II
LA LEYENDA NEGRA EN LAS CORTES DE CÁDIZ

No vamos a poner en tela de juicio el patriotismo indiscutible de los españoles que bajo la amenaza de los cañones franceses transformaron políticamente la península. Su intención era admirable y el valor con que despreciaron las armas napoleónicas, sin precedentes en la historia. Su espíritu empero, el espíritu que anima los discursos de sus grandes oradores y de sus más ilustres reformistas era genuinamente francés. Las Cortes de Cádiz hacen efecto de una Asamblea nacional versallesca en los días famosos de los desprendimientos y de las renuncias liberales. La tradición española queda hecha trizas. Ni una sola voz se levanta para protestar contra las calumnias extranjeras. Al contrario, todas las reformas se hacen bajo el peso de aquellas calumnias y de aquellas difamaciones. Pavoroso pintan los legisladores gaditanos el problema religioso. Durante largas sesiones se discutió el problema de la Inquisición. En el dictamen de los diputados que informaron acerca de su supresión se lee:

«Este es el Tribunal de la Inquisición, aquel Tribunal que de nadie depende en sus procedimientos; que en la persona del Inquisidor general es soberano; puesto que dicta leyes sobre los juicios en que se condena a penas temporales; aquel Tribunal que en la obscuridad de la noche arranca al esposo de la compañía de su consorte, al padre de los brazos de sus hijos, a los hijos de la vista de sus padres, sin esperanzas de volverlos a ver hasta que sean absueltos o condenados sin que puedan contribuir a la defensa de su causa y la de la familia, y sin que puedan convencerse de que la verdad y la justicia exigen su castigo… Es el instrumento más a propósito para encadenar la Nación y remachar los grillos de la esclavitud con tanta mayor seguridad cuanto que se procede a nombre de Dios y en favor de la religión… ¡Los sacerdotes, los ministros de un Dios de caridad y de paz, decretar y presenciar el tormento! ¿Es posible que se ilustre una nación en la que se esclavizan tan groseramente los entendimientos? Cesó, Señor, de escribirse, desde que se estableció la Inquisición: varios de los sabios que fueron la gloria de España en los siglos XV y XVI o gimieron en las cárceles inquisitoriales o se les obligó a huir de una patria que encadenaba su entendimiento. La libertad de pensar y escribir perecieron con la Inquisición…»[393].

¿Quién decía esto? ¿Voltaire, Montesquieu, Raynal? No; lo decía un sacerdote español, Muñoz Torrero.

En vano algunos diputados protestaron contra la tendencia general del dictamen y generalmente contra los errores históricos y sus exageraciones absurdas. «No se puede decir, exclamaba Ostalaza, que la Inquisición sea una invención nueva de los reyes, pues es un hecho que comprueba la Historia que fue un establecimiento pontificio y que bajo esta o la otra forma existió desde los primeros siglos de la Iglesia… Yo me contraigo ahora, añadía, al grande argumento que hacen todos los ilustrados a la moda y que reproduce la comisión: a saber: que la Inquisición se opone al progreso de las luces. Pero antes quisiera preguntar a la Comisión, ¿de qué biblioteca sacó esa anécdota primorosa de que la ignorancia de los calificadores inventó esos autillos de fe que dicen insultan la razón y deshonran nuestra religión? Pero veamos cómo prueba que se cesó de escribir desde el establecimiento de la Inquisición. Toda la razón es que varios de los sabios que fueron gloria de España en los siglos XVI y XV, o gimieron en las cárceles del Santo Oficio o se les obligó a huir de su patria que encadenaba su entendimiento. Pero ¿quiénes son esos sabios? ¿Fueron, acaso, los Vives, los Granadas, los Sotos, los Canos, los Mogrovejos? ¿Cuándo florecieron más las letras y las artes que en el siglo inmediato al del establecimiento de la Inquisición? En el siglo XVI, digo, siglo de oro para España, como confiesan todos los sabios, y aun los extranjeros imparciales, sin exceptuar nuestros pestíferos vecinos, a quienes enseñamos en esa época hasta el arte de hablar y a cuya Corte se llevaban hasta las modas de la nuestra».

Pero estos razonamientos eran inútiles.

«Nació la Inquisición, exclamaba el conde de Toreno, y murieron los fueros y libertades de Aragón y Castilla… De modo que se presenta la Inquisición en España y adiós su libertad… Consiguió, por fin, en España la Inquisición acabar con la ilustración…». Y afirmaba muy seriamente Toreno que Cromwell exigió de España como preliminar de un tratado que se aboliese el Santo Oficio. «No concebía que pudiera entrarse en estipulaciones con una nación que abrigaba en su seno un Tribunal semejante». ¿Cómo iba a concebir semejante cosa el tolerante Cromwell, el perseguidor de los irlandeses católicos que sembró de ruinas y bañó en sangre la desgraciada isla?

«Tírese, decía Ruiz de Padrón, una rápida ojeada sobre la faz de la península después del establecimiento de la Inquisición y se verá que desde aquella desgraciada época desaparecieron de entre nosotros las ciencias útiles, la agricultura, las artes, la industria nacional, el comercio… Las ciencias y las artes son tan incompatibles con la Inquisición como lo es la luz con las tinieblas. Bastaba distinguirse como sabio para ser el blanco de este Tribunal… ¡Filósofos, teólogos, historiadores, estadistas, poetas, artífices, artesanos, comerciantes, hasta los mismos sencillos labradores, que son el apoyo principal de la nación, no escaparon de su vara de hierro! ¡Hasta cuando hemos de ser el ludibrio de las naciones!».

Así hablaban los legisladores de Cádiz, sin reparar en que hubieran podido muy bien suprimir la Inquisición, ya muy decaída, si no muerta, sin necesidad de falsear la historia y de hacer coro a los filósofos franceses, prorrumpiendo en denuestos tan filosóficos como los de ellos.

El gran poeta de aquella generación, Quintana, pensaba lo mismo que los diputados de la nación.

«¡Perdona, madre España! La flaqueza

de tus cobardes hijos

pudo abatirte así. ¿Quién de ellos nunca

sacrificó en tu altar? ¡Ah! vanamente

discurre mi deseo

por tus fastos sangrientos y el continuo

revolver de los tiempos; vanamente

busco honor y virtud: fue tu destino

dar nacimiento un día

a un odioso tropel de hombres feroces

celosos para el mal: todos te hollaron,

todos ajaron tu feliz decoro:

¡Y sus nombres aún viven! y su frente

pudo orlar impudente

la vil posteridad con lauros de oro…»[394].

El Secretario de la Regencia de Aranjuez, se expresaba así, recordando los incidentes de nuestra vida nacional:

«Y aquella fuerza indómita, impaciente,

en tan estrechos términos no pudo

contenerse, y rompió: como torrente

llevó tras si la agitación, la guerra,

y fatigó con crímenes la tierra.

Indignamente hollada

gimió la dulce Italia; arder el Sena,

en discordias se vio; la África esclava;

el Bátavo industrioso

al hierro dado y devorante fuego.

¿De vuestro orgullo en su insolencia ciego,

quién salvarse logró? Ni al indio pudo

guardar un ponto inmenso, borrascoso,

de sus sencillos lares

inútil valladar; de horror cubierto

vuestro genio feroz hiende los mares

y es la inocente América un desierto».

Por todas estas cosas, Europa, indignada, cayó sobre nosotros y nos oprimió. Pero donde la musa de Quintana raya a mayor altura poética y a menor altura la serenidad histórica, es en El Panteón del Escorial, donde exclama el vate:

«¿Qué vale ¡oh Escorial! que al mundo asombres

con la pompa y beldad que en ti se encierra,

si al fin eres padrón sobre la tierra

de la infamia del arte y de los hombres?

y bajando a los panteones, oye un grito.

Y en medio de la estancia pavorosa

un joven se presenta augusto y bello.

En su lívido cuello

del nudo atroz que le arrancó la vida

aún mostraba la huella sanguinosa;

y una dama a par de él también se vela,

que a fuer de astro benigno entre esplendores

con su hermosura celestial seria

del mundo todo adoración y amores.

¿Quién sois?, iba a decir, cuando a otra parte

alzarse vi una sombra, cuyo aspecto

de odio a un tiempo y horror me estremecía.

El insaciable y velador cuidado,

la sospecha alevosa, el negro encono,

de aquella frente pálida y odiosa

hicieron siempre abominable trono.

La aleve hipocresía

en sed de sangre y de dominio ardiendo,

en sus ojos de víbora lucía.

El rostro enjuto y míseras facciones

de su carácter vil eran señales,

y blanca y pobre barba las cubría,

cual yerba ponzoñosa entre arenales…».

Y la lúgubre composición termina con una imprecación de Carlos V a su hijo:

«¿Las oyes? Esas voces

de maldición y escándalo sonando

de siglo en siglo irán, de gente en gente,

Yo el trono abandoné: te cedí el mando,

te vi reinar… ¡Oh, errores! ¡Oh, imprudente

temeridad! ¡Oh, míseros humanos!

Si vosotros no hacéis vuestra ventura,

¿La lograréis jamás de los tiranos?».

Las Cortes de Cádiz y el secretario de la Regencia, estaban en punto a historia a la misma altura.