XV
BAJO EL FRANQUISMO
LA POSGUERRA
Toda la Vasconia española quedó en poder de los sublevados desde junio de 1937. El encargado de hacer entrega de las industrias siderúrgicas a los militares franquistas fue un antiguo miembro de Comunión Nacionalista pasado a ANV, Anacleto Ortueta. Para la izquierda, la negativa de Aguirre a apagar los hornos y dinamitar las principales fábricas fue el comienzo de una serie de traiciones a la República, que se prolongarían con la negociación secreta del PNV con los italianos y culminaría con el pacto de Santoña. Sin embargo, el presidente vasco obró con cordura: la destrucción de la industria pesada vizcaína habría supuesto la ruina de la región para bastantes años, lo que no obsta para reconocer que Aguirre le dio a Franco una baza importante. Al contrario de lo que había hecho el efímero gobierno vasco, los franquistas dedicaron las fábricas y la siderurgia de la ría a producir armamento y suministros para su ejército.
La represión se abatió sobre todos los vencidos, pero no por igual. Hubo sacas y fusilamientos de prisioneros nacionalistas, aunque en número inferior a los que se ejecutaron contra los de izquierda. Después de todo, los nacionalistas eran católicos, y los obispos tendieron a exculparlos y a echar toda la responsabilidad de su opción por la República sobre los dirigentes del PNV y del gobierno vasco, la mayoría de los cuales había conseguido huir. Hay que destacar que el ingeniero vizcaíno Juan de Ajuriaguerra, secretario de Aguirre, que había llevado personalmente las negociaciones de la rendición con los italianos, volvió de Francia a Santoña para compartir la suerte de los gudaris (los milicianos nacionalistas). Fue condenado a muerte, y posteriormente indultado. Pero las penas de cárcel, en general, resultaron más leves que las dictadas contra los militantes y simpatizantes de la izquierda, y para 1943 no quedaban ya en las prisiones nacionalistas vascos.
Tácitamente, se encomendó a la iglesia la tarea de recuperar a los nacionalistas vascos para la nueva España franquista y católica, pero ello exigía, en contrapartida, amortiguar en Vasconia el totalitarismo rampante del partido único, la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista. En la práctica, el decreto de unificación de Falange y del requeté fue en Vasconia papel mojado. Los carlistas vascos y navarros, hostiles en su mayoría a Falange, hicieron como si tal disposición no existiera. De ahí que la presencia del falangismo en la administración local fuese muy minoritaria. Las diputaciones y los ayuntamientos se encomendaron a monárquicos alfonsinos y a tradicionalistas. En 1942, un atentado de jóvenes falangistas en Begoña contra los carlistas que salían de una misa por sus caídos fue severamente castigado por el gobierno, y su ejecutor directo, un héroe de guerra condecorado por Hitler, condenado a muerte.
El carlismo, por otra parte, entró en una crisis interna tras la muerte sin descendencia del Pretendiente, Alfonso Carlos de Borbón, en septiembre de 1936. Este había designado como regente a su sobrino, Javier de Borbón Parma, pero un amplio sector de la Comunión Tradicionalista encabezado por el conde de Rodezno, apelando al auto acordado de 1713, sostenía que la legitimidad sucesoria recaía en Alfonso XIII. Las relaciones entre su heredero Juan de Borbón y Franco eran por entonces más que tirantes, después de que el conde de Barcelona hubiera hecho público el manifiesto de Lausana, poniendo su derecho al trono por encima de toda discusión. Entre los partidarios de Javier de Borbón Parma cundió la esperanza de que el caudillo se decidiera finalmente por este. A Franco le venía muy bien este zafarrancho dinástico. No estaba dispuesto a designar a don Juan, al que suponía, y no sin razón, deseoso de volver a un sistema liberal. En cuanto a los javieristas, dejó que se hicieran ilusiones.
Pero, así como en Navarra era inevitable confiar la mayor parte de los ayuntamientos a los carlistas, que eran mayoría en la población, en Vascongadas se las arregló para que la mitad de aquellos recayeran en alcaldes de tendencia monárquica autoritaria, antiguos miembros de Renovación Española. Debió recurrir, por tanto, a las familias de la oligarquía. En Vizcaya, Bilbao y un buen número de las ciudades de cierta importancia, así como la diputación, fueron a parar a hombres de Neguri, que vivió bajo el franquismo lo que alguien llamó, con cierta sorna, su segundo imperio. Una excepción importante fue Baracaldo, del que el régimen quiso hacer un laboratorio del obrerismo católico y cuyo ayuntamiento confió a un delineante de Altos Hornos, el carlista José María Llaneza Zabaleta, que ocupó la alcaldía hasta 1961.
Como toda la derecha española, Franco padecía de un vasquismo congénito. El vasquismo es un achaque común del nacionalismo español, que se empeñó siempre en ver en los vascos lo que quedaba de la raza española genuina y primitiva. Obviamente, esto no implicaba simpatía alguna por el nacionalismo vasco, más bien todo lo contrario, en la medida que este se contraponía al nacionalismo español. Al revés que los republicanos del sexenio, Franco creía que los vascos eran españoles por naturaleza, una visión simétrica a la de Sabino Arana. Los héroes de su novela (y película) Raza son vascos hasta los tuétanos, Churrucas y Echevarrías. Veraneaba en San Sebastián, le gustaba asistir a los partidos de frontón y admiraba al Athletic de Bilbao.
Aunque castigadas con la supresión del concierto económico, Guipúzcoa y Vizcaya fueron, bajo el franquismo, dos provincias económicamente privilegiadas, como destino preferente de la inversión pública y del ahorro privado. Álava y Navarra, donde la sublevación había triunfado desde el primer momento, conservaron su régimen de conciertos al que las élites gobernantes locales dieron la apariencia de una foralidad restaurada (y lo era, en cierto modo: la foralidad que convenía a los sectores franquistas). Una defensa de dicho planteamiento puede verse en Política nacional en Vizcaya, la tesis doctoral de Javier Ybarra Bergé, miembro prominente de la oligarquía vizcaína y futuro alcalde de Bilbao, que publicó el Instituto de Estudios Políticos en 1948.
Por lo demás, el trato dispensado a las provincias vascas y Navarra fue el esperable por parte de una dictadura nacionalista (española), reaccionaria y autoritaria, coincidente en muchos de sus postulados con el tradicionalismo. Se concedió a Navarra la Laureada de San Fernando, la más alta condecoración militar. Franco visitó las capitales vascas en numerosas ocasiones (además de sus habituales veraneos en San Sebastián), y fue recibido siempre por multitudes entusiasmadas, que no representaban seguramente el sentir de toda la población ni de su mayoría, pero no cabe duda de que expresaban el apoyo activo al régimen de sectores muy amplios y diversos. Los ministros vascos y navarros de Franco, salvo el caso de Antonio María de Oriol y Urquijo, no procedían de la oligarquía, sino de las clases medias católicas (Rafael Sánchez Mazas, José Félix de Lequerica, Fernando Castiella, José Luis Arrese) y de un espectro ideológico que iba del alfonsismo autoritario al carlismo y al falangismo. Hubo, sin duda, un franquismo popular y hasta un franquismo obrero que enlazaba con el movimiento obrero católico de anteguerra, minoritario frente a las centrales sindicales como UGT y SOV, pero importante en determinadas localidades (como Baracaldo, por ejemplo).
Ni que decir tiene que la iglesia ejerció hasta la década de 1960 un poder omnímodo sobre la sociedad vasca y navarra. Muy superior, desde luego al ya desmesurado que tenía en las demás regiones, donde buena parte de los obispos eran originarios de Vasconia (Pildain, Olaechea, Eijo y Garay, etcétera). Los seminarios diocesanos y los noviciados estaban llenos a rebosar, y extendían por el mundo legiones de misioneros y misioneras. Nunca se había vivido, desde el siglo XVII, un fervor religioso público tan intenso como entonces. Muchos hijos de vencidos, y no solamente de nacionalistas vascos, ingresaron en el clero. Las procesiones, actos eucarísticos, misiones populares, romerías y peregrinaciones a santuarios eran, más que frecuentes, habituales, y la vigilancia moral de las costumbres, asfixiante.
En cuanto a la cultura, el tópico de una persecución enconada del eusquera debe revisarse. Por supuesto, se prohibió todo lo que sonase a nacionalismo (como la onomástica creada por Sabino Arana, muy extendida antes de la guerra entre los nacionalistas) pero no el uso de la lengua vasca en la vida cotidiana. Hubo, eso sí, un notable descenso en el entusiasmo de los tradicionalistas por la cultura eusquérica. La Academia de la Lengua Vasca, dirigida por Resurrección María de Azkue, y con una composición en la que predominaba el clero carlista, mantuvo su actividad, si bien en niveles muy modestos. Se publicaron gramáticas y vocabularios de dialectos vascos, como los del sacerdote Pablo de Zamarripa, en vizcaíno, y se editaron o reimprimieron devocionarios, novenas y catecismos en eusquera. Desde 1948, la revista Egan, publicada por el seminario Julio de Urquijo de la diputación de Guipúzcoa, comenzó a admitir colaboraciones en vascuence, y desde 1950 su contenido era ya totalmente eusquérico. Siguieron funcionando instituciones como la Sociedad Vascongada de Amigos del País, cuyo boletín recogía trabajos de carácter histórico o filológico. En general, ni la filología, ni la etnografía ni la poesía vasca, mientras fueran puramente líricas, molestaban lo más mínimo al régimen.
La literatura en castellano de ámbito regional es exigua en la inmediata posguerra y, como sucede en España entera, se halla copada en su totalidad por la autocelebración de los vencedores.
EL EXILIO
Es difícil cuantificar el número de vascos que partieron al exilio entre 1936, tras la caída de Irún, y 1942, cuando los alemanes ocuparon la Francia de Vichy y se cerró la salida por el puerto de Marsella. A esta dificultad se añade que buena parte de ellos lo hicieron como miembros de partidos de ámbito nacional, sin que su condición de vascos apareciera resaltada. Las experiencias individuales del exilio produjeron una buena cantidad de memorias (las del presidente Aguirre, Indalecio Prieto, Julián Zugazagoitia, Toribio Echevarría, Luis de Aranguren, entre otras muchas), de las que no se ha extraído aún todo el valor historiográfico. El gobierno vasco, tras abandonar Cataluña, se instaló en un edificio de París, cedido por el gobierno francés. La suerte de los refugiados fue muy diversa. La mayoría de los niños vascos evacuados desde Bilbao a Francia, Bélgica, Inglaterra y la Unión Soviética volvió a España al poco de terminar la guerra, y muchos lo hicieron incluso antes. La excepción estuvo en los que fueron enviados a la URSS, hijos de comunistas muchos de ellos, que se quedaron a vivir allí y se convirtieron en ciudadanos soviéticos.
Los combatientes y militantes de base de los partidos leales a la República fueron internados en campos de concentración franceses, como sucedió con el conjunto del éxodo español al final de la guerra. Casi todos habían salido de los campos cuando se produjo la invasión alemana, en junio de 1940. Muchos de ellos, con sus familias, abandonaron Europa entre 1940 y 1942 en los barcos fletados por el SERE (Servicio de Evacuación de los Refugiados Españoles), dependiente del gobierno de Negrín, y la JARE (Junta de Auxilio de los Republicanos Españoles), creada por Prieto. Su destino fue Latinoamérica: México, Argentina, Chile y Venezuela, principalmente, donde existían ya importantes colonias vascas de la emigración económica anterior. Pequeños contingentes se asentaron en la República Dominicana, Centroamérica, Perú y Ecuador.
El gobierno vasco se trasladó a Nueva York, donde el presidente Aguirre fue contratado como profesor por la universidad de Columbia. Posiblemente, algunos dirigentes nacionalistas exiliados en Estados Unidos fueron reclutados por el departamento de estado y trabajaron para los servicios secretos estadounidenses durante buena parte de la guerra fría. El presidente Aguirre volvió a Europa en 1952 y se instaló en París, donde murió de un infarto el 22 de marzo de 1960. Le sucedió al frente del gobierno vasco el guipuzcoano Jesús María de Leizaola.
ECONOMÍA Y SOCIEDAD
Aunque la producción siderúrgica igualó e incluso superó los niveles más altos de la anteguerra tras caer las industrias vizcaínas en poder de los franquistas, la tecnología estaba ya anticuada y no resultaría competitiva en los años de posguerra. Se perpetuó gracias a la demanda interior en los años de la posguerra y al proteccionismo del régimen, que la sostuvo incluso tras las medidas de liberalización económica del plan de estabilización de 1959. Pero esto implicó una sustitución en los cuadros directivos de la industria pesada de la región. Los vástagos de la oligarquía fueron siendo remplazados, desde comienzos de los años 60, por técnicos procedentes de la administración del estado. Apareció una nueva clase empresarial, formada en la escuela de Ingenieros Industriales de Bilbao, una institución universitaria pública, y no ya, como venía siendo habitual, en la universidad de Deusto.
El desplome de la economía agraria provocó, desde la década de 1950, una nueva oleada migratoria a los centros industriales desde las regiones más pobres de España, con el consiguiente crecimiento caótico de los cinturones urbanos. Casi todas las ciudades de las Vascongadas sufrieron los efectos de la llegada en masa de trabajadores foráneos: en primer lugar, el chabolismo, que el régimen intentó paliar con una política, a todas luces insuficiente, de construcción de viviendas sociales.
La estabilización tuvo un impacto negativo en las clases medias tradicionales y, por otra parte, el nuevo modelo de reparto de la renta territorial impulsado por los tecnócratas franquistas, vinculados al Opus Dei, se tradujo en una disminución de las inversiones en la industria vasca, lo que, unido a su decadencia tecnológica y a la crisis de las economías familiares inducida por los planes de ajuste, provocó una radicalización de los sectores más afectados por las medidas gubernamentales. Volvió a aparecer un activismo nacionalista, ausente desde el final de la Guerra Civil. En 1959 se produjeron numerosas detenciones de militantes de Eusko Gaztedi, la rama juvenil del PNV. El 31 de julio de ese año, un grupo de disidentes de dicha organización funda en Bilbao ETA (Euskadi ta Askatasuna). Su dirigente más señalado era Julen Madariaga, hijo de Nicolás de Madariaga, uno de los fundadores de ANV, y nieto por tanto del federalista Ramón de Madariaga. Como su padre y su abuelo, había estudiado Derecho en Oxford y no se distinguía precisamente por su fervor religioso, ETA no nació en un convento.
En realidad ETA enlaza, a través de ANV, con el federalismo bilbaíno de la Restauración, y no es casual que el nombre que Julen Madariaga dio a la nueva organización fuera un acrónimo de la traducción eusquérica del viejo lema tomado por los federalistas a Maceo y Rizal, “Patria y Libertad”, que fue también el de ANV. No fue por tanto ETA una hijuela del PNV, sino un eslabón más de un nacionalismo heterodoxo y laicista que venía de Ramón de Madariaga y los federalistas bilbaínos que declinaron unirse al partido de Sabino Arana. Otra cosa es que su aparición sea inseparable del contexto de reactivación general del nacionalismo a consecuencia de la crisis de las clases medias. En esos mismos años, Eusko Gastedi estaba dirigida por Iker Gallastegui Miñaur, hijo de Elías Gallastegui. El nuevo nacionalismo aparecía así como una continuación, incluso familiar, del nacionalismo vasco de la Segunda República, con una tendencia aranista (Eusko Gastedi) y otra laicista y proclive a la izquierda (ETA). Bajo la influencia de la rebelión argelina, el ingeniero y escritor eusquérico José Luis Álvarez Emparanza, Txillardegi, diseñó para la ETA neonata una ideología anticolonialista que poco debía al marxismo. En 1958 había nacido el Frente de Liberación Popular, el «Felipe», una organización de izquierda cristiana, con una sección u organización-frente vasca, ESBA, dirigida por el abogado donostiarra José Ramón Recalde. Ambas organizaciones, ETA y ESBA, competirían entre sí a lo largo de la década siguiente por la hegemonía en la izquierda revolucionaria.
EL TARDOFRANQUISMO
El desarrollo económico español de la década de 1960, combinado con la crisis eclesial derivada del Concilio Vaticano II, alteró profundamente la sociedad vasca. Un exponente singular de estos cambios fue el despegue del cooperativismo cristiano iniciado durante la década anterior por el sacerdote vizcaíno José María de Arizmendiarrieta (1915-1976), una de las personalidades más fascinantes y fecundas del siglo XX vasco. El movimiento cooperativo de Mondragón, organizado primero en torno a ULGOR y después a FAGOR, impulsó una industria ligera, basada en los electrodomésticos, el mueble, la alimentación, etcétera, que ofreció una alternativa regional al monocultivo siderúrgico y a la industria pesada justamente cuando el viejo modelo entraba ya en su fase agónica. En el cooperativismo de Mondragón pesaba también el recuerdo de las cooperativas socialistas de Eibar en los años de la anteguerra, que supusieron una diversificación de la producción como respuesta a la crisis de la industria armera.
En 1964 el régimen organizó una machacona campaña propagandística en torno a los veinticinco años de paz (es decir, al vigésimo quinto aniversario de la victoria franquista en la guerra civil). Sin embargo, el triunfalismo oficial no lograba ocultar el hecho de las disensiones entre las fuerzas del régimen: la hostilidad entre falangistas y tecnócratas, la desafección del carlismo (cuyo liderazgo había asumido Carlos Hugo de Borbón Parma, primogénito del pretendiente, simpatizante de la izquierda de inspiración cristiana) y la cada vez más evidente división de la iglesia española. Menos aún el ascenso de la oposición externa, tanto de la tolerada (monárquicos liberales y democristianos) como de la clandestina. El movimiento huelguístico de 1962 en Asturias produjo una secuela de detenciones entre las organizaciones de izquierda del País Vasco, cuyas direcciones fueron prácticamente desmanteladas. Muchos líderes del Partido Comunista de Euskadi y de ESBA fueron condenados a largas penas de prisión, aunque se beneficiarían de indultos que el gobierno se vio forzado a conceder, ante una presión internacional creciente.
De todos modos, las concesiones a dicha presión exterior fueron las mínimas posibles. En Vasconia, la administración local seguía en manos de las fuerzas vivas del franquismo y se perseguía implacablemente todo atisbo de discrepancia. Era una situación favorable para ETA, que evolucionó del anticolonialismo de Txillardegi a un nacionalismo revolucionario de inspiración marxista bajo la guía de los hermanos José Antonio y Javier Echevarrieta Ortiz. La nueva estrategia preveía la incorporación del proletariado inmigrante a la lucha de liberación nacional, identificada esta con la transformación revolucionaria de la economía y la construcción de un estado socialista vasco. Pero, en la práctica, dicha estrategia contenía amenazas explícitas a la población foránea: negarse a colaborar con el Movimiento de Liberación Nacional Vasco suponía hacerlo con el estado opresor español. Todo inmigrante (y, de paso, todo autóctono) que se resistiese a apoyar al nacionalismo vasco sería considerado por ETA como un enemigo. En 1967, la V Asamblea de la organización aprobó su definición como nacionalista revolucionaria y la lucha armada como método.
En medio de la confusión creada en los medios eclesiales por los debates teológicos conciliares, un sector muy amplio del clero vasco derivó hacia posiciones de izquierda y, entre estas, al nacionalismo revolucionario. No con preferencia. Sería absurdo pensar que todos los curas de Vasconia se pusieron a colaborar con ETA. Entre los de más edad, de sentimientos hondamente vasquistas en su mayoría, predominaban los tradicionalistas y los simpatizantes del PNV. Entre los más jóvenes, sin embargo, las simpatías iban hacia ETA o hacia el FLP. La apertura al diálogo con el marxismo, desde la teología cristiana, se sustanció en muchos casos en la opción abierta por el marxismo. Los seminarios y noviciados fueron vaciándose a lo largo de la década y grandes cantidades de exseminaristas y jóvenes curas secularizados afluyeron a las organizaciones de izquierda.
En 1968, después de que el dirigente de ETA Javier Echevarrieta matara en un control de tráfico al guardia civil José Pardines, antes de ser muerto a su vez horas después por otros guardias civiles, ETA se lanzó a poner en práctica su estrategia acción-represión-acción calcada de la guerrilla latinoamericana y asesinó, en agosto de ese año, al comisario de la brigada político-social de Irún, Melitón Manzanas. El gobierno decretó de inmediato el estado de excepción, y la represión se abatió sobre toda la oposición clandestina de las Vascongadas. Estos acontecimientos, que incidieron en un ambiente ya bastante soliviantado por la brutal respuesta del régimen a las huelgas obreras del año anterior (en particular la larga huelga de Laminación de Bandas en Frío, de Basauri) tuvieron el efecto que ETA buscaba. Toda la izquierda, con independencia de su desconfianza hacia una organización que se proclamaba nacionalista y del hecho de que sus propios militantes fueran acosados a causa de una situación creada por ETA, se vio en la obligación de defender a los militantes de esta. Una coyuntura que los etarras aprovecharon para eludir la persecución policial gracias al apoyo de militantes del PCE e incluso del PNV. Pero al año siguiente cayó la mayor parte de la cúpula de la organización, detenidos dos de ellos en un intento de sacar de la cárcel de Pamplona a una de sus compañeras, otros en un piso franco de Bilbao y otros, en fin, en una casa de Mogrobejo (Cantabria). Los pocos dirigentes de ETA que siguieron libres convocaron en 1969 la VI asamblea de la organización, en la que se decidió el abandono del nacionalismo y la adopción del marxismo-leninismo. La minoría nacionalista fue expulsada (como en la V Asamblea lo habían sido los marxistas leninistas). Se renunciaba además a la vía del terrorismo individual y se apostaba por una línea de masas.
En diciembre de 1968, el gobierno había expulsado de España a los hijos de Javier de Borbón Parma, después de un mitin antifranquista de Carlos Hugo en el monasterio riojano de Valvanera. El carlismo pasó entonces a una actitud abiertamente beligerante contra el régimen, llegando a crear su propio grupo armado, a imitación de ETA. En enero, fue decretado el estado de excepción en toda España. La tensión fue en aumento a lo largo de los dos años siguientes hasta alcanzar su punto máximo en diciembre de 1970, cuando un numeroso grupo de dirigentes y militantes de ETA fueron juzgados en Burgos por un consejo de guerra que condenó a muerte a seis de ellos acusados del asesinato de Melitón Manzanas. La protesta internacional fue tan abrumadora que Franco conmutó días después las condenas de los seis por las de cadena perpetua. Pero durante el proceso de Burgos, la fracción nacionalista expulsada en la V Asamblea secuestró al cónsul alemán en San Sebastián, al que puso en libertad después de hacerse pública la conmutación de las sentencias. El secuestro del cónsul auguraba la entrada en escena de otra ETA decidida a reanudar la actividad terrorista.
Esta ETA nacionalista residual, bautizada por sus dirigentes como ETA-V Asamblea (para distinguirla de la “oficial”, ETA-VI Asamblea o ETA-VI, a secas) recibió la aportación inesperada de un contingente de militantes de las juventudes del PNV, la autodenominada EGI-Batasuna, que se escindió de Eusko Gastedi Indarra en 1971. En 1972, un joven militante etarra procedente de este grupo fue abatido por la guardia civil al intentar pasar a Francia cerca de Urdax, en Navarra, ETA-V inició entonces una escalada de atentados sangrientos contra miembros de la policía, la guardia civil y el ejército, que culminó en el atentado que acabó con la vida del presidente del consejo de ministros y segunda autoridad del régimen, el almirante Luis Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973.
El asesinato de Carrero Blanco causó estupor en toda la oposición al régimen. Por una parte, parecía desbloquear la salida hacia la democracia, al privar al franquismo de la figura que habría podido darle continuidad; pero, por otra, hacía presagiar un endurecimiento de la represión y un final violento de la dictadura, que podría llevar a una nueva guerra civil. El gobierno, obviamente, reaccionó con la ferocidad previsible, pero ETA se vio nuevamente comprendida y alabada por una parte importante de la izquierda. No obstante, atravesaba por graves problemas internos. El 13 de septiembre de 1974, una bomba de ETA destruyó la cafetería Rolando, junto a la Dirección General de Seguridad, en Madrid. Se trataba de un local frecuentado por policías, pero, de los trece muertos causados por la explosión, solo uno tenía esa condición. La brutalidad del atentado conmocionó a la opinión pública y, de paso, desprestigió al Partido Comunista de España, al descubrirse una red de apoyo a ETA en Madrid compuesta por militantes de dicho partido. En octubre, la organización terrorista volvió a escindirse en dos grupos, el militar y el político-militar, que, según todos los indicios, fue el organizador y ejecutor del atentado.
Al mismo tiempo, en Suresnes, cerca de París, el PSOE celebraba su XIII Congreso, del que surgió una nueva dirección pactada entre los socialistas vascos (Nicolás Redondo Urbieta, Ramón Rubial, Enrique Múgica Herzog, José Luis Benegas) y el grupo sevillano de Felipe González. Las fuerzas de la oposición democrática se iban preparando para la desaparición inminente del dictador y, como en 1930, intentaban trazar un programa para un cambio de régimen. A este objetivo obedeció la creación, en el verano de 1974, de la Junta Democrática, a iniciativa del PCE, y en 1975, la de la Plataforma de Convergencia Democrática, impulsada por el PSOE y los democristianos. Al igual que había sucedido en el pacto de San Sebastián, ninguna formación nacionalista vasca se integró en ellas.
El 27 de septiembre de 1975, en medio de un nuevo estado de excepción en Vasconia, y con las cárceles llenas a rebosar de opositores políticos, tres activistas del FRAP, un militante de ETA y un colaborador de la organización terrorista murieron fusilados en Hoyo de Manzanares. Menos de dos meses más tarde, el 20 de noviembre, fallecía Francisco Franco Bahamonde.
LA CULTURA VASCA EN EL FRANQUISMO TARDÍO
La década de 1960 representó el arranque de una modernidad artística vasca que une la vanguardia con la reivindicación de un espíritu o personalidad étnica. Supone, en tal sentido, una ruptura con la vanguardia racionalista y cosmopolita de las décadas de 1920 y 1930 y un indiscutible triunfo del nacionalismo. A pesar de ello, las obras de los artistas vascos de esos años fueron una vistosa y divertida celebración de la desaparición del arte como tal, incluyendo el vasco. En la escultura destacaron el propio Oteiza, Eduardo Chillida, Vicente Larrea, Remigio Mendiburu y Néstor Basterrechea; en pintura, Agustín Ibarrola, Rafael Ruiz Balerdi, José Antonio Sistiaga, José Luis Zumeta, Dionisio Blanco, Antonio Guezala y Carmelo Ortiz de Elguea, entre otros.
Con la literatura en castellano escrita por vascos pasó algo parecido a lo que sucedía en las décadas anteriores. Sus nombres más prestigiosos pertenecen a la literatura canónica española; como los novelistas Ramiro Pinilla —Las ciegas hormigas (1960), Seno (1971), Recuerda, oh, recuerda (1975)— y Luis Martín Santos —Tiempo de silencio (1962), y Tiempo de destrucción (1975)—. La literatura de ámbito regional contó con algunos escritores interesantes, entre los que destacan los novelistas Luis de Castresana y Bernardo de Arrizabalaga, con El otro árbol de Guernica y Los Barroeta, respectivamente, ambas de 1967.
En 1968, la Academia de la Lengua Vasca celebró en Oñate un congreso dedicado a sentar las bases de la normalización del eusquera mediante la unificación de la lengua escrita, opción defendida por el filólogo Luis Michelena y por el presidente de la institución, el franciscano Luis Villasante. La mayor parte de los académicos jóvenes (Gabriel Aresti, Txillardegi, Alfonso Irigoyen, Xabier Kintana y otros) apoyaban esta posición frente a un sector encastillado en la defensa de la literatura dialectal. La literatura eusquérica de los sesenta y primeros setenta tuvo un sesgo crítico y combativo muy visible. Es necesario destacar, asimismo, el papel que cumplieron esos años en la difusión de la lengua, la poesía eusquérica y, por supuesto, el nacionalismo vasco, los cantantes vascos como Xabier Lete, Lourdes Iriondo, Mikel Laboa, Benito Lertxundi y el grupo bilbaíno Oskorri.