VIII
REINOS, SEÑORÍOS Y VILLAS

Como había hecho su padre, también Fernando I de Castilla dividió el reino entre sus hijos. Sancho II, su primogénito, que heredó Castilla, no aceptó la partición e invadió León para arrebatar la corona de Pelayo a su hermano Alfonso. Tras el asesinato de Sancho en Zamora, Castilla pasó al propio Alfonso, por herencia, y con ella, también el proyecto reunificador de Sancho II, porque, una vez proclamado rey de Castilla y León, Alfonso VI se propuso recuperar todos los territorios que habían estado bajo el poder de su abuelo navarro. Encontró dos obstáculos insuperables: el reino de Aragón y una nueva invasión musulmana procedente del Magreb.

El reino vascón de Navarra se encontró de pronto emparedado entre dos vecinos poderosos, Castilla y Aragón. Su persistencia en sobrevivir, en adelante, le obligaría a plegarse a la hegemonía de uno u otro de los grandes reinos limítrofes, a los que más tarde se añadiría Francia. Como veremos, osciló entre Aragón y Francia, temeroso sobre todo del expansionismo castellano. Esta opción lo enfrentaría con la Vasconia occidental, que, en lo referente a Navarra, constituía la posición avanzada de Castilla, la amenaza perpetua sobre la frontera del oeste.

Para el nacionalismo vasco e, incluso antes, para el vasquismo integral del fuerismo romántico, la historia de las relaciones entre Navarra y los vascongados durante la Edad Media se convirtió en un verdadero engorro. La imposibilidad de construir un mito unitario se demuestra, por ejemplo, en el tratamiento ideológico de la batalla de Beotibar: una gran gesta para los guipuzcoanos; una escaramuza sin importancia para los navarros. En 1321, reinando en Castilla Alfonso XI —bajo la tutela aún de su madre, María de Molina—, un ejército navarro al mando del gobernador francés Ponce de Morentain invadió Guipúzcoa con intención de llegar hasta Valladolid y apoderarse allí del rey niño. Los guipuzcoanos atacaron por sorpresa a los navarros en el valle de Beotibar, junto a Tolosa (de Guipúzcoa), y desbarataron sus filas, haciéndoles replegarse precipitadamente hacia Navarra. En el alcance, les tomaron una villa de la frontera, Gaztelu (“el castillo”, por antonomasia). La Crónica de Alfonso XI registra escuetamente estos hechos.

El príncipe Louis-Lucien Bonaparte (1813-1891), hijo de Lucien Bonaparte, o sea, del corso Luciano Buonaparte, hermano de Napoleón, no era un príncipe de alcurnia. Venía de la prolífica pareja formada por el abogado Carlo Buonaparte y Letizia Ramolino, ambos de Ajaccio, origen de la saga Bonaparte, que hizo lo que pudo (bien poco, como se ve), por dar al apellido un tono más chic y francés. No había príncipes ni títulos nobiliarios entre sus ancestros. Napoleón ennobleció a sus hermanos, pero Lucien estuvo a punto de quedarse en plebeyo para siempre, porque sus tendencias jacobinas le enfrentaron con el emperador, a cuya fulgurante carrera había contribuido como ningún otro. Exilado en Roma durante la Restauración, recibió del papa León XII el título de príncipe de Musignano, que legó a su hijo: un birrioso título pontificio.

Pero le transmitió además otra cosa: el gusto por la erudición. Lucien, autor de un poema épico sobre Carlomagno, fue miembro de la Academia Francesa (de la que lo expulsó Luis XVIII). En su descendencia figuran los únicos Bonaparte con algún relieve en la historia cultural europea: Louis-Lucien y la biznieta de este, la también princesa Marie Bonaparte, psicoanalista, traductora de Freud al francés y firme defensora del clítoris frente a la vagina.

Louis-Lucien destacó en la lingüística comparada del XIX como un excelente dialectólogo. El eusquera le debe su primer mapa dialectal, que elaboró con un nutrido grupo de colaboradores vascos a quienes hizo traducir el famoso catecismo español del padre Astete. Del Astete al orgasmo clitoridiano. Desde luego, los descendientes de Cario y de Letizia no dejaron palo por tocar.

Entre los colaboradores de Louis-Lucien Bonaparte, el más cercano al príncipe fue Claudio de Otaegui (1836-1890), guipuzcoano de Cegama, organista y maestro de escuela en Fuenterrabía. Su hermana, una solterona de edad más que madura, se casó con Louis-Lucien in articulo mortis, acaso por seguir la tradición vasca de emparentar con las grandes familias de la historia universal en las peores condiciones posibles. Pues bien, Claudio de Otaegui, que además fue poeta, escribió una sentida composición acerca de una gesta medieval de sus paisanos, Beotibarco celhayac, cuyos primeros versos rezan así:

¡Beotibarco celhayac, atzo ilun ta gaur alaiac!

¡Beotibarco arcaitzetan, etsaiac gure oñetan!

Lo que en castellano vale por lo siguiente:

¡Campos de Beotibar, ayer oscuros y hoy alegres!

¡En las peñas de Beotibar, los enemigos a nuestros pies!

En todo el resto del poema se menciona dos veces más a los enemigos:

¿Nora zoaz, Oñaz jauna, etsaiarengana?

Elur maluta asco dirá, ugariago etsaiac.

O sea, en román paladino:

¿Dónde vas, señor Oñaz, hacia el enemigo?

Los copos de nieve son muchos, más abundantes los enemigos.

Cuando se termina de leer el poema, el lector puede tener cierta idea de quiénes eran las huestes del señor de Oñaz, pero ninguna que le indique de qué enemigo se trataba. Este aparece con bastante claridad en la mencionada Crónica de Alfonso XI. Ahora bien, en el siglo XVI, Esteban de Garibay da noticia de la batalla en su Compendio historial de las Crónicas (1571) y la ilustra con dos fragmentos de sendas baladas épicas, que, en teoría, habrían sido compuestas en fechas inmediatamente posteriores a los hechos narrados. El primero es el comienzo de un romance castellano:

De Amasa sale Gil López

de Oñaz y de Larrea

al encuentro de franceses

para lidiar en pelea.

El otro consiste asimismo en el inicio de una balada, eusquérica en este caso:

Mila urte ygarota

urac veren videan.

Guipuzcoarrac sartu dira

gazteluco echean.

Nafarroquin batu dira

Beotibarren pelean.

A propósito de este segundo fragmento, ya Gonzalo Argote de Molina, en su Discurso sobre la poesía castellana (1575), observó que se trataba de un romance de características similares a los castellanos. Su traducción literal sería la siguiente:

Pasados mil años,

las aguas en su camino.

Los guipuzcoanos han entrado

en la casa del castillo.

Se han juntado con los navarros

en Beotibar en la pelea.

Los dos primeros versos constituyen la versión vasca de un refrán castellano muy conocido: “Al cabo de años mil, vuelven las aguas por su cubil”. Pero lo interesante es la interpretación que ofrece Garibay de los versos tercero y cuarto. El cronista sostiene que estos significan que los guipuzcoanos han vuelto a ser castellanos. Tal interpretación no nos dirá mucho acerca de cómo los guipuzcoanos del siglo XIV entendieron su triunfo en Beotibar, pero nos acerca en cambio a lo que un guipuzcoano del siglo XVI seguía pensando de los navarros. Estos representaban al enemigo ancestral frente al que los antepasados de Garibay habían defendido su condición castellana. De fraternidad vascona, ni el menor rastro. El jesuita navarro Moret, en el siglo XVII, estaba aún indignado por la versión que daba Garibay de la batalla y calificaba la cifra de los invasores muertos, que aquel estimaba en varias decenas de miles, de “espumosa hinchazón”.

Claudio de Otaegui, en pleno auge del fuerismo decimonónico, se las tuvo que ver con un problema distinto. No podía renunciar a la celebración literaria de la batalla, porque los guipuzcoanos no andaban muy sobrados de gestas épicas (los navarros podían exhibir algunas más, como la supuesta victoria de sus antepasados sobre Roldán, en Roncesvalles, y la muy real e indiscutible sobre los almohades en las Navas de Tolosa). Pero ya no podía llamar a los enemigos por su nombre, porque, para los fueristas guipuzcoanos, los navarros eran hermanos vascos, opuestos, como ellos, al centralismo del estado liberal. De ahí que recurriera a un término genérico y, por tanto, vaguísimo, etsaiac, los enemigos, que lo mismo podía referirse a los navarros que a los marcianos. Un enemigo sin rostro humano, como los copos idénticos de una tempestad de nieve.

Es curiosa, sin embargo, la manera en que el nacionalismo vasco ha intentado resolver el dilema, que por definición es insoluble. Veamos un ejemplo. Uno de los impulsores del movimiento de la canción protesta en eusquera de los años sesenta del pasado siglo, el guipuzcoano Benito Lertxundi, incorporó a su repertorio una versión con melodía medievalizante del poema de Otaegui (presentado, en sus copias grabadas, como un cantar de gesta del siglo XIV). Pues bien, Lertxundi, insatisfecho con la imprecisión del texto de Otaegui, introdujo una modificación importante. Allí donde el escritor tardorromántico ponía etsaiac, Lertxundi pone frantses jendea (la gente francesa). El público ya puede saber contra quiénes lucharon los guipuzcoanos en Beotibar: contra los franceses. Lo cual no va del todo contra la verdad histórica, pero se convierte en la versión de Lertxundi, dado el contexto de su época, en una verdad a medias, porque el público nacionalista infiere que los franceses de los que habla la canción son el estado francés que oprime a los vascos del norte del Pirineo. Y no es eso. Para los guipuzcoanos de la época de Garibay, los franceses a los que se refería el romance anónimo en castellano y los navarros del romance anónimo en eusquera eran exactamente la misma gente. Franceses era una forma habitual de designar a los navarros en Guipúzcoa y en toda Castilla desde la entronización de la dinastía de Champaña en Navarra (1234). Con muy buen sentido, Pío Baroja declaró estar dispuesto a ceder a Navarra la parte alícuota que, como donostiarra de origen, le correspondiera de los cañones que figuraban en el escudo de Guipúzcoa en representación de los arrebatados a los navarros durante la guerra de la conquista del viejo reino, con tal de que le dejaran vivir tranquilamente en Vera de Bidasoa. Pero Baroja no necesitaba manipular el pasado.

La creación por Alfonso VI de un condado tributario de Castilla en el valle del Arga, es decir, en el centro mismo del reino de su primo Sancho Ramírez, prefiguró el destino de Navarra durante la segunda mitad de la Edad Media. Entre los reinos hispánicos, fue el más plenamente feudal, en el sentido europeo. Necesitó enfeudarse porque solamente la protección de un reino más poderoso (Aragón o Francia, según los vaivenes de la historia) podía librarle del descuartizamiento. Su posición estratégica, al hallarse en él las tres vías más practicables del Pirineo occidental entre Francia y España, lo convirtieron en un territorio tan ambicionado por los reyes castellanos y franceses que resulta casi milagrosa su supervivencia hasta el siglo XVI, si se tiene en cuenta su tamaño, sus recursos económicos y militares, y sobre todo la heterogeneidad de sus culturas y lenguas, que en un ámbito geográfico reducido suele constituir un permanente factor de inestabilidad.

La Vasconia occidental, vinculada a Castilla, siguió un rumbo histórico muy diferente, y Gascuña cayó fatalmente en la órbita francesa, tras un largo periodo en poder de la dinastía de los Plantagenet, reyes de Inglaterra.

NAVARRA, DE LOS JIMENO A LOS ALBRET

Sancho V Ramírez, rey de Aragón y Navarra, que se apresuró a ocupar Pamplona tras la muerte de su primo y homónimo, el de Peñalén, era no menos Jimeno que este y que Alfonso VI de Castilla, pero su condición de monarca aragonés primaba en su ánimo sobre la de rey del pequeño reino vascón que había vuelto casi a los límites de los del dominio de los Arista tras ocupar Alfonso VI La Rioja alta, aunque conservaba los territorios de la Vasconia occidental entregados por Sancho el Mayor a García el de Nájera. Alfonso VI se hallaba muy dispuesto a pelear por ellos, pero la invasión de los almorávides en 1086 reclamó su atención prioritaria y se avino a un acuerdo con los aragoneses el año siguiente. Sin embargo, desde la orilla derecha del Ebro medio emprendió una rápida conquista de las viejas ciudades del ager ocupadas aún por los musulmanes (Calahorra y Alfaro).

La incorporación de Navarra a la órbita aragonesa implicó la participación directa de los vascones orientales en la conquista de las taifas del valle del Ebro que llevaron a cabo los dos hijos de Sancho Ramírez, Pedro I de Aragón (rey desde 1094 a 1104) y su hermano y sucesor, Alfonso I el Batallador. Huesca cayó en poder de Pedro I en 1096 y Barbastro en 1100. Alfonso I tomó Zaragoza en 1117 y acabó con el reino de Tudela, cercado por las ciudades navarras que había hecho repoblar su hermano, en 1119. Al año siguiente se apoderó de Calatayud.

Casado con una hija de Alfonso VI de Castilla, Urraca, que ya tenía dos hijos de su anterior matrimonio con el duque de Borgoña, Alfonso I de Aragón reclamó para sí Castilla a la muerte de su suegro. Se la disputó uno de sus hijastros, Alfonso VII el Emperador, que le obligó a aceptar, en el tratado de Támara (1127), el reconocimiento de los límites entre Navarra y Castilla fijados por Sancho el Mayor. A cambio de la corona de Castilla, renunciaba Alfonso VII a buena parte de la Vasconia occidental, la de las tenencias navarras. Alfonso I murió en 1034, habiendo legado todas las tierras de sus reinos a las órdenes militares.

Ni la nobleza aragonesa ni la navarra acataron el testamento. Los aragoneses eligieron por rey al obispo de Roda, Ramiro el Monje. Los navarros, a un descendiente de García III el de Nájera por una rama bastarda, García IV Ramírez, el Restaurador, que se proclamó rey de Pamplona. El papa, presionado por Ramiro II de Aragón (el de la campana de Huesca), se negó a confirmar el título, que solo se otorgaría al nieto de García, Sancho VII el Fuerte por una bula de Celestino III, en 1196. Se trató entonces de atraer a los navarros al esfuerzo común de la cristiandad hispánica para detener el empuje arrollador de los almohades, que acababan de infligir una espantosa derrota a los castellanos en Alarcos (1195).

A García IV le sucedió su hijo, Sancho VI el Sabio (1150-1194). Adoptó este el título de Rex Navarrorum. Refundo Vitoria, fundó San Sebastián, no lejos de la antigua Oiasso, y las villas fortificadas de Bernedo y Laguardia. Ocupó La Rioja alta, lo que le llevó a un enfrentamiento con Alfonso VIII el de las Navas, rey de Castilla. Tras varios años de guerra fronteriza, ambos monarcas pidieron el arbitraje de Enrique II Plantagenet, rey de Inglaterra, que emitió en 1177 el laudo de Wetsminster, otorgando Vizcaya y La Rioja a Castilla, y a Navarra las tenencias de Álava, Guipúzcoa y Durango. Ni Sancho ni Alfonso aceptaron el laudo, pero tras una breve reanudación de las hostilidades, volvieron a reunirse en 1179 para sellar un acuerdo en los mismos términos. Sin embargo, en 1200, reinando ya Sancho VII el Fuerte en Navarra, Alfonso VIII se apoderaría definitivamente de toda la Vasconia occidental.

Sancho VII el Fuerte, que comenzó a reinar en 1194, afianzó la cuña navarra en Aquitania, gracias a la protección que ofreció a su hermana Berenguela mientras el marido de esta, el rey Ricardo I Plantagenet de Inglaterra —es decir, Ricardo Corazón de León, duque de Aquitania—, combatía en las cruzadas. Los Plantagenet descendían del conde normando Roberto Plantagenet o Roberto Planta-retama, llamado así porque, según la leyenda, hizo sembrar retama para fijar el suelo arenoso de las marismas de las Landas. Leonor de Aquitania, esposa de Enrique II, buscó el apoyo de Sancho el Sabio para asegurar sus posesiones gasconas. Sancho el Fuerte asumiría el compromiso de su padre y consolidaría el dominio de Ultrapuertos, sometiendo a vasallaje las baronías circundantes (señoríos de Dax, Luxa, Agramont y vizcondado de Tartas). Pero el hecho más relevante de su reinado fue su participación en la batalla de las Navas de Tolosa (1212) junto a dos centenares de caballeros navarros. Una aportación casi imperceptible al ejército cruzado de cerca de 40.000 hombres que destruyó allí el poder de los almohades. Pero Sancho y sus caballeros se distinguieron por romper el cerco de los esclavos senegaleses que formaban la guardia personal del sultán Muhammad al-Nasir (el Miramamolín de los cristianos), encadenados entre sí y con los pies enterrados para impedirles huir. Sancho se apoderó de las cadenas y del Corán del sultán, ricamente encuadernado en oro con esmeraldas engastadas, que depositó tras la batalla en el monasterio de Roncesvalles. Con esta hazaña limpió en parte su historial de colaboracionismo con los musulmanes, recordado con encono por el obispo Ximénez de Rada en su De rebus Hispaniae. Porque Sancho el Fuerte había mendigado el apoyo de los almohades contra sus vecinos, Pedro II de Aragón y Alfonso VIII de Castilla, que pretendían repartirse Navarra. El arzobispo de Toledo, un navarro partidario de Castilla, cargó las tintas contra Sancho, pero parece cierto que, pese a la bula de Celestino III, buscó la alianza de los moros, de los que solo obtuvo, al parecer, ciertas cantidades de dinero.

Sin embargo, tampoco el contubernio de los reyes de Aragón y Castilla fue excesivamente limpio. Pedro II arrebató a Navarra el Roncal y las Aézcoas, mientras Alfonso VIII se quedaba con Álava y Guipúzcoa. En su testamento de 1204, Alfonso VIII, gravísimamente enfermo, pedía que su sucesor devolviera a Navarra los territorios que él había arrebatado injustamente y con violencia. Pero, tras recuperarse milagrosamente de su enfermedad, no quiso saber nada de lo dicho y escrito en su trance agónico. La leyenda de la entrega voluntaria de la provincia de Guipúzcoa a Navarra se forjó, como tantos embustes históricos, en el siglo XVI. (En 1655, las juntas de Guipúzcoa ofrecieron un premio a quien encontrase algún documento fehaciente de la supuesta entrega, pero solo apareció alguna falsificación erudita).

Al morir Sancho VII sin descendencia en 1234, el trono pasó a un hijo de su hermana Blanca, Teobaldo I de Champaña, que llegó a Pamplona acompañado de un séquito de caballeros franceses entre quienes repartió los cargos del reino. También llevó a cabo una sustitución de la nomenclatura de las circunscripciones y de los cargos palaciegos para adaptarlos a la usanza francesa. Las tenencias pasaron a denominarse merindades, y los tenientes, merinos. Creó las figuras del senescal, sustituto del rey en su ausencia; del chambelán o tesorero y del canciller o depositario de los sellos. La extranjerización del poder y de los usos soliviantó a los infanzones, la pequeña nobleza autóctona, que, a través de sus juntas, como la de Obanos, ejercieron sobre Teobaldo la presión suficiente como para obligarle a reconocer los antiguos privilegios estamentales del reino. El fuero de 1238 establece un equilibrio entre el poder real y el de la nobleza navarra, limitando la capacidad del monarca para conceder cargos a los señores franceses. Ese mismo año nace el heredero de Teobaldo —al que se le impone el nombre de su padre— y el rey parte para la cruzada, de la que volverá en 1240, tras haber conquistado Jerusalén y Ascalón.

Teobaldo I introdujo en Navarra el refinamiento cultural de las cortes feudales francesas. El mismo fue un trovador exquisito, pero los infanzones permanecieron bastante al margen de las innovaciones importadas de Champaña. Muy al contrario, fue despertándose en ellos una profunda xenofobia dirigida no solo hacia los palaciegos franceses, sino también hacia la creciente población franca y provenzal que, desde la época de García Ramírez, había ido asentándose en Pamplona y en las villas. Teobaldo II, que sucedió a su padre en 1255, advirtió esta hostilidad y, lejos de mantener la política conciliadora de su padre, recortó las atribuciones de las juntas nobiliarias y suprimió el rito tradicional de la proclamación del rey —la elevación sobre el pavés— por la unción a la manera francesa. Creó el blasón de Navarra (las cadenas ganadas por Sancho el Fuerte, en oro y disposición bicrucífera sobre campo de gules, y con la esmeralda de Miramamolín en el centro), y adoptó el romance navarro como lengua de la chancillería. Le sucede su hermano Enrique I, que murió en 1274 sin descendencia, pasando el trono a su hija Juana, todavía menor de edad. En 1275 se hizo cargo del gobierno, en nombre de Juana, el senescal de Tolosa, Eustaquio Beaumarchais, lo que irritó a los infanzones y provocó la insurrección del burgo de la Navarrería en Pamplona. Siguió una verdadera guerra interétnica entre navarros y francos, que tuvo por escenario principal la capital del reino, pero se propagó también a otras villas. Después de intensas luchas urbanas entre 1276 y 1277, Beaumarchais logró sofocar la rebelión y arrasó el burgo. La historia de la guerra de la Navarrería fue narrada —desde el punto de vista de los francos— por el trovador tolosano Guillermo Aneliers, en un extenso poema épico en versos provenzales.

En 1284, Juana contrajo matrimonio con Felipe, hijo de Felipe III, rey de Francia. Andando el tiempo, el marido de Juana heredaría el trono de su padre y reinaría con el nombre de Felipe IV el Hermoso. Sus tres hijos se sucederían en el de Navarra: Luis I Hutin (1306-1316), Felipe I el Largo (1316-1322) y Carlos I el Calvo (1322-1328). Los reyes de la dinastía Capeta apenas hicieron acto de presencia en Navarra, salvo para coronarse y jurar los fueros. Las tareas de gobierno recayeron en senescales franceses, en tensión continua con las juntas de los infanzones y con las villas de mayoría autóctona. Al morir sin descendencia Carlos I, el reino pasó a Juana, hija de Luis I Hutin, casada con Felipe de Evreux, lo que supuso la entronización de una nueva dinastía francesa. Tres en menos de un siglo.

Felipe II y Juana reinaron juntos desde 1328. A comienzos de su reinado intentaron congraciarse con los navarros mejorando algunos aspectos del fuero antiguo (1330), pero Navarra, como gran parte de Europa, había entrado ya en la terrible crisis del siglo XIV. La reina Juana murió durante la epidemia de peste, en 1349, y ascendió al trono su hijo Carlos. Es decir, Carlos II el Malo, el rey más marrullero y enredador de toda la historia de Navarra.

El reinado de Carlos II comienza en medio de la peste negra que aflige a Europa entera y que en Navarra, como en tantas otras partes, diezma la población. Hasta 1360, Carlos interviene en la guerra entre Francia y los ingleses (la llamada de los Cien Años), en apoyo de estos últimos, para obligar a Juan II de Francia a pagarle la indemnización pendiente por la renuncia de Juana de Evreux a sus derechos al trono de Francia y la dote de su propia esposa, hermana del rey francés. En 1354 hace asesinar al condestable de Francia, Carlos de la Cerda, a consecuencia de lo cual Juan II lo encarcela en París entre 1356 y 1357, pero una sublevación de la plebe urbana lo pone en libertad. En 1358 se enfrenta a los jacques (los rebeldes campesinos) en Clermont, derrotándolos y dispersando sus bandas. Después de la paz de Brétigny entre Francia e Inglaterra, regresa a Navarra en 1360. Junto a su eterno aliado, Eduardo de Inglaterra —el príncipe negro—, apoya a Pedro I de Castilla contra sus hermanos, los Trastámara. A cambio, recibe de Pedro, en virtud del tratado de Linburne, Guipúzcoa, Álava y varias ciudades de La Rioja baja, pero no contento con ello se apodera de Logroño y de algunas plazas alavesas excluidas de la cesión. En 1365, tras derrotar y matar a Pedro I en los campos de Montiel, Enrique I Trastámara exige a Carlos II la devolución de todas las tierras de Castilla adquiridas por el tratado y, obviamente, de las arrancadas por la fuerza. Ante su negativa, Enrique apela al papa. El legado pontificio Guido de Bolonia falla a favor de Enrique, y Carlos, de muy mala gana, entrega al reino castellano todo lo reclamado por su rey. Para resarcirse, se somete al papa cismático de Aviñón, Clemente VII.

Su hijo Carlos III el Noble, que le sucede en 1387, dedica sus primeros esfuerzos a arreglar los desaguisados paternos por vía diplomática. Casa con Leonor de Trastámara, hija de Enrique I de Castilla y establece una cordial relación con su cuñado, el futuro Juan I. Zanja el pleito con Francia renunciando a todas las reivindicaciones planteadas por Carlos II y, en compensación, recibe del rey francés, Carlos V, la plaza de Cherburgo y el condado de Nemours. En 1416 vuelve a la obediencia al pontífice romano, Martín V, frente al antipapa aragonés Benedicto XIII, el papa Luna.

Carlos III el Noble otorgó a Pamplona el privilegio llamado de la Unión (1423), que abolía la división de los tres burgos (la Navarrería y los francos de San Cernín y San Nicolás). Creó el principado de Viana para el heredero de la corona y construyó el palacio real de Olite y el panteón de reyes de Pamplona. Acentuó aún más el carácter francés de la dinastía, presentándose como rey taumaturgo que podía curar la escrófula con la imposición de las manos e introduciendo en los sellos la figura sedente del rey, con el cetro rematado por la flor de lis. Murió en 1425.

El magnífico mausoleo gótico de Carlos III el Noble y de Leonor de Castilla en la catedral de Santa María la Real de Pamplona fue realizado en 1419 por el escultor borgoñón Johan Lome de Tournay, que trabajó también en el palacio de Olite. A los pies de la estatua yacente del rey vela un león echado, símbolo de la realeza. A los de la de su esposa, realizada en el mismo alabastro de finísimo grano, juegan dos perrillos, dos gozques. El de la derecha, sentado, tiene una de sus patas delanteras sobre un hueso. Su cabeza mira a un costado, casi hacia atrás. El otro perrillo, erguido sobre sus cuatro patas, olisquea el hueso. La tradición popular ha querido ver en ellos una alegoría de la situación del reino a la muerte de Carlos III. El hueso representaría a Navarra; el gozque sentado a Francia, y el que inclina su cabeza hacia el hueso, a Castilla. La monarquía francesa aún conservaba el control del reino, pero, distraída en otros asuntos, estaba apunto de dejárselo arrebatar por la hambrienta Castilla. Y, en efecto, así ocurrió.

La hija y heredera de Carlos III, Blanca, casó con el infante Juan de Aragón, el futuro Juan II. Los príncipes extranjeros casados con reinas de Navarra podían intervenir en el gobierno del reino previo consentimiento de sus esposas, pero Juan no mostró al principio mucho interés en ello. Sus miras estaban puestas en la expansión mediterránea aragonesa (participó a las órdenes de su hermano, Alfonso V el Magnánimo, en la conquista de Nápoles) y en la política castellana, de la que los infantes de Aragón, como hijos del primer Trastámara aragonés, Fernando I (Fernando el de Antequera), esperaban sacar amplio provecho dada la débil posición de su primo y cuñado Juan II de Castilla. Los infantes apoyaban a la alta nobleza levantisca contra el privado del rey, el condestable Álvaro de Luna.

En 1439, la reina Blanca de Navarra, gravemente enferma, hizo testamento a favor de su hijo Carlos, príncipe de Viana, pero con la cláusula de que no podría ocupar el trono sin el consentimiento de su padre. Blanca muere en 1441, y Juan se niega a conceder a Carlos de Viana otra cosa que la lugartenencia del reino. En 1447, Juan contrae nuevas nupcias con Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla. Fortalecía así su relación con el bando nobiliario castellano, pero muy a disgusto de la nobleza navarra, que vio en este segundo matrimonio el riesgo de que el reino se convirtiera en un simple peón de las ambiciones del rey y de su suegro. Un amplio sector de los nobles navarros impugnó los derechos de Juan al trono, arguyendo que estos se derivaban solamente de su condición de viudo de la reina Blanca, y que, por tanto, los había perdido al casarse con una extranjera. Consecuentes con tal planteamiento, estos nobles defendieron el derecho de Carlos de Viana a ocupar de inmediato el trono de su madre.

Pero la movilización del partido del príncipe de Viana incidió en un conflicto nobiliario preexistente. Las cabezas conspicuas de tal partido eran la hermana de Carlos, Blanca, y la poderosa familia de los Beaumont. El prior de la orden de San Juan de Jerusalén, Juan de Beaumont, había sido el tutor designado por la reina Blanca para su hijo, y el hermano de aquel, Luis de Beaumont, conde de Lerín, dirigía la fronda nobiliaria contra Juan de Aragón. Pero los Beaumont mantenían una vieja enemistad con otros linajes del reino: particularmente con los Agramont de Ultrapuertos y con los Peralta y Navarra, grandes señores en la Ribera y en la Navarra media, que se pusieron del lado del infante aragonés. Este regresó a Navarra en 1449, rodeado de un séquito de agramonteses de Ultrapuertos a los que entregó los principales cargos del reino, a la vez que anulaba la lugartenencia de su hijo.

En 1451, Carlos de Viana se levantó en armas contra su padre, con el apoyo de los Beaumont y los Luxa, el linaje de Ultrapuertos más enfrentado a los Agramont, y con el concurso de tropas castellanas enviadas por Álvaro de Luna. Los Agramont, Peralta y Navarra sostuvieron la causa de don Juan. Los dos bandos se enfrentaron en Noain, donde la suerte fue adversa a Carlos de Viana, que cayó prisionero junto a Luis de Beaumont. El infante mantuvo encerrado a su hijo hasta 1453. Dos años después lo desheredó a favor de otra de sus hijas, Leonor, casada con el conde de Foix.

Carlos buscó entonces la protección de su tío Alfonso V, rey de Aragón, a la sazón en la corte de Nápoles, que le encargó el gobierno de Cataluña. Pero en 1459 murió Alfonso, sin descendencia. Su hermano Juan fue elevado al trono aragonés con el nombre de Juan II y, como primera medida, destituyó a su hijo. Cataluña, donde el príncipe de Viana era verdaderamente querido, se levantó contra el rey, con el apoyo de los beaumonteses. Juan II encerró de nuevo a Carlos, esta vez en Barcelona, donde el príncipe moriría en 1461, según algunos envenenado por orden de su madrastra, Juana Enríquez.

Entrampado en la revuelta de Cataluña, que no terminaría hasta 1472, Juan II buscó la ayuda militar de Luis XI de Francia, al que cedió el Rosellón y la Cerdaña. En 1464 nombró lugarteniente de Navarra a su hija Leonor, que le había hecho el favor de librarle de su otra hija díscola, Blanca, a la que encerró en Bearn y dio muerte poco después, envenenándola. Con todo, las relaciones entre Juan y Leonor no fueron fáciles. Para contrarrestar las presiones paternas, Leonor buscó la protección de su medio hermano Fernando V de Castilla, o sea, de Fernando el Católico, hijo de Juan II de Aragón y de Juana Enríquez, que se había aliado con los beaumonteses en contra de su padre. Ambos, Leonor y Fernando, firman un acuerdo en Tudela, en el año 1476.

En 1479 muere Juan II de Aragón. Fernando el Católico asciende al trono aragonés como Fernando II, y Leonor al de Navarra, pero esta muere pocos meses después, no sin haber dejado el reino a su nieto Francisco Febo, hijo de Gastón V de Foix y de Magdalena, hermana de Luis XI de Francia. La decisión de Leonor abre una nueva crisis política. Francisco Febo tenía solo diez años. Contaba con el apoyo del bando agramontés, pero no así con el de los beaumonteses, partidarios del mantenimiento del protectorado castellano ante el riesgo de que la regente, Magdalena, secundara los planes de Luis XI, uno de los grandes monarcas maquiavélicos del otoño medieval, para apoderarse de Navarra. Sin embargo, la situación cambia a la muerte de Francisco Febo en 1483, sin haber llegado a reinar. El trono recae en la hermana del finado, Catalina, solo un año menor que Francisco. Su madre, que no se apea de su papel de regente, se apresura a casarla en 1484 con Juan de Albret, señor del Perigord y vizconde de Tartas. El nuevo rey de Francia, Carlos VIII, da su aprobación al matrimonio.

Las cortes navarras no habían sido consultadas a tal efecto. Magdalena solo había obtenido el consentimiento de la nobleza del Bearn y de Ultrapuertos, y Carlos VIII, metido de lleno en las guerras de Italia contra el papa y los aragoneses, no se preocupó más del asunto. Pero su sucesor, Luis XII, advirtió con horror que los dominios franceses de los Albret, sumados a Navarra, venían a suponer un estado feudal de proporciones más que preocupantes. No otra cosa había pretendido Magdalena, digna hermana de Luis XI. Lo cierto es que Luis XII solicita del parlamento de Tolosa que apruebe la confiscación de las posesiones de Albret por la corona francesa, a lo que dicho parlamento accede en 1510.

Pero entonces se constituye la Santa Liga, una coalición contra Francia del papa Julio II, la república de Venecia, Enrique VIII de Inglaterra y su suegro, Fernando el Católico. Alarmado, Luis XII convoca un concilio en Pisa, probablemente con la intención de elegir un nuevo papa. La sombra de otro cisma de occidente se cierne de nuevo sobre Europa, y así llegamos al año crucial de 1512. En abril, Julio II inaugura el concilio de Letrán, que declara cismático al rey de Francia. En ese mismo mes muere en la batalla de Rávena, combatiendo contra los ejércitos de Fernando el Católico, Gastón V de Foix, marido de Magdalena y padre de Catalina de Navarra. Cuando la noticia llega a Fernando, este invoca los derechos de su segunda esposa, Germana de Foix, sobrina carnal de Gastón, al condado pirenaico. Luis XII se apresura entonces a hacer las paces con Albret. Por el tratado de Blois, a comienzos de abril, le devuelve los territorios confiscados en 1510. A cambio, exige que se impida el tránsito por Navarra de los ejércitos de la Santa Liga.

Fernando no espera más. Obtiene una bula papal que destrona a Albret por haberse aliado con el rey cismático de Francia y, el 23 de julio, un ejército castellano al mando del duque de Alba invade Navarra. Se le suman los beaumonteses y parte del partido agramontés, con Alonso Carrillo de Peralta al frente. Pamplona capitula ante el duque y el ejército castellano ocupa Navarra, a excepción de la merindad de Ultrapuertos. Fernando nombra virrey al duque de Alba y concede a Alonso Carrillo el marquesado de Falces. Juan de Albret y Catalina de Navarra se retiran a Pau, en el Bearn.

En 1516, tras la muerte de Fernando el Católico, un ejército de bearneses y navarros de Ultrapuertos, al mando del mariscal Pedro de Navarra, cruza el Pirineo y se dirige hacia Pamplona, pero es rechazado por el coronel Villalba. El cardenal Cisneros, regente de Castilla, ordena el derribo de todas las fortalezas navarras, salvo las que se hallan en poder de los beaumonteses. En 1516 y 1519 se celebran sendos encuentros diplomáticos en Noyón y Montpellier entre los representantes de Juan y de Enrique de Albret y los de Castilla, pero no se alcanza acuerdo alguno.

La guerra de las Comunidades (1520-1521) abre en Enrique II Albret expectativas de reconquistar el reino. Con el apoyo de un ejército francés cedido por su cuñado Francisco I, sus partidarios entran en Navarra en 1521 y toman Pamplona. Pero la decisión de actuar se había tomado demasiado tarde, cuando ya los comuneros habían sido derrotados. Además, los franceses se comportan en Navarra como fuerzas de ocupación, pillando e incendiando, y, por si fuera poco, Francisco I no permite que Enrique entre en Pamplona. Por otra parte, los franceses se hallaban en guerra con los españoles en Italia, por la cuestión del Milanesado, y esta circunstancia impulsó a los ocupantes a rebasar la frontera sur del reino y atacar Logroño. De modo que, cuando se produjo la reacción militar española, la mayor parte de la población navarra la vio con simpatía. Las fuerzas de Carlos I de España destrozaron al ejército aliado en la segunda batalla de Noain (1521). Los restos de las tropas agramontesas de Albret llegaron en octubre a los castillos de Maya (Amayur) y Fuenterrabía, donde se prepararon a resistir un largo asedio. Maya cayó en 1522 y Fuenterrabía en 1524. Carlos I concedió a sus defensores el perdón general a cambio de que le jurasen fidelidad, lo que hizo la mayoría de ellos en Burgos, ese mismo año de 1524.

Seis años después, Carlos I renunció a sus pretensiones sobre la merindad de Ultrapuertos, lo que proporcionó a la monarquía navarra casi un siglo de vida póstuma, como una Kakania del Pirineo, a expensas de la benevolencia de la monarquía francesa, con la que terminó por confundirse. Enrique II Albret, casado con la hermana de Francisco I, Margarita de Angulema (la famosa autora del Heptameron), reinó hasta 1553. Su hija, Juana de Albret, casó con Antonio de Borbón, duque de Vendôme. El reino no podía despedirse del mundo sin probar antes con otra dinastía.

Juana se convirtió al calvinismo. Su hijo, hugonote desde la cuna (un enorme caparazón de galápago que se conserva en el castillo de Pau), comenzó su reinado en 1572. Fue un gran rey… de Francia. Enrique III de Navarra casó en 1572 con Margarita de Valois, hija de Enrique II de Francia y de Catalina de Medicis. En 1589, a la muerte de su cuñado Enrique III de Francia, Enrique III de Navarra se convirtió en Enrique IV de Francia, el Bearnés. Su historia es bien conocida. Fue asesinado en 1610 por un católico fanatizado, François Ravaillac. En 1620, su hijo y sucesor, Luis XIII de Francia y II de Navarra (habido de su segunda esposa, María de Mediéis) decidió dejarse de pamplinas y puso fin al experimento del pequeño reino zombi del Pirineo, diluyéndolo en la Francia de toda la vida, la de nos ancêtres les gaulois.

EL MITO DE LA CONQUISTA DE NAVARRA

Aunque nunca se llegan a conocer por completo las causas de un acontecimiento histórico, en el caso de la pérdida de la independencia de Navarra hay algunas que parecen estar muy claras.

En primer lugar, las dimensiones del reino. Un pequeño estado entre vecinos más grandes y poderosos tenía que ser devorado tarde o temprano por alguno de ellos. Quizá el gran handicap de Navarra estuviera en el hecho de ser un reino que surgió del saltus, y no del ager. En el saltus predominó siempre una pauta de resistencia, no de expansión. Al contrario que el pequeño reino de Asturias, el de Pamplona, casi su coetáneo, apenas participó en la Reconquista. Desde su origen mismo prefirió la contemporización, la transacción, el arreglo cortoplacista. Godos y astures se enfrentaron a un enemigo radical. El islam que conocieron los Arista fue un islam amistoso, consanguíneo. Un islam muladí, desdoblado de la cepa vascona. Para qué luchar contra él si podían entenderse casi a la perfección para torear juntos a francos y cordobeses. El resultado fue el colapso del crecimiento. El fenómeno de Sancho el Mayor es muy significativo a tal respecto: acumula muchos más territorios que ningún rey cristiano de Hispania, y los reparte para preservar intacto el núcleo vascón en manos de la rama primogénita.

En segundo lugar, el carácter marcadamente feudal del estado navarro, que se agrava con la sucesión de las dinastías francesas, feudatarias todas ellas de los reyes de Francia. La corte de los Teobaldos es un remedo de la corte de Champaña, la de los Evreux, algo parecido. Eso no impidió a Sancho VI el Sabio entenderse de tú a tú con Leonor de Aquitania, porque los Plantagenet eran, al fin y al cabo, señores feudales. Pero los Luis XI o Fernando el Católico… eso era otro cantar. Otro nivel, como se dice ahora. Un señor feudal como Juan de Albret no puede hablar de tú a tú con el católico rey de España ni con su cristianísima majestad el rey de Francia, aunque este sea su cuñado. En el mundo de las monarquías absolutas, las monarquías feudales son los huesos que se disputan los perrillos o, más bien, los perrazos.

Por otra parte, el rápido sucederse de las dinastías hizo muy difícil la consolidación de las lealtades específicamente dinásticas. A menudo se veía uno en la tesitura de tener que defender con la vida la dinastía contra la que lucharon los padres o abuelos. De ahí que las únicas lealtades seguras y constantes fueran las debidas al reino y a los señores inmediatos.

En realidad, la idea de una Navarra conquistada y unida por la fuerza a una España opresora es muy reciente y procede de las tensiones entre las fuerzas vivas provinciales y la administración central durante la Restauración. Nada semejante se registró en los tres siglos y medio que van de 1524 a 1876. La generación navarra del sexenio se inventó un viejo agravio para reforzar su reivindicación de los fueros frente a las tendencias centralizadoras de los monárquicos liberales, pero no con propósitos secesionistas. Los exhumadores intelectuales de la conquista fueron Juan de Iturralde y Suit y Arturo Campión, de los que se hablará en su momento. A través del segundo de ellos, el mito navarro pasó al nacionalismo vasco.

A efectos prácticos, la conquista de Navarra resultó un asunto tan incómodo para el nacionalismo vasco como Sancho el Mayor o la batalla de Beotibar. El hecho es que guipuzcoanos y alaveses participaron muy activamente en la conquista y eso no había forma de ocultarlo, toda vez que el propio Íñigo de Loyola, el futuro san Ignacio, fue herido en 1521 cuando defendía Pamplona del ejército franconavarro enviado por Enrique de Albret a recuperar la plaza. El nacionalismo vasco tuvo, desde sus orígenes, una fuerte impronta jesuítica gracias a los hermanos Arana Goiri, antiguos alumnos de los padres de la Compañía. Para compensar la transgresión de Loyola, tan antipatriótica desde el punto de vista del nacionalismo, se recurrió al contraejemplo de Francisco de Javier, dos de cuyos hermanos se hallaron entre los últimos defensores del castillo de Maya; pero, prescindiendo del fastidioso detalle de que ambos hermanos del apóstol de Indias, Azpilicueta y Jaso, se sometieron formalmente a Carlos I en 1524, lo cierto es que Javier, es decir, Francisco de Jaso y Azpilicueta, nacido en 1506, nada tuvo que ver en la guerra de Navarra, ni se conoce que manifestara alguna vez lealtad hacia los Albret. No era un término de comparación adecuado para Loyola.

Sin embargo, los hechos históricos nunca han arredrado al nacionalismo vasco, y una prueba de ello es la modificación del blasón de Guipúzcoa en 1979 por unas juntas generales de mayoría nacionalista. Como se ha dicho, figuraban en él, desde 1513, doce cañones en representación de los tomados por los guipuzcoanos a los navarros el año anterior, en el puerto de Velate. En 1979 se sustituyeron por doce rodelas. En rigor, lo mismo habría dado cambiarlos por doce botijos, porque seguían aludiendo por su número a los doce cañones innombrables de 1512 (ocho sacres, dos culebrinas y dos cañones propiamente dichos). La diputación foral guipuzcoana zanjó la cuestión en 1990 suprimiendo los dos cuarteles superiores del escudo y ampliando el escaque inferior, tres tejos de sinople sobre ondas de plata y azur como en la Canción del pirata, de Espronceda, todo ello en campo de oro. Un locus amoenus esquemático. Un paisaje bucólico que se asemeja vagamente a una menestra minimalista diseñada por Arzak, sin panoplias ni monarquías.

LA VASCONIA OCCIDENTAL: TENENCIAS Y SEÑORÍOS

La Crónica de Alfonso III, el rey asturiano, escrita a finales del siglo IX, afirma que Álava y Vizcaya fueron siempre poseídas por sus moradores (a suis incolis), lo que quiere decir que no fueron repobladas por gentes que huían de los árabes, como fue el caso de las Encartaciones, el antiguo territorio autrigón entre el valle del Nervión y Cantabria. Esto supone una continuidad con la población de la época visigótica e incluso romana, y explica tanto la continuidad lingüística en el saltus occidental, como el hecho de que las divisiones territoriales correspondieran todavía, en la Edad Media, al antiguo reparto de las etnias de la región que ya había descrito Plinio: las Encartaciones, al territorio costero de los autrigones, el señorío de Vizcaya al de los caristios, y Guipúzcoa, al de los várdulos.

A finales del reinado de Sancho III el Mayor, toda la región estaba bajo dominio navarro, y así fue transferida por aquel a su hijo García el de Nájera, pero tras la batalla de Atapuerca (1054), los límites del reino navarro por el oeste se sitúan en las cuencas del Deva y del Bayas, afluente del Ebro. El régimen de tenencias que imponen los reyes navarros, con titulares designados por el monarca, impide la formación de señoríos estables cuyas lealtades podrían oscilar hacia Castilla según la presión que esta ejerciera sobre las fronteras occidentales de Navarra. De hecho, en la práctica, algunas de estas tenencias se convirtieron pronto en hereditarias, como sucedió en Álava con la familia de los Vela, pero los reyes navarros socavaron su poder creando una red de pequeñas tenencias en territorio alavés (castillos de modestas dimensiones a cargo de un teniente), quizá por desconfianza hacia un poder familiar creciente, quizá por la necesidad de defender la tierra frente a Castilla. Es probable que en esta política de multiplicación de las tenencias se encuentre la raíz, si no de los reducidos dominios de los linajes banderizos que infestaron la región, sí al menos de señoríos independientes como los de Ayala, Oñate o Treviño, que no se incorporaron a Álava, ni a Guipúzcoa ni a Vizcaya durante toda la Edad Media.

FUEROS Y PRIVILEGIOS MEDIEVALES

El fuerismo del siglo XIX y posteriormente el nacionalismo vasco sostuvieron la teoría de que los fueros derivaban de las libertades ancestrales y de los usos jurídicos espontáneos de los vascos de tiempos inmemoriales y que los señores y los reyes no hicieron otra cosa que confirmarlos porque así se les exigía como requisito para aceptar su autoridad. En rigor, esta visión idealizada y mítica de los fueros surgió en el seno de la pequeña nobleza derrotada por la alianza de la corona castellana y las villas a finales del siglo XV, como habrá ocasión de ver.

Los fueros medievales son privilegios concedidos por los reyes y por los señores a villas, estamentos y comarcas, por motivos diversos y con diferentes propósitos. Hubo fueros para hidalgos y fueros para villanos, fueros para estimular determinadas actividades económicas o para impedirlas. Las fundaciones de villas iban generalmente acompañadas del otorgamiento de un fuero a sus moradores, porque la economía de las villas representaba una fuente de ingresos fiscales para la corona y los señores, mientras la pequeña nobleza que dominaba los campos estaba exenta de impuestos. Por otra parte, las villas de realengo suponían un firme apoyo para los reyes frente a la nobleza y sus facciones.

La teoría tradicionalista del fuero reconoce el papel fundamental del soberano como otorgante del privilegio, pero aduce al mismo tiempo que el fuero concedido por los reyes canoniza unos usos jurídicos no escritos cuyo origen radica en costumbres antiquísimas. La polémica foral vasca del siglo XIX opuso tres concepciones distintas: los liberales defendían la tesis de la concesión real o señorial del privilegio; los tradicionalistas, la teoría del compromiso entre el derecho consuetudinario y la autoridad del soberano, y los fueristas y nacionalistas, la del reconocimiento por parte de los reyes de una constitución histórica anterior a la institución monárquica.

El primer fuero que se otorgó en Vasconia fue el de Jaca, en 1076, por el rey Sancho I Ramírez de Aragón (o sea, Sancho V de Navarra) y sirvió de modelo a los que siguieron dando a las villas los reyes navarros hasta el siglo XIII.

Además de los fueros de villas, existían en la Vasconia medieval fueros estamentales (de hidalgos), corporativos (de ferrones y mareantes), de castas (fueros particulares para judíos o mudéjares), eclesiásticos, etcétera. Lo característico del entramado jurídico medieval fue una enorme dispersión. No hay nada parecido a una legalidad uniforme. El llamado fuero viejo de Vizcaya, que regía en la tierra llana, era un fuero de hidalgos, de codificación tardía (siglo XV) y, por supuesto, no se aplicaba a los labradores, que carecían de privilegios. Hasta las codificaciones forales del siglo XIV no existieron fueros provinciales, los llamados fueros nuevos, que, como se verá, tienen carácter y función muy distintos de los privilegios medievales.

Las instituciones representativas de los territorios aparecen históricamente en conexión directa con la conflictividad derivada de la dispersión foral. La visión romántica del fuerismo decimonónico contemplaba una Vasconia anterior a la Edad Media organizada en aldeas o “repúblicas” independientes cada una de las cuales se regía por su propia junta o biltzar. Sobra decir que tal visión carece de fundamento. Las juntas no son anteriores al siglo XIV, y surgieron al mismo tiempo que otras estructuras afines en Europa occidental, donde las guerras (la de los Cien Años en Francia o las civiles en Castilla) y las epidemias concomitantes diezmaron la población y debilitaron la posición de la nobleza respecto a los estamentos subalternos, que pudieron hacerse oír por los monarcas y, en muchos casos, imponer sus condiciones a los señores feudales. En Vasconia, como en toda Europa, se registró un descenso súbito de las rentas de la tierra, lo que impulsó a la nobleza rural a extorsionar a las villas. Para defenderse de los abusos nobiliarios, estas buscaron el apoyo de la corona y se organizaron en hermandades. Las juntas fueron una consecuencia directa de estas alianzas contra los señores de la tierra llana. En pleno declive del poder nobiliario surgiría el mito de unas juntas primigenias exclusivamente representativas de los linajes hidalgos, pero lo más parecido a esto fue la cofradía de Arriaga, una liga nobiliaria que ejerció un poder de tipo señorial sobre Álava y Orduña y que se disolvió en 1332, entregando voluntariamente sus dominios a la corona castellana a cambio de un fuero estamental.

EL COLAPSO ESTAMENTAL

La pequeña nobleza era una clase relativamente numerosa y de recursos económicos limitados. En la Vasconia occidental no logró constituirse en una aristocracia y dependió más del número y la solidaridad de los miembros del linaje que de verdaderas relaciones feudales. La familia ampliada, como en otras partes de Europa (en las tierras altas de Escocia, por ejemplo), constituyó la base del poder nobiliario, pero también el principal factor de su debilidad. Un clan no es ampliable sino a través de la multiplicación biológica de sus efectivos. El poder de la nobleza feudal se basaba en relaciones voluntarias de dependencia y, aunque las alianzas matrimoniales cumplían un papel muy importante en su consolidación, no eran el factor fundamental ni el único. En el caso de la nobleza vasca el parentesco determinaba el potencial de cada linaje, y de ahí que se tratase de incrementarlo mediante la bastardía. No eran raros los pequeños patrones que contabilizaban más de un centenar de hijos ilegítimos. Pero la proliferación de la descendencia mermaba, a su vez, los recursos económicos del clan. Esta situación se agravó con la crisis general del siglo XIV; las guerras y las epidemias diezmaron a los labradores. No todos estos eran, en la Vasconia occidental, collazos o siervos. Entre ellos había miembros de los linajes que trabajaban sus propias tierras y, por tanto, la presión de los hidalgos sobre los campesinos para mantener el nivel de las rentas no se ejerció sobre todos por igual. Aunque aumentó de forma desmesurada, no provocó rebeliones. La resistencia se manifestó en el abandono masivo de los campos. Sus cultivadores preferían huir a las villas y sumarse a un proletariado urbano miserable antes que entregar a los señores el total de la cosecha. Los hidalgos se vieron así confrontados a la alternativa de imponer exacciones a las villas y saquear los campos ajenos o convertirse ellos mismos en labradores, lo que les parecía peor que la extinción.

Esta reconversión predatoria de la economía de la nobleza llevaría a los linajes a chocar entre ellos, lo que les obligó a establecer alianzas, federándose en bandos. A comienzos del siglo XV, la práctica totalidad de la pequeña nobleza se encuadraba en dos banderías enemigas, Oñaz y Gamboa, que se disputaban con las armas el dominio del territorio. La guerra de bandos no quedó, sin embargo, confinada en el estamento nobiliario, sino que enfrentó a este, en su conjunto, con otros actores: las hermandades de las villas y la corona.

Un linaje (leinu, en vasco) es un conjunto de grupos familiares que pretenden descender del mismo solar y de un antepasado común. A menudo —aunque no siempre— comparten el mismo apellido, y reconocen la autoridad de un jefe, el pariente mayor (aide nagusia), cabeza del grupo familiar más poderoso. Además de los descendientes legítimos del linaje forman parte de él, como ya se ha dicho, los bastardos. En el curso de la guerra de bandos se adhirieron a los linajes los llamados encomendados, una suerte de clientela sin relación de parentesco con aquellos, formada por campesinos libres que, en una época de inseguridad, buscaban la protección de los nobles. Los encomendados no eran vasallos. Contribuían, generalmente en especie, al abastecimiento de los linajes y rara vez participaban en las luchas.

Los miembros de un linaje estaban ligados entre sí por un sistema de obligaciones mutuas que Julio Caro Baroja comparó con la asabiya de los beduinos, descrita por Ibn Jaldún, y que denominó solidaridad agnática. Tal sistema no comprendía solo la obligación de prestarse ayuda en el combate, sino la asunción de determinados papeles y funciones en rituales colectivos (lo que, como se verá, tuvo una importancia decisiva en la estructuración de la sociedad rural). En el seno de los bandos, la solidaridad agnática se hizo extensiva a los linajes aliados. En realidad, el bando venía a ser una forma de supralinaje entre cuyos componentes se establecían alianzas matrimoniales. Los miembros de un bando estaban obligados a ayudarse entre sí cuando uno de ellos, al ser atacado, recurría al apellido, es decir, a la llamada al bando (“¡Oñaz!” o “¡Gamboa!”), como los Montesco y los Capuleto en la Verona de Romeo y Julieta. Pero el deber de la venganza de sangre competía en primer lugar a los miembros del linaje del muerto (de forma similar al kanun albanés). A pesar de su imitación deliberada de ciertos aspectos de la caballería feudal, la guerra banderiza era bárbara y exenta de cualquier refinamiento, como las torres fuertes de los parientes mayores, meras casas de labranza fortificadas para resistir los ataques del bando enemigo. Lo habitual eran las emboscadas, los asaltos nocturnos y las rupturas alevosas de treguas, que no pocas veces implicaban la matanza de familias enteras, viejos, mujeres y niños incluidos.