«Después de un presuroso callejeo nos adentramos en un desahogado salón en obras. A la parca luz de algunas bombillas enroscadas a las columnas, confundidos en una atmósfera de yeso fresco y madera recién serrada, cuatro individuos trajinaban tablones y martillos. Uno de ellos, encorvado hacia un caldero de cemento, canturreaba una doliente melodía árabe.
»Cerré los puños, comido por la emoción. ¿Cuál de aquellos afanosos obreros era el depositario de lo que tanto ansiaba?
»Tras identificar a nuestro hombre, mi acompañante sorteó a los operarios más próximos, saludándoles con sendas y amistosas palmadas en las espaldas. Le vi llegar hasta el que removía la masa e, inclinándose, le susurró algo al oído. Ambos se incorporaron, observándome desde la penumbra. La irregular iluminación le preservó de mi desatada curiosidad. Pero me quedé quieto, tal y como había sugerido el improvisado guía.
»Digo yo que el tronar de mi corazón tuvo que ser escuchado en un amplio radio. Pero nadie alteró su faena.
»Concluido el breve diálogo, el que hacía de albañil arrojó la paleta en el mortero y, restregando las manos en los flancos del pantalón, avanzó hacia mí.
»No pude remediarlo. Me eché a temblar. ¿Había llegado el gran momento? ¿Qué podía decirle? ¿Cómo atacar tan peregrina historia?».