VI
LOS RELATOS MÁS RECIENTES
Le este modo ha ido formándose un concepto casi siempre equivocado de España. Ante los contrastes que ofrece el carácter español el extranjero se aturde, prescinde de la realidad y apela a las vulgaridades mil veces repetidas para explicarlos. ¿Qué tiene de particular que los viajes más recientes que se han hecho por España perpetúen la nación fantástica creada por viajeros y psicólogos, por sabios y por políticos de épocas anteriores?
En 1902 un ruso, escritor muy apreciado en su patria, Nemirovich Danchenko, visita España, y apenas contempla los primeros paisajes, observa que todo es falso, que todo es hojarasca bajo la cual se oculta la miseria de la decadencia horrible de un pueblo a quien llevaron al abismo los esfuerzos combinados de Carlos V, Felipe II y Torquemada. No hay pais que haya caído tan bajo. «En noviembre de 1901, escribe en el prefacio, salí de Barcelona. En la Rambla se oían tiros. El sol brillaba resplandeciente, el cielo estaba azul y sin nubes, yendo a juntarse allá a lo lejos con el mar, cuyas olas jugueteaban en la orilla. En la Rambla se oían tiros. Cansado de las traiciones de Madrid, donde se había vendido a la patria al por mayor y al por menor, el pueblo protestaba. La Policía y el Ejército le rechazaban, dejando en pos de sí heridos y cadáveres. Los soldados se batían de mala gana. Eran ciudadanos también: sabían cuántos millones se recibieron de los Estados Unidos por una paz vergonzosa y cómo en sólo un año fue robado el Tesoro por ladrones que ningún fiscal se atrevía a acusar. Aquí no hay escuelas; los Tribunales militares substituyen a los civiles… Mecida por el mar, acariciada por el sol, embriagada por el aroma de las flores, la nación incomparable duerme con pesadillas de fiebre, y sólo Cataluña, como un oasis en medio del desierto, marcha audazmente hacia la luz, la riqueza, la libertad y la moral. Pero no hay para qué tener en cuenta sus esfuerzos: ni ella gusta de los castellanos, ni los castellanos de ella». Y completando su pensamiento dice en otro lugar: «España es el negro mausoleo de un pueblo muerto prematuramente. ¿Resucitará? Y, a modo de respuesta, un sacerdote sentado al lado mío, murmuró suspirando: ¡Beati qui moriuntur in Domine!»[257].
Algunos años después, en 1907, viene a vemos un alemán, Diercks, y después de Hendaya, «con todos los adelantos de la cultura europea y la extraordinaria animación de sus calles y cafés», Fuenterrabía le sugiere penosas reflexiones. «No parece, dice, sino que aquellos viejos que habitan las sombrías casuchas han sido olvidados por la muerte y pertenecen a los tiempos pretéritos en que se edificaron sus hogares. Sin la menor idea ni la más mínima comprensión del progreso moderno, pasan estas gentes la vida en inmovilidad mental, en tanto que los curas, frailes y jesuitas que vemos entrar y salir de las casas, cuidan de que la mente de sus moradores no se eche a perder con las heréticas ideas de nuestro tiempo». Casi todas las descripciones de monumentos y de ciudades se inspiran en este prejuicio, sin recordar, tal vez, que en Alemania abundan las ciudades históricas, vetustas y sombrías, y que los habitantes de sus villas, y aun de sus capitales de provincia, no suelen descollar ciertamente por lo avanzado de sus ideas ni por su liberalismo religioso. Según Diercks, la religión influye más que la política en nuestra patria. El Estado español no ha perdido con el transcurso del tiempo el carácter religioso que siempre tuvo, y la Iglesia española, no solamente ha conservado la posición que ocupaba en la Edad Media, sino que ha aumentado su poder, ha detenido a su albedrío el movimiento de progreso y ha perseverado en su actitud, a pesar de la cultura moderna, con mayor energía que en ningún otro país católico. Ha perdido instituciones como la Inquisición, pero ha compensado esta pérdida con el influjo que ejerce sobre el pueblo por medio de los jesuitas, del clero y de las Ordenes monásticas. La Iglesia defiende lo suyo amenazando al Estado, constituyendo un Estado inmensamente rico y poderoso que ejerce supremacía sobre el Estado civil, que le suscita dificultades y que triunfa siempre, tenga o no razón. Los adeptos de otras religiones, especialmente los luteranos, son para la Iglesia herejes y nada más, y les perjudica por todos los medios posibles y Les niega toda clase de derechos. «La historia de la propaganda evangélica en España, prosigue, Diercks, es uno de los capítulos más deplorables de la historia de este país, y, al mismo tiempo que demuestra el espíritu de sacrificio de los misioneros protestantes, que no se dejan arredrar ante el peligro j siguen propagando sus ideales, a pesar del martirio y de los horrores de la prisión, revela también que la Iglesia no retrocede ante el empleo de los procedimientos más odiosos para anular, en perjuicio de los protestantes, el sentido de la Constitución». No podemos analizar aquí todo el libro de Diercks; contentémonos con añadir que, a su juicio, «los españoles han hecho muy poco durante toda su vida histórica, se han dejado influir por pueblos y dinastías extrañas, han demostrado escasa iniciativa, se han conducido pasivamente y no han dado de sí lo que podía esperarse de ellos»[258].
Más violento y desagradable que el libro de Diercks es el de Ward[259] que lleva el titulo de La verdad acerca de España. Con sólo ver la artística cubierta de este libro, la cual representa una reja del famoso castillo de Montjuich con unos presos asomados, se comprende que Mr. Ward escribió su obra bajo la impresión de los sucesos de 1909. Leyéndola, esta impresión se ratifica. Para Mr. Ward España es un inmenso sepulcro, un lodazal inmenso, del cual emanan mefíticos vapores, un país podrido, una nación irremisiblemente condenada a desaparecer. Su propósito al escribir este libro no es censurar a los individuos, que deben considerarse como efectos y no como causas, ni tampoco asestar un nuevo golpe a su imperio muerto. No aspira más que a señalar las verdaderas causas del mal, ya que los observadores ingleses han incurrido en graves e inexplicables errores, y a prestar así un servicio, no solamente a sus compatriotas, sino a los mismos españoles. Mr. Ward estudia sucesivamente el problema político, el religioso y el social, que al fin y al cabo, se condensan en uno solo: el clerical. Nos habla del caciquismo, «causa del atraso moral y social de España y de su impotencia en el concierto de las naciones»; del separatismo que late sordamente en todas las provincias, fomentado por falta de comunicaciones ferroviarias y por la ignorancia imperante, al contrario de Inglaterra, en donde «la libertad, la facilidad de relaciones y la educación han hecho más que todas las leyes por la reconciliación y la unidad de ingleses, escoceses e irlandeses»[260]; asegura que el anarquismo ha hecho más por el progreso intelectual de las masas que ninguna otra organización española, y que gran parte del escaso progreso realizado desde 1870 en la enseñanza primaria de las grandes poblaciones, se debe a los esfuerzos de los anarquistas y dice que las Ordenes monásticas poseen la tercera parte de la riqueza nacional, influyendo decisivamente en las minas de Vizcaya y del Rif, en las fábricas de Barcelona, en los naranjales de Andalucía, en la Transatlántica y en los ferrocarriles del Norte… «La siniestra influencia del clero católico en las elecciones es conocida de cuantos han estudiado a España. Desde el púlpito de la catedral hasta el de la iglesia más moderna, el sacerdote denuncia al candidato que se atreve a rechazar la tutela del clero y, bajo pena de excomunión, ordena a su grey que vote con arreglo a los dictados de la Iglesia. Frailes y monjas actúan de espías, y pobre del que se atreve a votar en un pueblo contra lo que le manda el cura si no se baila, moral y financieramente, por encima de toda persecución». Y a continuación expone Mr. Ward los distintos aspectos del problema clerical: trabas que opone el clero a la difusión de ciertas ideas; intolerancia religiosa; persecuciones de que son objeto los protestantes; intromisión del sacerdote en el nacimiento, el matrimonio y la muerte de los individuos… Y a renglón seguido afirma que el catolicismo es en España no una religión, sino un trust, que ha adquirido tal influjo en el país, que cuando no puede persuadir u obligar, compra, y cuando tampoco esto es posible, mata.
Casi al mismo tiempo que Mr. Ward, cuya obra se tradujo inmediatamente al castellano y dio lugar a algún incidente en las Cortes, estuvieron en España Mr. Bensusan[261], Laborde[262], Lainé[263], Ricard[264], y Mr, Frank, gran andarín, que se propuso recorrer a pie nuestra patria y lo consiguió. Como era de esperar, un día el cansancio le rindió a las puertas del Escorial y Mr. Frank se durmió y soñó: «Primero, dice, describiéndonos su sueño, desfiló una procesión de toda España, arrieros, campesinos, mujeres andaluzas, curas, vagabundos, aguadores, mercaderes y mendigos. A continuación de ellos venían dos guardias civiles que me miraron fijamente al pasar. Luego, de pronto, surgieron moros de todas clases y tamaños, danzando alrededor mío. Parecía como que celebraban una victoria o se preparaban a algún sacrificio mahometano. Un morabito se adelantó hacia mí empuñando un cuchillo. Di un salto: una campana sonó pausadamente y la amenaza se desvaneció como humo. Pero… allá en lontananza, en una hoquedad de la sierra, descubrí poco a poco la silueta de un hombre sentado, pensativo, con los codos apoyados en las rodillas, mirando cejijunto hacia donde yo estaba. Llevaba vestiduras reales. De repente pareció levantarse y crecer. Un letrero sobre su pecho rezó: FELIPE II. Siguió creciendo hasta ocultar la misma sierra y luego echó a andar hacia mí. Acompañábale una mujer cogida de su mano y en ella reconocí a María la Sanguinaria, que parecía haber abandonado su Reino insular para juntarse con su tétrico esposo. Aparecieron nuevas figuras. Primero, Herrera, torpe, lúgubre, extraño como el edificio que construyó; después de una multitud a través de la cual se abrió paso un hombre cuya corona llevaba el nombre de Pedro, atravesando con su espada a cuantos estaban a su alcance, jóvenes y viejos, despiertos o dormidos, a la vez que se reía de un modo salvaje. De repente, salió no sé de dónde un hombre de ojos hundidos, como de cincuenta años, con un grueso volumen encuadernado en pergamino, bajo el brazo, sonriéndose cínicamente, pero con indulgencia, cual si quisiera darse a conocer. Galopó por la sierra otro hombre, bastante parecido a él, montado en la caricatura de un caballo y detrás de él iba un labriego muy grueso montado en un asno. El caballero saltó de su cabalgadura y abrazó al del in folio en pergamino, y luego, volviendo a montar, se lanzó lanza en ristre, contra Felipe II, que huyó arrastrando a María, montaña arriba hasta perderse de vista. Un ruido llamó mi atención hacia otra parte. A través de la llanura marchaba un magnífico cortejo de moros, cada uno de los cuales llevaba su propia cabeza cogida de los cabellos… ¡Los Abencerrajes!, grité, y entonces vi que desaparecían y que sólo quedaba Felipe II y un grupo de figuras indistintas. Hizo un gesto y vi que estas figuras se aproximaban llevando centenares de instrumentos de tortura. Tañían lúgubremente las campanas. Un cura se adelantó crucifijo en mano y exclamó con voz sepulcral: ¡La hora de los herejes ha sonado! Tañeron las campanas. Acercábanse los verdugos. Traté de levantarme… y desperté»[265].
Un francés, M. Dauzat, exclama en un libro reciente: «Basta ya de leyendas de bellas cigarreras… de sesenta años; de cortesía castellana que consiste en burlarse de la gente y en escupir; de bellas españolas sin cintura ni pescuezo, pesadas como hipopótamos; de la bella Andalucía, que es la tierra más pelada y árida de Europa después de Castilla»[266]. M, Dauzat destruye de una plumada todas las leyendas: la de la belleza femenina, simbolizada por la Carmen de Mérimée y de Bizet y por las mujeres descritas por Dumas, Gautier y lord Byron; la de la tierra que enamoró a Antoine de Latour y antes que a él a Washington Irving, y hasta la del valor y la cortesía, que es lo único que en nosotros reconocen Diercks y Frank. Según Dauzat, el pueblo español est foncièrement lâche, ignora las audacias francesas y sólo tiene valentía cuando se reúnen ciento contra uno, Buckle, Niebuhr, Guizot y Ward se quedan en mantillas al lado dél apreciable M. Dauzat.
Para un libro sensato que vea la luz en estos tiempos tratando de España, hay diez que tienen por única y exclusiva finalidad de denigrarnos o de ponernos en ridículo. ¡Tienen tanta aceptación los libros fantásticos e insultantes y tan poca los sensatos y verídicos! El de Ward se tradujo inmediatamente; creemos que no se ha hecho lo mismo con los de Rene Bazin[267], Bratli[268], Havelock Ellis[269], Shaw[270], y alguno más. Escritos como los de Dauzat[271], Hans Kinks[272], Vising[273], Teodoro Simons[274] y Schulten[275], parecen más científicos qué las investigaciones desapasionadas de Meyradier[276] o de Bertrand[277]. Un alemán como Simons, que dice que Barcelona es una ciudad entregada al clero, que con la expulsión de los judíos desapareció de España para siempre la ciencia, la industria, la mano de obra y por ende el dinero, y que describe un auto de fe en pleno siglo XIX, u otro como Schulten que asegura que «tienen los iberos y los bereberes, como rasgo característico la falta de cultura, es decir, la incapacidad de ser cultos, y de asimilarse la cultura de otros», tendrá siempre más derecho a la consideración y al respeto de nuestros intelectuales que el de otro alemán, como Alban Stolz[278] que sentía por España el más vivo entusiasmo o el de un francés, como Brunetiére, que la declaraba maestra de su patria en literatura[279].
Quién va a hacerle caso a Havelock Ellis cuando escribe: «Las cualidades especiales del genio español, hay que reconocerlo, encontraron sus más espléndidas oportunidades en una época de la historia del mundo que, por lo menos, en su aspecto físico, ha desaparecido para siempre. España ha llegado a una edad que se contenta con pedir y recompensar empresas industriales y comerciales para las cuales se necesitan iniciativas menos brillantes. Grande como es, sin embargo, la riqueza natural del país, no experimentamos el menor deseo de ver a España empleando sus bellas energías en tarea no más alta que la de competir, en escala inferior, con Inglaterra y Alemania… Está España arreglando su situación económica y política, pero por encima de esta tarea hay problemas en el porvenir del progreso humano, que, tenemos derecho a esperarlo, reservarán a España un papel tan valioso y principal como el que antaño representó en los problemas del mundo físico. Conservando y aplicando de nuevo sus antiguos ideales, España otorgará nuevamente al mundo bellos presentes de orden espiritual»[280].
Preferimos terminar con este párrafo, al cual ya hemos aludido en otro lugar, el resumen de tantos juicios desagradables o adversos, y entrar en el estudio de la deformación de nuestra historia con la esperanza en un porvenir más lisonjero, que ya empieza a realizarse en medio del tremendo cataclismo a que han llevado a los pueblos cultos y progresivos las empresas exclusivamente industriales y comerciales, fruto de un positivismo al que siempre afortunadamente, fuimos extraños.