V
EVOLUCIÓN POLÍTICA, LITERARIA Y CIENTÍFICA DEL PUEBLO ESPAÑOL DURANTE LA RECONQUISTA

Antes de seguir adelante y de exponer los rasgos distintivos de nuestro siglo XVI, es indispensable volver la vista atrás y recordar la evolución del pueblo español desde el punto de vista de las ideas políticas, literarias y científicas, durante los largos y agitados siglos de su lucha con los árabes. Tres hechos tenemos que estudiar para ello: el robustecimiento del Poder Real, la destrucción lenta del poder de los nobles, representantes genuinos del individualismo de épocas anteriores y la intervención decisiva del pueblo en los negocios del Estado, es decir, las Cortes. Sufren estos diversos poderes alteraciones más o menos grandes, pero en definitiva se imponen y triunfan los que eran necesarios para la obra nacional: el del Rey y el de las Cortes.

Leyendo nuestros anales se echa de ver que si ha habido un principio dominante en nuestra historia, más dominante que en la historia de otras naciones, es el de la intervención del pueblo en los negocios públicos, dando a la palabra pueblo un sentido amplio capaz de abarcar todos los elementos ajenos al Poder Real. Lo prueba antes que nada el carácter electivo que en un principio tuvo la dignidad Real. «La elección popular era en España, ha dicho Du Hamel, el principio constitutivo del trono, y componiendo de hecho los Concilios en los primeros tiempos la representación nacional, por consentimiento de los pueblos, se hallaron, por consecuencia, en posesión del derecho de nombrar soberano».

El IV Concilio de Toledo, presidido por San Isidoro sentó el principio de que nadie sería rey sin que precediese su reconocimiento por los Concilios y de que una vez reconocido como tal, nadie podría atentar a su vida bajo pena de excomunión. Es en esencia el mismo principio que rigió después y que sigue rigiendo hoy con las alteraciones de forma introducidas por el tiempo. La monarquía absoluta, la monarquía de derecho divino, puede afirmarse que no ha existido en nuestra patria y que el derecho divino de los Reyes, su autoridad absoluta, comenzaba en el punto y hora en que la representación nacional sancionaba su derecho a ocupar el trono y por ende le transmitía el poder para gobernar el reino. La monarquía electiva se transformó en España en monarquía hereditaria de una manera lenta e insensible y se había admitido como una costumbre antes de que la ley sancionase el cambio. De dos medios se valieron los reyes para conseguirlo: poniendo en vigor antiguas leyes godas o adoptando procedimientos adecuados a los tiempos y a las circunstancias. Siguiendo la tradición goda, constituían un reino para el hijo o hermano que debía sucederles, como Alonso el Casto creando el reino de Galicia para su sucesor; adaptándose a las circunstancias, hacían que sus hijos o herederos se coronasen como futuros reyes en vida de ellos, como Sancho II, Alonso VI y García que en vida de su padre fueron coronados reyes futuros de Castilla, León y Galicia. Lo más frecuente era, sin embargo hacer que los reinos jurasen a los infantes herederos. Hasta el siglo XIV no se implanta en las leyes la sucesión hereditaria al recibir las Partidas fuerza obligatoria en tiempos de Alfonso XI en las Cortes de Alcalá. Pero aun entonces subsistió y subsiste hoy como condición previa del reconocimiento del derecho hereditario, el juramento ante las Cortes.

Demuestra lo dicho la importancia extraordinaria que tuvieron siempre en nuestra patria las representaciones nacionales, llámense Concilios, como los de Toledo, Curias o Juntas mixtas como las de los primeros tiempos de la Monarquía cristiana, o Cortes como las sucesivas a partir del siglo XII. La intervención del estado llano en las asambleas nacionales, que es lo que caracteriza las verdaderamente populares, comienza, en las celebradas en Burgos en 1169. Desde entonces el estado llano, los representantes de las villas y ciudades no dejan de asistir a ellas. Quedaron, pues, las Cortes constituidas en Castilla por el clero, la nobleza y los personeros, mandaderos o procuradores de las villas y ciudades. Debía reunirse la asamblea en el lugar que el rey designase, pero no en plaza fuerte donde la libertad de los procuradores se hallase cohibida por la fuerza militar y disfrutaban los mandatarios de una inviolabilidad que comenzaba el día en que marchaban a las Cortes y terminaba él en que regresaban a sus casas. Reuníanse las Curtes para presenciar el juramento de los reyes y príncipes y jurarles a su vez: para votar los impuestos, para hacer súplicas al monarca y para conocer de los asuntos graves como paces y guerras. No tenían, sin embargo, participación en la potestad legislativa, aun cuando poco a poco, la costumbre les fue otorgando intervención en la redacción de Jas leyes. En Cataluña, comienzan las Cortes en 1064 con las celebradas aquel año en Barcelona; en Aragón, con las de Jaca en 1071; en Navarra, con las de Huarte Araquil en 1090, y en Valencia, con las de 1239, reunidas un año después de reconquistada la ciudad y el reino por los aragoneses. Las Cortes aragonesas, navarras y catalanas, se diferencian de las de Castilla en un punto esencial: en que compartían con el monarca la potestad legislativa, es decir, que gozaban de las mismas facultades que las asambleas modernas. Como vemos el régimen parlamentario, entendiendo por tal la intervención directa de la nación en los asuntos del Estado, el derecho de que los impuestos sólo pudiesen cobrarlos los Reyes después de votados por los representantes de los que iban a pagarlos, y, sobre todo, la participación más o menos directa en la redacción de las leyes y en la validez de las mismas, existió en España mucho antes que en los paises que nos califican de atrasados y de sometidos al yugo clerical o al de los monarcas. En Inglaterra el Parlamento no quedó constituido hasta el siglo XIII y el model Parliament del rey Eduardo, no fue convocado hasta 1295, cuando ya llevaban casi un siglo asistiendo a las Cortes nuestros procuradores, mientras que en Francia, según confesión de Guizot, los Estados generales nada representaron en la gobernación del país y su primera asamblea legislativa fue la de 1789. «La constitución, dice Du Hamel, siguió compuesta de los triples elementos del trono, la aristocracia y la democracia, tan útiles a las sociedades cuando los tres están combinados en justa y exacta proporción». Bajo su imperio llegó España a un grado de prosperidad y de civilización superior al de los otros Estados del continente, época que resume tan juiciosamente Robertson, el célebre historiador del emperador Carlos V, con estas palabras: “La España tenía al principio del siglo XV un grandísimo número de ciudades mucho más pobladas y florecientes en las artes, en el comercio y en la industria que las demás de Europa, a excepción de las de Italia y de los Países Bajos que podían rivalizar con ellas”. El mismo escritor añade en otra parte: «Los principios de libertad parece que fueron en esta época mejor entendidos por los castellanos que por nadie. Generalmente poseían éstos, sentimientos más justos sobre los derechos del pueblo y nociones más elevadas acerca de los privilegios de la nobleza que las demás naciones. En fin, los españoles habían adquirido ideas más liberales y mayor respeto por sus derechos y sus privilegios; sus opiniones sobre las formas del gobierno municipal y provincial, lo mismo que sus miras políticas, tenían una extensión a que los ingleses mismos no llegaron hasta más de un siglo después»[34].

Seria muy largo y ajeno indudablemente a la naturaleza de este trabajo hacer un estudio detenido de la constitución política de los diversos reinos españoles y de las modificaciones introducidas en ella con el transcurso de los tiempos. La Constitución aragonesa ha merecido grandes elogios de los tratadistas extranjeros, Prescott llama al Justicia «barrera interpuesta por la Constitución entre el despotismo por una parte y la licencia popular por otra» y Pruth dice en la Historia Universal, de Oncken, que la organización política de los aragoneses fue la única de la Edad media que puede compararse con las Constituciones modernas. Nos limitaremos a llamar la atención sobre el hecho, no ya de que nuestras Cortes se reunieron mucho antes que las de otros pueblos y eran esenciales para el funcionamiento del Estado, sino de que nuestros municipios fueron igualmente muy anteriores a los de otros países y disfrutaron de libertades mucho mayores. Ambos sistemas eran tan tradicionales, que si las Cortes tienen indudablemente su origen en los Concilios de Toledo, reunidos en una época en que Europa era bárbara o poco menos, nuestros concejos pueden reivindicar el suyo en los municipios de la época romana[35].

Pero si todo esto revela el espíritu de independencia de los españoles y destruye no pocos argumentos de los escritores extranjeros en punto a su sumisión y a su servilismo ante el rey o la Iglesia, era también causa no pequeña de debilidad. Los privilegios obtenidos por la nobleza y su derecho a abandonar el servicio del rey, reconocido en las leyes antiguas, y los privilegios obtenidos por los concejos y consignados en los fueros municipales, consecuencia necesaria unos y otros del estado constante de guerra, determinaron la existencia en la península de multitud de Estados pequeños dentro de cada uno de los grandes, señoriales los unos, concejiles los otros, con facultades ambos para tener tropas, pactar alianzas e imponerse al poder Real basta el extremo de hacerlo ilusorio. El individualismo de la raza se desarrolló portentosamente durante aquellos tiempos y causa verdadero asombro el más ligero examen de aquella sociedad, que tenía, sí, una idea común, la guerra contra los infieles, pero que se hallaba dividida y subdividida hasta el infinito por leyes, fueros, privilegios y rivalidades que hacían imposible la coordinación de tantas y tan robustas energías. De aquí que la labor de los reyes consistiera necesariamente en la destrucción de los obstáculos que se oponían a su autoridad. La labor fue dura y lenta. Tropezó con innumerables obstáculos y no se consiguió en Castilla hasta una fecha relativamente reciente; en Aragón y Cataluña la uniformidad legislativa se obtuvo antes, pero todavía quedaba por realizar en el siglo XV la fusión de aquellos elementos políticos discordes y a esta obra se consagraron los monarcas apelando a los procedimientos más distintos.

Pero, si tenían los españoles una larga tradición de libertad política al inaugurarse el reinado de los Reyes Católicos, y una tradición militar no menos gloriosa, lo mismo en lo interior del territorio que fuera de él, puesto que habían llegado con sus armas aragoneses y catalanes hasta Constantinopla, no era menos brillante ni menos gloriosa su tradición literaria y científica. A pesar de la lucha sostenida contra los moros y a pesar de la que éstos sostenían con los cristianos, ambos habían cultivado las letras, las ciencias y las artes, y habían dado gallardas muestras de su ingenio. Si en tierra de cristianos merecen eterna recordación las Cortes brillantísimas de Alfonso el Sabio, de Jaime I y de Juan II, no la merecen menor en tierra de morisma las Cortes refinadas y por demás brillantes de los Califas de Córdoba. Si entre los cristianos no hay ramo de la cultura que deje de estudiarse por reyes, príncipes y magnates, obispos, monjes y seglares, ¿qué decir de los árabes, de los mozárabes y de los judíos de Toledo, de Córdoba, de Sevilla? Una larga serie de nombres ilustres podrían formarse con los cultivadores españoles de las letras durante este largo período en que las armas parece que no descansan. Ahí están Reyes como Sancho IV con sus Castigos e Documentos; como Alfonso X con sus Cantigas y sus Querellas; como Jaime I con sus Trovas; príncipes como Don Juan Manuel con su Conde Lucanor; magnates como el Marqués de Santillana con sus Serranillas, como el de Villena con su Arte de Trovar; como Pedro López de Ayala con el Rimado de Palacio, y tantos otros; eclesiásticos como Clemente Sánchez de Bercial con el Libro de los exemplos; poetas como Gonzalo de Berceo, el ingenuo cantor de Los milagros de Nuestra Señora… Y dominando todas estas producciones literarias el Poema de Mió Cid, en el que parece encarnarse el espíritu de la Reconquista y el Libro de Buen Amor, en el que se reúnen cualidades tan diversas e inspiraciones tan distintas, que de su autor ha dicho Menéndez Pelayo que «por primera vez hizo resonar en castellano el lenguaje del amor y que a ratos parece transportarnos a la huerta de Melibea, donde Calisto entró en demanda de su falcón y otras nos hace pensar en los apasionados coloquios de los dos amantes de Verona»[36]. ¿Cómo no recordar, también, la Corte de Juan II que «ofrecía el espectáculo de una continua academia, en la cual los mismos que poco antes habían empuñado las armas y combatido unos, contra otros para arrancarse el poder, se entregaban juntos al grato solaz que proporcionan las musas, y en la cual hacía coplas el rey, coplas el condestable don Álvaro de Luna, coplas todos los palaciegos y el talento poético de que se hacía alarde suavizaba el carácter de aquellos hombres?»[37]. ¿Cómo no citar a Juan de Mena con su Laberinto; al Marqués de Santillana con su Doctrinal de privados; a Jorge Manrique con sus bellísimas Coplas; a Juan de Padilla, el Cartujano, con Los doce Triunfos? Y si de la poesía pasamos a las obras en prosa, ¿no pertenecen a esta época la Crónica general de España, mandada escribir por Alfonso el Sabio; las Historias, del canciller Pedro López de Ayala; el Centón Epistolario, de Fernán Gómez de Cibdareal, y, sobre todo, las Partidas, cuyo estilo y cuyas sentencias admiran y suspenden por lo bellas, claras, justas, exactas?

Pero, de igual modo que en el terreno político existen en la península profundas diferencias entre unos pueblos y otros, en el terreno literario, no es menor la diversidad. Florecen a la par no una, sino varias literaturas; la provenzal, la gallega, la castellana, Jaime I escribe en provenzal; Alfonso X compone versos en gallego… ¿Y los árabes? La poesía fue el ornamento principal de las cortes de sus monarcas. Dedícanse a ella los califas con entusiasmo no menor que el de sus mujeres y el de sus hijas, alguna de las cuales debió el trono a su talento poético. Y a par de la poesía y como complemento de ella surge la música, cultivada por los árabes españoles. En cuanto a la filosofía y a las ciencias en general, ¿qué largo catálogo no podría formarse de árabes y judíos españoles? Maimónides, Averroes, Ben Gabirol, Avicebrón y tantos otros dejaron huella profunda de sus conocimientos en la ciencia española. Porque los cristianos, lejos de borrar aquella civilización la transmitieron al mundo civilizado. No eran ciertamente inferiores en cultura a los árabes ni menos apasionados de ella que los creyentes del Profeta. Iniciada, o mejor dicho, continuada la vida científica española en los monasterios y en las catedrales, no tarda en aposentarse en los palacios de los Reyes. Las escuelas, cuyo origen se remonta al siglo X con la Escuela Real de San Juan de la Peña, y que se difunden por Galicia, Castilla y León, adquieren verdadera importancia en los albores del siglo XIII, en los tiempos de Alfonso VIII, que «envió por todas las tierras por maestros de todas las artes e fizo escuelas en Palencia muy buenas e muy ricas, e dábales soldadas compridamente a los maestros, porque los que quisiesen aprender non lo dejasen por mengua de maestros…», como dice el Rey Sabio en su Crónica. Y más tarde Alfonso IX crea la Universidad de Salamanca, en la que llega a haber diecisiete catedráticos de matemáticas, y viene después Alfonso el Sabio, de quien dice uno de sus biógrafos que sólo con él «hubiéramos tenido más ciencia que toda Europa, puesta que él solo asumió todo el saber de su época y con levantado ánimo y voluntad inquebrantable llevó a cabo empresas dificilísimas y atrevidas, dejando el sello de su espíritu reformista y progresivo en poesía, en historia, filosofía, jurisprudencia, astronomía y cuantos órdenes se manifestaba entonces la sabiduría humana».

Este capítulo se convertiría en libro si quisiésemos recordar todos y cada uno de los que en aquellos tiempos bárbaros de Europa cultivaron las ciencias en España. ¿No están ahí los nombres de Raimundo Lulio; de Raimundo de Peñafort, del Tostado, del marqués de Villena, de Arnaldo de Vilanova, de tantos otros que prueban las aseveraciones de algunos españoles sensatos que escriben, como Halleren? «Sólo en España había estudio sólido y ciencia severa». Esta fue, someramente expuesta, incompletamente expuesta, la tradición literaria y científica española al inaugurarse el benemérito reinado de los Reyes Católicos.