IV
LA LEYENDA NEGRA EN ALGUNOS ESPAÑOLES EN LAS HISTORIAS DE ESPAÑA

Como era de esperar, la leyenda antiespañola ejerció principalmente su influjo sobre los historiadores españoles. Algunos se libraron de él y hasta lo combatieron como Forner, Cavanilles, Nuix, Masdeu, Lampillas, y otros varios, pero los más sucumbieron y se dejaron arrastrar por la corriente de infundios y mentiras filosóficas. Entre éstos descuella, por múltiples razones, don Juan Antonio Llórente. Fue Llórente, aunque sacerdote y Secretario general de la Inquisición, uno de los representantes más conspicuos que tuvo en España el enciclopedismo de allende el Pirineo. Fue tan antirreligioso como Raynal, que también era sacerdote; tan amigo de sus conveniencias como Voltaire; tan afrancesado como Marchena, aunque no tan audaz, y tan antiespañol como cualquiera de la secta. Como español, estuvo al servicio de José Bonaparte; como secretario de la Inquisición, abusó de su cargo para entrar a saco en los archivos de la Suprema, destruir los documentos que le pareció conveniente, y utilizar para sus fines, los que creyó oportuno; como súbdito de un país que tenía grandes posesiones en América, editó las obras de Las Casas y les puso un sugestivo prólogo, y como sacerdote, se burló de los Papas y resucitó la leyenda de la Papisa Juana. En una palabra, toda la actividad de Llórente se encaminó a secundar los propósitos de sus maestros franceses y a desprestigiar lo más posible a su patria. Su obra más importante es la Historia Critica de la Inquisición de España, publicada en Madrid en 1822 y traducida al francés inmediatamente, bajo su misma dirección. No había sido éste su primer ensayo en la materia, pues ya en 1812 había escrito unas Cartas a M. Claussel de Coussergues sobre el mismo tema y publicado los Anales de la Inquisición en 1817. En el prólogo de éstos dice Llórente que la casualidad le había puesto en estado de ser el único que podía escribir una historia de la Inquisición, si no completa, a lo menos lo bastante para dar a conocer los sucesos principales «del establecimiento español que por el espacio de trescientos treinta y dos años ha dado a los literatos del orbe conocido, más ocasiones de censura que otro alguno. Me creería, añade, reo de criminal silencio si no comunicase al público la noticia de los hechos que con dificultad podría compilar otro escritor sin pasar más tiempo del que permiten la curiosidad general y el justo deseo de los hombres que aman la ilustración de un asunto envuelto en tinieblas y equivocaciones».

Y para que no siguiese el asunto envuelto en tinieblas ni en equivocaciones, redactó Llórente su Historia critica, e hizo en ella un cálculo aproximado de las victimas del Santo Oficio, que sirvió de base a las amenas disertaciones de los eruditos extranjeros. ¿Quién iba a dudar de las aseveraciones del Secretario general del Santo Oficio? A Llórente le debemos, por lo tanto, parte nada escasa de la literatura antiespañola de siglo XIX[399].

Pero en este siglo lo que más sorprende al que recorre Jos estantes de las bibliotecas no es que haya habido historiadores como Llórente, sino que haya habido tan pocos historiadores españoles. Abundan las monografías; las historias, no. Si prescindimos de don Antonio Cavanilles, cuya Historia no llegó a terminarse, y de Ortiz y Sanz, que escribió un Compendio cronológico, nos encontraremos únicamente con las Historias de Tapia y Morón, con la de Gebhardt, con el Bosquejo histórico, de Martínez de la Rosa y con las Historias de Lafuente y Morayta. En realidad, historias imparciales y científicas sólo tenemos la de Lafuente, la de Gebhardt, y la moderna y bien orientada del señor Altamira acerca de la cultura española.

La leyenda negra ha ejercido su funesta influencia sobre la mayor parte de nuestros historiadores[400]. Cojamos una historia cualquiera de nuestra civilización, la de Tapia, por ejemplo[401], y veremos que en ella nos habla de las maléficas cualidades de Felipe II, de su política absurda, causa de la ruina de España y de los horrores de la Inquisición[402]. Veamos otra historia, el Bosquejo histórico, de Martínez de la Rosa[403], y observaremos la misma tendencia e idénticas fuentes de información. En la de Tapia salen a relucir las lucubraciones de Watson y de Robertson, lo mismo que en la de Martínez de la Rosa. Para éste, «el mismo principio de despotismo y de intolerancia de que parecía poseído el ánimo de Felipe II, fue el que dio pábulo al descontento de aquellas provincias (los Países Bajos), y el que cerró al fin todas las puertas a la reconciliación y concordia». Don Modesto Lafuente, autor de la historia más conocida y más justamente estimada, lo mismo histórica que literariamente, aun dando pruebas de mayor cautela y de más erudición, no vacila en confesar que admira las grandes cualidades políticas de Felipe II, pero que «todos sus actos llevaban el sello del misterio y de la tenebrosidad». «Sombrío y pensativo, suspicaz y mañoso, añade, dotado de gran penetración para el conocimiento de los hombres y de prodigiosa memoria para retener los nombres y no olvidar los hechos, incansable en el trabajo y expedito para el despacho de los negocios, tan atento a los asuntos de grave interés como cuidadoso de los más meros accidentes, firme en sus convicciones, perseverante en sus propósitos, y no escrupuloso en los medios de ejecución, indiferente a los placeres que disipan la atención y libre de las pasiones que distraen el ánimo, frío a la compasión, desdeñoso a la lisonja e inaccesible a la sorpresa, dueño siempre y señor de si mismo para poder dominar a los demás, cauteloso como un jesuita, reservado como un confesor y taciturno como un cartujo, este hombre no podía ser dominado por nadie y tenía que dominar a todos, tenía que ser un rey absoluto… Sea lo que quiera, creemos que hubiera podido ser Felipe el mejor Inquisidor y el mejor jesuita, como el más diestro embajador y el más astuto ministro. Era Rey; lo reunía todo»[404].

Hablando de la Inquisición, escribe Lafuente: «Una negra nube aparece, no obstante, en el horizonte español, que viene a sombrear este halagüeño cuadro (se refiere al que ofrecía España bajo el reinado de los Reyes Católicos). En el reinado de la piedad se levanta un tribunal de sangre… Se establece la Inquisición y comienzan los horribles autos de fe. Los hombres, hechos a imagen y semejanza de Dios son abrasados, derretidos en hogueras porque no creen lo que creen otros hombres. Es la creación humana de que se ha hecho más pronto, más duradero y más espantoso abuso. Los monarcas españoles que se sucedan, se servirán grandemente de este instrumento de tiranía que encontrarán erigido, y el fanatismo retrasará la civilización por largas edades…». Y más adelante nos habla Lafuente del fatídico fuego de las hogueras del Santo Oficio que ahogaba en el interior la vida política de la nación y de que parece incomprensible «el desarrollo intelectual a que llega España comprimida por la Inquisición»[405].

El señor Morayta se muestra en su Historia de España, todavía más apasionado. «Nadie rezó, ni oyó misa, ni comulgó, ni ayunó más veces más devotamente que Felipe II, escribe; y nadie invocó con mayor repetición y reverencia el nombre de Dios; cuanto hizo en su largo reinado, a su santa gloria, decía él, se encaminaba… Y, sin embargo, irrespetuoso y desconsiderado para con su padre, él fue quizás, el único de cuantos conocieron al emperador que no vio en él uno de los héroes de la humanidad. Lúbrico y libertino en su juventud, al poner su autoridad monárquica al servicio de sus pasiones, dejó tras sí la memoria de la princesa de Éboli… Fue un mal hombre y un mal rey…»[406]. Y comentando el famoso Decreto de Felipe II sobre comunicación con Universidades extranjeras, exclama Morayta: «¡Medir por un rasero al criminal y al que estudiaba! Pero ya se ve, sólo aislando a España del resto del mundo, podía preservársela de contagios infecciosos. ¡Oh, unidad religiosa, sostenida durante tres siglos, a costa de haber convertido un pueblo viril en masa abyecta de ignorantes y de gandules! ¡Maldita sea la Inquisición!, añade. Y no se disculpe su existencia diciendo que estaba en la corriente de los tiempos, pues entonces no hay razón para censurar Jas liviandades de Mesalina y Agripina ni las infamias de Tiberio, de Calígula y de Nerón, que distraían y agradaban a los romanos, tanto, por lo menos, como las suntuosidades de un auto de fe a los contemporáneos de Felipe II»[407].

Otro historiador contemporáneo, el señor Ortega y Rubio, se expresa en términos análogos. «No heredó Felipe II, escribe, los arrebatos belicosos de su padre; pero sí el odio a los protestantes, que fueron perseguidos en el reinado de Felipe con más encono y con crueldad mayor que lo habían sido bajo el poder de Carlos, El anhelo de dominación fue tan poderoso en Felipe II, que persiguió constantemente el ideal absurdo y fuer de absurdo irrealizable, de que todos los hombres pensaran como él y de que le fuese dable encadenar los espíritus de sus vasallos lo mismo que podía encadenar sus cuerpos». En estas aspiraciones se hallan condensados los motivos de cuantos actos realizó este monarca en su largo reinado. Sus guerras, continuación de las sostenidas por Carlos V, sus bodas, llevadas a cabo siempre con interesadas miras, su lucha con Paulo IV; los castigos, con todos los indicios de personales venganzas, impuestos a muchos hombres ilustres; su apoyo incondicional, absoluto a cuanto disponía el Tribunal del Santo Oficio; cuanto la historia refiere de ese rey y cuanto la leyenda le atribuye, reconocen para fundamentar ese carácter dominante que no combatido, antes bien, halagado, desde los primeros años, por quienes tenían el deber, que cumplieron mal, de educarlo, llegó a convertirse en cierta especie de insania, de que posteriormente se apoderaron noveladores y dramaturgos para su labor artística… No es necesario recurrir a tales extremos para que la personalidad histórica de Felipe señale siempre página triste, nota ingrata en nuestra historia. Sus actos solos, sin que la fantasía del poeta les preste negruras, bastan y sobran, lisa y llanamente referidos, y aun muy a la ligera indicados, para que se forme juicio exacto de aquel Hey suspicaz, cruel, vengativo, que ocupó durante cuarenta años el trono de España[408]. Y el mismo autor añade; «Algún historiador se consuela diciendo que María e Isabel de Inglaterra, Catalina de Médecis y Carlos IX de Francia no eran mejores que Felipe TI. Sea en buena hora, contestamos nosotros, pero ¡desgraciados los pueblos que tienen tales reyes! El historiador no ha menester, ni debe en caso alguno, acudir a la leyenda en solicitud de datos: con atenerse a hechos comprobados, con narrarlos tales cuales fueron, cumple el deber que al acometer su labor se impuso. Verdaderas enormidades realizó con frialdad aterradora Felipe II en Flandes; por mandatos suyos se verificaron allí ejecuciones horribles, en las cuales se destaca siempre o casi siempre, como nota dominante, la deslealtad, el incumplimiento de formales promesas. Consecuente en sus procederes de crueldad, tan dispuesto se le halla para presidir autos de fe y llevar a ellos si es necesario el primer haz de leña, como para ser el primero en felicitar a Carlos IX de Francia por la horrorosa matanza de la noche de San Bartolomé».

Después de todo, el señor Ortega y Rubio no hizo más que seguir la tradición de don Cayetano Manrique[409] y del duque de San Miguel[410], de Güell y Renté[411], de Adolfo de Castro[412], y de algunos otros españoles, por más que en ello les aventaje don Juan Sixto Pérez que hacia 1878 se expresaba de este modo en la Revista de España: «¿Qué importa que matara a su hijo; qué significa que envenenase a la hermosa y noble princesa Isabel de Valois, el que se atrevió a clavar el puñal en el corazón de España, el que cortó a mano airada y alevosa el hilo del hispano destino, el que arrojó la flor y nata de sus súbditos en las hogueras de la Inquisición, el que aterrorizó y enloqueció a la nación que tenía encargo de gobernar y engrandecer? ¿Qué importa que matase a su hijo, el rey que mató a su patria? La Inquisición le había educado en estas monstruosísimas ideas. Durante este reinado, nadie lo ignora, la influencia de aquel tribunal de asesinos fue preponderante, no sólo en el organismo del Estado, si que también en la conciencia del monarca. En las tinieblas de la conciencia de Felipe II el pueblo español era un instrumento de salvación y como el precio del rescate del alma del rey; era un Agnus Dei destinado a llevar la honrosa carga de los regios pecados; era como el plantel de victimas nacidas para alimentar las hogueras del Santo Oficio. He aquí el fenómeno psicológico que al propio tiempo que determinó la política de Felipe II, dio a su tiranía un carácter especial, horrible, monstruoso»[413].

Dejando ya a un lado la figura de Felipe II y pasando al estudio del pueblo español, citaremos algunas opiniones emitidas por españoles de reconocida y justa reputación.

El señor Núñez de Arce dedicó su Discurso de ingreso en la Real Academia española al influjo ejercido en España por la intolerancia religiosa, causa de nuestra decadencia intelectual. Después de trazar elocuentemente el cuadro del estado a que llegaron en España las ciencias y las artes, dice que la exuberancia misma de aquel desenvolvimiento era el síntoma más grave de la incurable enfermedad que debía poner breve término a su atormentada vida. «Sujeto por innumerables trabas, dice, nuestro pensamiento iba lentamente apocándose bajo la sombría, suspicaz e implacable intolerancia religiosa, que se abalanzaba sobre aquella sociedad indefensa, envolviéndola en sus invisibles redes para poder a mansalva extinguir con el hierro y el fuego las opiniones calificadas de sospechosas, hasta en lo más recóndito del hogar y en lo más hondo de la conciencia. En nombre de un Dios de paz, los tribunales de la fe sembraron por todas partes la desolación y la muerte; atropellaban los afectos más caros; ponían la honra y la vida de los ciudadanos a merced de delaciones, muchas veces anónimas, inspiradas quizás por la ruin venganza, por la sórdida codicia o por terrores o escrúpulos supersticiosos; relajaban los vínculos sagrados de la familia, imponiendo, bajo pena de excomunión a los padres, el ingrato deber de acusar a sus hijos, a los hijos la terrible gloria de vender a sus padres…». Y aun cuando el señor Núñez de Arce reconocía que la lucha religiosa había sido idéntica en toda Europa, hallaba que la «intolerancia española fue peor porque pecó de reflexiva y regularizada»[414].

Un concepto muy semejante tenía de los españoles el señor Moret. «El fondo distintivo del pueblo español, decía al inaugurar en el Ateneo la serie de conferencias dedicadas a la España del siglo XIX, es el temple de hierro de su carácter, su fiereza de temperamento, la inquebrantable dureza en la lucha, la indiferencia en el sufrimiento. Cualidades conservadas y estimuladas por la literatura, la Inquisición y los toros». Recordaba el señor Moret la última escena del Médico de su honra y decía: «Al lado de esta literatura se alza el auto de fe. En nombre de la religión, en nombre de Dios misericordioso, para su gloria y por su clemencia, se convoca al pueblo a ver cómo se tuesta a un hereje, y el pueblo asiste a oír los últimos quejidos de un infeliz que se retuerce en horrible convulsión, o a contemplar el valor verdaderamente sublime con que otro aguanta, en nombre de sus convicciones, el suplicio que por ellas le imponen en el afrentoso cadalso de la Inquisición. Y por si esto se olvida, por si se debilita aquel sentimiento caballeresco que por cualquier cosa tira de la espada, por si se amengua este desprecio a la vida, o por si el corazón no se ha endurecido lo bastante con los autos de fe, ahí queda el circo de toros. Resulta, pues, que sea cual fuere el motivo, en la punta de una bayoneta como en la hoja de un puñal, impulsado por una venganza, por odios, por celos, quizás por fanatismos religiosos, siempre habrá en este pueblo español una indiferencia de la vida que el día en que la lucha se atice dará horrores y matanzas por todas partes»[415]. Así pensaba el señor Moret.

Don Juan Valera, tan ecuánime siempre, veía la causa de nuestra decadencia en otro orden de ideas. «La enfermedad estaba más honda. Fue una epidemia que inficionó a la mayoría de la nación o a la parte más briosa y fuerte. Fue una fiebre de orgullo, un delirio de soberbia que la prosperidad hizo brotar en los ánimos al triunfar después de ocho siglos en la lucha contra los infieles. Nos llenamos de desdén y de fanatismo a la judaica. De aquí nuestro divorcio y aislamiento del resto de Europa. Nos creíamos el nuevo pueblo de Dios». Para Valera fue el orgullo lo que nos perdió[416].

Pero ¿qué eran estas frases al lado de las que se leen en los trabajos de Pompeyo Gener? ¿No trató este escritor de demostrar la exactitud de los famosos versos de Bartrina? ¿Qué libro extranjero contiene mayor número de errores ni apreciaciones más apasionadas que su estudio titulado De la incivilización de España? ¿Sabe el lector lo que era el ejército enviado a Flandes por Felipe II para quemar a los herejes? «Veteranos aguerridos en los combates, segundones sin fortuna, bastardos no reconocidos, asesinos salvados de la horca por algún personaje, bandoleros acogidos a indulto, tránsfugas de las aulas, rufianes de oficio, tahúres de profesión, espadachines a sueldo, aventureros de mil especies, en fin, toda la canalla de Madrid, de Toledo, de Sevilla, de Nápoles y de Sicilia, he aquí el personal de los primeros tercios de Flandes, que ansioso de botín, ávido de pillaje, se dirigía a aquel país que el rey de las Espadas les había señalado cual nueva tierra de promisión en pago de sus proezas…». A este ejército le acompañaba un clero «feroz, sanguinario, que sonaba con un Cristo soberano señor de la muerte, al cual había que incensar, cual moloch semita, con el humo de la carne de las víctimas humanas… Un enjambre de frailes, de familiares y de corchetes, llevaba en sus equipajes los instrumentos de tortura. Y en amigable consorcio con los esbirros del Santo Oficio y los soldados del rey Felipe, un burdel… Cuatrocientas cortesanas cabalgaban a vanguardia para el uso de capitanes y teólogos, bellas y bravas como princesas, y detrás seguían a pie más de ochocientas para los goces de la soldadesca…». ¿Quién mandaba este ejército? El duque de Alba… «Felipe II y el duque de Alba. Dos personas distintas y una sola conciencia negra. Los dos reunidos seméjanse a la feroz estatua de Siva, con dos cabezas y cuatro brazos. Del lado derecho la cabeza pálido amarilla, ceñida de la Corona Real, el mundo en una mano y el cetro en la otra, insignias de su poder sobre la tierra; del lado izquierdo una cabeza ceñuda con un casco borgoñón, blandiendo una espada de verdugo con una mano y teniendo en la otra la llama del Santo Oficio; basándose el horrible coloso sobre un montón de calaveras humanas…». Según el señor Gener el duque de Alba padecía de furor homicida. Su temperamento le impelía a la matanza al por mayor, acuchillaba en masa, arcabuceaba por pelotones…

Peor todavía es lo que dice este escritor de nuestra colonización. «Lo que los aventureros españoles hicieron en América, esto ya ni se puede describir; basta saber que en las islas como Cuba y Puerto Rico no quedó un solo indígena con vida, y que las razas indias de todo el continente americano tuvieron que refugiarse tierra adentro en las espesuras de los bosques vírgenes o en las altas cordilleras para escapar al exterminio. Las minas de oro fueron el cebo que atrajo a las Indias occidentales a todos los hambrientos de la península para enriquecerse, apoyados por el Gobierno de Su Majestad Católica, a fin de que enviaran galeones llenos de lingotes para el rey y para la Iglesia. España vivió durante dos siglos del robo y del exterminio ejercido en ambos continentes por sus virreyes, único medio con que podían subvenir a sus inmensas necesidades: el altar y el trono»[417]. ¿A qué seguir?

Hallada piensa casi lo mismo. «¿Sería posible, dice, que física e intelectualmente considerados, seamos los españoles de notoria inferioridad con relación a los demás europeos?». Mallada cree que lo somos. «La fantasía es nuestro principal defecto. Es nuestra pereza tan inmensa como el mar… La ignorancia y la rutina son naturales consecuencias de la pereza…»[418].

Después de la guerra con los Estados Unidos se exacerbaron los ánimos. Costa llamó a los españoles, «raza atrasada, imaginativa y presuntuosa, y por lo mismo, perezosa e improvisadora, incapaz para todo lo que signifique evolución, para todo lo que suponga discurso, reflexión, labor silenciosa y perseverante… El pueblo español, rezagado de más de tres centurias, indigente, anémico, ineducado, escaso de iniciativas, perdida la brújula, sin arte para redimirse… Raza improvisadora, exterior, vanílocua, que no sabe vivir dentro de si, ni hacerse cargo del minuto presente con relación al que ha de seguir…»[419].

Luis Morote insistía en el carácter intolerante de los españoles y recordaba que siendo apaganos aplaudían los furores de Diocleciano, que más tarde persiguieron a los priscilianistas; que después fueron los arríanos los perseguidos; que por último lo fueron los judíos, y que la Inquisición remató la obra de exterminio. En España, según él, predomina el espíritu regresivo, el alma intolerante, que en otros tiempos la empujó a la guerra con otros pueblos[420].

No hablemos ya, diremos con palabras de Unamuno, de «aquella hórrida literatura regeneracionista casi toda ella embuste, que provocó la pérdida de nuestras últimas colonias americanas, trajo la pedantería de hablar del trabajo perseverante y callado, eso sí, voceándolo mucho, voceando el silencio, de la prudencia, la exactitud, la moderación, la fortaleza espiritual, la sindéresis, la ecuanimidad, las virtudes sociales, sobre todo los que más carecemos de ellas. En esa ridícula literatura caímos casi todos los españoles, unos más y otros menos, y se dio el caso de aquel archiespañol, Joaquín Costa, uno de los espíritus menos europeos que hemos tenido, sacando lo de europeizarnos y poniéndose a cidear mientras proclamaba que habla que cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid, y… conquistar África… Y yo, di un ¡muera Don Quijote!, y de esta blasfemia, que quería decir todo lo contrario que decía, así estábamos entonces, brotó mí vida de Don Quijote y Sancho, y mi culto al quijotismo como religión nacional»[421]. No, no hablemos de aquella hórrida literatura. No recordemos las frases desalentadas, tétricas de los jóvenes regeneradores, como Pió Baroja, que decía: «Todos nuestros productos materiales e intelectuales son malos, ásperos, desagradables. El vino es gordo, la carne es mala, los periódicos aburridos, y la literatura triste… Yo no sé qué tiene nuestra literatura para ser tan desagradable… Para mí una de las cosas más tristes de España es que los españoles no podemos ser frívolos y joviales. Triste país es donde por todas partes y en todos los pueblos se vive pensando en todo menos en la vida…»[422]. No recordemos tampoco los desdenes de «Azorín» por nuestros clásicos, ni su desprecio hacia el teatro español del siglo XVII, enfático e insoportable. Todo eso, lo mismo que otras observaciones y que otros estudios políticos y literarios de actualidad[423], merecerían una crítica que no podemos hacer aquí por muy tentados que estemos a emprenderla.

La leyenda negra ha ejercido, pues, una influencia lamentable sobre nuestra mentalidad. ¿A qué causas se debe esta influencia?