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FUEROS E ILUSTRACIÓN
EL DECLIVE FORAL
La inequívoca toma de partido de las provincias Vascongadas y Navarra por Felipe de Anjou durante la guerra de Sucesión (1701-1715) permitió que los fueros de dichos territorios sobrevivieran a los decretos de nueva planta que abolieron los de todo el antiguo reino de Aragón y los residuales privilegios castellanos. Pero, aunque Felipe V se apresuró a confirmar los fueros e incluso a conceder a Álava el pase foral del que esta provincia nunca había disfrutado, los Borbones españoles no vieron con simpatía los regímenes forales de Vasconia, que entraban en contradicción con su proyecto reformista unitario, inspirado en el modelo del absolutismo francés. En el mundo de las nuevas comunidades políticas nacionales, sostenidas por la nobleza burocrática y los ejércitos estables, las monarquías compuestas representaban un lastre del pasado que se oponía a la racionalización administrativa. Una importante fracción de la grandeza de España vinculada a los particularismos territoriales, que les habían permitido actuar sin trabas en su propio beneficio durante la época de los Austrias menores, optó por un apoyo activo o pasivo a la causa del archiduque Carlos de Austria, el pretendiente austríaco. En consecuencia, Felipe V y sus sucesores evitaron recurrir a la aristocracia castellana para las tareas de gobierno y las encomendaron a la pequeña nobleza, especialmente abundante en el norte peninsular, circunstancia que favoreció la continuidad de los segundones vascos en las esferas de gobierno y, por tanto, también la resistencia de los fueros a las tentativas de recortarlos o abolidos por parte de otros sectores de la alta administración de la corona.
Sin embargo, la sospecha de que el cambio de dinastía ponía en peligro el régimen foral fue extendiéndose a medida que avanzaba la centuria. El 31 de agosto de 1717 Felipe V decidió el traslado de las aduanas a la costa, y como las juntas provinciales no protestaran por la medida, los campesinos de Vizcaya se levantaron en 1718 contra el corregidor y los junteros. La machinada fue pronta y duramente reprimida por el mariscal Blas de Loya, que entró en el señorío al mando de tres mil soldados y ejecutó a los dirigentes de la revuelta. Pero la hostilidad de los aldeanos hacia el patriciado que controlaba las juntas persistió, y fue aprovechado por los viejos linajes banderizos de la tierra llana, dispuestos esta vez a jugar a fondo la baza de la defensa de los fueros, para volver a escena y oponerse a los junteros plebeyos. La alianza tácita entre los notables rurales —los jaunchos— y los campesinos, que se había roto durante el motín de la sal, se restauró con rapidez y aquellos volvieron a dominar las juntas. Ante el panorama de unas juntas combativas con amplio respaldo popular, Felipe V dio marcha atrás y devolvió las aduanas a los puertos secos del interior (Orduña, Valmaseda y Vitoria) en 1722. Fernando VI intentó de nuevo trasladarlas a la costa en 1757, y hubo de renunciar ante la protesta de las juntas.
La escalada antiforal se recrudeció bajo el reinado de Carlos III, cuyos ministros ilustrados eran abiertamente hostiles a los privilegios vascos. Esquilache suprimió el pase foral en 1766, lo que, unido a una crisis de carestía —a causa del aumento del precio del pan—, encendió una nueva machinada que se propagó desde Deva a la mitad occidental de Guipúzcoa y al oriente de Vizcaya. Los ataques por los mercaderes se mezclaron con las protestas por los contrafueros en el contexto general del motín contra el ministro siciliano. La represión fue esta vez más suave y no hubo ejecuciones, sino condenas a galeras y a presidios militares. El pase foral fue devuelto a las provincias tras la destitución de Esquilache. Pero en 1772 la corona volvió a la carga, amenazando con imponer las quintas en Navarra. Aunque no lo llevó a cabo, seis años después decretó la libertad de todos los puertos españoles, excepto los vascos, para comerciar directamente con las Indias. Bilbao y San Sebastián se vieron gravemente perjudicados por el ascenso de La Coruña y Santander. Finalmente, en 1779, hubo una subida de aranceles en los puertos secos, imponiéndose derechos de extranjería a todas las mercancías procedentes de Vasconia.
La sensación de que el régimen foral peligraba explica el eco que tuvo en la primera mitad de siglo la obra del jesuita guipuzcoano Manuel de Larramendi. Nacido en Andoain en 1690, Manuel de Garagorri, conocido por su apellido materno, estudió en el colegio de la Compañía de Jesús en Bilbao y, tras ingresar en dicha orden, en Villagarcía de Campos, Medina del Campo y Salamanca, en cuya universidad enseñó Teología. Sus alegatos principales a favor de los fueros se contienen en las últimas obras que escribió: la Corografía de la muy noble y muy leal provincia de Guipúzcoa (1756) y sus disertaciones sobre los fueros de Guipúzcoa, que permanecieron inéditas hasta 1983.
La Corografía es, al mismo tiempo, una idealizada descripción de su provincia natal y una ardorosa defensa del régimen foral que habría garantizado hasta entonces la prosperidad de sus habitantes. Larramendi sostiene que la base de la nobleza de los guipuzcoanos es su ausencia de mezcla con cualquier otro pueblo. No era una idea nueva, pero fue el primero en expresarla de una manera clara y tajante. La amable pintura de las gentes del campo, sin embargo, contrasta con la crítica al clero y a los cargohabientes. Al primero, le reprocha su descuido de la predicación en vascuence y el abandono consiguiente de la edificación espiritual de los pobres. A los cargohabientes y jaunchos (que Larramendi llama en un castizo eusquera aundiquis, gentes aquejadas de manía de grandeza), la pésima gestión de los intereses del común. Debía de tener en la memoria la tibieza de su reacción ante el contrafuero de las aduanas entre 1717 y 1722. En sus conferencias sobre los fueros, sugiere que si la corona española no respetase los tradicionales privilegios de los vascos, sería muy legítimo que estos declarasen su independencia de España, como lo habían hecho en el pasado las provincias unidas de Zelanda, y llega incluso a forjar un nombre para esa hipotética entidad independiente: las Provincias Unidas del Pirineo.
Larramendi murió en 1766 en Loyola. Su obra fue recibida con simpatía por las élites provinciales a pesar de los rapapolvos que les había prodigado, pero no fue apenas leído por un pueblo en su mayoría analfabeto en su lengua e ignorante del castellano. No movió a nadie en defensa de los fueros, porque sus argumentos pertenecían a otra época, la de los Austrias, en la que se identificaba a los vascos con una mítica España primitiva que la nueva historia crítica estaba destruyendo. Sin embargo, Larramendi fue recuperado por el Partido Nacionalista Vasco en el último cuarto del siglo XX como un precursor de las ideas nacionalistas, lo que no deja de ser curioso, porque si alguien se resistió a la incipiente idea moderna de la nación como comunidad política fue el tenaz jesuita guipuzcoano. Herder leyó alguna de sus obras, probablemente la Corografía, e hizo votos para que un nuevo Larramendi reuniera los restos dispersos del Völksgeist de los vascos.
En general, el despotismo ilustrado de los Borbones fue perjudicial para los fueros. La tendencia a la unificación jurídica del país sobre el derecho castellano chocaba con la foralidad navarra, pero, además, la intervención de las instancias delegadas del monarca (virrey y corregidores) en los asuntos del viejo reino y de las provincias se hizo mucho más frecuente e invasiva. Los reyes no mostraron el menor interés en convocar las cortes de Navarra ni las juntas provinciales, que se reunieron con mucha menor frecuencia que en los siglos anteriores, al tiempo que iban cobrando importancia en la gestión ordinaria las diputaciones. Cuando se planteó, a finales del siglo, la crisis del sistema, las instituciones provinciales estaban tan debilitadas que no supieron dar respuestas eficaces a la ofensiva contra los fueros desencadenada desde el gobierno de la monarquía y desde sectores de la propia sociedad vasca, cada vez más perjudicados por un régimen monopolizado por las oligarquías tradicionales.
LAS TRANSFORMACIONES ECONÓMICAS
El crecimiento del siglo XVIII, propiciado en las provincias costeras por la revolución del maíz, no parece haber afectado a Álava, cuyos 64.000 habitantes de 1704 demuestran que continuaba sumida en el estancamiento demográfico. En contraste, Guipúzcoa tenía en la misma fecha 93.000 habitantes, un 50% más que a comienzos del siglo anterior, y la densidad poblacional mayor de España. Con cerca de 85.000 habitantes, Vizcaya acusaba también un crecimiento considerable, aunque no tan espectacular como el de la provincia oriental. Navarra, con 150.000 habitantes al terminar el siglo XVII, tenía 230.000 a finales del XVIII, durante el que había experimentado una mejora económica notable, a la que se refirió Julio Caro Baroja como “la hora navarra del siglo XVIII”. La Vasconia francesa descendió de 130.000 habitantes en 1768 a los 126.593 de 1801, una caída sin duda imputable a los efectos de la revolución sobre una población desafecta. En 1783, a finales del reinado de Carlos III, Vasconia contaba con un total de 650.000 habitantes, aproximadamente. Estaba todavía a la cabeza de la expansión demográfica española favorecida por la bonanza del reinado de Carlos III.
El siglo había comenzado con una guerra prolongada. A partir de 1715, los gobiernos de Felipe V emprendieron una serie de reformas que apenas se hicieron notar en el corto plazo, debido a la postración general del país tras el desastroso siglo anterior y la reciente contienda, pero la racionalización administrativa comenzó a dar sus frutos bajo el reinado de Fernando VI y ya en el de Carlos III se asistió a una vigorosa recuperación de la economía rural. La guerra con Inglaterra y el bloqueo marítimo, marcaron durante los últimos años del monarca la transición a la profunda crisis que caracterizó el reinado de Carlos IV. La historia económica de Vasconia durante el siglo XVIII se ajusta a las pautas generales de la de España.
Un índice significativo de dichas tendencias lo aporta la protoindustria siderúrgica. Las ferrerías pasan por cincuenta años de auge, entre 1720 y 1770, gracias a la demanda alcista de la construcción naval y de la armería guipuzcoana, y a las innovaciones tecnológicas introducidas en la primera mitad de siglo por los hermanos Ignacio y Bernardo Villarreal de Bérriz, entre otros. Los armeros guipuzcoanos incrementaron extraordinariamente su producción durante esos años. Solamente en Placencia quedaban, en 1777, 440 maestros armeros. Pero en esa misma década sobrevino una fuerte caída de la siderurgia, debido al aumento del precio del carbón vegetal. La reacción de los mineros vizcaínos fue limitar por fuero la extracción de mena y prohibir su exportación. Los propietarios mineros lo eran a su vez de ferrerías, y decidieron abastecer en exclusiva a las suyas, eliminando así la competencia de las guipuzcoanas, que dependían del mineral vizcaíno. La retracción de los vizcaínos repercutió muy negativamente en la producción armera guipuzcoana, que se hundió rápidamente, pero también en la economía rural del señorío, donde muchos campesinos trabajaban parte del año en las minas, el carboneo y el acarreo de mineral y lingote. A esto se unió el cierre de los astilleros reales en Vasconia, y su traslado, desde 1731, al Ferrol y a Guarnizo.
Con todo, la artesanía se benefició de la recuperación agraria, que demandaba una alta variedad de productos, desde herramientas a vestido, vajilla, yugos, ronzales, etcétera. Los artesanos se concentraban, por supuesto, en las villas. Organizados en gremios, regulaban también el comercio de los distintos ramos, haciendo frente como podían a la afluencia de mercancías extranjeras. El bloqueo y la interrupción del comercio exterior desde 1778 favoreció a la artesanía autóctona. Pero desde la mitad de siglo la estructura gremial, sostenida por las cofradías, fue debilitándose. En la Vasconia francesa, desapareció por completo. Bayona tenía cincuenta gremios a mediados de la centuria. En vísperas de la revolución habían descendido a treinta y dos, y los estados generales los suprimieron totalmente en 1789.
Hasta la crisis de la década de 1780, el comercio atravesó un periodo de expansión. En 1726 se creó la cámara de comercio de Bayona, y dos años después se fundó la Compañía Guipuzcoana de Caracas, para la importación de cacao. Mientras Bilbao seguía siendo el puerto principal de entrada del bacalao del norte, los puertos comerciales guipuzcoanos, San Sebastián y Guetaria, se especializaron en el cacao, que fue el origen de fortunas amasadas con gran rapidez y que tuvieron un reflejo inmediato en el adecentamiento de las villas guipuzcoanas, que vivieron varias décadas de esplendor. Las calles se pavimentaron, se construyeron mansiones e iglesias nuevas y a muchas de las antiguas se les añadieron las torres con campanario tan características de la provincia. A lo largo de todo el siglo prosiguió la construcción de la basílica y el santuario de Loyola, iniciada en 1689 sobre un proyecto del italiano Fontana, discípulo de Bernini, y llevada a cabo por maestros vascos (Zaldúa, Ibero, Echeverría). El estilo barroco siguió enseñoreándose de las construcciones eclesiásticas, mientras la arquitectura y el urbanismo civil tendieron a las fórmulas neoclásicas, bien representadas por palacios y casas consistoriales y, sobre todo, por las plazas nuevas de las villas, entre las que destacan las de San Sebastián, Vitoria y Bilbao.
Se mejoró la red de caminos y carreteras. En Vizcaya, la rotura de la peña de Orduña abrió un paso hacia Castilla más directo que el de Valmaseda, ahorrando tiempo e incomodidades a viajeros y transportistas. La ría del Nervión se encauzó a partir de Bilbao y se ampliaron los muelles. Sobre el de la Sendeja se construyó el elegante paseo del Arenal, frente a la iglesia, también dieciochesca, de San Nicolás. Paret y Alcázar retrató a los elegantes bilbaínos conversando en el Arenal mientras contemplaban la entrada de los navíos. Y el propio pintor diseñó una de las nuevas fuentes públicas de la villa, la de la plaza Vieja.
La vida burguesa iba dando su tono suntuoso y cómodo a las ciudades. El nuevo patriciado urbano surgido del comercio trataba de asimilarse a la aristocracia en las costumbres y en los gustos. El XVIII vio la aparición de un nuevo tipo de riqueza sin raíces, que competía con la antigua nobleza. Eran indianos, comerciantes, asentistas como el baztanés Juan de Goyeneche, ennoblecidos por los reyes en recompensa a sus contribuciones a las reformas públicas. Entre 1709 y 1713, Goyeneche levantó cerca de Madrid, junto al Henares, la colonia de Nuevo Baztán para los trabajadores de su fábrica de vidrio: un pueblo de planta racionalista, cuyo diseño encargó a Churriguera. Pero la vieja nobleza prosperaría también junto a los Borbones, que siguieron confiándole secretarías y ministerios. Con Felipe V fue ministro de Hacienda otro baztanés, Juan de Iturralde, al que hizo marqués de Murillo el Cuende, y de la junta de Comercio y Moneda, el famoso economista Jerónimo de Ustáriz, navarro de Santesteban, que ocupó también los puestos de secretario del despacho de Guerra y de Marina y secretario del Consejo de Indias. La presencia de vascos y navarros en los gobiernos borbónicos se prolongó hasta la época de Carlos IV, que tuvo entre los suyos a Mariano Luis de Urquijo, al almirante Mazarredo y a Miguel José de Azanza. Hubo vascos en el ejército y la armada, como en los siglos anteriores. El almirante Blas de Lezo defendió Cartagena de Indias frente a una flota inglesa muy superior en número y el teniente de navío Cosme Damián de Churruca sucumbió heroicamente en Trafalgar combatiendo contra la escuadra de Nelson. Son solo algunos ejemplos, entre otros muchos. Los comerciantes vascos instalados en Madrid y en Cádiz formaron influyentes cofradías y levantaron iglesias en ambas ciudades. Pero si un grupo social marcó profundamente la vida de Vasconia durante el siglo XVIII, ese fue el de la nobleza ilustrada de la segunda mitad de la centuria: un número relativamente pequeño de nobles cultos, atentos a las novedades científicas y a los movimientos filosóficos en Francia e Inglaterra, que comenzaron a reunirse en Azcoitia en torno a Xavier de Munive, conde de Peñaflorida. De ese grupo conocido como los Caballeritos de Azcoitia formaron parte el marqués de Narros, el almirante Mazarredo, el azcoitiano Ignacio Manuel de Altuna, amigo de Rousseau; el señor de Araya, Félix María de Samaniego, y los vizcaínos Moyúa y Verástegui. Este conjunto de próceres vascongados comprometidos con la modernización del país fundaron la Casa Negra de Azcoitia, el palacio de Munive, la Sociedad Económica Bascongada de Amigos del País, primera de las de su tipo en España, que en 1788 contaba ya con mil trescientos socios. Entre las iniciativas del grupo destaca la creación del Real Seminario Patriótico Bascongado de Vergara, para la educación de los jóvenes nobles de la región. En él, junto a una sólida formación en las humanidades clásicas, se impartían enseñanzas de química y de mineralogía. En sus laboratorios descubrirían el tungsteno los hermanos Fausto y Juan José de Elhuyar.
Las preocupaciones de la pequeña nobleza ilustrada se centraban en mejorar la economía del país, introduciendo los adelantos técnicos derivados de la revolución científica del XVIII. No les interesaba tanto la especulación científica como la aplicación de la misma, muy especialmente, a la mejora de la minería y la siderurgia. Pero también se mostraron particularmente fecundos en el campo del pensamiento económico. El alavés Valentín de Foronda y el vizcaíno José Agustín Ibáñez de la Rentería chocaron, en ese sentido, con la resistencia de los sectores más tradicionalistas a reformar las viejas estructuras productivas. Los ilustrados fueron vistos con desconfianza por la nobleza reaccionaria y por el clero. No hubo en la iglesia de Vasconia, al contrario que en otras partes de España, clérigos abiertos a las nuevas ideas.
La actividad literaria de los Caballeritos se orientó a la pedagogía de los niños y jóvenes de la nobleza. Para los alumnos del seminario de Vergara escribió Samaniego sus Fábulas, inspiradas en las de La Fontaine. También Ibáñez de la Rentería cultivó el género. Al igual que Moratín y otros poetas de la época, Samaniego tuvo una vertiente discretamente libertina, como autor de cuentos en versos de sabor picante y anticlerical. Xavier de Munive, por su parte, fue autor de villancicos y comedias en castellano y vascuence, como El borracho burlado, una imitación de Los tres maridos burlados, de Tirso de Molina, que hizo representar en su palacio de Azcoitia.
LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y SUS CONSECUENCIAS
La convocatoria de los estados generales fue precedida en la Vasconia francesa por la elaboración de los pliegos de agravios (cahiers de doléances) por parte de las asambleas regionales. Las juntas del Labort, reunidas en Ustariz el 19 de abril de 1789, recogieron las quejas de los delegados y encomendaron a los hermanos Garat, naturales de dicha localidad y abogados en Burdeos, la defensa de los intereses del tercer estado del territorio, pero los Garat se arrogarían el derecho de hablar en nombre de todos los territorios vascos. Los bajonavarros se negaron a redactar los pliegos y a nombrar delegados, porque estimaban que Navarra era un reino distinto de Francia y que los estados generales no les incumbían. Las juntas de Soule, que se reunieron en mayo en Assuruq, protestaron por la baja representación del tercer estado.
En agosto, reunidos ya los estados generales, los delegados vascos votaron a favor de la abolición de los privilegios. Hubo cierta euforia inicial en la región. Se difundió propaganda revolucionaria en vasco y se compusieron canciones exaltando la asamblea constitucional. Pero en 1790, el sesgo de la opinión mayoritaria comenzó a cambiar. Los vascos querían un departamento solo para ellos. Sin embargo las maniobras de Sièyes consiguieron que se les incluyera en el de los bajos Pirineos, donde su presencia quedaba bastante diluida. Fueron muy pocos los curas vascos que juraron ese año la constitución civil del clero, y el obispo de Bayona encabezó la resistencia del numeroso clero refractario. Unos dos mil curas de la región se exiliaron en España, de los que Bilbao, que contaba con cerca de once mil habitantes, dio asilo a más de la mitad.
Con todo, en 1791 la región organizó sus propios cuerpos francos para defender la frontera pirenaica de posibles ataques de los españoles. Al frente de los mismos puso a un militar nacido en Baigorri, Harispe, que llegaría a mariscal de campo en el ejército napoleónico. Por su parte, Dominique-Joseph Garat hizo una carrera política fulgurante desde el bando girondino. En 1792 sustituyó a Danton en el ministerio de Justicia, y el año siguiente presidió el ministerio de Policía. Durante sus mandatos, la guillotina llegó a Bayona y actuó con prontitud y rigor, contabilizándose sesenta ejecuciones en esos años.
En 1793, el año de la convención y de la insurrección bretona, se desató la persecución religiosa. Se prohibió el culto, los templos fueron cerrados y algunos de ellos, como la catedral de Bayona, asaltados y seriamente dañados, cuando no destruidos. Los campesinos vascos opusieron una resistencia pasiva. Cruzaban la frontera para bautizar a sus hijos y oír misa en las iglesias españolas. En 1794, una muchacha, Magdalena Larralde, fue fusilada por haberla pasado para confesarse y comulgar en Vera de Bidasoa. Aunque en la región se la consideró una mártir, su caso no era muy distinto del de los miles de vendeanos que morían asesinados esos días por ser simplemente vendeanos; es decir, campesinos monárquicos y católicos. Pero, sin duda, la muerte de Magdalena Larralde estimuló la oposición de los vascofranceses, porque poco después comenzaron las deportaciones. Ese mismo año fueron llevados a las Landas cuatro mil vecinos de Sara, Itchassou, Ascain, Ainhoa, Cambó y Espelette. Se calcula que cerca de la mitad murió en el camino. Como las Landas no están precisamente lejos de estos pueblos, hay que suponer que murieron en su mayoría asesinados. La represión contra la iglesia enemistó definitivamente a los vascos con la revolución e hizo de la Vasconia continental, a lo largo del siglo siguiente, un bastión del legitimismo.
España declaró la guerra a la convención en 1793 tras la ejecución de Luis XVI, en virtud del pacto de familia que ligaba a los Borbones españoles con los franceses. Las tropas convencionales invadieron la península en 1794 y ocuparon Navarra, Guipúzcoa y Vizcaya sin encontrar resistencia salvo en Pamplona. Es más, la diputación guipuzcoana, refugiada en Guetaria, pactó con el general francés Moncey la separación de la provincia y su incorporación a Francia a cambio de que le fueran respetados los fueros. Pero las villas y pueblos del occidente guipuzcoano convocaron juntas en Mondragón, nombraron otra diputación y proclamaron su lealtad a Carlos IV. En 1795, los franceses entraron en Vitoria y Bilbao, pero no consiguieron tomar la ciudadela de Pamplona. Quiere la leyenda que, en Guernica, los soldados de la convención pusieran en sus sombreros hojas del roble foral, a modo de escarapela. Finalmente, el 22 de julio de 1795, se firmó la paz entre España y el gobierno thermidoriano, de signo moderado, que dominaba la convención tras la caída de Robespierre, y Francia retiró su ejército. La guerra había sido un verdadero desastre para la monarquía española, pero Carlos IV, a petición de su esposa, María Luisa de Parma, otorgó al amante de esta y primer ministro, Manuel Godoy, el título de Príncipe de la Paz. Este se apresuró a nombrar comisario en Navarra y Vascongadas a su amigo Francisco Zamora, con el encargo de informar acerca del comportamiento de los habitantes de dichas regiones durante la ocupación. El juicio de Zamora fue verdaderamente demoledor para vascos y navarros, y le dio a Godoy argumentos suficientes para iniciar un ataque frontal contra los fueros.