XIII
INDUSTRIALIZACIÓN Y CAPITALISMO
EL MOVIMIENTO FUERISTA
Las repercusiones de la abolición foral en Vasconia no resultaron tan graves como auguraban los diputados vascos. Ninguno de ellos abandonó su partido en protesta por la medida. El fuerismo posterior a la ley de 21 de julio de 1876 estuvo caracterizado por una gran ambigüedad. Se podía ser canovista o sagastino y a la vez fuerista. La unanimidad en el rechazo a la abolición no excluía las diferencias políticas ni implicaba acuerdo alguno sobre las fórmulas para recobrar lo perdido. Ni siquiera había una idea única de qué foralidad se trataba de recuperar: ¿la modificada del periodo isabelino o la anterior a esta? En otras palabras: ¿qué ley se pedía derogar? ¿La del 21 de julio de 1876 o la del 25 de octubre de 1839?
Los que abogaban por la reintegración foral plena —es decir, por la vuelta al statu quo anterior a la modificación— fueron conocidos como “intransigentes” y se alinearon en un primer momento tras Fidel de Sagarmínaga. El bilbaíno fundó, a raíz de la promulgación de la ley abolitoria, un efímero Partido Fuerista de Unión Vascongada que daría origen poco después a la Sociedad Euskalerría de Bilbao, más modesta en sus pretensiones. Pero el objetivo de Sagarmínaga, consciente de la debilidad de un movimiento fragmentado en focos provinciales, era presentar al gobierno un frente común del iberismo vasco, y con este fin se alió con el grupo de fueristas navarros que, a partir de 1876, publicaron en Madrid el periódico La Paz, portavoz, hasta 1878, de los partidarios de la reintegración foral. En 1877, el mismo grupo que impulsaba su publicación creó en Pamplona la Asociación Euskara de Navarra, con un ideario afín al de Sagarmínaga y sus seguidores vizcaínos.
La política de Unión Vasco-Navarra, lanzada por Sagarmínaga desde Bilbao a través de un periódico del mismo nombre que comenzó a editar en 1880, contaba con unificar las dos sociedades fueristas, la vizcaína y la navarra, en una misma plataforma electoral. El iberismo alavés, por su parte, se reducía a un pequeño grupo de castelarinos de Vitoria (Ricardo Becerro de Bengoa, Fermín y Joaquín Herrán) que había quedado descabezado tras la muerte, en 1878, de la figura liberal más respetada de la provincia, Benigno Mateo de Moraza, fogoso defensor de la causa foral en las cortes durante el debate sobre la abolición. En Guipúzcoa, el iberismo constituía un grupo menos orgánico, de canovistas, liberales y federalistas sin arraigo político en el medio rural, mayoritariamente carlista. El proyecto de Sagarmínaga se frustró, en parte por la heterogeneidad de los intereses políticos de los fueristas y, en parte también, por la imposibilidad de atraerse el voto carlista, que desconfiaba de un movimiento cuyos prohombres venían todos del campo liberal. Solo el inevitable Francisco Navarro Villoslada, que publicaría con gran éxito su Amaya en 1879, aceptaría integrarse en la Asociación Euskara, con vistas probablemente a la difusión comercial de su novela.
Si el fuerismo se estancó políticamente a partir de 1880, dominó sin embargo la vida cultural de la región durante esa década, a través de la red de sociedades, periódicos y revistas culturales que promovió en las cuatro provincias. Lo que se dio en llamar el Renacimiento Euskaro fue obra de un amplio grupo de escritores en el que llegaron a convivir tres generaciones: la romántica, representada por los veteranos Navarro Villoslada y Antonio de Trueba; la del medio siglo, por autores como Juan Venancio de Araquistáin y Juan de Iturralde y Suit, y la del sexenio, por Vicente de Arana y Arturo Campión, entre otros. Todos ellos presentan una uniformidad temática y hasta estilística. Sus obras vuelven a la evocación nostálgica de una Edad Media en la que proyectan su memoria del último periodo foral: así, Amaya (1879), de Navarro Villoslada; Los últimos iberos. Leyendas de Euskaria (1882), de Vicente de Arana; El Basojaun de Etumeta (1882), de Juan Venancio de Araquistáin; Jaun Zuría o el Caudillo Blanco (1887), de Vicente de Arana, o Don García Almorabid (1889), de Arturo Campión. Paralelamente, aparece una pintura de historia, académica, que recurre a la temática legendaria de las viejas crónicas y de sus recreaciones románticas (en los cuadros de Anselmo de Guinea, Antonio Lecuona o Mamerto Seguí). Publicaciones culturales como la Revista Euskara, de Navarra; Euskal-Erría, de San Sebastián; la Revista de Vizcaya, de Bilbao y la Revista de las Provincias Vascongadas, de Vitoria, dan cabida a leyendas y reseñas de las novelas fueristas, así como a farragosos artículos sobre temas históricos. Lo característico de este renacimiento es que se desarrolló casi todo en castellano, salvo contadas colaboraciones de escritores guipuzcoanos publicadas en Euskalerría y los lore-jokoak o juegos florales de las fiestas éuskaras, que dieron a conocer a poetas en eusquera como Felipe Arrese Beitia, autor de piezas elegiacas sobre la agonía de las libertades vascas.
Esta atmósfera pasatista y fúnebre casaba muy bien con el pesimismo de la época, inducido en la España de la Restauración desde la vecina Francia, donde, después de la derrota de Sedán, había surgido el mito de la degeneración de la raza latina (que para Cánovas era un dogma). El síndrome de decadencia y astenia de la raza vasca que difundía la literatura fuerista no era sino la versión regional de la postración del espíritu español visible en las obras de los grandes autores de la generación del sexenio, solo que estos lo hacían desde el naturalismo y los escritores vascos desde una rezagada estética tardorromántica. Por cierto, fueron los escritores del movimiento fuerista quienes comenzaron a hablar de una raza vasca, calcando dicha noción sobre la de la raza latina a la que se referían sin cesar los políticos y publicistas españoles de la época.
Los fueristas no lograron acceder al poder político. Al menos, no como tales fueristas. Sin embargo, algunas de sus personalidades más destacadas, como el guipuzcoano Araquistáin o el vizcaíno José María de Lizana, marqués de Casa Torre, eran canovistas relevantes. Lo que, aparentemente, los situaba en una posición esquizofrénica, como muñidores, en sus respectivas provincias, de la política del partido que había abolido los fueros cuya devolución reclamaban. En realidad, no hay tal contradicción. El fuerismo de la Restauración suponía la continuidad del fuerismo de la época isabelina. Este no había sido más que la versión vasca y navarra del moderantismo. El de la Restauración era la expresión regional de la política conservadora y liberal; es decir, de la oligarquía política turnante. El carlismo derrotado —Lizana no tenía empacho en admitir que los carlistas eran los pobres y los liberales los ricos— no estaba dispuesto a seguirles, y, además, bastantes problemas tenía con sus disensiones internas. En 1888 se escindió formalmente del partido de don Carlos la tendencia integrista, que tenía un gran peso en el tradicionalismo vasco, sobre todo en el clero. Los republicanos fueristas no eran muy representativos, salvo en Álava, donde Fermín Herrán se convirtió en el empresario cultural más activo del movimiento, con su Biblioteca Vascongada, una editorial que no solo publicaba libros de los escritores vascos contemporáneos, sino obras clásicas como las de los apologistas del eusquera de los siglos XVI y XVII. El federalismo, que mantuvo una presencia importante en San Sebastián y Bilbao hasta la Segunda República, tomó sus distancias respecto al fuerismo, como los carlistas.
Tras la abolición, Cánovas disolvió las juntas y renovó las diputaciones, ahora solamente provinciales, sustituyendo a los “intransigentes” como Sagarmínaga por conservadores dúctiles, lo que le permitió sacar adelante, con la conformidad de los fusionistas, el decreto de 28 de febrero de 1878 por el que se aprobaba el régimen de conciertos económicos, que dejaba la recaudación de un buen número de impuestos en manos de las diputaciones vascas y establecía un sistema de acuerdos sobre el cupo a pagar por cada una de ellas a la hacienda nacional. En rigor, esto equivalía a una reintegración foral. No plena, como querían Sagarmínaga (y los carlistas), pero sí lo suficiente para contentar a las oligarquías provinciales. Si a ello se añade que el sistema de quintas fue paliado por la real concesión de exenciones a aquellos cuyos padres hubiesen luchado contra los carlistas y que no hubo mucho interés por parte de los sucesivos gobiernos en verificar las declaraciones de quienes aspiraban a las mismas (hasta el punto de que, fuera de la región, eran muchos los que se preguntaban, con escándalo, si había existido alguna vez un ejército carlista), se entenderá que el fuerismo de los “intransigentes” careciera de apoyos sociales importantes, aunque todo el mundo estuviera de acuerdo en lamentarse retóricamente por la desertización del oasis evocado por Mañé y Flaquer.
LA CALIFORNIA DEL HIERRO
La abolición foral hizo posible el despegue económico de la región. Al desaparecer las trabas para la extracción y exportación de mineral de hierro, dio comienzo la explotación en gran escala de los yacimientos de las Encartaciones.
La fiebre minera atrajo a Vizcaya un elevado número de trabajadores procedentes de las provincias rurales del interior de Castilla, aunque también a muchos vascos, desheredados de caseríos. A todos ellos se les vio desde el primer momento, por parte de la población autóctona, como una muchedumbre indiferenciada y advenediza. La foralidad había puesto fuertes restricciones al avecindamiento de emigrantes de otras regiones, e influyó sin duda en la percepción negativa de este nuevo proletariado de las minas y de la industria, al que se denominó con términos cargados de una intensa connotación peyorativa: kastillanuak (castellanos), en Guipúzcoa, y pozanos, en Bilbao y la comarca de la ría. A fines del siglo, todas las denominaciones más o menos despectivas se habían unificado en el apelativo de maqueto, con un origen jergal, al parecer montañés o encartado. El antimaquetismo, como sentimiento xenófobo, fue común a todas las corrientes políticas autóctonas, aunque solo el nacionalismo vasco lo convertiría en el eje principal de su política.
Hasta la última década del siglo, las condiciones de vida de los trabajadores en la zona minera fueron sencillamente brutales. Se alojaban en barracones aledaños a las explotaciones y se les pagaba la mayor parte del jornal en vales que debían canjear por alimento y bebida en las cantinas, propiedad en su mayoría de los capataces. Los accidentes debidos al uso de explosivos eran muy frecuentes, y las indemnizaciones por muerte o pérdida de miembros, que se especificaban en carteles situados a la entrada de las minas, insultantemente irrisorias. Los bajos salarios, así como las condiciones de alojamiento impuestas por las empresas, explican que la mayor parte de la inmigración fuera de varones solos. Como es fácil suponer, esta situación producía tensiones y conflictos continuos con los autóctonos, que los mineros solventaban muchas veces con violencia (el propio Unamuno se refiere a ellos, en su época juvenil, con una perífrasis suficientemente expresiva: “los de la navaja”). En tal sentido, no fue difícil para los impulsores del antimaquetismo estigmatizarlos en bloque ante unas clases medias aterrorizadas por la inseguridad que había traído consigo la expansión urbana y ante una población rural inmersa todavía en una moral religiosa tradicional.
El crecimiento demográfico se aceleró considerablemente en las provincias costeras de la Vasconia española durante el último cuarto de siglo. La vieja demarcación de Bilbao, a pesar del ensanche dieciochesco realizado sobre el arenal de la ría, se había quedado estrecha ya antes del sexenio, cuando se trazaron planes para urbanizar terrenos de la anteiglesia de Abando. Tras la abolición, esta quedó incorporada a la villa y se inició la construcción del nuevo ensanche, que estaría en el origen de algunas fortunas rápidamente amasadas e invertidas posteriormente en el sector industrial.
LA CRISIS DEL BIPARTIDISMO. LOS SOCIALISTAS
En la segunda mitad de la década de 1880-1890, y coincidiendo con el anquilosamiento definitivo del movimiento fuerista, surgen en Vizcaya nuevas fuerzas políticas al margen del sistema bipartidista establecido en 1876. Diez años después, en 1885, llegaba a Bilbao, enviado por Pablo Iglesias, Facundo Perezagua (1860-1935), un obrero metalúrgico toledano que había participado en la fundación del primer núcleo socialista de Madrid, en 1879. Perezagua tenía unas dotes muy sobresalientes de liderazgo y un carácter inflexible. Como Pablo Iglesias, era un marxista dogmático y un obrerista sin concesiones. En 1886 creó una primera agrupación socialista en Bilbao, con solo una veintena de afiliados. El año siguiente fundó otra en Ortuella, y, tras la fundación de la Unión General de Trabajadores (UGT) en 1888, consiguió establecer una tercera en la zona siderúrgica de Sestao y Baracaldo. Estas tres agrupaciones, a pesar de su afiliación escasa, consiguieron coordinar y dirigir la primera huelga general de los mineros de Vizcaya en mayo de 1890, que movilizó a más de treinta mil trabajadores y se saldó con una relativa victoria al tener que admitir la patronal el laudo del gobernador militar, general Loma, parcialmente favorable a las reivindicaciones obreras. En virtud del mismo se cerraron los barracones, se impuso una jornada laboral media de diez horas (por encima de las ocho que reclamaban los huelguistas) y se dejó a los obreros en libertad para comprar los alimentos donde quisieran. A partir de entonces, la afiliación al partido socialista creció exponencialmente. Se interpretó el arbitraje militar como un triunfo en toda regla del socialismo y Perezagua, que esperaba una inminente revolución internacional, nada hizo por desarraigar esa convicción. El naciente movimiento obrero de izquierda tuvo así en Vizcaya, y posteriormente en Guipúzcoa, un sesgo casi exclusivamente socialista, sin presencia anarcosindicalista y con solo una débil incidencia del republicanismo. No contabilizamos, claro está, ni al mutualismo católico ni al sindicalismo obrero de corte nacionalista que surgiría a comienzos del siglo XX y que, políticamente, se alineaban con las derechas. El socialismo vizcaíno fue, también por efecto del desenlace de la primera huelga general, particularmente proclive al uso de la huelga como arma reivindicativa. En los veinte años que van de 1890 a 1910, la época que Unamuno llamaría “de las grandes huelgas”, hubo no menos de cinco huelgas generales y un número mucho mayor de huelgas parciales en minas y fábricas. Pero además el PSOE inició en las mismas fechas una escalada electoral que le proporcionó una presencia importante en la administración local de la zona fabril y minera de Vizcaya.
EL NACIONALISMO VASCO
Sabino Arana Goiri (1865-1903) nació en Abando, en el seno de una familia acomodada. Su padre, Santiago de Arana, era dueño de unos astilleros en la ría y poseía además tierras en Abando y en la comarca de Busturia. Sabino era primo carnal del escritor fuerista Vicente de Arana.
La fidelidad del padre de Arana Goiri a la causa carlista acarreó graves reveses económicos a la familia, pero no impidió que Luis y Sabino, sus hijos varones, recibieran una esmerada educación católica en el colegio de los jesuitas de Orduña (Luis estuvo también interno en el de Villagarcía de Campos). Terminado el bachiller, Luis estudió Arquitectura en Madrid, concluyendo la carrera en Barcelona. En esta última ciudad Sabino emprendió los estudios de Derecho, pero los abandonó pronto, dedicándose al activismo político carlista.
Sabino pretendía haberse convertido en nacionalista vasco un día de 1882, en que su hermano Luis le reveló que los vascos no eran españoles, pero es más probable que su deriva hacia un nacionalismo abiertamente separatista comenzase en 1888, año en que el carlismo sufrió la escisión de los integristas. Arana Goiri reconocía haber simpatizado con estos desde entonces y, en parte, su nacionalismo supone una respuesta al vacío político en que quedó el integrismo tras su ruptura con la dinastía carlista. El lema que daría Arana a su partido, “Dios y la Ley Vieja” (Jaungoikoa ETA Lagi-Zarrak), es una simple variante del “Dios y Fueros” de los integristas vascos.
En 1892, Sabino Arana publicó Cuatro Glorias Patrias. Bizkaya por su independencia, una serie de cuatro leyendas históricas sobre distintas batallas medievales ganadas por los vizcaínos, comenzando por la totalmente fabulosa batalla de Arrigorriaga.
Pero fue en el llamado “discurso de Larrazábal”, que Arana pronunció el 3 de junio de 1893 en un chacolí próximo a Bilbao, ante un auditorio de jóvenes bilbaínos discrepantes con la política de la Restauración (carlistas, republicanos y fueristas “intransigentes”), cuando sentó por vez primera en público la tesis de que los vizcaínos no eran ni habían sido nunca españoles y que, en consecuencia, resultaba necesario un partido político que luchase por la independencia de Vizcaya. Arana se ocupó de extender posteriormente la especie de que la mayoría de sus oyentes había rechazado con indignación sus afirmaciones y propuestas. Sin embargo, tal rechazo podría ser una invención del propio Arana para arreglar cuentas exclusivamente con el naviero Ramón de la Sota y sus seguidores, herederos del fuerismo “intransigente”, contra los que tuvo que competir por un espacio político. Según cuenta en sus memorias el republicano Luis de Aranguren, que también estuvo presente, los jóvenes federalistas acogieron la propuesta de Arana con entusiasmo y le ofrecieron su apoyo. Las discrepancias vendrían después, a propósito del lema del nuevo partido, Los federalistas proponían “Patria y Libertad”, que era el de los insurgentes cubanos y filipinos. Arana defendía el de “Dios y la Ley Vieja” con el pretexto de atraer a los carlistas vizcaínos.
Muy pocos de los federalistas entraron en el partido que Arana fundó en 1894, Euzko Alderdi Jeltzalea (Partido Vasco de Dios y la Ley Vieja), conocido, para abreviar, como Partido Nacionalista Vasco (PNV), cuya primera sede, el Euzkotar Batzokija, se abrió en la bilbaína calle del Correo.
En 1898, el pequeño partido de los Arana Goiri se hallaba en una total bancarrota económica y política. Su actitud retraccionista ante la política oficial los había marginado de la sociedad vizcaína. Luis y Sabino Arana, que detestaban Bilbao, pasaban cada vez más tiempo fuera de la villa, en sus casas junto a la ría de Guernica, tratando solamente con un grupo de antiguos compañeros del colegio de Orduña. Mientras tanto, Ramón de la Sota y Llano (1857-1936), propietario de minas y astilleros y nuevo líder de los “intransigentes” del Centro Vasco, andaba a la busca de una plataforma política desde la que combatir los aranceles canovistas de 1895, aprobados a instancias de Víctor Chávarri, el gran empresario siderúrgico. Se fijó entonces en el moribundo partido de los Arana y decidió apoderarse de él, lo que no le presentó excesivas complicaciones. Sobornó a los fundadores y dirigentes con participaciones en sus empresas y ordenó a sus seguidores del Centro Vasco afiliarse en masa al PNV. El desembarco en este de los euskalerríacos (llamados así por proceder el Centro Vasco de la sociedad fuerista Euskalerría) salvó de la ruina al partido de Arana, proporcionándole, además de la financiación necesaria, un pragmatismo burgués muy alejado del rencoroso aislacionismo aranista, y, aunque conservó los principios doctrinales básicos del primer PNV (el confesionalismo católico, la reivindicación de la supuesta independencia anterior a la ley de 25 de octubre de 1839 y el antimaquetismo), el nacionalismo renovado se acomodó en la práctica al régimen de conciertos económicos y comenzó a concurrir a las elecciones.
Sabino Arana contrajo matrimonio con una aldeana de Busturia y se retiró a vivir en el caserío de su mujer, convencido de que su partido no podría prescindir de él e iría a buscarle. Al prolongarse indefinidamente la espera, incubó un creciente resentimiento contra el PNV de los euskalerríacos, que le indujo a provocar una fuerte crisis interna en 1902, cuando fue encarcelado por el envío de un telegrama al presidente estadounidense Theodore Roosevelt, felicitándolo por haber contribuido a la independencia de Cuba y Filipinas. En junio de ese año, cuando los concejales nacionalistas del ayuntamiento de Bilbao fueron destituidos por no haber desautorizado a Arana, este lanzó desde la cárcel de Larrínaga, en Begoña, la propuesta de disolver el PNV y crear una Liga de Vascos Españolista que trabajara en la legalidad por el mayor bienestar y la mayor libertad posibles del País Vasco (Euzkadi) dentro del estado español. Mucho se ha especulado sobre esta decisión de Sabino, pero ninguna de las hipótesis que pretenden explicarla resulta convincente. Es poco probable que se debiera a un arrepentimiento de sus excesos antiespañoles, ni a un viraje táctico para asegurar la viabilidad de su criatura política. El comportamiento entre airado y extravagante de Arana en el último año de su vida pudo tener algo que ver, en cambio, con la grave afección que padecía, una enfermedad de Adison en fase terminal. Fue excarcelado y murió en su casa de Pedernales en 1903. Tras su fallecimiento, fue nombrado secretario del PNV su íntimo amigo y abogado Ángel Zabala Ozámiz.
LA GENERACIÓN VASCA DE FIN DE SIGLO
Juan Pablo Fusi observó hace tiempo que en la generación vasca de fin de siglo, nacida entre 1860 y 1875, y que llega a la edad adulta en la última década de la centuria, tras la desaparición del fuerismo que marcó a la anterior, se habría producido una división entre un grupo de tendencia liberal unitaria, marcadamente españolista, y un grupo vasquista, en el que confluirían nacionalistas, tradicionalistas e incluso federalistas. El primero comprendería a la generación del 98 vasca —Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztu, Pío Baroja— y otros coetáneos como Timoteo Orbe, Manuel Bueno, Francisco Grandmontagne, Manuel Aranaz-Castellanos, mientras en la segunda se incluirían los hermanos Arana Goiri, Ramón de la Sota y Llano, Resurrección María de Azkue, los escritores eusquéricos Domingo de Aguirre, Toribio Alzaga, Evaristo de Bustinza, el historiador Carmelo de Echegaray, el lingüista y mecenas Julio de Urquijo, el jurista y crítico de arte Ramón de Madariaga y, aunque algo mayor que ellos, el polígrafo navarro Arturo Campión. Esta lista deja fuera un buen número de artistas plásticos —Nemesio Mogrobejo, Francisco Durrio, Francisco de Iturrino, Ignacio Zuloaga, Gustavo de Maeztu, Quintín de Torre, Juan de Echevarría—, de arquitectos, músicos e incluso hombres de ciencia. Pero es suficientemente representativa e ilustra el vigor creativo que, en todos los órdenes de la cultura, acompañó la modernización del país y al acelerado proceso de urbanización. Sin embargo, como observa Fusi, la concurrencia de culturas distintas en un espacio geográfico reducido incrementó la inestabilidad política al impedir un acuerdo básico sobre la identidad vasca, que pasó a convertirse en una cuestión insoluble desde el punto de vista de la lengua y de la cultura letrada.
UNA MODERNIDAD CONVULSA
Hacia 1910, la expansión económica vizcaína experimentó un brusco frenazo, que se percibió asimismo en el descenso de la combatividad del movimiento obrero, cerrándose el ciclo huelguístico iniciado en 1890. La nueva etapa estuvo marcada por la estrategia de coalición republicano-socialista impulsada por Prieto. De forma análoga, el nacionalismo se acercó a la derecha dinástica ante la imposibilidad de expandirse más allá de los límites de Vizcaya. En el interior del PNV, se enconaron las tensiones entre aranistas y euskalerríacos, más proclives esos últimos a las transacciones políticas con el estado liberal. Las adhesiones al nacionalismo desde otras provincias eran más bien escasas. En los orígenes mismos del PNV había fracasado un intento de aproximación al fuerismo radical navarro, en 1894, con ocasión de la ruidosa protesta contra el ministro conservador Germán Gamazo, que pretendía suprimir el concierto económico de la provincia. Arturo Campión miraba con simpatía el nacionalismo vasco y se dejaba querer por sabinianos y euskalerríacos, que lo consideraban uno de los suyos, pero nunca se afilió al partido.
Los socialistas consiguieron implantarse en los núcleos fabriles guipuzcoanos, especialmente en Eibar, que se convertiría en uno de sus bastiones nacionales. La industria armera, de pequeños talleres, había dado lugar a una clase obrera autóctona, vascohablante en su mayor parte y más cercana al republicanismo que la de Bilbao. Sin embargo, esta ciudad seguiría siendo por mucho tiempo “la Meca del socialismo español”, como la definió Maeztu. Los graves desórdenes del 11 de octubre de 1903 en Bilbao, que enfrentaron a socialistas y republicanos contra católicos, inauguraron un ciclo de violencia política y pistolerismo a cargo, sobre todo, de las juventudes de los distintos partidos y de las fuerzas de choque sindicales. En 1911 se fundó el sindicato nacionalista Solidaridad de Obreros Vascos, con la intención de frenar el ascenso de la Unión General de Trabajadores en las industrias de la ría de Bilbao.
La Gran Guerra de 1914-1918 sacó a la economía vasca de su estancamiento gracias a la demanda de mineral de hierro de los países beligerantes, en especial de Inglaterra. Bilbao vivió una época de prosperidad sin precedentes. Los barcos de la naviera Sota y Aznar aportaban continuamente suministros a las costas británicas, desafiando a los submarinos alemanes, que le hundieron una veintena de cargueros. En 1921 Sota recibió, en recompensa, la orden de Caballero del Imperio Británico, con el derecho a usar el tratamiento de Sir. La opción de Sota por los aliados volvió a tensar las relaciones entre los sectores euskalerríaco y sabiniano. Sin embargo, la escisión no se produciría hasta 1921, pasando a denominarse la fracción euskalerríaca Comunión Nacionalista Vasca, y conservando los sabinianos las siglas fundacionales del partido. La secretaría del PNV fue asumida por el bilbaíno Manuel Eguileor, pero el verdadero poder se concentraba en el grupo de Aberri, que lideraba Elías Gallastegui. Luis Arana Goiri, expulsado por germanófilo, fue readmitido en el PNV con todos los honores, mientras su antiguo secretario personal se entregaba a una frenética fundación de organizaciones sectoriales basada en el modelo de los republicanos irlandeses, con los que se apresuró a estrechar relaciones. Gallastegui soñaba con una internacional de partidos nacionalistas radicales, y, en esa línea, no se abstuvo de manifestar su apoyo a los rebeldes rifeños, incluso después del desastre de Annual. La última de las organizaciones que creó, la Federación de Mendigoixales (montañeros) no tenía un propósito puramente deportivo. Aspiraba a ser una formación para-militar, embrión de un futuro ejército vasco.
Los euskalerríacos, por el contrario, intentaron aparecer como una fuerza de orden, conservadora, de clases medias, moderada en sus demandas nacionalistas, autonomista y no independentista, con suficiente capacidad de compromiso institucional como para sustituir a los viejos partidos turnantes —ambos en crisis terminal— y no necesitar nada parecido a la “nueva política” de los reformistas. En 1917, con la alcaldía de Bilbao en sus manos, pidieron que se actuase con rigor contra los socialistas durante la huelga general de agosto, que concluyó en la villa con una durísima represión: catorce obreros muertos y un número elevado de heridos y encarcelados (Prieto, por entonces concejal del ayuntamiento bilbaíno, huyó a Francia, donde permaneció exiliado durante varios meses). Esa política autoritaria les dio buenos réditos en una coyuntura de agitación obrera —en la que influyó la revolución rusa de octubre de 1917, cuya consecuencia más importante en el seno del PSOE vasco fue la escisión comunista encabezada por Perezagua— y de fuerte descontento social que siguió al armisticio europeo de 1918, con una desmesurada subida de los precios y otras desdichadas circunstancias, como la epidemia de gripe española. Se estaba conformando un bloque de fuerzas de derecha con una marcada tendencia al autoritarismo, que nacionalistas como el alcalde bilbaíno Mario Arana suscribían sin vacilar. Una expresión cultural de esta tendencia fue la revista Hermes (1917-1922), financiada por sir Ramón de la Sota y dirigida por el euskalerríaco Jesús de Sarria, en la que colaboraron asiduamente Eugenio d’Ors y sus seguidores maurrasianos de la Escuela Romana del Pirineo, grupo de poetas y pensadores monárquicos y adeptos a un nacionalismo español tradicionalista, del que formaban parte, entre otros, Ramón de Basterra, Rafael Sánchez Mazas, Fernando de la Quadra-Salcedo, Pedro Mourlane Michelena y Pedro de Eguillor. El golpe de estado del general Miguel Primo de Rivera, en 1923, pareció responder a las expectativas de esta nueva derecha antiliberal.