V
LA ROMANIZACIÓN
Los territorios vascos entran en la historia a través de las noticias que de ellos nos dan los autores romanos de la época tardorrepublicana, más de un siglo después de que se produjeran los primeros contactos entre las tropas romanas y los naturales de la región (probablemente a comienzos del siglo III a. de C.). Como sucede en el caso de la prehistoria, también en el de la antigüedad la mitografía ha distorsionado la realidad histórica, ofreciendo una imagen del pasado muy distinta de la que los documentos escritos y los datos arqueológicos permiten reconstruir. Así como para la prehistoria se forjó el mito de una etnia vasca que habría comenzado a formarse en el Neolítico —si no en el Mesolítico—, en continuidad con las poblaciones de cazadores-recolectores del Paleolítico, para la antigüedad se creó el de una resistencia exitosa a la romanización que habría asegurado a los vascos la preservación de su independencia ancestral y el desarrollo autónomo de su cultura propia, que nada debía a la de los invasores romanos.
El mito en cuestión nació en la segunda mitad del siglo XVI, como uno más de los argumentos a favor de la hidalguía colectiva y de los privilegios forales. Lo puso en circulación el cronista Esteban de Garibay y fue nutriéndose de aportaciones posteriores hasta bien entrado el siglo XIX. En síntesis, se basa en una identificación entre los vascos y los cántabros rebeldes a Roma. Tras la derrota por Augusto de los astures y los cántabros occidentales, en el 19 a. de C., solo los cántabros orientales (es decir, los vascos) habrían sostenido contra los romanos una lucha tan denodada y heroica que, finalmente, los invasores habrían consentido en pactar con ellos las condiciones de una paz definitiva que respetaría la integridad del territorio vasco y la independencia e instituciones de su población. Este relato se aderezó con el del martirio de los guerreros rebeldes crucificados en el monte Ernio (identificando un promontorio guipuzcoano con el Irnio cántabro del que hablaron los historiadores romanos), que murieron entonando cantos de alabanza a la cruz, porque se les habría revelado en su agonía que el redentor del mundo moriría supliciado de idéntico modo. El vascocantabrismo se hibridaba así con el mito del monoteísmo primitivo de los vascos, una suerte de “cristianismo precristiano”, destinado a reforzar la limpieza de sangre, vale decir el veterocristianismo, que se arrogaron los vascos de España bajo el dominio de los Austrias.
Pese a que el agustino Enrique Flórez, en La Cantabria (1768), y su discípulo, Manuel Risco, de la misma orden, en La Vasconia antigua (1779), demostraron con un impresionante arsenal de datos que no solo los vascones no habían habitado en la región cántabra que resistió a Augusto, sino que habían sido sometidos a Roma antes de que comenzara la guerra, los vascos mantuvieron la tesis de Garibay con tenacidad, y el propio Wilhelm von Humboldt la avaló, al considerar auténtico el llamado Canto de los cántabros o Canto de Lelo, una falsificación eusquérica de finales del XVI recogida en la Crónica de Vizcaya del escribano Antón de Vedia.
La romanización tuvo sus grados, según el interés que despertaron en los romanos las diferentes regiones de la Península. Fue más intensa en el sur que en el norte, si por romanización se entiende asimilación cultural y lingüística y presencia de ciudades desde donde la cultura urbana irradia a los campos circundantes. Desde las guerras púnicas, los romanos habían buscado en España suministros: alimentos y metales fundamentalmente. Las tierras del norte no eran las que más llamaban su atención, ni por su riqueza agrícola ni por sus explotaciones mineras (el hierro vizcaíno parece haber sido ignorado en esa época incluso por los naturales del territorio). Sin embargo, la influencia de Roma caló en toda la población peninsular. Con más o menos intensidad, con más o menos profundidad, los indígenas de la antigua Hispania (y, por supuesto, los de las Galias) fueron gradualmente romanizados.
LA CONQUISTA (218-19 A. DE C.)
De los romanos no cabía esperar una mayor compasión con el enemigo vencido de la usual entre los demás pueblos. Su crueldad era directamente proporcional a la resistencia que se les oponía. En el mejor de los casos, si los enemigos capitulaban antes de emprender batalla, se les consentía abandonar el campo indemnes, previa entrega de las armas. Pero esta solución resultó poco eficaz con los pueblos de la península ibérica, que, por oscuros motivos de índole religiosa, preferían la muerte al desarme (lo que explica, por ejemplo, la negativa de los arévacos de Numancia, en el año 134 a. de C., a entregar la ciudad a Escipión el Africano, y el suicidio colectivo de sus moradores, tan elogiado por los historiadores del bando vencedor). Si una ciudad o fortaleza se negaba a rendirse, los sitiadores la condenaban al saqueo, la destrucción total y el exterminio de sus habitantes. El sometimiento de los pueblos refractarios al dominio romano iba seguido generalmente de la expulsión de sus tierras, que se repartían entre los veteranos de las legiones y los indígenas aliados de Roma. Los vencidos eran vendidos como esclavos con sus familias, y sus jefes llevados por los generales a la ciudad del Tíber, donde, en el desfile triunfal, se les exhibía cargados de cadenas, junto al botín obtenido en la campaña, antes de darles muerte públicamente.
Siendo estas las costumbres de la guerra antigua, no es de extrañar que durante el largo periodo de conquista que se extiende entre el desembarco de los primeros contingentes romanos en Ampurias (Gerona), al mando de los hermanos Publio y Cneo Cornelio Escipión, el año 218 a. de C., para enfrentarse a las fuerzas cartaginesas de Asdrúbal Barca, hasta el final de la campaña de Octavio Augusto contra los cántabros, el 19 a. de C., el desplazamiento de poblaciones, tanto por expulsión como por deportación, no fuera un hecho excepcional o infrecuente, de modo que en los territorios vascos y especialmente en los del valle del Ebro, que fue escenario de numerosas batallas, el trasiego continuo de sus gentes desembocó en una distribución geográfica de los diferentes grupos étnicos distinta de aquella que habían encontrado cartagineses y romanos a comienzos de la segunda guerra púnica.
De ahí que las descripciones de los pueblos de la Vasconia antigua y de sus límites que ofrecen los autores romanos de esa época (Julio César, Estrabón, Plinio el Viejo, Pomponio Mela y Tolomeo) presenten entre sí contradicciones de las que, obviamente, se beneficiarían mucho después los defensores de la teoría vascocántabra. A ello hay que añadir que las disensiones entre los pueblos peninsulares —y los de la antigua Vasconia no fueron una excepción en eso— eran tan enconadas ya antes de la llegada de los cartagineses que nunca llegarían a oponer a los invasores una alianza autóctona, semejante a la que los galos levantaron contra César. Como Menéndez Pidal constataría, ya la invasión de los romanos había puesto de relieve ese carácter “apartadizo” ibérico que las intervenciones militares extranjeras no hacían sino agravar.
La participación de pueblos del área vasca en la segunda guerra púnica (218-201 a. de C.) no está en absoluto atestiguada, lo que no significa que sea improbable. Los historiadores vascos de los siglos XVI al XIX la consideraron un hecho irrebatible y, fieles al espíritu del vascocantabrismo, decidieron que sus supuestos antepasados habían combatido exclusivamente en el bando cartaginés. El tardío Chant d’Annibal, obra en realidad de la poetisa inglesa Violet Alford vertida al francés por Joseph-Augustin Chaho, es una de las abundantes falsificaciones ossiánicas del periodo romántico. En ella se presenta a los guerreros vascos siguiendo a los elefantes del general cartaginés a través de los pasos alpinos hasta llegar a la vista de Roma, a cuya conquista renuncian por nostalgia de la vida apacible de sus aldeas, privando así a los púnicos de una fuerza, al parecer, decisiva para la campaña y cambiando, sin proponérselo, el curso de la historia.
Apiano habla de tropas originarias del valle del Ebro en el ejército cartaginés, y Silio Itálico, en su Púnica, se refiere explícitamente a cántabros y vascones, pero ambos escribieron a suficiente distancia temporal de los acontecimientos como para que su memoria pudiera haber sido contaminada por el recuerdo de conflictos bélicos posteriores (más concretamente, de las guerras civiles romanas del siglo II a. de C.). Sin embargo, es lógico suponer que los dos contendientes principales incorporaron fuerzas indígenas en sus respectivas filas. Los romanos lo harían sistemáticamente en las campañas de los siglos II y I a. de C., tanto en Hispania como en las Galias. Concluida la segunda guerra púnica, los vencedores emprendieron la conquista del valle del Ebro, un proceso que les ocupó una treintena de años (entre 202 y 170 a. de C., aproximadamente) y en el que se aprovecharon de la hostilidad reinante entre los vascones y sus vecinos orientales. Que los primeros apoyaron a los romanos parece verse confirmado por el paso de comarcas antes en manos de celtíberos y jacetanos a dominio vascón. Tal es el caso, respectivamente, de La Rioja baja y de Jaca y su alfoz pirenaico. En 178 a. de C. el cónsul Tiberio Sempronio Graco fundó la ciudad de Graccurris (Alfaro), que pobló con vascones, sobre un anterior enclave celtíbero, Ilurcis.
Hasta cerca de un siglo después no existen testimonios de la alianza efectiva de los vascones orientales con Roma, pero los dos primeros en aparecer parecen confirmar una coalición estable, desde una época muy anterior. En el llamado Bronce de Ascoli, del año 89 a. de C., se recoge la concesión de la ciudadanía romana a un escuadrón de caballería indígena, la Turma Salluitiana, formada por combatientes reclutados en Salduie, una ciudad celtíbera sobre la que más tarde se fundará Cesaraugusta (Zaragoza). De los treinta jinetes que componían la turma, una tercera parte eran vascones de Segia (Egea de los Caballeros). La ciudadanía les fue concedida por el general Cneo Pompeyo Estrabón (padre de Pompeyo) para premiar su valor en la toma de Ascoli (91-89 a. de C.), durante la primera guerra civil de Roma. En el segundo documento, el Bronce de Contrebia Belaisca o Tabula Contrebiensis (87 a. de C.) se da razón de un litigio de tierras entre los vascones de Alauona (Alagón) y los sosinestanos, fallado a favor de los primeros por el senado de Contrebia (Botorrita). Ambos testimonios son indicios fuertes de buen entendimiento con los romanos, de una estrecha colaboración militar y de confianza en sus instituciones. Incluso de cierta inclinación política de los vascones, como se comprobaría en los años siguientes.
Entre los años 81 y 72 a. de C. se desarrolló en la península ibérica la última fase de la primera guerra civil romana. Tras la total derrota del partido democrático en Roma y el restablecimiento completo de los poderes del senado bajo el control de los patricios, el general Quinto Sertorio, sobrino de Mario, se sublevó en Hispania proclamando la independencia de la provincia. En el 76 a. de C., Sila envió contra él a Pompeyo, el hijo del general que había dirigido sus legiones.
La figura de Sertorio ha sido y sigue siendo objeto de controversia desde la antigüedad. La historiografía más favorable lo presenta como un temperamento compasivo, inclinado a la causa popular por sus propios orígenes humildes e identificado con los pueblos indígenas de Hispania, cuya vestimenta y costumbres se dice que adoptó. Apiano, en cambio, lo considera un conspirador venal y un traidor a Roma. Parece cierto que dominaba lenguas celtas, lo que le vino muy bien para entenderse con los celtíberos del valle del Ebro, que fueron los primeros en secundar con entusiasmo su rebelión. En realidad, tras la llegada de Pompeyo, su actividad quedó limitada a la Hispania Citerior, es decir, al norte del Ebro, de la que tuvo además un control siempre precario. Su cuartel general permanente estuvo en Tarraco, capital de la insurrección, pero se apoyó en las ciudades celtibéricas amigas, como Calagurris (Calahorra), Bilbilis (Calatayud), Osea (Huesca) e Ilerda (Lérida). Su rival se alió con los tradicionales enemigos de los celtíberos, es decir, con los vascones y berones, a los que se unieron los autrigones del oeste de Álava y el nordeste de Burgos, arrebatando así a Sertorio el dominio de las comarcas del alto Ebro. Los dos generales explotaron en su provecho la devotio ibérica, una forma incondicional de lealtad personal de los naturales de la península a sus jefes militares.
En el año 76 a. de C., crucial para el desenlace de la guerra, Sertorio puso sitio a la fortaleza berona de Vareia (Varea), que fue defendida eficazmente por su guarnición y por la caballería auxiliar de los autrigones, que acudieron en auxilio de los sitiados. Por las mismas fechas, los pompeyanos conquistaron y arrasaron el oppidum celtíbero de Calagurris, cuyo control fue encomendado a los vascones. Sin embargo, no debió de producirse una sustitución de la población, porque esta siguió siendo fiel a Sertorio y fue considerada un foco sertoriano aún después de la muerte del caudillo. A pesar de ello, Tolomeo la adscribe al dominio vascón, lo que hace pensar en una prolongada situación inestable, definida por una tensión constante entre los moradores celtíberos y los vascones, que actuarían como fuerzas de ocupación. En el 74 a. de C., Pompeyo consolidó sus posiciones en la región fundando junto al cauce del Arga la ciudad de Pompaelo, sobre un antiguo castro indígena. Dos años después, en el 72 a. de C., Sertorio fue traicionado y asesinado en Osea por su lugarteniente, Marco Porpenna, que asumió el mando del ejército rebelde por breve tiempo, pues fue derrotado, hecho prisionero y ejecutado por Pompeyo pocos meses después. Tras su muerte, las fuerzas sertorianas se dispersaron y los aliados de Pompeyo fueron recompensados con tierras y ciudades arrebatadas a los celtíberos.
Entre el 58 y el 51 a. de C. tuvo lugar la conquista de las Galias por las legiones de Julio César. Al describir a los pueblos del país, el propio César no deja de observar la marcada diferencia de los aquitanos respecto al resto. No eran galos ni por la lengua, ni por las costumbres ni por sus rasgos físicos (los describe como más pequeños de estatura y de cabello oscuro). Aunque no habían dado muestras de querer sumarse a la coalición antirromana, César desató contra ellos una guerra preventiva. Parte del ejército romano al mando de Craso, lugarteniente de César, invadió en el 56 a. de C. las tierras de los aquitanos. Estos llamaron en su ayuda a los vascones, que se la prestaron sin vacilar. Pese a ello, las legiones de Craso ahogaron en sangre la resistencia. Sin embargo, un pequeño pueblo aquitano permaneció irreductible: los tarbelli, cuyo territorio se encontraba en torno a Aquae Tarbellicae (Dax). Contra este núcleo rebelde se dirigieron las expediciones punitivas de Agripa (39 a. de C.) y de Valerio Messala Corvino (28 a. de C.), ordenada esta última por Augusto, que, habiendo emprendido ya su campaña contra los cántabros, se veía en la necesidad de apaciguar sus retaguardias.
¿A qué vascones recurrieron los aquitanos frente a la invasión de Craso? El asunto no está demasiado claro. César creía que se trataba de los cántabros, pero otras fuentes señalan que eran los vascones que se habían aliado con Sertorio, de quienes los cronistas de la primera guerra civil no habían dado noticia. Puede que arroje alguna luz sobre el particular una dicotomía que solo más tarde obtendría carta de naturaleza entre los geógrafos e historiadores de la antigüedad: la oposición entre el ager vasconum y el saltus vasconum, es decir, entre el campo y el monte de los vascones, oposición que todavía hoy marca una diferencia pertinente en el interior de Vasconia entre dos ámbitos culturales, lingüísticos e incluso políticos claramente distinguibles. Por ager se entiende el conjunto de las tierras llanas cultivables de las riberas del Ebro y de los cursos inferiores de sus afluentes. Por saltus, las montañas y los valles del Pirineo. Lo cierto es que los vascones que los historiadores romanos mencionan como aliados de Pompeyo proceden del ager. Sobre los vascones del saltus, las mismas fuentes guardan un silencio total.
Es muy posible, por tanto, que estos vascones de las montañas apoyaran a Sertorio. Su contribución a la contienda no debió de ser, con todo, muy importante, pero probablemente la fundación de Pompaelo respondió a la necesidad de repeler sus incursiones en el ager bajo control de Pompeyo durante la fase final de la guerra sertoriana. Prudentemente, Pompeyo se habría limitado a mantenerlos alejados de las zonas agrícolas, de donde obtenía sus suministros, sin arriesgarse a penetrar en un saltus peligroso por desconocido y propicio, por tanto, a las emboscadas. Ahora bien, ¿por qué estos vascones del saltus optaron por el bando de Sertorio? ¿Qué se les había perdido en aquella guerra entre romanos?
La respuesta no es fácil. Quizá la hipótesis más plausible sea que percibieron la guerra civil como una guerra entre romanos (Pompeyo) e indígenas (Sertorio). En el bando de Sertorio combatían pueblos del área pirenaica que ellos conocían medianamente bien: celtíberos, jacetanos e ilergetes. Los ejércitos de Pompeyo venían del sur, de la Hispania Ulterior, y aparecían a sus ojos como los auténticos invasores. Que tuvieran el apoyo de los vascones de las llanuras no significaba gran cosa. Probablemente, detestaban más que a nadie a aquellos parientes semirromanizados, moradores de ciudades y sumisos al extranjero, con los que quizá ya ni se entendían porque hablaban lenguas distintas. ¿Qué lengua era la suya, por cierto? La fácil entente con los aquitanos sugiere que estos y los vascones del saltus hablaban variedades de la misma lengua, el antiguo aquitano, cuyos dominios debían de extenderse entonces hasta el Pirineo oriental.
De hecho, en el último episodio de las guerras civiles romanas en la península ibérica, la breve guerra de Pompeyo contra César (49-46 a. de C.), los vascones del saltus tomaron partido por este último (César se referirá a ellos como “los montañeses”). Seguramente, no habían olvidado la sangrienta represión de la resistencia aquitana, pero la reconstrucción de la coalición sertoriana en torno al conquistador de las Galias los llevó a su campo, en el que se encontraban también los celtíberos de Calagurris, deseosos de vengar la destrucción de su ciudad. Pompeyo se rodeó de sus aliados tradicionales, vascones del ager, berones y autrigones. Esta vez les tocó la peor parte.
Los vascones no participaron en la guerra cántabra (29-19 a. de C.). Las operaciones afectaron solo al territorio de los autrigones, en uno de cuyos oppida, Sasamón, instaló Augusto su cuartel general. Pero la guerra vino precedida de incursiones de rapiña llevadas a cabo por los cántabros en tierras de autrigones, turmogos y vacceos. Las expediciones punitivas romanas de los años 36 al 33 a. de C. contra los agresores implicaron también a ciertas zonas de Álava y Vizcaya. En el valle de Cuartango se han conservado los restos de un campamento provisional romano —un castrum aestivum— donde dos cohortes, con cerca de un millar de hombres, se enfrentaron al ataque de un contingente indígena armado, muy probablemente cántabro. En cualquier caso, como observaba el padre Risco, los pueblos al este de la antigua Cantabria habían sido pacificados y sometidos a la autoridad romana antes de iniciarse la definitiva campaña contra los rebeldes.
LOS PUEBLOS DE VASCONIA AL TÉRMINO DE LA CONQUISTA
El error de César al tomar por cántabros a las gentes de la Hispania Citerior que en el 56 a. de C. respondieron a la llamada de los aquitanos atacados por Craso tiene una fácil explicación. Por esas fechas, los cántabros, como testimonió Plinio el Viejo, ocupaban todavía toda la franja costera del Cantábrico occidental, mar que se llama así por alguna razón de peso, hasta los confines occidentales del Pirineo. Lo que no se equivoca, en efecto, es la toponimia. Y si se denomina Cantábrica a una cordillera, será por algo. Lo mismo sucede con la sierra de Cantabria, que domina La Rioja alta y que, todavía en tiempos de la conquista, marcaba el límite entre los cántabros y los berones.
Por otra parte, Cantabria es un topónimo de etimología perfectamente reconocible e interpretable: una palabra celta, que aparece en otras partes de Europa pobladas por gentes de lenguas célticas. Por ejemplo, en Inglaterra: la actual Canterbury era todavía una Cantabria britana, Cantabriga, cuando César emprendió la primera expedición militar a la isla, en el año 55 a. de C. El nombre geográfico asocia dos raíces léxicas: cant, que vale por elevación, alto monte, y que aparece en otros topónimos dentro y fuera de la región cántabra (Candamo, en Asturias; Canduela, en Palencia; Candina, en el oriente de Cantabria, etcétera), y briga, fortaleza o castro. Para César, que algo conocía de las lenguas de los celtas, cántabro y montañés eran sinónimos estrictos. Como en nuestros días. De ahí que no se pusiera a hacer distinciones sutiles entre montañeses cántabros y montañeses vascones. Para él todos eran cántabros.
A finales del siglo I, la disposición geográfica de los distintos pueblos que ocupaban los territorios de la Vasconia histórica se presentaba como una sucesión en dirección oeste-este (o a la inversa) de varias franjas transversales en dirección norte-sur (o sur-norte). Partiendo del extremo occidental se encontraban, en primer lugar, los autrigones, un pueblo céltico, como los berones (o de lengua celta, al menos), que había tomado partido por Pompeyo en las guerras de este contra Sertorio y César. Ocupaban las Encartaciones de Vizcaya, el occidente de Álava y gran parte del norte de Burgos. Por el este, limitaban con los caristios, de quienes los separaba el curso del Nervión. Por el oeste, con los coniscos, un pueblo cántabro, en el valle del río Sauga (probablemente el Asón). Por el sureste, confluían con los caristios y várdulos en Trifinium (Treviño). Sus ciudades más importantes eran la Colonia Flaviobriga, junto al Portus Amanus, Uxama-Barca (Las Ermitas, en Espejo, hoy territorio alavés) y Deobriga (Cabriana, también en Álava). La Colonia Flaviobriga era en realidad una ciudad romana, con una población de legionarios veteranos y marineros de la flota de Augusto que, en muchos casos, habrían formado familia con mujeres indígenas, cántabras o autrigonas. En la ciudad regían estrictamente las leyes romanas y constituía el principal enclave del poder político romano en la región, además de un foco de romanización cultural.
A continuación, los caristios o cañetes se extendían por el resto de Vizcaya y centro de Álava. Por el este, los separaba de los várdulos el río Deva, cuyo nombre es un indicio probable de la anterior ocupación cántabra de la zona. Existe, como es sabido, un río Deva que discurre entre Cantabria y Asturias. El hidrónimo es, como en muchos otros casos del área indoeuropea, un teónimo. Deva era el nombre que daban a la diosa madre cántabros y astures. Las ciudades mayores de los caristios eran Suestasium (Arcaya) y Veleya (Iruña de Oca), ambas en Álava. Los territorios de los várdulos comprendían la actual Guipúzcoa, salvo la comarca de Irún y Oyárzun, y el oriente de Álava. Al este limitaban con los vascones. Sus mayores poblaciones, pequeñas en comparación con las de sus vecinos, se encontraban en territorio alavés: Tullonio (Alegría) y Alba (San Román de San Millán).
Los vascones no se habían beneficiado directamente del resultado de las guerras cántabras, pero, cuando estas comenzaron, llevaban ya más de un siglo expandiéndose a costa de sus vecinos del este y del sur, jacetanos, suessetanos, celtíberos y berones. Ocupaban toda la actual Navarra. Hacia el oeste, alcanzaban el mar por el corredor de Irún-Oyárzun, en la cuenca del Bidasoa. Por el este, penetraban en Aragón, donde dominaban las comarcas de Alagón y las Cinco Villas y la Canal de Berdún hasta Jaca, ésta incluida. En el sur, se habían apoderado prácticamente de toda La Rioja baja, antes celtíbera y berona. Su territorio presentaba una densa red de ciudades de desigual importancia, entre las que destacaban Oiasso (Irún), Araceli (Huarte-Araquil), Pompaelo (Pamplona), Andelos (Andión), Cara (¿Carcastillo?), Iturissa (Espinal), Calagurris (Calahorra) y Graccurris (Alfaro).
La romanización debió de influir en mayor o menor grado en la organización interna de estos pueblos, acendradamente gentilicia. Los habitantes de las ciudades se habrían asimilado a la cultura romana, como es lógico, antes que los de los campos, y los del ager antes que los del saltus (véase infra). En 197 a. de C., al poco de concluir la segunda guerra púnica, se estableció la división administrativa del territorio peninsular entre la Hispania Citerior y la Ulterior, con el Ebro como frontera. Los pueblos de Vasconia, como ya se ha dicho, quedaron encajados en la primera, y posteriormente en la provincia tarraconense, cuya capital fijó Augusto en Tarraco (Tarragona).
En el año 74, Vespasiano concedió a Hispania el Ius Latii o derecho del Lacio, lo que significa que toda la Península quedó sometida al derecho romano. Quizá los efectos de tal decisión no fueran inmediatos y subsistieran durante algún tiempo los usos jurídicos de los pueblos indígenas, pero es indudable que, a medio o corto plazo, estos fueron desapareciendo, dejando quizá algunas reliquias pintorescas pero poco importantes. Roma no transigía con los privilegios porque la eficacia de su sistema de dominación imperial dependía en gran medida de la unidad jurídica. En 212, bajo Caracalla, la Constitutio Antoniana otorgó a todos los hombres libres del imperio la ciudadanía romana, lo que, como es obvio, erosionaría aún más las antiguas lealtades gentilicias de los pueblos hispanos y eliminaría de raíz, sobra decirlo, el recurso a la devotio ibérica, aunque para entonces esta debía de ser poco más que un recuerdo.
‘AGER / SALTUS’. TÓPICO Y REALIDAD HISTÓRICA
Desde hace algún tiempo, se tiende a poner en cuestión la relevancia de la oposición entre ager y saltus en lo que concierne a la romanización de las distintas comarcas de Vasconia. En general, se ha pasado de atribuirle unos efectos decisivos y comprobables a posiciones hipercríticas que la reducen a un mero tópico literario sin fundamento en la realidad. Con el tiempo, el tópico habría derivado en un prejuicio vulgar que favorece el mito de la nula o escasa romanización de los vascos, tan caro al nacionalismo.
Ahora bien, si los prejuicios y los estereotipos suelen ser exagerados e injustos, ello no implica que sean necesariamente falsos por entero. La realidad es que los vascones del saltus, si ya estaban romanizados en tiempos de Ausonio, no lo estaban en la misma medida que los del ager. Para empezar, casi todas las ciudades estaban en el ager, no en el saltus: en Álava, La Rioja, la Navarra meridional y la cuenca de Pamplona. Algunos argumentan que Pompaelo y Araceli pertenecían al saltus, pero no es así. Lo que pasa es que se mantiene una concepción muy restrictiva del ager, que no era solamente la vega del Ebro y se prolongaba, por el contrario, en las llanuras cultivables del norte. Araceli y Pompaelo eran ciudades del limes septentrional del ager, y su fundación, por lo menos la de la segunda de ellas, había respondido, como ya se ha dicho, al designio de frenar las incursiones de los vascones sertorianos de las montañas. Las únicas excepciones serían las ciudades portuarias de Oiasso y Colonia Flaviobriga, en la costa del saltus, pero estas eran ciudades enteramente romanas, erigidas para el control naval del golfo de Vizcaya y para el comercio marítimo con Roma (y, en concreto Oiasso, para el transporte en barcos hacia Aquitania del mineral de hierro procedente de las explotaciones de Oyárzun). Algo parecido puede decirse del pequeño enclave de la ría de Guernica, Forua, en cuyo mismo nombre se detecta, no ya una latinización del vernáculo indígena, sino una vasquización de la forma latina original, forum. Al otro lado de la ría se encuentra Cortézubi, junto a las cuevas de Santimamiñe (véase supra). También aquí encontramos un fenómeno similar, aunque la forma eusquérica encubre más aparatosamente el original latino, Cohortis Pons (Puente de la Cohorte). Es notable el hecho de que el Nervión y su ría carecieran de importancia desde el punto de vista de los romanos.
En cualquier caso, la prueba irrefutable de la pertinencia de la oposición está en la lengua vasca, que fue, según todos los indicios, la lengua del saltus, no del ager, aunque en épocas posteriores pudiera extenderse a este. En los detractores de la dualidad opera inconscientemente la idea de que el eusquera es prueba de una ausencia total de romanización. Todo lo contrario. Es un claro testimonio de “otra” romanización, de una romanización distinta, no incompleta, sino híbrida. Porque el eusquera no es el antiguo aquitano, sino una lengua mixta de aquitano y latín. La prueba viva, en fin, de que la romanización tuvo a veces, y según en qué zonas, un carácter transaccional.
Pero la discusión es ociosa. Los acontecimientos demostrarían, en la crisis final del imperio de occidente, que la sumisión de los habitantes del saltus a la autoridad romana había sido siempre —desde los tiempos de Sertorio, al menos— mucho más laxa e insegura que la de los del ager. Nos encontramos aquí con un fenómeno adscribible a la larga duración. Como observó Julio Caro Baroja, no fueron raros en la antigüedad los casos de pueblos que, reconociendo un solo origen y el mismo antepasado epónimo, estuvieron divididos internamente por el hábitat, las costumbres e incluso por la lengua. En cuanto a los textos de los autores romanos, es claro que los arriba mencionados manejan estereotipos cultos y vulgares, pero no hay rastro de retórica, por ejemplo, en las escuetas menciones del saltus y del ager vasconum en Plinio el Viejo y en Tito Livio, respectivamente.
VASCONIA ROMANA
Tras la campaña de Augusto contra los cántabros y las últimas expediciones de Corvino contra los reductos finales de la rebelión aquitana (15 al 10 a. de C.), todos los territorios de la Vasconia histórica quedaron integrados en el imperio. No hubo nuevas insurrecciones en los de los autrigones, várdulos y caristios. Ni en el ager ni en el saltus de los vascones ni en la Aquitania pirenaica (en estos dos últimos ámbitos se manifestaría, no obstante, cierto desorden e inquietud en la fase final del imperio). El control militar del territorio por las legiones fue eficaz, pero no obsesivo. Desde que los pueblos de la región, sin excepciones, aceptaron con más o menos alivio o resignación la Pax Augusta, el ejército dejó de moverse en territorio inseguro. Lo característico de la Vasconia de los siglos I al V de nuestra era fueron las ciudades, no los castros (al contrario de lo que sucedió en las riberas del Rin y del Danubio).
Vasconia se romanizó totalmente, aunque no hay que entender por ello que la romanización fuera de igual grado en todos los lugares y en todos los aspectos de la vida. La intransigencia romana con las tradiciones jurídicas indígenas no se trasladó, por ejemplo, a las tradiciones religiosas. En ese aspecto, Roma fue tan tolerante con el sincretismo en Vasconia (y en Hispania, en general) como en cualquier otra parte del imperio, salvo en Palestina, donde el monoteísmo judío alimentaba un mesianismo levantisco. A Roma, en cambio, no le molestaban los politeísmos: había sido politeísta y sincrética desde sus orígenes.
La romanofobia vasca es, como ya se ha dicho, un fenómeno relativamente moderno y probablemente único en la Romania occidental. Incluso entre los pueblos eslavos ortodoxos de la Europa oriental la romanofobia es relativa. Detestan a la primera Roma, la itálica, pero no a la segunda (Constantinopla), de la que se consideran herederos. No deja de resultar curioso el empecinamiento en negar la romanización de una zona que conserva muchos menos vestigios de culturas prerromanas que el resto de España. La raíz de la romanofobia de los vascos se halla, por supuesto, en el vascocantabrismo del siglo XVI, pero si ha sobrevivido a este no ha sido exclusivamente por el nacionalismo vasco, sino, sobre todo, por las obsesiones del nacionalismo español contemporáneo, que ha necesitado ver en Vasconia una reliquia virgen de la España primitiva, puramente ibérica, racial y culturalmente incontaminada. Así, Claudio Sánchez Albornoz definía Vasconia como “la España sin romanizar”, y el diplomático y poeta Ramón de Basterra (vizcaíno por más señas) hablaría del “Pirineo musageta” y de la “tenebrosa lengua escita” de sus paisanos. En su poema “El vizcaíno en el foro romano” declara su inferioridad congénita por el hecho de proceder de una casta nunca iluminada por el sol de Roma, aunque, como deudor del nacionalismo integral de Action Française —romanófilo hasta el extremo—, fundaría en Bilbao la Escuela Romana del Pirineo, a imitación de la École Romaine de París auspiciada por Maurras, con la intención de disipar con la luz importada del Lacio las milenarias brumas vasconas. En esto, su maestro Unamuno fue más sensato. Rechazaba la idea de la raza o las razas latinas que habían puesto en circulación los franceses tras su derrota en la guerra franco-prusiana, pero afirmaba sin vacilaciones que los vascos habían sido civilizados por Roma, y llegó a definirlos como “esta raza que descendió del Irnio a los comicios”, en irónica alusión a las fantasías vascocántabras.
El mito del aislamiento de Vasconia no se sostiene. La orografía de la región no es infranqueable: no alcanza alturas superiores a los dos mil metros, salvo en la parte más oriental, y los valles fluviales —de dirección sur-norte en la depresión occidental— facilitan la circulación de hombres y caballerías, aunque los del saltus navarro, cuyos ríos bajan torrencialmente en dirección opuesta durante el deshielo, sean menos accesibles. En contraste, los pasos y puertos de montaña resultan suaves en comparación con los del Pirineo central y oriental, y el Bidasoa presenta vados hasta en su curso inferior, lo que ha favorecido la práctica del contrabando, en los dos últimos siglos, desde las poblaciones fronterizas. Como ya observó Caro Baroja, la muga pirenaica de Navarra nunca, ni en la antigüedad ni después, ha sido un obstáculo insalvable. La utilizó Asdrúbal y también Pompeyo, que fundó ciudades a ambos lados.
Entre el final de la guerra cántabra y la crisis de mediados del siglo III, cuando se producen las primeras invasiones bárbaras, la región vivió en un clima de relativa prosperidad y calma, aunque nunca fue un destino apetecido por funcionarios ambiciosos ni por jefes militares ávidos de gloria. Los pueblos indígenas, convenientemente romanizados, contaban con colonias establecidas en otras ciudades de Hispania y las Galias y aun en la misma Roma (tal es el caso de aquitanos, vascones y caristios). No desdeñaban alistarse en el ejército imperial, donde algunas de sus disposiciones naturales eran bastante apreciadas. Así, su habilidad como augures, según atestiguó Elio Lampridio.
LA CRISTIANIZACIÓN
El vascocantabrismo, según vimos, comportaba un mito secundario: el monoteísmo primitivo de los vascos. Este tenía un doble aspecto: como los hebreos, los vascones prerromanos habrían adorado a un dios único, sin imágenes que lo representaran. Rechazaron el politeísmo de los invasores romanos, como antes habían rechazado el de los cartagineses. Tal circunstancia los asimilaba a los judíos, que habían mantenido su fidelidad al dios de Abraham durante la esclavitud en Egipto y que, posteriormente, vivieron rodeados de pueblos idólatras a cuyas prácticas abominables se resistieron. Entre estos indeseables vecinos se contaban los fenicios, adoradores de baales a quienes sacrificaban niños. Pues bien, los vascones habrían pasado por experiencias similares, aunque en orden inverso. Primero preservaron su fe ancestral frente a los cartagineses, es decir, frente a los fenicios del Mediterráneo occidental, y luego se enfrentaron con Augusto, el nuevo faraón, que debió resignarse a dejarlos marchar, o sea, a permitir que construyeran ante sus narices un Israel vascón independiente.
Pero esto no era suficiente para los hidalgüelos vascos del siglo XVI, que además querían evitar a todo trance que los confundieran con los judíos de su tiempo. De ahí que reforzaran el monoteísmo primitivo con un mito añadido, el del “cristianismo precristiano” de los vascos: a los guerreros crucificados en el Ernio se les habría revelado, en medio del suplicio, la inminente venida del redentor, que, en homenaje implícito a los heroicos vascones, iba él mismo a dejarse crucificar por los romanos. Este mito se consolidó a su vez con motivos adicionales. En 1587, el licenciado Andrés de Poza, en su tratado sobre la antigua lengua de las Españas, demostró, mediante un método cabalístico, que el nombre vasco de dios estaba formado por tres elementos que remitían al misterio de la santísima trinidad. Y, en fin, en el siglo XVII se difundió la especie de que los vascos habían adorado la cruz mucho antes del nacimiento de Cristo, aunque bajo la forma un tanto barroca de la esvástica lobulada, el lauburu (cuatro cabezas). Se improvisó una leyenda según la cual Constantino, la víspera de la batalla de Puente Milvio, habría reconocido en el lauburu del estandarte de una cohorte vascona el mismo signo que se le había aparecido minutos antes en el cielo, rodeado por las palabras hoc signo vincis (con este signo vencerás). Ordenó entonces confeccionar apresuradamente estandartes como aquel para todas sus cohortes. Desde entonces, estandarte se dijo en latín labarum (lábaro), corrupción de la palabra eusquérica lauburu debida a la torpeza acústica de los romanos, incapaces de captar la sutil belleza y propiedad de la lengua vasca. Sin embargo, en el siglo XVIII, el jesuita guipuzcoano Manuel de Larramendi sostuvo que la propia palabra estandarte era vasca, fusión del lema eztanda arte (hasta reventar) que los legionarios vascones hacían bordar bajo sus lauburus.
La decadencia del vascocantabrismo trajo aparejada la del monoteísmo primitivo. A mediados del siglo XIX, la idea dominante entre los mismos vascos era precisamente la contraria, a saber, que la cristianización de Vasconia había sido muy tardía y superficial. Esta idea se plasmó en una famosa novela de Francisco Navarro Villoslada, Amaya o los vascos en el siglo VIII, de 1879. En ella se presenta a los vascones de la época de la invasión árabe de España internamente divididos (y enfrentados) entre paganos y cristianos. Como era de temer, esta división corresponde estrictamente a la de saltus y ager. Con todo, Navarro Villoslada, que era católico y tradicionalista, intentó poner a salvo lo que se pudiera del mito del monoteísmo primitivo, y para ello recurrió a un expediente fantasioso. Paganos y cristianos se disputan el tesoro oculto del patriarca Aitor, supuesto padre fundador del pueblo vascón (en realidad, una invención romántica de pocas décadas atrás). Cuando al fin aparece el dichoso tesoro, comprueban que consiste en una profecía, escrita en alfabeto ibérico sobre vitela, en la que se anuncia el nacimiento de Cristo y la futura conversión de todos los vascones a la verdadera fe, lo que termina produciéndose, aunque con algunos siglos de retraso respecto al horario previsto.
Amaya influyó profundamente en la generación vasca de finales del XIX, para la que representó algo parecido al Kalevala de Lönnrot para los fineses o al Mirèio de Mistral para los provenzales. En 1922, Pío Baroja publicó una réplica corrosiva a Amaya, una novela lúdicamente experimental, sin grandes pretensiones de rigor histórico. La acción de La leyenda de Jaun de Alzate se sitúa, más o menos, en la misma época que la de Amaya y trata de la llegada de los misioneros cristianos a una aldea pagana de la regata del Bidasoa. El Jaun o patrón feudal de Alzate permanece fiel a la vieja religión naturalista de los vascos, mientras los demás habitantes de su aldea se van convirtiendo al cristianismo, aterrados ante las amenazas de los intolerantes misioneros.
Pero la cristianización de los vascones no fue como la pintaron Navarro Villoslada y Baroja. Aunque posterior a la de las regiones mediterráneas del imperio, se produjo en fechas muy anteriores al siglo VIII. No es aventurado suponer que la del saltus fuera más azarosa y lenta que la del ager, porque así sucedió prácticamente en todas partes. Los campesinos fueron evangelizados después de que el cristianismo se hubiera impuesto en las ciudades, y los montañeses, después de los campesinos. La palabra latina opuesta a christianus, paganus, significa literalmente “aldeano” (de pagus, aldea), aunque se aplicara retrospectivamente a todos los no cristianos, desde el emperador al último patán de Tracia.
El folclore vasco, pródigo en narraciones y anécdotas sobre la cristianización del país, no ayuda mucho a entender lo que aquella supuso. Todas tienen un origen, como mucho, medieval, y un tufo a clericalismo edificante. Uno tiende a suponer que nacieron en los púlpitos. El héroe de estas narraciones suele ser san Martín, que incorpora rasgos de personajes literarios y mitológicos de la antigüedad clásica, como Ulises y Prometeo. Entre los campesinos vascos, la figura folclórica de san Martín fue inmensamente popular, hasta el punto de que el nombre superó en frecuencia a todos los demás en la onomástica rural hasta tiempos muy recientes. Todavía en el siglo XIX, en las ciudades de Vizcaya y Guipúzcoa, se llamaba machines (es decir, martines) a los aldeanos, y machinadas a las revueltas y algaradas que protagonizaban.
¿Qué religión profesaban los pueblos de Vasconia antes de la llegada de los romanos? Se sabe muy poco de este particular. Resulta imposible reconstruir un sistema religioso coherente a partir del sincretismo de la época romana, y el folclore no sirve de ninguna ayuda. Los personajes “mitológicos” del folclore eusquérico proceden claramente del cristianismo y del paganismo clásico: la Leheren Sugea, dragón o serpiente primeval, es una traducción del Serpens Antiquus del Apocalipsis; las lamiak o lamiñak están tomadas directamente de la Lamia romana y el Tártalo o cíclope, del Polifemo de La Odisea, bajo un nombre que deriva del Tartarus, uno de los infiernos clásicos. Mayor complejidad presenta Mari, la Dama de Amboto, en la que se presentan al menos dos estratos: una variante del mito medieval de Melusina —que es, a su vez, deudor de un avatar de la Diana de los romanos, la Mater Lucina, que ayudaba a las mujeres en el parto— y una adaptación local de la folclorización de la figura de María de Padilla, la amante del rey Pedro I. Nada que tenga que ver con una supuesta religión prerromana. Lo más probable es que los pueblos prerromanos de Vasconia tuvieran, no una, sino varias religiones distintas, tan bárbaras unas como otras.
En cualquier caso, a partir de la elevación del cristianismo niceno a religión oficial del imperio por Teodosio (380), la evangelización iba a acelerarse hasta en las comarcas más recónditas del imperio. Es posible que en alguna de ellas, como el saltus, tuviera, análogamente a la romanización lingüística, un carácter más transaccional que en otras partes. Pero se cumplió, y no siempre de manera pacífica. Como practicantes de la religión del poder romano, los cristianos se sentían autorizados a acorralar a los paganos refractarios, expulsándolos de las ciudades y arrinconándolos cada vez más en el campo, obligándolos a buscar refugio en aldeas remotas. Las invasiones bárbaras, en el siglo V, crearon tal situación de angustia e inseguridad en las ciudades cristianas, que no fueron pocos los casos de huida individual a los despoblados, donde se constituyeron comunidades de eremitas que moraban en cuevas, una modalidad de cristianismo que cundió en las tierras al oeste del ager. A esta forma de cristianismo de la inseguridad, habitual en comarcas de autrigones, se adhirió en su juventud Prudencio de Armentia, o sea, san Prudencio de Álava, obispo de Tarazona ya en época visigótica. Pero eso pertenece a otro capítulo de la historia.