III
LA LEYENDA NEGRA EN LAS LETRAS Y EN LA POLÍTICA DURANTE EL SIGLO
XIX
En el transcurso del siglo XIX, la influencia de la leyenda negra se manifiesta en la literatura con producciones tan diversas como los artículos críticos de Fígaro, afrancesado a lo Iriarte y a lo Moratín; el romance Una noche en Madrid en 1578, del duque de Rivas y el drama El Haz de leña, de Núñez de Arce, por no citar más que» estas obras[395] y en la política con los discursos parlamentarios de grandes maestros de la tribuna. El romance del duque de Rivas tiene como tema el asesinato de Escobedo y los amores de Felipe II con la princesa de Éboli. No es muy favorable el retrato que hace el duque de este monarca.
«Macilento, enjuto, grave,
rostro como de ictericia,
ojos siniestros, que a veces
de una hiena parecían,
otras, vagos, indecisos,
y de apagadas pupilas.
Hondas arrugas, señales
de meditación continua,
huella de ardientes pasiones
mostraba en frente y mejillas.
Y escaso y rojo cabello
y barba pobre y mezquina
le daban a su semblante
expresión rara y ambigua.
Era negro su vestido,
de pulcritud hasta nimia,
y en su pecho campeaba
del Toisón de Oro la insignia».
El drama de Núñez de Arce El Haz de Leña, una de las mejores obras del ilustre poeta, tiene por tema el inagotable asunto del príncipe Don Carlos, ya explotado en el teatro español del siglo XVII por Jiménez de Enciso. Según Menéndez Pelayo[396], este drama es el más poderoso de Núñez de Arce. En él se aparta el poeta de las exageraciones legendarias de Schiller y de Alfieri y Crea un tipo nuevo, mejor dicho, un tipo ajustado a la verdad histórica de Felipe II, El monarca resulta un carácter indomable bajo apariencias frías, un hombre reconcentrado en un solo pensamiento, siervo de una idea. En una de las escenas dice:
… en este rudo combate a que el Señor me condena, por deber seré implacable…
La figura del príncipe es más interesante que en el Don Carlos, de Schiller, y en el drama no aparece Isabel de Valois, substituida por Catalina, hermana del cómico Cisneros, histrión de Don Carlos, hijo del luterano Sessa quemado en Valladolid. Catalina ama a Don Carlos y aspira a salvarle. El drama se ajusta rigurosamente a lo que la historia más fidedigna cuenta del proceso y de la muerte del príncipe y el elemento fantástico introducido en él por Núñez de Arce no altera los términos de este problema histórico.
Mientras esto ocurría en la literatura, en el Parlamento brotaba de nuevo la leyenda negra tan lozana como en las Cortes de Cádiz.
«La historia de nuestra intolerancia, decía Romero Ortiz, es la historia de nuestra decadencia, de nuestra esclavitud, de nuestro envilecimiento». «Me basta recordar, decía, nuestra industria aniquilada, los talleres de Toledo desiertos, la agricultura muerta y todo lo qué en éste país había de grande y de generoso, desapareciendo, mientras que las muchedumbres embrutecidas acudían a llenar esos alcázares que entonces se erigían a la holganza, al resplandor de las hogueras del Santo Oficio…».
El señor Echegaray describía el Quemadero de La Cruz diciendo en famoso discurso, que era «un gran libro, una gran página, una sombría página, que encerraba provechosa aunque triste enseñanza con sus capas alternantes, capas que eran de carbón impregnado en grasa humana y después restos de huesos calcinados, y después una capa de arena que se echaba para cubrir todo aquello y luego otra capa de carbón y luego otra de huesos y otra de arena…». Y afirmaba que de aquel terreno habían sacado días antes «tres objetos que tenían grande elocuencia, que eran tres grandes discursos en defensa de la libertad religiosa: un pedazo de hierro oxidado, una costilla humana calcinada casi toda ella y una trenza de pelo quemada por una de sus extremidades…»[397].
Y Castelar, en el más famoso de sus discursos, exclamaba: «No hay nada más espantoso, más abominable, que aquel gran imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta. No tenemos agricultura porque arrojamos a los moriscos…; no tenemos industria, porque arrojamos a los judíos… No tenemos ciencia, somos un miembro atrofiado de la ciencia moderna… Encendimos las hogueras de la Inquisición, arrojamos a ellas nuestros pensadores, los quemamos y después ya no hubo de las ciencias en España más que un montón de cenizas…»[398]. Bien es cierto que el gran Castelar creía que si la Invencible hubiera llegado a cumplir su cometido, la libertad de conciencia no hubiera tenido dónde refugiarse. Más adelante veremos de qué manera entendían los ingleses la libertad de conciencia y cómo la aplicaban en Irlanda y en la misma Inglaterra.
Así se expresaban los grandes oradores liberales de las Cortes Constituyentes. Las pasiones políticas habían deslindado ya profundamente los campos, y lo que era en las Cortes de Cádiz más convencional, más circunstancial que esencial, era ya algo imprescindible para los hombres de 1868. Bastaba y sobraba que los adversarios políticos pensasen de una manera para tener la obligación de pensar de la manera opuesta, y no ya en materia de principios políticos, sino en cuestiones puramente históricas, en las cuales no cabían interpretaciones, ni tergiversaciones estando a la mano la prueba documental.
Surgen entonces, a la par que las discusiones parlamentarias, polémicas puramente científicas en las cuales se manifiesta de un modo claro y patente el influjo de los libros extranjeros leídos ávidamente y como buenos aceptados sin previa crítica, no más que por responder a las ideas personalisimas o a las aspiraciones políticas del lector. La más famosa es, a no dudarlo, la que mantuvo el señor Menéndez Pelayo con los señores Azcárate, Revilla y Perojo con ocasión de un artículo publicado por el primero en la Revista de España y de otros que publicaron los dos últimos en la Revista Contemporánea. Sirvieron de base a la polémica la afirmación del señor Azcárate de que en España había estado ahogada la actividad científica por espacio de tres siglos, la del señor Revilla de que en la historia científica de Europa nada significamos, y la del señor Perojo de que «al primer paso de un talento extraordinario, a la primera creación de un espíritu reflexivo, acudía presurosa la Inquisición a extinguir con el fuego de las hogueras toda su obra». Mucho parecido tenía esta polémica con la que un siglo antes había sostenido Forner con Huerta, Iriarte y otros galicistas a raíz del artículo de M. Masson y de las contestaciones al mismo Cavanilles y Denina, pero es indudable que las réplicas de Menéndez Pelayo fueron mucho más contundentes y, sobre todo, mucho más eruditas qué las del ilustre amigo de Floridablanca, y de aquella discusión quedó como recuerdo el libro La Ciencia española que debería estar en todas las bibliotecas por no decir en todas las manos.