus cadáveres.

En Polonia, la supresión de la brujería llegó a extremos inconcebibles según el mismo autor, el cual exclama después de enumerar múltiples espeluznantes casos: «¡Gran Dios! Este mundo que habéis hecho tan hermoso y que hubiera podido ser un paraíso, ¡cuántas veces no lo ha convertido el hombre en un infierno!»[932].

Ni siquiera terminaron los procesos por brujería con el siglo XVII. Ya se hablaba de los derechos del hombre y todavía se quemaban brujos. En Burdeos fue ejecutado uno en 1718; en 1749 fue decapitada por bruja la priora de un monasterio de Unterzell; en 1785 quemaron a varias hechiceras en Glaris; en 1793 se hizo otro tanto en Posen; a mediados del siglo XVIII, la aldea de Mohra, en Suecia, presenció escenas demoniacas que acarrearon la muerte de 23 personas y el castigo de 36, y acusadas más tarde por unos niños, fueron condenadas a muerte 84 personas sospechosas de pacto tácito y expreso con el demonio[933]. Finalmente en 1749, todo un pueblo polaco fue sometido a la prueba del agua por suponerse que había bastantes brujos entre sus habitantes.