IV
CALVINO Y LA TOLERANCIA RELIGIOSA EN SUIZA
Mientras esto sucedía en Alemania, patria de la Reforma implantaba Cal vi no en Ginebra un régimen a cuyo lado palidece la Inquisición en los periodos más abominables de su historia. La Reforma se introdujo en Suiza, lo mismo que en Alemania, por medio de la persuasión, es decir, robando las iglesias y los monasterios, saqueando las casas y desterrando a los que no querían aceptar aquellos principios salvadores. Calvino cree que todo el que ultraja la gloria de Dios debe perecer por la espada, y como el definidor de la gloria de Dios es él, ¡pobre del que protesta contra su tiranía! «Calvino —escribe uno de sus biógrafos[901]— echó a perder cuanto había de bueno en la Reforma ginebrina e implanta un régimen de feroz intolerancia, de grosera superstición, de dogmas impíos. Desgraciado del que dice que va a predicar en contra del calvinismo, porque perecerá en el tormento y en la hoguera». Oigamos a Kidd, que no es español: «La tolerancia religiosa, dice, estaba proscrita en Ginebra. Ejercíase la más estrecha vigilancia en la vida privada y moral de los ciudadanos. Cualquier desviación de la verdadera fe se castigaba como un crimen contra el Estado. Las personas convictas de herejía eran castigadas por la autoridad civil. Rebeliones como la de Ami Pirrin se reprimen con la mayor severidad. Para la heterodoxia teológica, como la de Servet, existe la pena de muerte en la hoguera, con la aprobación de Calvino. En cinco años se dictaron cincuenta y ocho sentencias de muerte y setenta y seis de destierro contra los habitantes de Ginebra, que no excedían de veinte mil. El Consistorio desempeñaba las funciones de celosa policía, desplegando atroz vigilancia y aplicando el principio de Calvino de que es preferible que sean castigados muchos inocentes a que se escape un solo culpable»[902].
Episodio muy notable de la tolerancia religiosa en Suiza es el proceso de Calvino contra Servet. Este español, contagiado por las doctrinas del libre examen, se entregó al estudio de las cuestiones teológicas más arduas y discutió con los reformadores más eminentes, no estando jamás de acuerdo con ninguno. A los luteranos les asustó con el anuncio de un libro en que negaba ser Cristo verdaderamente Hijo de Dios; a los calvinistas les ofendió con sus discusiones y sus censuras a Calvino, a los católicos franceses les molestó con sus apologías de la Astrología, mandadas recoger por el Parlamento de París. Calvino, irritado por la publicación de las cartas que había cruzado con él acerca de materias teológicas y sobre todo de las de Servet, llenas de invectivas contra el calvinismo y sus secuaces, le denunció a la Inquisición de Francia. Esta se contentó con quemar el libro objeto de la denuncia, que era la Restitución del Cristianismo, dejando escapar al autor, que se refugió en Ginebra, residencia de su rival. Calvino entonces le hizo prender, y como era ley en la ciudad que el acusador quedase preso hasta probar la acusación, el que delató a Servet fue Nicolás de Fontaine, cocinero de Calvino. Varios meses duró el proceso, habiendo en él momentos en que creyó Servet que sería absuelto por los jueces. Sin embargo, era Calvino tan perseverante en sus venganzas como terco Servet, y no queriendo éste retractarse de los errores que le imputaban, fue condenado «a ser quemado vivo juntamente con sus libros, así de mano como impresos, hasta que su cuerpo fuese totalmente reducido a cenizas…». Oída la terrible sentencia, escribe el señor Menéndez Pelayo, el ánimo de Servet flaqueó un momento y cayendo de rodillas, gritaba: «¡El hacha, el hacha y no el fuego! Si he errado ha sido por ignorancia… No me arrastréis a la desesperación». Farel aprovechó este momento para decirle: «Confiesa tu crimen y Dios se apiadará de tus errores». Pero el indomable aragonés replicó: «No he hecho nada que merezca muerte. Dios me perdone y perdone a mis enemigos y perseguidores». Y tornando a caer de rodillas, y levantando los ojos al cielo como quien no espera justicia ni misericordia en la tierra, exclamaba: «¡Jesús, salva mi alma! ¡Jesús, Hijo del eterno Dios, ten piedad de mí!». Caminaban al lugar del suplicio; los ministros ginebrinos le rodeaban procurando convencerle y el pueblo seguía con horror mezclado de conmiseración a aquel cadáver vivo, alto, moreno, sombrío y con la barba blanca hasta la cintura. Y como repitiera sin cesar en sus lamentaciones el nombre de Dios, díjole Farel: «¿Por qué Dios y siempre Dios?». «¿A quién sino a Dios he de encomendar mi alma?», le contestó Servet. Habían llegado a la colina de Champel, al Campo del Verdugo, que aún conservaba su nombre antiguo y domina las encantadoras riberas del lago de Ginebra, cerradas en inmenso anfiteatro por la cadena del Jura. En aquel lugar, uno de los más hermosos de la tierra, iban a cerrarse a la luz los ojos de Miguel Servet. Allí había una columna hincada profundamente en la tierra y en torno muchos haces de leña, verdes todavía, como si hubieran querido sus verdugos hacer más lenta y dolorosa la agonía del desdichado. «¿Cuál es tu última voluntad?, le preguntó Farel. ¿Tienes mujer e hijos?». El reo movió desdeñosamente la cabeza. Entonces el ministro ginebrino dirigió al pueblo estas palabras: «Ya veis cuán gran poder ejerce Satanás sobre las almas de que toma posesión. Este hombre es un sabio, y pensó sin duda enseñar la verdad, pero cayó en poder del demonio, que ya no le soltará. Tened cuidado no os suceda a vosotros lo mismo».
Era mediodía. Servet yacía con la cara en el pilar, lanzando espantosos aullidos. Después se arrodilló, pidió a los circunstantes que rogasen por él, y sordo a las últimas exhortaciones de Farel, se puso en manos del verdugo, que lo amarró a la picota con cuatro o cinco vueltas de cuerda y una cadena de hierro; le puso en la cabeza una corona de paja untada de azufre y al lado un ejemplar del Christianismi Restitutio. En seguida con una tea, prendió fuego en los haces de leña y la llama comenzó a levantarse y a envolver a Servet. Pero la leña, húmeda, por el rocío de aquella mañana, ardía mal y se había levantado además un impetuoso viento que apartaba de aquella dirección las llamas. El suplicio fue horrible; duró dos horas y por largo espacio oyeron los circunstantes los desgarradores gritos de Servet: «¡Infeliz de mí! ¿Por qué no acabo de morir? Las doscientas coronas de oro y el collar que me robasteis, ¿no os bastan para comprar la leña necesaria para consumirme? ¡Eterno Dios, recibe mi alma! ¡Jesucristo, hijo de Dios Eterno, ten compasión de mí!». «Algunos de los que oían, movidos a compasión, echaron a la hoguera leña seca para abreviar su martirio. Al cabo, no quedó de Miguel Servet y de su libro más que un montón de cenizas, que fueron esparcidas al viento… ¡Digna victoria del primitivo liberalismo, de la tolerancia y del libre examen!».