III
EL MARCO GEOGRÁFICO

ESTEREOTIPOS Y TÓPICOS

Aunque el País Vasco no es un término oficialmente admitido como denominación de circunscripción geográfica alguna, suele entenderse por tal el conjunto de los territorios correspondientes al País Vasco y a la comunidad foral de Navarra, en España, y al País Vasco de Francia, que se halla incluido en el departamento francés de los Pirineos atlánticos. Por el norte, el País Vasco limita con el departamento de las Landas; al este, con el Bearn (que forma parte asimismo de los Pirineos atlánticos) y con Aragón (provincias de Huesca y Zaragoza); al sur, con La Rioja y la provincia de Burgos (comunidad de Castilla-León); al oeste, con dicha provincia y con la comunidad de Cantabria. Las costas septentrionales de la comunidad autónoma vasca y las occidentales del País Vasco de Francia están bañadas por las aguas atlánticas del golfo de Vizcaya, en el extremo oriental del mar Cantábrico.

El País Vasco tiene una extensión de 20.490 kilómetros cuadrados y una población, desigualmente repartida, de algo más de tres millones de habitantes. La comunidad autónoma vasca supera los dos tercios del total, y de ellos Vizcaya, con cerca de 1.200.000 habitantes, es la provincia más poblada (con un territorio de solo 2.217 kilómetros cuadrados; es decir, poco más que la décima parte de la extensión total del País Vasco). Si tenemos en cuenta que Guipúzcoa supera los 700.000 habitantes en un territorio de 1.909 kilómetros cuadrados, entenderemos que cualquier cifra de densidad de población calculada sobre el País Vasco en su conjunto resultará engañosa. A los 3.307 kilómetros cuadrados de Álava corresponden algo más de 320.000 habitantes, y a los 10.000 kilómetros cuadrados de Navarra, en cifra asimismo redondeada, unos 650.000 habitantes. Tampoco en el País Vasco de Francia se llega a diez habitantes por kilómetro cuadrado (260.000 habitantes para 2.967 kilómetros cuadrados).

Resulta también distorsionante equiparar las redes urbanas de los distintos territorios. En Vizcaya, más de dos terceras partes de la población se concentran en la comarca del Gran Bilbao; Guipúzcoa es toda ella una conurbación que se prolonga por la costa vasca de Francia (Hendaya, San Juan de Luz, Biarritz y Bayona). Vitoria y Pamplona son viejas capitales enclavadas en el centro de territorios rurales escasamente poblados y, en cuanto a las “capitales” de las comarcas vascofrancesas de la Baja Navarra y Soule —San Juan Pie de Puerto y Mauleón, respectivamente—, se trata de pueblos sin duda hermosos y pintorescos, pero ni siquiera sus vecinos pretenden hacerlos pasar por ciudades. Todo el antiguo vizcondado de la Soule (Xiberoa), ascendido a séptima provincia vasca (Zuberoa) en el imaginario nacionalista, no cuenta con más de 15.000 habitantes.

El nacionalismo introduce otras distorsiones con su terminología, al establecer una diferencia entre un supuesto País Vasco septentrional (Euskadi norte o Iparralde) y un País Vasco meridional (Euskadi sur o Hegoalde), correspondientes, respectivamente, al País Vasco de Francia y al de España. Las proyecciones usuales en la cartografía escolar trasladada a los medios de comunicación contribuyen a mantener el error. De hecho, Bayona se halla en la misma latitud que Bilbao, y la mayor parte del País Vasco de Francia cae al sureste de la costa de Vizcaya y Guipúzcoa. En Baigorri (Baja Navarra) se cultivan la vid y el olivo. Los estereotipos que condicionan las percepciones del País Vasco están asimismo curiosamente cruzados, según procedan de Francia o de España. Para los españoles, el País Vasco es el norte, lo que en Francia correspondería a Flandes y el Artois o, por lo menos, a Normandía. Para los franceses es algo muy semejante a lo que representa en España Andalucía: el sur, con todos los tópicos positivos y negativos asociados a su estereotipo.

En lo que coinciden ambas percepciones es en la identificación absoluta del País Vasco con las montañas. Tanto si se viene del sur (pongamos que de Madrid) como del norte (París, por ejemplo), se encuentra uno, tras varias horas —días, en la época anterior al ferrocarril— de atravesar monótonas planicies, con la visión de sendas murallas montañosas. La entrada hacia el País Vasco por el desfiladero de Pancorbo, todavía en tierras burgalesas, nunca deja de impresionar al viajero. Si no ha estado antes en el País Vasco y, además, es de temperamento sensible, se dejará ganar por la teatralidad del paisaje y por el prejuicio romántico, común a la modernidad, que atribuye a los pueblos montañeses determinadas características, como tendencia al aislamiento, amor a la independencia y a la tradición, fiereza, arcaísmo cultural y un aura de misterio (nunca falla, ya se trate de highlanders escoceses, de chechenos o de tibetanos). Permanecerá ciego a algunos hechos irrebatibles, como que las montañas del País Vasco son de una altura media muy inferior a las del Pirineo aragonés o las de la cordillera Cantábrica y que el porcentaje de vascos que viven en las montañas es bastante exiguo. La mayoría de la población se concentra en la costa, en los valles y en las llanuras. La literatura ha explotado, de dos siglos acá, todas las posibilidades de la orografía vasca para construir una estética de lo sublime, pero, como ya advirtió Unamuno, aquellas no son muchas. Los paisajes vascos, decía el escritor bilbaíno, son paisajes domésticos y amables, pequeños valles sonrientes en los que el cielo parece al alcance de la mano.

Sin embargo, ya desde la época romana se estableció una distinción clara entre la zona montañosa (saltus vasconum, el monte de los vascones) y las llanuras cultivables (ager vasconum, el campo de los vascones). Aunque no coincidan exactamente, tal distinción correspondería a la existente entre un País Vasco atlántico y un País Vasco mediterráneo. En efecto, esta dualidad marca las diferencias entre el tercio septentrional del territorio, cuyas aguas vierten al Atlántico, y los dos tercios restantes, que vierten al Mediterráneo, imponiendo, entre otros factores, una notable división climática.

EL RELIEVE Y EL SUELO

El relieve del País Vasco es el resultado del gran plegamiento alpino de la era terciaria que dio origen a los Pirineos y a la cordillera Cantábrica. Sin embargo, la región vasca constituye una zona de inflexión orogénica, lo que ha llevado a algunos geógrafos a hablar de una depresión vasca (Dantín Cereceda) o de un umbral vasco (Pierre Rat). Su altura media es menor que la de los Pirineos centrales, la cordillera Cantábrica y la meseta, aunque no son raras las cimas que superan los ochocientos metros. El paisaje, sobre todo en la vertiente atlántica, se caracteriza por montañas de aspecto erizado y rígido entre las que se extienden pequeños valles, estrechos y de poca longitud (en torno a los cuarenta o cincuenta kilómetros). Una descripción topográfica del territorio, de norte a sur, mostraría una serie de franjas bien delimitadas.

En primer lugar, las montañas y valles de la vertiente atlántica. La costa del golfo de Vizcaya se presenta como una serie de pequeños valles fluviales, cuyos tramos finales se abren a veces en rías o estuarios. De oeste a este, se sucederían los valles del Nervión-Ibaizábal, Oca, Lea-Artibay, Deva, Urola, Urumea, todos ellos en dirección sur-norte, y los del Bidasoa y el Adour, en dirección este-oeste. Las montañas de la divisoria atlántico mediterránea, en dirección oeste-este, arrancan de la sierra Salvada (peñas de Orduña) y siguen en una cadena que comprende el macizo del Gorbea, las sierras de Elguea, Urquiola y Alzania, el macizo del Aizgorri y la sierra de Aralar, con cumbres que superan frecuentemente los mil metros (Gorbea, Alluitz, Unzillaitz, Amboto, Aizgorri, Chindoqui…). A continuación, los Pirineos navarros, que se ajustan al eje latitudinal de la cadena, entre el monte Sayoa y el pico del Anie o Auñamendi, comprendiendo las sierras de Abodi y Uztarroz. Los Pirineos navarros están cortados a su vez, longitudinalmente, por valles fluviales que vierten en dirección norte-sur (Irati, Esca, Salazar). La excepción es el valle del Mauleón, en Soule, que sigue la dirección sur-norte.

Al sur de esta franja montañosa, en su parte oriental, encontramos una zona intermedia asimismo montañosa: la de los altos valles del Bidasoa, las cabeceras de los ríos Ulzama y Mediano y el alto valle del Arga. Allí se levantan, de oeste a este, los macizos de las Cinco Villas y los Alduides o Quinto Real, separados por el valle del Baztán. A diferencia de los montes de la divisoria atlántico-mediterránea, los de estos macizos presentan perfiles suaves y redondeados.

Entre Vitoria y Sangüesa se extiende la gran cuenca o depresión intermedia, con una altitud en torno a los 500 metros sobre el nivel del mar. Se suceden en ella diversas comarcas: la llanada de Vitoria, el campo de Salvatierra, los valles o corredores de la Burunda (Olazagutía-Araquil) y la Barranca (Araquil-Irurzun), la cuenca de Pamplona, las de Aoíz y la de Lumbier, que conecta con Aragón a través de la canal de Verdún (Huesca).

Al sur de esta depresión, encontramos otra franja montañosa (doble, en este caso). La franja del norte está formada por los montes de Vitoria e Iturrieta y las sierras de Encía, Urbasa y Andía, y, al este de la cuenca de Pamplona, las sierras del Perdón o Francoandía, Alaiz, Izco y Leyre. La segunda serie de alineaciones montañosas comienza al sur de los montes de Vitoria, con las sierras de Toloño y Cantabria, y se prolonga con las de Santiago de Loquiz y Codes, limitando al sur con la depresión del Ebro.

Es esta última una extensa llanura por debajo de los 400 metros de altitud, de amplísimos horizontes abiertos, y comprende los valles de los numerosos afluentes del Ebro desde Labastida hasta el curso bajo del Aragón y el valle del Alhama, más algunas tierras del piedemonte ibérico.

Un corte longitudinal revelaría la estructura regular, en acordeón, del plegamiento alpino. En un sentido latitudinal, las franjas de montañas y depresiones arrancan, desde los límites occidentales, en una dirección noroeste-sureste y, tras una transición oeste-este, se sitúan en dirección suroeste-nordeste, formando anticlinales y sinclinales una especie de arco combado hacia el sur con su centro en el golfo de Vizcaya. Es lo que el geógrafo Pierre Rat denominó arco vasco, cuya morfología combada probablemente se debió a la resistencia y presión de los macizos de Asturias, por el oeste, y de las Cinco Villas-Alduides por el este. De ahí esas líneas de inflexión en dirección noroeste-sureste en la zona cantábrica y suroeste-nordeste en la pirenaica. Como en las grandes cadenas montañosas del norte peninsular, predomina en las montañas vascas la roca caliza, de tonalidad gris o gris azulada.

Sin embargo, entre los materiales sedimentarios que constituyen el suelo del País Vasco no todo es caliza. En los terrenos de la era primaria, que afloran, por ejemplo, en los macizos de las Cinco Villas y Quinto Real, abundan las pizarras, las cuarcitas y los esquistos. A ello se debe el perfil curvilíneo de los montes de dichos macizos, y el de los valles excavados en ellos, más trabajados por una erosión que comenzó ya en el periodo Herciniano. Con todo, la presencia del más característico de los materiales primarios, el granito, es muy escasa. Solo aparece, en forma de batolito, en las peñas de Aya. Lo que domina son los materiales secundarios, es decir, las calizas del Cretácico superior, presentes como bancos de gran espesor (en los montes del Duranguesado, por ejemplo) o como paquetes de estratos (San Donato, sobre la Barranca). La caliza forma las grandes crestas de Orduña, los sinclinales de Urbasa y Andía y los anticlinales que desde San Pedro de Galdames, en Vizcaya, se prolongan por la sierra de Urquiola, los macizos del Gorbea y Aizgorri y la sierra de Aralar hasta el puerto de Aspiroz. La regularidad de los pliegues, de estilo jurásico, parece sugerir una gran profundidad del zócalo primario, pero, no obstante, hay zonas donde estos pliegues han sufrido desplazamientos y fracturas, como en las sierras de Aizgorri y Aralar y en sierras del este del Pirineo navarro. La erosión pluvial y nival, que ataca las calizas siguiendo las retículas de diaclasas, ha producido paisajes kársticos como los de Inchina, en el Gorbea, o las dolinas, torcas y lapiaces de las sierras de Aizgorri y Aralar. Característicos, asimismo, del paisaje kárstico son los poljes o llanuras de alta montaña, como los de la sierra de Urbasa. Y, claro está, las grutas y simas (la más honda del País Vasco, la de San Martín, se encuentra en el macizo pirenaico de Larra).

Las areniscas son otros materiales secundarios relativamente abundantes, en facies sin mezcla o margoareniscosas, como en el macizo del Gorbea y la altiplanicie de Ochandiano. Pero sobre todo aparecen en el flysch, estructura estratificada en la que alternan delgadas capas de arenisca, calizas y margas. El flysch comenzó a sedimentarse mientras se levantaba la mole cántabro-pirenaica. Rodea los macizos paleozoicos del Pirineo, alternando con las calizas duras. Resulta más fácilmente erosionable que estas, como lo demuestran las grandes cubetas costeras que dejan a la vista los estratos plegados.

También de la era secundaria son los diapiros (yesos, arcillas rojas, ofitas), materiales del Triásico, muy abundantes en una franja longitudinal entre Estella y Dax. Todo el valle del Oria abunda en afloramientos triásicos. Se encuentran asimismo en el valle de la Nive y en la ría de Mundaca, excavada en un anticlinal desventrado. Asociados a los diapiros aparecen materiales salinos: así, en los grandes yacimientos de sal de Salinas de Oro, Salinas de Añana, Salinas de Beskoitze, Salinillas de Buradón y otros. No abundan los basaltos, rocas de origen eruptivo, que solo aparecen al sur y al oeste de Guernica y en el valle del bajo Nervión.

El Terciario presenta una litología variada: junto a las abundantes calizas, las areniscas del Eoceno, que forman los relieves de Mendizorrotz, Igueldo y Jaizquíbel, parte del macizo de Oiz y las peñas de Urdúliz, estas de arenisca muy calcificada. Las margas aparecen en rocas grises o grises azuladas, muy deleznables, abundantes en la depresión central. Una facies detrítica de areniscas y margas del Oligoceno se extiende desde La Rioja alavesa al valle medio del Cidacos. Los yesos estratificados con arcillas son predominantes en toda la ribera del Ebro. En general, los materiales yesíferos van asociados con los anticlinales, y las areniscas, margas y calizas del Mioceno, con los sinclinales. En toda la cubeta del valle del Ebro, las bóvedas anticlinales han sido arrasadas, dejando ver estructuras tabulares u horizontales, como en las Bardenas Reales de Navarra, en las que sobresalen cabezas y muelas.

Los procesos erosivos propios del Cuaternario actuaron de forma desigual en la región. La incidencia del glaciarismo fue muy escasa salvo en la región pirenaica (valles del Roncal, Belagua y macizo kárstico de Larra). En cambio, los fenómenos periglaciares asociados con el deshielo y la crioturbación (las alteraciones por el frío de los materiales del suelo) tuvieron su importancia. Esta última contribuyó a la formación de los paisajes kársticos por encima de los mil metros de altitud. Las arroyadas del deshielo crearon los glacis y favorecieron la aparición de las terrazas fluviales en los valles del Zadorra, Ega, Arga y Aragón. Pero los procesos más agresivos se debieron a los cambios eustásticos o alternancias en el nivel del mar. La morfología costera ofrece una riquísima variedad, desde las altas superficies debidas a la abrasión marina (Punta Galea, Zumaya, San Juan de Luz, Biarritz) hasta las numerosas playas fósiles. Las cubetas que muestran la estructura del flysch son asimismo abundantes. Al producirse el deshielo tras la glaciación de Würm, durante la llamada transgresión flandriense, el nivel del mar alcanzó de tres a cinco metros por encima del actual, e invadió las costas. Cuando se retiró, dejó las rías y desembocaduras de los ríos de la vertiente atlántica colmadas por una espesa capa de detritos, el schorre, responsable de la formación de las grandes barras a la salida de rías y estuarios.

La regularidad del plegamiento, unida a la dirección longitudinal de las cuencas fluviales, explica la estructura casi en cuadrícula, ortogonal, de las vías de comunicación naturales en el territorio, fundamentalmente en las zonas montañosas. El tránsito entre los valles aledaños estaba asegurado por los afluentes, a izquierda y derecha. La continuidad entre los macizos y sierras permitió asimismo la apertura de sendas y cañadas de alta montaña. En la región pirenaica, el paso de la vertiente atlántica a la mediterránea se realizaba con relativa facilidad a través de las cabeceras de los ríos (Esca, Salazar, Irati, Nivelle, Mauleón). Lejos de constituir una región inaccesible y disuasoria, el País Vasco, tanto por la moderada altitud de sus montes como por la abundancia de valles y vías naturales practicables, ha ofrecido siempre unas condiciones privilegiadas al tránsito del istmo pirenaico. Nunca ha sido una zona evitada por las migraciones o los viajeros individuales, desde el Paleolítico a nuestros días.

EL CLIMA

Situado en la zona templada del hemisferio norte, entre los 41 y 43 grados de latitud, y más cercano al trópico de Cáncer que al círculo polar ártico, el País Vasco disfruta, en general, de un clima benigno. El mar suaviza las temperaturas y suscita frentes nubosos que aseguran una pluviosidad media elevada. En invierno, el frente polar barre la fachada atlántica de Europa y una borrasca o depresión instalada durante dicha estación en el golfo de Vizcaya distribuye sobre la costa las perturbaciones. En verano, los anticiclones subtropicales atlánticos envían hacia el interior de la Península los vientos de África. El predominio de situaciones de norte, noroeste y oeste trae precipitaciones de lluvia alternando con días claros y despejados. En el invierno, la situación de nordeste lanza sobre la región vientos fríos y secos procedentes de Centroeuropa. La nieve suele aparecer por encima de los 900 metros en la vertiente atlántica y por encima de los 500 en la mediterránea. A cada una de ambas vertientes corresponde un tipo climático distinto.

La zona atlántica disfruta de un clima templado oceánico, de temperaturas suaves, con pequeña oscilación térmica. La media del mes más cálido se sitúa en torno a los veinte grados, y la más fría no muy por debajo de los ocho (la oscilación anual es, por lo tanto, de doce grados, aproximadamente). La pluviosidad es alta, con 160 a 180 días de lluvia al año, y una media cercana a los 1.500 mm anuales.

En la zona mediterránea, la temperatura media del mes de agosto puede alcanzar los veinticinco grados, y baja hasta los cinco o seis grados en los meses más fríos del invierno (con una oscilación anual de quince o dieciséis grados). En Álava, a pesar de los muchos días de cielo nublado, las nubes no descargan sobre la llanada (Vitoria recibe una media anual de 800 mm). La cuenca de Pamplona, a unos cincuenta kilómetros del mar, recibe solo 900 mm, y en la ribera del Ebro solo se alcanzan los 500 mm, con menos de ochenta días de lluvia al año. Toda la depresión del Ebro padece la aridez estival, y las Bardenas Reales son un desierto que no se diferencia gran cosa, en cuanto al clima, de los Monegros. Soplan todo el año vientos de dirección norte-suroeste, los cierzos, secos y muy fríos en invierno.

Los climas de montaña se caracterizan por sus bajas temperaturas y su pluviosidad (2.500 mm de media anual en el macizo de las Cinco Villas). En el Pirineo, la nieve suele durar cuatro o cinco meses, de diciembre a mayo.

LA VEGETACIÓN Y EL POBLAMIENTO

Entre las especies naturales, la más abundante es el haya (fagus sylvatica), que aparece en densas formaciones por toda la vertiente atlántica y tierras altas del interior, por encima de los 600 metros. Aunque en retroceso, recubre aún inmensas extensiones de las sierras de Abodi, Irati, Aralar, Urbasa y Andía, así como de los macizos de Urquiola y Bérriz, en Vizcaya. A pesar de ser especie autóctona, recibe en vascuence un nombre claramente románico, pago o fago. En latitudes septentrionales o alturas superiores a los mil metros suele aparecer asociada con el abeto (Abies pectinata). En Ostibarre ambas especies aparecen desde los 400 metros, descendiendo por Valcarlos a los valles medios del Pirineo.

El roble (Quercus robur) es más escaso, si bien cuenta con un prestigio simbólico mucho mayor que el haya en la cultura tradicional y recibe un nombre eusquérico claramente patrimonial (haritz). Necesitado de humedad y luz en abundancia, crece en las montañas de la vertiente atlántica y penetra en la vertiente mediterránea por los valles del Ega y del Bayas, así como por la Burunda. Su variedad más extendida es el roble pedunculado (Quercus pedunculata), pero en la zona mediterránea presenta otras variedades más adaptadas al terreno y al clima: el roble negro (Quercus Tozza) y el Quercus lusitanica.

La encina debió de abundar en otro tiempo en la vertiente atlántica. Recibe en vascuence un nombre patrimonial (arte), y casi ha desaparecido de la zona húmeda, donde han quedado como reliquia algunos encinares degradados en Zumaya. Es significativo que algunos topónimos vizcaínos aludan a su singularidad: Artea (la encina), Arte-bakarra (la encina única, o mejor, la encina íngrima). En la vertiente mediterránea se extiende por el valle del bajo Aragón y las sierras de Codes y Francoandía.

Otras especies naturales, en ambas vertientes, son el fresno, el arce, el plátano, el álamo y el sauce. El bosque originario no ha dejado de retroceder desde la Edad Media, en que comenzó la gran desforestación para construir naos para la armada de Castilla y el comercio con Flandes. Julio Caro Baroja sostenía que los vascos, al contrario que los castellanos, profesaban a los árboles una estima rayana en la adoración: lo que él llamaba dendrolatría. No parece que ese haya sido el caso. El bosque se taló y se esquilmó para dejar espacio a prados y seles o para fabricar carbón vegetal con destino a las ferrerías. La degradación del bosque atlántico dio lugar en algún caso a las landas y, casi siempre, a la invasión del matorral (tojo, retama, brezo, árgoma y boj en la zona húmeda). Para sustituirlo, se importaron otras especies. Muy tempranamente, el castaño, que suministraba a los campesinos el “pan del pobre”, y la higuera. Ambos tienen en vascuence nombres románicos (gaztain y piku, respectivamente). El castaño experimentó un serio retroceso a finales del XIX, diezmado por la tinta. El pino silvestre (Pinns sivestris), en vascuence pinu, debió de ser introducido también desde tierras mediterráneas y romanizadas. El pino marítimo se importó para fijar la tierra arenosa de las landas, como la retama que hicieron plantar en las costas gasconas los Plantagenet o “planta-retamas”, duques de Aquitania y reyes de Inglaterra. En la segunda mitad del XIX, el ingeniero Ramón Adán de Yarza introdujo el pino insigne (Pinus radiata), especie de crecimiento muy rápido, con destino a las fábricas de papel. Para las papeleras se importó asimismo, ya en el XX, el eucalipto (Eucaliptus globulus). Ambas especies han medrado en los montes que cubrían antaño los bosques comunales, salvajemente desforestados tras la desamortización: el pino insigne se ha apoderado de las laderas altas de buena parte de los montes atlánticos, y el eucalipto, de las laderas bajas y los valles. La vegetación industrial resulta particularmente devastadora para el suelo y es mucho más vulnerable que la natural a los incendios. Por otra parte, la pinocha que tapiza el mantillo impide el crecimiento del sotobosque.

Las formas de poblamiento y explotación agraria difieren también en las distintas franjas latitudinales de la región. En la vertiente atlántica, el terrazgo se limitó, hasta el siglo XVI, a las laderas medias y bajas, en combinación con prados y seles. La introducción de nuevos cultivos procedentes de América (maíz, patata y judías, sobre todo) llevó a la roturación del suelo de los valles. La actividad ganadera en las montañas produjo un tipo de hábitat, la vivienda pastoril aislada, asociada con seles y rediles, que evolucionó hacia el caserío, también en hábitat disperso, a medida que fue necesario ampliar la base del sustento con productos agrícolas.

El poblamiento se va concentrando a medida que nos adentramos en la vertiente mediterránea. En la llanada de Vitoria y la cuenca de Pamplona aparecen ya pequeñas aldeas en cerros y lugares altos. En la depresión del Ebro, el poblamiento se concentra el máximo, correspondiendo su emplazamiento a la extensión y necesidades del regadío. El terrazgo se reparte entre vegas de regadío y sotos comunales próximos a los ríos y un secano dividido en grandes hojas, para el cultivo del cereal, la vid y el olivo.