XI
LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

LA CONTRAILUSTRACIÓN

Godoy, como firme partidario y servidor del despotismo ilustrado, detestaba el régimen foral. Pero abolido no solo era para él cuestión de antipatía o de principios: necesitaba hacerlo porque la guerra había arruinado la hacienda real y le urgía recaudar. Ahora bien, la situación económica de las provincias exentas distaba de resultar halagüeña. Las tropas francesas se habían mantenido durante la ocupación a base de esquilmar las arcas municipales, que a la sazón se hallaban vacías. Tras la paz de Basilea, no pocas villas tuvieron que recurrir a la enajenación de comunales para pagar sus deudas, con el consiguiente descalabro de los más pobres.

Las rentas agrarias se desplomaron. Godoy vio en ello la posibilidad de atraerse a la nobleza rural vasca, que precisaba otras fuentes de ingresos. A lo largo del siglo los jaunchos habían demostrado que la suerte de los campesinos les traía sin cuidado. En tiempos de carestía habían acaparado el grano y, desde el motín de la sal, se las habían apañado para que el pago de los donativos a la corona recayera en los sectores subalternos, a pesar del riesgo de las machinadas, para cuya represión habían contado siempre con la corona. Secretamente, Godoy comenzó a negociar con los notables rurales de Vizcaya un acuerdo para suprimir los fueros del señorío a cambio de la concesión a este de un puerto comercial en la anteiglesia de Abando, aledaña a Bilbao.

El proyecto del Puerto de la Paz, llamado así en honor a Godoy y al título principesco que este acababa de recibir, significaría, de llevarse a cabo, la ruina del puerto de Bilbao y, por tanto, de la villa entera, donde los linajes nobiliarios nunca habían tenido peso. El interlocutor de Godoy, en representación de la jaunchería, fue un hidalgo del valle de Arratia, Simón Bernardo de Zamácola. Tras una larga negociación, se aprobó la habilitación del puerto en 1801 y se confirmó en 1803.

En el verano de 1804 se difundió por las aldeas de Vizcaya el rumor de que la contrapartida de la concesión del puerto era la imposición del sistema de quintas en el señorío y que mil quinientos mozos se iban a incorporar de inmediato al ejército real. Es bastante probable que el rumor partiera de Bilbao. Sea como fuere, consiguió que las anteiglesias, oliéndose la traición, se levantaran contra las juntas. Durante el mes de agosto, los machinos asaltaron las casas del corregidor Pereira y de los notables. Como de costumbre, la corona reprimió el motín, enviando una fuerza de cuatro mil hombres. Se detuvo a más de tres centenares de alborotadores, pero no se dictó pena de muerte contra ninguno. Godoy tuvo que retirar el proyecto del puerto y renunciar, de momento, a la supresión de los fueros. Pero impuso al señorío un gobernador militar y un jefe político, como era usual en el resto de las provincias de la monarquía.

La zamacolada, nombre que recibió la machinada de 1804, quebró nuevamente la confianza de los aldeanos de las anteiglesias en sus patrones, pero, sobre todo, exacerbó la aversión de la tierra llana a Bilbao y preparó así el antagonismo entre la villa y el campo vizcaíno que marcaría todo el siglo XIX: un antagonismo radical, con largos periodos de enfrentamiento armado. En esta tesitura, Godoy alentó una campaña propagandística contra los fueros cuyos exponentes más destacados fueron dos eclesiásticos: el canónigo riojano Juan Antonio de Llorente y el escolapio aragonés Joaquín de Traggia.

Llorente publicó entre 1806 y 1808 en la imprenta real los cinco tomos de sus Noticias históricas de las tres provincias Vascongadas, en los que desmontaba los argumentos tradicionales a favor de los fueros. Por su parte, Traggia había publicado en 1803 un extenso artículo sobre Navarra, en el que sostenía que la conservación de los fueros y las leyes del viejo reino tras su conquista por Fernando el Católico fueron una concesión libre y graciosa por parte del monarca aragonés, que ninguna necesidad tenía de respetar la legislación medieval de un territorio conquistado. Las réplicas vascas y navarras a los alegatos antiforales de ambos autores, y en particular a las Noticias históricas de Llorente, fueron muy tardías: la más extensa y puntillosa no se publicó hasta 1851. Los últimos apologistas del régimen privilegiado vasco en el Antiguo Régimen plantearon sus argumentos en un terreno muy alejado del histórico.

Cuando Wilhelm von Humboldt viajó por primera vez a España, en 1799, conoció a un grupo de intelectuales vascongados que se mantenían en las trincheras antaño defendidas por Garibay, Poza y Larramendi, pero que habían renovado los alegatos tradicionales en abierta confrontación con los ilustrados. Este grupo se reunía en Durango, en torno al sacerdote Pablo Pedro de Astarloa (1752-1806), y formaban parte del mismo el párroco de Marquina, Juan Antonio de Moguel y Urquiza (1745-1804) y dos miembros de la pequeña nobleza rural, el vizcaíno Juan Antonio de Iza Zamácola (1756-1826) y el guipuzcoano Juan Bautista de Erro y Aspíroz (1772-1854).

Astarloa había escrito ya una extensa apología del vascuence que Humboldt pudo conocer en su versión manuscrita, inspirada en las teorías del pastor calvinista francés Antoine Court de Gébelin. Para este, la lengua primitiva de la humanidad tuvo que poseer una perfección lógica absoluta, que habría permitido a sus hablantes desarrollar una civilización antediluviana muy superior a todas las que vinieron después, y sostenía que tal lengua no había sido otra que el celta primitivo, que se perpetuó en la de los galos. A través de las raíces célticas del francés era teóricamente posible reconstruir una imagen de la civilización que pereció bajo las aguas del diluvio, y lo intentó así en su obra magna, Le Monde Primitif, con la que pretendió desacreditar la Enciclopedia de Diderot, D’Alembert, Holbach y compañía.

Astarloa tomó de Court de Gébelin el método de análisis de las perfecciones lingüísticas, y lo aplicó al vascuence, encontrando lo que quería hallar, es decir, la demostración de que la lengua primitiva no había sido el celta, sino el eusquera. El planteamiento de Astarloa difería bastante de los de Poza y Larramendi: el vascuence no sería ya solo una lengua matriz entre las demás lenguas babélicas, sino la lengua originaria de la humanidad, y su superioridad sobre el hebreo no se debería a la posesión de una revelación divina acerca de la trinidad, inscrita en su vocabulario, sino a su mayor perfección gramatical.

Lo que parecía ser una polémica sobre la lengua vasca encubría no solo una controversia en torno a la legitimidad de los fueros, sino un ataque a la cultura de la ilustración, y eso explica la intervención en las discusiones de personajes como el arabista José Antonio Conde y, más significativamente, del marino y erudito liberal José Vargas Ponce, amigo de Jovellanos y de los Caballeritos de Azcoitia, que mantuvo una correspondencia amistosa con Juan Antonio de Moguel, quizá el más razonable de los miembros del grupo de Astarloa.

Para Vargas Ponce estaba muy claro cuál era el sentido y la finalidad de la exaltación del vascuence por el grupo de Durango. Moguel no editó en vida ninguno de sus escritos, la mayor parte de los cuales quedaron bajo custodia del propio Vargas Ponce, salvo un manuscrito que su sobrino Juan José Moguel, también sacerdote, legó al convento de franciscanos de Zarauz. Algunas copias del Perú Abarca circularon manuscritas antes de que en 1881 un periódico integrista vizcaíno lo publicase por entregas.

El doctor Perú Abarca, catedrático de lengua vascongada en la Universidad de Basarte. Diálogo entre un rústico solitario vascongado y un barbero callejero llamado Maisu Juan es, como su título indica, un diálogo pedagógico, que sigue, a su manera, el modelo de los de Juan Luis Vives. En el prólogo, escrito en castellano, Moguel declara que “estos diálogos no se dirigen a la instrucción de la juventud vascongada, sino a la de los que son tenidos por muy letrados”.

Con Perú Abarca, pretende demostrar a los de la Bascongada que los aldeanos saben muchas cosas que ellos ignoran y, sobre todo, que hablan un vascuence más rico y elegante. Para ello, enfrenta dialécticamente a dos personajes, el campesino Perú Abarca y el barbero Maisu Juan: un hombre del campo frente a otro de la villa. En el diálogo entre ambos, el barbero manifiesta ignorarlo todo de los quehaceres de los labradores e incluso de las industrias rurales, como las ferrerías. Habla un vascuence pobrísimo y degradado, y a Perú le corresponde instruirle, tanto en lo que a la lengua respecta como en lo más básico de la economía empírica. Mediante estos personajes, Moguel pone en contraste el mundo de los verdaderos sabios, los campesinos vascongados, y el de los falsos sabios, los ilustrados de salón, los notables que utilizan el vascuence solo como lengua auxiliar, para entenderse con sus criados y labradores, pero que no lo estiman ni cultivan. Pero además, Moguel esboza una antropología contrailustrada, en la línea emprendida por Astarloa: Perú es un verdadero sabio porque es “catedrático de Lengua Bascongada en la universidad de Basarte”. Es decir, en la universidad de la naturaleza. Su conocimiento de esta, de la naturaleza, es mucho más profundo y amplio que el de Maisu Juan (léase, el de los ilustrados) porque posee una lengua perfecta, la lengua primitiva de la humanidad, que transmite a sus hablantes la ciencia de los orígenes, muy superior a la filosofía de los savants y a las ciencias experimentales del siglo de las luces. Moguel murió en 1804, el año de la zamacolada.

Otra obra de importancia es la de Juan Bautista de Erro, nacido en Andoain, como Larramendi. Militar e ingeniero de minas formado en el seminario de Vergara, fue el autor de El mundo primitivo o examen filosófico de la antigüedad y cultura de la nación vascongada, que apareció en 1815. Se trata de un remedo de Le Monde Primitif, de Court de Gébelin, partiendo del eusquera para la reconstrucción de la supuesta civilización primitiva de la humanidad. Lo más interesante del libro está en el prólogo, que contiene un ataque furibundo a la idea de soberanía nacional. Sostiene Erro que todos los monarcas legítimos son los herederos de un primer padre universal al que dios invistió con una autoridad absoluta sobre su prole, autoridad que comprendía la potestad para dar muerte, a su entero arbitrio, a cualquiera de sus hijos. Durante la primera guerra civil fue nombrado ministro universal del Pretendiente carlista y en este puesto lo conoció el escritor y viajero británico Richard Ford, y otro de menos renombre, pero de mayor importancia para la historia de Vasconia, el escritor suletino Joseph-Augustin Chaho, sobre el que ejerció una profunda influencia.

Es difícil saber cuál fue el verdadero peso de este grupo de Durango (y Marquina) en la configuración de una ideología contrarrevolucionaria que, sin duda, existió y movilizó a una buena parte de la sociedad vasca, primero contra los franceses, luego contra los doceañistas y más tarde contra los isabelinos. Las especulaciones sobre la perfección formal de las lenguas no debieron de interesar a demasiados lectores. Desde luego, no a los escasísimos campesinos alfabetizados en castellano, y no consta siquiera que los ilustrados les prestasen mucha atención. Quienes les concedieron mayor importancia fueron ilustrados ajenos al país, como Conde o Vargas Ponce, escandalizados por el hecho de que se siguieran defendiendo aún en Vasconia las fantasías de Garibay o de Poza.

Eso sí, la obra de Astarloa y Moguel tuvo una influencia diferida en la radicalización del fuerismo y en la aparición del nacionalismo vasco, a través de la recuperación de los inéditos de ambos escritores en la década de 1880. Los Discursos filosóficos de Astarloa marcaron profundamente al joven Sabino Arana, y el Perú Abarca no dejó indiferente a Unamuno. Tres obras publicadas por vez primera entre 1879 y 1883 —la Amaya de Navarro Villoslada y las susodichas de Astarloa y Moguel— formaron el caldo sentimental en el que abrevaron los vástagos de una clase media tradicional, afligidos por la abolición de los fueros.

En síntesis, la ideología del grupo contrailustrado de Durango consta de una antropología y de una teoría de la lengua vasca. La primera es afín a la del tradicionalismo europeo: frente a la figura del ciudadano surgida de la revolución francesa, los tradicionalistas levantan el paradigma del primitivo, que no se debe confundir con el buen salvaje de Rousseau. En rigor, constituye su antítesis: se explica la aparición del salvaje, en dicha perspectiva, como la consecuencia de horribles pecados y crímenes de los jefes o reyes de determinados pueblos, cuyas culpas se transmitieron a sus súbditos y descendientes, reforzando así los efectos de la caída de Adán y ahondando la tendencia al mal que esta indujo en la naturaleza humana. Lejos de representar un modelo inmarcesible de bondad, el salvaje está totalmente pervertido: solo el esfuerzo de algunos individuos admirables por enderezar la conducta de los pueblos sumidos en tal condición ha podido devolver algunos de ellos al concierto de la civilización. Por el contrario, el primitivo no se había separado gran trecho de la condición paradisíaca. Conservaba buena parte de la sabiduría a la que accedió el primer hombre por revelación divina y, gracias a ello, logró construir una civilización antediluviana mucho más acorde con la ley natural que la más avanzada de las civilizaciones modernas. Y mucho más perfeccionada en sus conocimientos científicos y en sus realizaciones técnicas. Pero esa primitiva civilización universal pereció bajo las aguas del diluvio y solo los restos arqueológicos nos permiten captar algo de su grandeza. Erro creía reconocer en los monumentos de las civilizaciones precolombinas de América testimonios de la perfección primitiva, pero, como Astarloa, pensaba que la vía para acceder a la sabiduría de los primitivos estaba en la lengua que aquellos hablaron, y no en los restos materiales de sus edificios.

Y aquí entraba el recurso al análisis del vascuence y de sus perfecciones. Tras la larga polémica emprendida en el siglo XVI acerca de cuál fuera la lengua que Dios infundió en el primer hombre, y desacreditada la candidatura del hebreo, la competencia por ocupar dicho puesto quedó abierta a cualquier otra de la que pudiera probarse su superior antigüedad, y en esta concurrencia de diversas propuestas es donde debe situarse la obra de Astarloa.

Así, como depositaría de la primera revelación divina, la lengua vasca representaba una suerte de enciclopedia de la humanidad primitiva, de cuyo estudio, como pensaba Erro, podría extraerse una imagen completa de la civilización antediluviana. Los campesinos vascongados, que vivían inmersos en ella y no conocían prácticamente otra lengua, se hallarían, por tanto, en posesión de los conocimientos fundamentales acerca de la naturaleza que los ilustrados creían —erróneamente— haber comenzado a descubrir. Este es, sin duda, el sentido del Perú Abarca de Moguel. Frente al salvaje de Rousseau y al ciudadano de los revolucionarios franceses, el campesino vascongado aparece como una supervivencia del modelo perfecto e insuperable de la humanidad, es decir, el primitivo. Sin embargo, los verdaderos campesinos vascongados, los de carne y hueso, se movían acuciados por necesidades y creencias muy distintas de las que los astarloístas les atribuían, y prestaban oídos a otras voces.

LA HORA DE LOS GUERRILLEROS

En particular, a las de los eclesiásticos que predicaban contra la revolución francesa. No contra las ideas de la revolución, que los campesinos vascos ni siquiera comprendían, sino contra la obra deletérea de los revolucionarios, que habían asesinado al rey y a su familia y habían cerrado y, en muchos casos, destruido los templos. La llegada en masa de los curas refractarios, la invasión de las tropas convencionales en 1794 y la ardorosa oratoria católica de algunos de sus pastores, entre los que destacó el obispo de Calahorra, Francisco de Aguiriano (1742-1813), les había convencido de que la suerte de los fueros estaba íntimamente ligada a la de la iglesia y la monarquía. Lo que explica que, a lo largo del siglo XIX, tomaran partido contra todo lo que oliera a liberalismo. La primera ocasión que se les deparó para ello fue la invasión napoleónica de 1808.

La que después se llamó guerra de la Independencia (1808-1815) presenta al menos tres aspectos diferentes: fue una guerra social, de pobres contra ricos. Estalló en medio de una grave crisis agraria que enconó un antagonismo entre los campesinos pobres y los grandes propietarios, que había venido larvándose a lo largo del reinado de Carlos IV. La pasividad (cuando no el colaboracionismo abierto) de las clases pudientes españolas ante los invasores suscitó la indignación de los campesinos y la plebe urbana, que identificó espontáneamente riqueza con impiedad y afrancesamiento. El bajo clero —los proletarios de los diezmos—, que se puso en bastantes casos al frente de la insurrección, atizó este sentimiento. En segundo lugar, fue una revolución política que enfrentó a liberales y absolutistas. Finalmente, fue también un conflicto internacional: España se convirtió en campo de batalla de los ejércitos ingleses contra los franceses. Estas tres dimensiones de la guerra tuvieron su reflejo en Vasconia.

Desde la toma de Pamplona por los franceses, en febrero de 1808, comenzaron a levantarse partidas en las Vascongadas y Navarra. En general, la nobleza rural se inhibió. Por otra parte, una vez se produjo la abdicación de Fernando VII en Bayona, un sector importante de la élite política tomó el partido del nuevo rey. Ministros vascos y navarros de Carlos IV, como Mariano Luis de Urquijo, el almirante Mazarredo y Joaquín de Azanza lo fueron también de José Bonaparte. Con ello no hacían sino actualizar el tradicional oportunismo de las clases rectoras vascas que las había alineado en ocasiones anteriores con los monarcas ya entronizados (con Carlos I durante la guerra de las Comunidades o con Felipe V durante la de Sucesión). En esta ocasión, la lógica colaboracionista no respondía solamente a la defensa del privilegio. Los josefinos vascos se habían comprometido antaño con la política del despotismo ilustrado y tenían fundadas esperanzas en que la nueva monarquía bonapartista mantuviera la continuidad del sistema. Aunque, de hecho, el nuevo compromiso implicara la convivencia, dentro del gobierno de José I, de personajes con posiciones tan encontradas en lo referente a los fueros como Juan Antonio de Iza Zamácola y su tocayo, el canónigo Llorente, secretario para Asuntos Eclesiásticos.

Faltos de sus dirigentes naturales, los campesinos vascos se organizaron en guerrillas bajo el mando de curas y frailes o de nuevos líderes, en algún caso muy jóvenes, surgidos de sus propias comunidades. Cuatro fueron los principales jefes guerrilleros que mantuvieron en jaque a las fuerzas francesas en Navarra y las provincias: el iniciador del levantamiento, Francisco Xavier Mina, también llamado Mina el Mozo, había nacido en Otano, en 1789. Se enfrentó a las fuerzas del general vascofrancés Harispe, el antiguo comandante de los Chasseurs Basques, cuerpo franco de la convención en la Navarra de Ultrapuertos. A pesar de haber sido herido y hecho prisionero en 1810 (pasó los cuatro últimos años de la guerra cautivo en París), el prestigio de Mina fue inmenso y lo coronó su romántica aventura mexicana, al frente de la insurrección liberal. Murió fusilado por los contrainsurgentes absolutistas en 1817, con veintiocho años.

Su renombre fue rentabilizado, durante la guerra contra los franceses, por su pariente Francisco Espoz e Ilundáin, solo ocho años mayor que él, que cambió su segundo apellido por el de Mina y logró agrupar a un número considerable de guerrilleros en su ejército, conocido como el Corso Terrestre. En 1811 cedió parte de sus efectivos al guipuzcoano Gaspar de Jáuregui, sobrino del guerrillero Juan de Jáuregui. El joven Jáuregui, llamado el Pastor por haber tenido esta ocupación hasta incorporarse a la guerrilla, actuó en tierras de Guipúzcoa. Después de la guerra, fue voluntario liberal contra las partidas realistas durante el trienio y dirigió la contraguerrilla gubernamental en Guipúzcoa durante la primera guerra carlista. En la guerra de la Independencia tuvo a sus órdenes, como secretario, a un coetáneo y paisano suyo, natural de Ormáiztegui: Tomás de Zumalacárregui, que le enseñó a escribir —en castellano— y contra el que lucharía veinte años más tarde. El cuarto de los grandes guerrilleros vascos de la francesada fue Francisco Tomás de Anchía, vizcaíno de Mallavia, llamado Longa por el nombre de su caserío natal. Al frente de una partida de cien hombres, combatió en tierras de Álava y Burgos. En 1812, ascendido a coronel, se unió al ejército inglés de Wellington y tomó parte en la batalla de Vitoria. Entró en Francia con Wellington, desde Lesaca.

La simpatía que despertaron los cuatro guerrilleros en las capas populares, rabiosamente antifrancesas, se percibe en las canciones que se difundieron en su época y que siguieron vivas mucho después, como esta contrahechura de un canto litúrgico que se recordaba aún a mediados del siglo pasado en la comarca del Bidasoa:

Mina de mi vida,

Longa de mi amor,

don Gaspar de Jáuregui

de mi corazón.

Como otros guerrilleros, Jáuregui, Longa, Zumalacárregui y Espoz y Mina hicieron una brillante carrera militar: los tres últimos alcanzarían el generalato. El ejército tuvo que renovar su oficialidad tras el regreso de Fernando VII y lo hizo con soldados surgidos del pueblo, que se habían forjado como estrategas durante su lucha contra los franceses. La mayoría de ellos militaría en el bando liberal, pero no faltaron quienes, como Zumalacárregui, lo harían en el carlista. La antigua cúpula militar aristocrática desapareció. Habían sido pocos los jefes de la época de Carlos IV que participaron en la guerra de la Independencia. El más brillante de ellos, el general Francisco Javier de Castaños, que, ya cincuentón, consiguió la primera victoria de las tropas españolas sobre las francesas, en Bailén, pertenecía a una familia de la vieja nobleza rural vasca. En esto también fue una excepción.

La participación de diputados vascos en las cortes de Cádiz fue muy escasa. Un solo diputado por provincia: por Navarra, Francisco de Paula Escudero; Francisco de Eguía por Vizcaya; Miguel de Zumalacárregui, hermano de Tomás, por Guipúzcoa, y Manuel de Aróstegui por Álava. Zumalacárregui había sido guerrillero en Asturias. Tanto él como Aróstegui y Escudero eran ardientes liberales. No así Eguía, un servil furioso, que dirigió la represión de los liberales como secretario de Guerra de Fernando VII y que, en 1812, se negó a firmar la constitución. Con la aprobación de esta, todas las provincias españolas, las de la península y América, quedaban igualadas en sus derechos y se abolían los fueros (que habían sido objeto de grandes alabanzas durante el periodo constituyente, como antecedentes de las constituciones liberales). Tras la restauración del absolutismo en 1814, entraron nuevamente en vigor, y se suprimieron las figuras del gobernador militar y del jefe político impuestas por Godoy.

Los últimos episodios militares de la guerra contra los franceses tuvieron lugar en las provincias vascas. El 21 de junio de 1813, el ejército del duque de Wellington, con fuerzas auxiliares portuguesas y españolas, derrotó cerca de Vitoria a las tropas francesas que protegían a José Bonaparte en su huida hacia Francia. Inmediatamente después puso cerco a San Sebastián, ocupada por una guarnición napoleónica. El sitio se prolongó hasta finales de agosto, cuando el mariscal francés Soult intentó acudir en ayuda de los sitiados desde Irún y fue derrotado por el cuarto ejército español en San Marcial. Ese mismo día, los ingleses tomaron al asalto San Sebastián, exterminaron a sus defensores y dieron fuego a la ciudad, después de saquearla y violar y asesinar a discreción. Seguidamente, Wellington entró en Francia, y Napoleón se apresuró a devolver el trono español a Fernando VII.

TRADICIONALISTAS CONTRA LIBERALES

Las élites tradicionales vascas volvieron a tomar el poder en sus manos tras la derogación de la constitución de 1812, pero no se fiaban de las intenciones del Deseado, y, por ello, transigieron prudentemente con las reformas que el rey introdujo, a su favor, en el régimen foral: la supresión del derecho de sobrecarta y la conversión del donativo en un impuesto ordinario. En compensación, Fernando VII invalidó todas las medidas antiforales tomada por Godoy tras la paz de Basilea, como la imposición de nuevas autoridades militares y políticas a las provincias exentas.

El liberalismo pasó por una fase de clandestinidad, pero no desapareció. En las capitales florecieron las tertulias domésticas en las que se daban cita los doceañistas. En ellas, la burguesía urbana y los oficiales de las guarniciones militares mantuvieron el espíritu de la constitución de Cádiz hasta el pronunciamiento de Riego en Cabezas de San Juan. En 1820 volvieron a salir a la luz para comprobar, con preocupación, que el liberalismo no suscitaba el entusiasmo de la mayoría de la población y que las ciudades liberales aparecían como débiles islotes en un campo por entero contrarrevolucionario. Con la vuelta de la constitución, fueron abolidos nuevamente los fueros, pero el descontento de la población rural convirtió de nuevo la tierra llana en un espacio peligroso para los vecinos de las grandes villas como Bilbao o San Sebastián. De esas fechas data el esparcimiento más característico de los bilbaínos a lo largo del siglo XIX: la caza del chimbo o becafigo, un ave de paso que daba pretexto a los liberales de la villa para armar trifulca con los aldeanos absolutistas. Pero las ciudades no quedaron al margen de la violencia política y se producían con frecuencia peleas entre los realistas y los doceañistas radicales, que portaban cintas de sombrero o escarapelas con el lema “constitución o muerte”, y ya desde finales del verano de 1820 comenzaron a levantarse partidas realistas en Álava y Navarra. Pulularon por las provincias, hasta la entrada en España del ejército del duque de Angulema, las del cura Gorostidi y las de Santos Ladrón y Eraso, antiguos guerrilleros contra los franceses. La restauración del absolutismo llevó al exilio a algunos significados liberales vascos, como el alavés Pablo de Xérica, autor de fábulas neoclásicas y traductor de Walter Scott. Fernando VII consintió en la reposición de los fueros, pero con mayores limitaciones que en 1814. El derecho de sobrecarta se suprimió de nuevo en 1829 y se volvió al viejo estilo de Godoy en las exigencias fiscales de la corona. Con todo, y como ya observó en su día Unamuno, la década ominosa significó para los campesinos vascos una pequeña edad dorada, en la que mejoró la economía rural y se produjo un renacimiento de la siderurgia tradicional gracias a la introducción de las fraguas catalanas en Vizcaya y Guipúzcoa.

El levantamiento carlista de 1833 no tuvo al principio un éxito apreciable en Vasconia, donde las partidas camparon de forma anárquica e ineficaz hasta que el Pretendiente encargó a Zumalacárregui, en diciembre de ese año, el mando de todas las fuerzas insurrectas en el País Vasco. El antiguo secretario del guerrillero Gaspar de Jáuregui combinó los movimientos del ejército regular con el de las guerrillas en la medida suficiente como para hacerse en pocos meses con el control de toda la región, a excepción de las ciudades defendidas por el ejército liberal bajo la dirección de Espoz y Mina y por una nutrida milicia nacional formada por civiles. Tras sufrir algunos reveses importantes a finales de 1834, se rehízo y logró expulsar al otro lado del Ebro al ejército isabelino. Pero don Carlos le ordenó entonces tomar Bilbao, contra los planes que el propio Zumalacárregui se había trazado, que preveían la toma de Vitoria y una marcha rápida sobre Madrid. El 10 de junio de 1835, tras batir a las fuerzas de Espartero, puso cerco a la villa del Nervión. Cinco días después, mientras observaba las posiciones enemigas desde el santuario de Begoña, fue herido por una bala. Pidió entonces que se le trasladara a Cegama, para ser atendido allí por el curandero Petriquillo, que había servido en la guerrilla de Gaspar de Jáuregui durante la guerra contra los franceses y en el que confiaba ciegamente. Don Carlos salió a su encuentro en Durango e intentó disuadirle, pero Zumalacárregui se obstinó en seguir hasta Cegama. Murió allí, en casa de su hermana, el 24 de junio.

Tras la muerte de Zumalacárregui, la guerra cambió de signo en Vasconia. En octubre de 1836, fracasada la larga expedición militar del general carlista Gómez, que recorrió media España desde Amurrio para intentar entrar en Madrid desde el sur, don Carlos volvió a ordenar la toma de Bilbao, que le era necesaria como garantía de un empréstito inglés para sanear la maltrecha economía de su ejército. El general Villarreal consiguió mantener el sitio durante dos meses, pero hubo de levantarlo tras ser derrotado por las tropas de Espartero en Luchana, el día de navidad. La imposibilidad de hacerse con Bilbao desmoronaría el ímpetu carlista en esta guerra y en la de 1872-1875. Sin Bilbao en su poder, los sublevados no pudieron recibir los créditos necesarios (de los bancos ingleses en la primera guerra; de los franceses, en la tercera). Tras el fracaso de la tentativa de 1836, el ejército carlista se lanzó a operaciones desesperadas que le reportaron algún triunfo sonado, como el de Oriamendi, pero empezó a cuartearse internamente. El general Maroto consiguió hacerse con el mando, tras eliminar al sector del estado mayor partidario de continuar la guerra, y firmó un convenio con Espartero el 29 de agosto de 1839 en Oñate. Dos días después, ambos generales escenificaron la paz abrazándose en Vergara ante los dos ejércitos.

Se calcula que alrededor de veinte mil voluntarios vascos tomaron parte en la guerra desde el lado carlista. La cifra de milicianos nacionales y miembros de la contraguerrilla fue, desde luego, mucho menor, pero, al contrario de lo que sucedería en la tercera guerra carlista, el escenario de los combates no quedó limitado a Vasconia, aunque don Carlos instaló en Estella su cuartel general. Es innegable que el carlismo gozó de un amplio apoyo entre la población rural de la región, pero la movilización no fue masiva. Los efectivos armados del carlismo vasco eran inferiores en número a los que habían reunido los guerrilleros de 1808-1813. Y más indisciplinados.

Se ha discutido mucho acerca de si la defensa de los fueros fue el motivo principal del levantamiento de los carlistas vascos. Lo cierto es que no pesó mucho en el primer momento, aunque fuera cobrando importancia a medida que los liberales iban ganando posiciones en el campo isabelino, y fue sin duda la cuestión que pasó a primer plano tras la constitución de 1837. El conflicto tuvo un origen puramente legitimista, y se comenzó a cargar de connotaciones políticas cuando los liberales moderados —que solo pretendían conseguir una carta otorgada— dieron su apoyo a María Cristina de Nápoles. Para los campesinos vascos las disensiones dinásticas no significaban gran cosa, pero desde la guerra de la convención relacionaban la suerte de los fueros con la de la alianza entre el trono y el altar, y el clero rural cifró la continuidad de esta en la victoria de don Carlos. Sin embargo, y aunque el Pretendiente juró los fueros en 1834, sin duda para contrarrestar la concesión del estatuto real por la reina gobernadora, la causa foral fue desligándose paulatinamente de la dinástica, aunque contribuyó a crear las condiciones propicias para el convenio de Oñate.

Espartero, que desde 1837 ostentaba la jefatura de gobierno, era también partidario de una solución pactada al conflicto sobre la base de una transacción entre el régimen constitucional y los fueros, idea esta que parece haberle sido sugerida por el conspirador liberal Eugenio de Aviraneta. En Oñate, se comprometió a respetar los fueros vascongados y navarros en su integridad, y dicho acuerdo se plasmó, una vez finalizada la guerra, en la ley de 25 de octubre de 1839, por la que quedaban confirmados “sin perjuicio de la unidad constitucional de la monarquía”, lo que, evidentemente, implicaba una contradicción jurídica que provocaría una inmediata crisis política.

Al abordar la cuestión foral durante la primera guerra carlista no es posible evitar la referencia a Joseph-Augustin Chaho (1811-1858), escritor vascofrancés nacido en Tardets (Soule), que difundió una versión del carlismo vasco como movimiento nacionalista o criptonacionalista llamada a gozar de cierto crédito en la posterioridad. Según Chaho, los vascos eran un pueblo ario y el eusquera estaba emparentado con el sánscrito. Se inventó una casta de antiguos sabios vascones a los que denominaba los Videntes (un calco de los vedas brahmánicos) e interpretó lo poco que aún se sabía de las creencias folclóricas de su país natal a la luz de las mitologías de la India y de la Persia zoroastriana. En 1834 publicó un panfleto en el que defendía la tesis de que los carlistas vascos luchaban por la independencia de su región y no por los supuestos derechos de don Carlos al trono de España.

En 1835 Chaho visitó el campo carlista, donde conoció y trató a Juan Bautista de Erro, en cuyas teorías acerca del mundo primitivo en relación con los vascos encontró abundante inspiración para sus propias fantasías. En 1836 publicó en París el Voyage en Navarre pendant l’insurrection des Basques (1835). Se trata de una delirante relación de su visita al cuartel general de don Carlos, en el que parece que no cayó demasiado bien, porque fue obligado a cruzar de nuevo la frontera a los pocos días. En su libro pretende haberse entrevistado con Zumalacárregui, que, en una conversación privada y sin testigos, le habría revelado qué la verdadera finalidad de la lucha de los carlistas no era otra, como podía temerse, que la ya explicada en el panfleto de 1834. Zumalacárregui llevaba un año muerto y, lógicamente, no iba a desmentirle.

Aunque el Voyage en Navarre no fue traducido y publicado en español hasta 1934, era ya bien conocido por las élites letradas de la Vasconia española cuando Unamuno, en 1884, lo comentó en su tesis doctoral. Entre los escritores regionalistas de la época isabelina se prestó más atención a la abigarrada mitología apócrifa que puso en circulación que a su tesis del carlismo como disfraz de un movimiento secesionista revolucionario. Porque Chaho inventó todo un universo mitológico sin base alguna (o con un fundamento muy débil, en el mejor de los casos) en el auténtico folclore de los campesinos vascos. A él se deben el Basojaun, hombre salvaje de los bosques, inspirado en los salvajes de las psicomaquias medievales, y, desde luego, las maitagarris o ninfas. Pero la más celebrada de sus fantasías fue la figura de Aitor, el antepasado común de los vascos, que hizo a estos olvidarse de Túbal.

Chaho descompone este nombre en las raíces Aita (Padre) y Oro (todo, en el dialecto de Soule), padre de todos o padre universal, en definitiva. Afirma que, como todo el mundo sabe, los vascos se denominan a sí mismos Aitoren semeak: “hijos de Aitor”, pero eso dista de ser así. Lo que los vascos del pasado se llamaban a sí mismos era aitonen semeak, “hijos de padres buenos o nobles”, es decir “hidalgos”. En 1854, Chaho publicó Aitor. Légende cantabre, una imitación bastante lograda de El mundo primitivo de Erro, en la que, a través del supuesto patriarca, enumera las aportaciones de los primitivos vascos a la civilización universal, que van desde el reloj a la filosofía.