18 DE ABRIL, MARTES
De madrugada, el viento cesó. El frente nuboso se alejó hacia el sur y, como suele ocurrir en estos casos, la mejoría fue espectacular.
05 horas y 40 minutos.
El sol despuntó veloz —casi impaciente—, caldeando la línea uniforme de las alturas que emergen al pie de la costa oriental del lago. Y una luz rasante y tornasolada lo bañó todo, descubriéndonos un espectáculo difícil de intuir. Atónitos, permanecimos como hipnotizados. Flavio Josefo se había quedado corto en su descripción de la pujante Galilea. En cualquier dirección, lomas, valles y planicies aparecían cubiertos de un manto vegetal sin principio ni fin, donde los bosques de encinas y terebintos, frondosos y ramificados, se contaban por decenas. Interminables campos de trigo y de cebada se perdían hasta el horizonte, dorando y verdeando faldas y llanuras. Y allí mismo, en la suave colina que nos servía de asentamiento, una hierba alta y húmeda alfombraba los declives, en dura competencia con regueros de rojas anémonas, lirios, margaritas de pétalos blancos y amarillos y cardos de un metro de alzada, cargados de unas flores violetas que se derramaban desde la cima del promontorio a las rocas basálticas —ahora amarillentas— de la ladera este. La occidental, más pedregosa, se hallaba igualmente estampada de gladiolos y karkom de un amarillo luminoso. Hacia el norte, hasta la cumbre, la vegetación era similar, con apretados corros de monte bajo, entre los que sobresalían arrayanes, ortigas y acantos. ¡Dios mío!, ¿cómo describir semejante vergel?
«Santa Claus» procesó las últimas lecturas de los sensores exteriores, ofreciéndonos un «emagrama de Stüve» francamente optimista: los niveles de condensación habían descendido, la visibilidad era ilimitada, la calma —entre 1000 y 900 mb— casi total y la presión en continuo ascenso. La jornada parecía perfecta y, eufóricos, pusimos manos a la obra. El primer y obligado movimiento consistía en un meticuloso rastreo de los alrededores. El cinturón infrarrojo seguía inalterable. Y provisto de mi inseparable «vara de Moisés» me deslicé hacia la laja de piedra.
Durante varios minutos, presa de los colores y de la fragancia que exhalaba la tierra mojada, no supe qué rumbo tomar. Llené los pulmones con aquel aire fresco y perfumado y, dejando que sandalias, piernas y túnica se impregnaran de rocío, me dirigí hacia el norte: a lo más alto de la colina. Una vez allí, a unos 400 metros del «punto de contacto», me esforcé en localizar y retener en la memoria los caminos más próximos al promontorio. Al sur, casi en paralelo con el litoral, discurría una ancha vereda que, sin duda, unía la población de la izquierda (el supuesto Cafarnaum) con los núcleos situados en la costa occidental del mar de Tiberíades. A lo lejos, entre masas boscosas, esta senda se perdía en dirección este, posiblemente al encuentro de la ribera oriental del lago. Del mencionado y teórico Cafarnaum arrancaba otro camino, más angosto que el anterior, que, sorteando trigales y altos enebros, corría en zigzag hacia la falda este de «nuestra» colina. A cosa de kilómetro y medio del pueblo, el referido sendero se dividía en dos. El ramal situado a mi izquierda continuaba por la base de la loma y, doblándose en un par de cerradas curvas, terminaba por ascender hasta la cumbre donde me encontraba. Examiné los alrededores pero no hallé nada que justificara la presencia de dicha senda en la cima de la colina. Por fortuna, el promontorio era una zona inculta, con abundantes nódulos basálticos —de hasta tres y cuatro metros de diámetro—, esparcidos por la cumbre y laderas oriental y occidental. Quizá esta circunstancia hacía poco rentable el cultivo de aquella tierra. Pero lo que más me intrigó fue el segundo ramal. Trepaba por la misma cara este del promontorio, muriendo en la formación rocosa que se levantaba a un centenar de pasos de la «cuna». Justamente, como ya mencioné, en el lugar de las galerías subterráneas. Aquél, dada su proximidad a la nave, se presentaba como el punto más «conflictivo». Había que esclarecer su naturaleza y el porqué de tan enigmático ramal.
El sol se despegó de las colinas y las sosegadas aguas del lago palpitaron, jaspeadas de plata, verde jade y azul zafiro, con manchas ocres y herrumbrosas al pie de los acantilados, consecuencia de la reciente tormenta. En la lejanía, chillonas bandadas de aves saltaban desde los cerros, precipitándose como nubes blancas sobre el pequeño mar. La vida recobraba su ritmo. A buena marcha, bogando con soltura, aprovechando aquel radiante amanecer, decenas de pequeñas y oscuras embarcaciones irrumpieron de pronto en el lago, procedentes del este y del oeste, a la búsqueda de los bancos de peces que, con precisión matemática, iban marcando los pájaros en sus «picados». Y la cinta blanca de las poblaciones, rodeando el Kennereth, apareció en todo su esplendor. Aquel lugar, evidentemente, se hallaba mucho más poblado de lo que habíamos supuesto.
Al norte, las nieves perpetuas del Hermón espejeaban desafiantes. Con el tiempo, aquellos rudos y sabios pescadores del mar de Tiberíades me enseñarían a vigilar al coloso, infalible anunciador de vientos y tempestades.
Definitivamente, nuestro asentamiento parecía seguro. Excepción hecha del núcleo situado al este, el resto de las poblaciones se hallaba tan alejado que no debía inquietarnos. La segunda aldea más cercana —a cuatro o cinco kilómetros hacia el norte— despuntaba sobre un cerro, diminuta y encalada e igualmente acorralada por bosques y campos de cultivo. Quizá fuera la no menos célebre Corozaïn o Korazim, maldita por Jesús, según los pocos fiables evangelistas…
Transmití al módulo las tranquilizadoras nuevas, anunciando a Eliseo mi intención de descender hasta las rocas de la ladera oriental. La bifurcación del camino, con el ramal que se extinguía en el «baluarte» de basalto, constituía un enigma.
La extensa mancha violeta que cubría aquella parte del promontorio, uniendo la plataforma rocosa sobre la que descansaba la «cuna» con la mencionada formación basáltica, me sirvió de guía y referencia. Quizá deba anotarlo ahora. Esta bellísima alfombra de flores violáceas, distinguible en la distancia, resultó de gran utilidad para quien esto escribe, sirviéndole de orientación en las futuras y sucesivas incursiones fuera del módulo. Pero sigamos. A un centenar de pasos de la «cuna», en efecto, la falda oriental aparecía sembrada de unas enormes y esféricas moles de basalto negro que, indefectiblemente, se habían desprendido de la cumbre, rodando quién sabe cuándo hasta su actual asentamiento. Intrigado, trepé a lo más alto. Y al coronar el murallón empecé a comprender. El senderillo de tierra rojiza desembocaba en una mediana explanada circular, resguardada por aquella especie de circo rocoso. Bajo las piedras orientadas al norte, alguien había vaciado el terreno, labrando una tosca fachada de casi cuatro metros de altura a la que se accedía por unos escalones de naturaleza igualmente calcárea. Me apresuré a descender y, aproximándome a los peldaños, descubrí una pesada piedra circular que, evidentemente, sellaba la entrada a algún tipo de cámara o cueva. Esto explicaba en parte los misteriosos perfiles subterráneos detectados desde el aire. La muela, de casi un metro de diámetro, permanecía encajada en un canalillo de 30 centímetros, ligeramente inclinado hacia el oeste. Una cuña de madera bajo la piedra actuaba como freno. Hubiera sido suficiente un pequeño esfuerzo para retirarla y liberar la roca, que habría rodado sin trabas hasta el extremo de la fachada. Evité la tentación. El retorno de dicha piedra a su lugar habría exigido la colaboración de, al menos, tres o cuatro hombres. De momento no podía arriesgarme a dejar al descubierto el acceso a las intrigantes galerías. Tanto si estábamos ante una tumba, como si se trataba de cualquiera otra construcción, lo razonable era no llamar la atención de los posibles usuarios o propietarios. La población se hallaba relativamente cercana y toda precaución era poca.
Mientras regresaba a la nave medité sobre el particular. Si en verdad nos encontrábamos al lado de un cementerio o de una cripta familiar o colectiva, nuestra ubicación en la colina podía considerarse óptima. Salvo en los sepelios propiamente dichos, los judíos no eran muy propensos a frecuentar tales lugares; ni siquiera sus alrededores. En este caso, las estrictas normas religiosas sobre impureza por contaminación de cadáveres constituían un excelente y providencial aliado. Pero ¿y si no se trataba de una tumba? La única forma de salir de dudas era desplazar la roca circular, penetrando en el interior. Para semejante aventura, sin embargo, precisaba de la ayuda de mi hermano.
A las 07 horas, concluida aquella primera gira de inspección, retorné al «punto de contacto», dando cuenta a mi compañero de cuanto había observado. Al referir el descubrimiento del posible cementerio se mostró tan inquieto como yo. Y, de mutuo acuerdo, decidimos explorar el circo basáltico en cuanto fuera posible.
Una hora después, ultimados los preparativos para el siguiente e inaplazable objetivo, la «cuna» se elevó hasta el nivel de estacionario (800 pies), iniciando así la operación de barrido televisual del lago y de las tierras próximas al litoral, hasta una distancia de cinco kilómetros. Estas imágenes, junto al perfil topográfico levantado por los altímetros «gravitatorios», eran vitales para el sistema de guía del «ojo de Curtiss». Partiendo del lugar de asentamiento del módulo, los especialistas de Caballo de Troya habían «parcelado» las costas del mar de Tiberíades en un total de 13 secciones, de cuatro kilómetros de longitud por otros cinco de profundidad, respectivamente. Cada una de ellas fue identificada con la palabra clave «Galilea» y el número correspondiente. Aunque las fuentes evangélicas no eran muy precisas, todos los indicios apuntaban a las áreas «Galilea-1» y «Galilea-2», en la zona norte del lago, como los posibles escenarios de las apariciones de Jesús de Nazaret en la mencionada región.
Y el módulo, siguiendo el programa director, se dirigió hacia el nordeste. En los campos y veredas se apreciaba ya una cierta actividad. Campesinos, bueyes, carretas y pequeños rebaños de cabras entraban o salían del núcleo urbano que, a priori, asociamos con Cafarnaum. Esta población —quizá debería calificarla de ciudad— corría paralela a la línea de la costa, con una extensión aproximada de 1800 pies (600 metros), por otros 900 de anchura (alrededor de 300 metros). Formaba una media luna, materialmente encajonada entre el mar y una serie de suaves cerros, que descendía en cascada desde el norte. Un pequeño río —que identificamos en nuestras cartas como el Korazim— desembocaba en el extremo oriental de la población. La ancha senda que bordeaba el lago y que yo había localizado desde lo alto de la colina no era la misma que continuaba hacia el este. A las afueras de la localidad torcía hacia el norte y, casi paralela al Korazim, se perdía entre lomas y bosques, pasando muy cerca de la blanca y empinada aldea que habíamos identificado con ese mismo nombre: Korazim o Corazaïn. Días más tarde averiguaría que se trataba de una importante arteria romana —la vía Maris— que, pasando por Magdala, rodeaba las costas occidental y norte del mar de Tiberíades, dirigiéndose al Mediterráneo, hacia Tiro.
A pesar de lo vertiginoso de nuestro vuelo, uno de los aspectos que nos llamó la atención del siempre supuesto Cafarnaum fue su puerto. Como tendríamos oportunidad de comprobar a lo largo de aquel «circuito», el Kennereth carecía entonces de ensenadas que hicieran el papel de puertos naturales. Esta seria deficiencia había sido salvada mediante la construcción de terraplenes —generalmente formados por bloques de basalto— que hacían las veces de rompeolas. En el caso de Cafarnaum, este dique (cuyo corte vertical se asemejaba a un trapecio) alcanzaba una longitud respetable: 2100 pies (700 metros). Se hallaba adosado a la línea de la costa y de él nacía una decena de atraques —perfectamente perpendiculares a dicho terraplén—, rectangulares y en forma de punta de flecha, con dimensiones que oscilaban entre 10 y 15 metros. A sus costados se alineaba un centenar de pequeñas y medianas embarcaciones. Quedamos maravillados…
Creo que debo insistir en ello. Desde el aire, la frondosidad de aquella parte de la Galilea se presentó en toda su magnitud. Lo que hoy, en pleno siglo XX, puede contemplar el nativo o el visitante que se asoma al lago, es una triste y empobrecida reliquia. Los bosques de cipreses, encinas velani, «de agallas», algarrobos, alfóncigos, acebuches, palmeras y plátanos orientales, entre otras especies, se disputaban las orillas de los ríos, las barrancas, las lenguas de tierra y las laderas de los promontorios. Y entre semejante espesura, todo un laberinto de parcelas y campos de cultivo, sólo comparables, en cierto modo, al espléndido oasis de Jericó. Aquél iba a ser nuestro «teatro de operaciones». Y, sinceramente, me sentí reconfortado.
La segunda «parcela» —«Galilea-2»— comprendía la desembocadura del Jordán y una amplia vega de casi 12 kilómetros cuadrados, surcada por cuatro ríos principales y una compleja trama de afluentes y torrenteras. Las recientes lluvias habían multiplicado el caudal que penetraba marrón y violento en el ángulo nororiental del lago. Estos ríos (conocidos hoy como Najal Mesusim, Najal Yehudiyeh, Najal Daliot y Najal Shemafnún) descendían desde los riscos basálticos situados al este (en la actualidad denominados alturas de Golán), a una altitud de 800 a 1000 metros, recorriendo distancias que oscilaban entre 20 y 30 kilómetros. Esta inclinación proporcionaba a sus aguas una estimable fuerza, arrastrando toneladas de piedras y tierra que terminaban por detenerse en la vega, transformando el lugar en un bellísimo mosaico de lagunas de todos los tamaños, muchas de ellas comunicadas entre sí. Los materiales menos densos —guijarros, arcilla y granos de basalto— eran conducidos hasta el lago, configurando en la desembocadura un amplio delta que —según las fotografías infrarrojas[34]— se prolongaba bajo las aguas. En el examen posterior de las filmaciones comprobamos que aquel fértil y paradisíaco rincón del mar de Tiberíades se hallaba cruzado por quince arroyos que se fundían a corta distancia de la costa, formando dos estanques cuya anchura superaba incluso la del Jordán. (La más grande de estas lagunas recibía en su seno el caudal de siete arroyos: cinco procedentes del Najal Mesusim y dos del Yehudiyeh. Al comparar estos datos con los suministrados a los especialistas de Caballo de Troya por el Kennereth Limnological Laboratory y por el investigador israelí Mendel Nun, una de las máximas autoridades en el estudio del mar de Tiberíades, llegamos a la conclusión de que aquella área norte no había cambiado, en lo sustancial, durante los dos últimos milenios. No sucedería lo mismo con otras zonas del Kennereth). En cuanto al segundo estanque, fue identificado como el actual Nahar Al-Magarsa, conocido por el nombre de Masudiya. Bajo la espesa vegetación que semiocultaba estas lagunas —algunas de hasta tres metros de profundidad—, las tomas IR detectaron una variada colonia de aves acuáticas, así como zonas pantanosas en las que proliferaban reptiles, tortugas y nutrias. Todo un paraíso en el que, por elemental prudencia, no deberíamos entrar. A kilómetro y medio de la margen izquierda del Jordán, al oeste de las desembocaduras de dos ríos menores (quizá el Zaji y el Masudiya) y en mitad de la exuberante vega, descubrimos otro núcleo humano, de apenas 300 metros de longitud, con pequeñas casas cúbicas, tan negras como las del supuesto Cafarnaum. Sinceramente, no supimos qué pensar. ¿Se trataba de Bet Saida? La «casa de los pescadores» —traducción de Bet Saida— era otro de mis objetivos. Allí, de acuerdo con las citas de los evangelistas, se habían registrado algunos de los prodigios del rabí. Lamentablemente, ni los arqueólogos ni los estudiosos cristianos se han puesto de acuerdo sobre la verdadera ubicación de la villa o poblado en el que habían nacido Andrés, Simón Pedro y Felipe. Nuestra confusión fue completa al verificar que, sobre una colina situada a unos tres kilómetros al norte —muy cerca del cauce del Jordán— se erguía otro asentamiento, notablemente superior al existente en la costa, en el que brillaban al sol una serie de blancas y airosas construcciones, entre las que destacaba una especie de palacio fortificado. Quizá esta última ciudad, edificada sobre un promontorio de 30 metros de altitud y de paredes escarpadas, era la mítica Bet Saida Julias, mencionada por Yosef ben Matatiahu (más conocido por Flavio Josefo) en su Guerra de los judíos (3, 10, 7). En dicho libro, el general e historiador judío romanizado asegura que, antes de desembocar en el lago, el Jordán pasa junto a la ciudad de Julias. Pero, en ese caso, ¿cómo interpretar el nombre de Bet Saida o «casa del pescador»? Si se trataba de un pueblo habitado por pescadores lo más lógico es que se hallara a orillas del mar de Galilea y no a tres kilómetros tierra adentro y en lo alto de una loma. La solución, elemental, llegaría horas después, al recorrer el puerto de Cafarnaum.
Este segundo núcleo costero disponía también de un pequeño puerto, formado por un espigón que arrancaba perpendicular a la línea del litoral, adentrándose 200 metros en el lago y girando después, en ángulo recto, en dirección noroeste.
A unos cinco kilómetros del Jordán —en un paraje denominado hoy Jirbert A-Diqa— nacía otra interesante construcción: una acequia de dos metros de anchura cuyos muros habían sido excavados en la roca viva, conduciendo el agua a través de la vega, en una extensión de 16 kilómetros. A lo largo de esta importante obra se alineaban numerosas granjas y molinos.
En las cinco secciones siguientes —hasta el extremo sur del lago— contabilizamos ocho núcleos humanos de cierta relevancia —la mayoría junto a las aguas— y una infinidad de pequeñas concentraciones de chozas y alquerías, diseminadas por los cerros. Obviamente carecíamos de una información fidedigna y la definitiva identificación de los mismos no llegaría hasta la tercera y cuarta exploraciones. A unos 8 kilómetros de la desembocadura del Jordán, casi en el «ecuador» del lago, un río de mediana entidad se precipitaba entre bosques y barrancas, dividiendo aquel sector oriental de la costa en dos grandes mitades. El trazado del río era muy similar al que aparecía en nuestros mapas, proporcionados por el Servicio Cartográfico del Ejército Israelí. Probablemente se trataba del Samak. Esto nos ayudó a identificar, aunque sólo fuera provisionalmente, algunas de las poblaciones. Así, de norte a sur, creímos localizar las milenarias «ciudades» de Kefar Aqbiya, Kursi (también conocida como Gerasa), Ein Gafra, Susita o Hipos (una de las más pobladas), En Gev y Kefar-Zemaj, entre otras.
En total, a lo largo del litoral este, contando el de la supuesta Bet Saida, sumamos siete puertos.
Al sur de la sección «Galilea-2», relativamente cerca de la zona pantanosa del ángulo nordeste, se asentaba el primero y más septentrional de estos ocho núcleos: una recogida concentración de casitas de terrados ocres y que, según «Santa Claus», podía ser el origen de un pueblecito árabe, desaparecido en 1967, que recibía el nombre de Duqat o Duqa[35]. Aquel villorrio, como la mayoría, parecía vivir de la pesca y de la agricultura. Disponía de un embarcadero de 100 metros de longitud, rematado por un arco que se dirigía hacia el norte. El radar estableció la anchura del terraplén, en su base, en cinco metros. La ensenada, con una profundidad de cuatro metros, daba refugio a media docena de embarcaciones de mayor eslora que las que pululaban por el lago. Era muy posible que se tratase de barcos más pesados, destinados quizá al transporte de mercancías.
Desde el supuesto Kefar Aqbiya, el mar ganaba terreno, formando una discreta bahía de 2 kilómetros de longitud. Pues bien, en el centro del suave entrante, sobre una pequeña colina natural de 20 metros de altura, Eliseo y yo descubrimos una curiosa construcción: algo parecido a una torre-fortaleza circular, con un segundo muro —también circular— en su interior. El diámetro de la muralla exterior era de 68 metros. El de la interior alcanzaba los 50. La considerable obra, con muros de 3,5 metros de espesor y entre 2 y 3 metros de altura, nos intrigó sobremanera. Pero el banco de datos del módulo no disponía de una información clara al respecto. Parece ser que había sido construida en tiempos del Primer Templo y con fines puramente defensivos, como un eslabón más en la cadena de fortificaciones judías que vigilaba los caminos del este. (Además del estrecho y polvoriento sendero que descendía desde el norte, circunvalando el litoral, aquella región del Kennereth se veía favorecida por una espléndida calzada romana que, procedente de Scythópolis, en el sur, sorteaba montes y vaguadas, pasando junto a varias de las ciudades [¿Hipos y Gerasa?] y al pie mismo de la torre-fortaleza circular[36], perdiéndose en dirección nordeste).
En la sección «Galilea-4», a cosa de 12 kilómetros del Jordán, junto a la desembocadura del probable río Samak, arrancaba una auténtica ciudad: la más extensa y hermosa de aquella franja del Kennereth. A ambas márgenes del río se abría un fértil valle de tres kilómetros de longitud por otros cuatro de anchura, intensamente cultivado. La ciudad, asentada al sur del cauce, ocupaba casi la mitad del valle, con una nutrida representación de edificios grecorromanos, entre los que sobresalía una colosal columnata circular, dos anfiteatros y un hipódromo. La puntual referencia del Samak nos hizo sospechar que estábamos ante la evangélica Kursi o Gerasa. (En alguno de los montículos que cerraban el valle podía haber tenido lugar el famoso incidente de la piara de cerdos que, según los evangelios, se arrojó al mar como consecuencia de la «curación» del endemoniado por el rabí de Nazaret. Éste era otro de los incontables y atractivos motivos que justificaban nuestro futuro «salto» a la «vida pública» del Maestro. ¿En verdad había sucedido tal y como nos lo cuentan los supuestos escritores sagrados? Pero demos tiempo al tiempo).
«Santa Claus» nos puso en alerta. Kursi, según sus informaciones, albergaba entonces una notable guarnición romana, dependiente de las legiones estacionadas en Siria. El dato, en previsión de futuros encuentros con los legionarios, fue tenido muy en cuenta.
El puerto de Gerasa, en consonancia con la ciudad, era también uno de los más grandes y mejor dotados de la costa oriental. Un terraplén, que hacía las veces de rompeolas, partía el litoral, curvándose en forma de arco y con una longitud de 150 metros. En su zona norte se interrumpía, formando una estrecha bocana. En tierra, un muelle de 100 metros y 25 de anchura, completaba el recinto portuario. El gran terraplén había sido confeccionado a base de gruesas moles de basalto de hasta un metro de espesor, sólidamente reforzado en sus flancos. Al norte del embarcadero detectamos también una «piscina» rectangular de 3 por 5 metros, pulcramente blanqueada en su interior y repleta de peces vivos. Estábamos ante una insólita y eficaz «piscifactoría»… La «piscina» no se nutría del agua del lago, sino a través de una acequia que partía del río Samak. (Las sorpresas en el tema de las construcciones hidráulicas fueron constantes).
Los sondeos del radar pusieron de manifiesto la presencia, frente a la desembocadura del río, de un extenso banco de piedras que, a todas luces, hacía de aquel lugar una de las áreas más ricas en pesca. Estas deducciones se verían plenamente confirmadas en la última expedición. De hecho, el término samak, en las lenguas ugarítica, árabe y aramea, significa «pez» y «peces».
A corta distancia de Kursi, siempre hacia el sur, al pie de un montículo de 44 metros de altitud, las tomas infrarrojas y los sensores exteriores detectaron un manantial de aguas sulfurosas, brotando a 30 grados Celsius. Este tipo de fuentes termales —en especial en la orilla occidental— resultó algo común y sabiamente aprovechado por los naturales del Kennereth. A medio kilómetro de este promontorio, otra fuente similar irrumpía en las aguas del lago, provocando una permanente y blanca «nube» de azufre en suspensión.
Ya en la sección 5, junto a minúsculas aldeas portuarias que no supimos identificar, sobrevolamos el segundo puerto importante de la costa este. La verdad es que las dimensiones y configuración de los muelles no se correspondía con la treintena escasa de pequeñas construcciones que conformaban el villorrio situado al pie de los rompeolas. Esta aldea, a su vez, se hallaba comunicada con una población mucho más densa, encaramada a 350 metros sobre el nivel del lago, en una meseta aislada y separada del mar por un par de kilómetros. La calzada romana ascendía hasta lo alto de la ciudad, ramificándose después en otra vía secundaria, más estrecha, que concluía en el citado puerto. Éste, como venía diciendo, presentaba unas características únicas. El rompeolas principal tenía una longitud de 120 metros, con una anchura, en su base, de 5 a 7 metros. Partía perpendicular a la costa y, a los 15 metros, cambiaba de dirección, discurriendo paralelo al litoral, con rumbo sur. Este segundo tramo alcanzaba una longitud de 85 metros. Súbitamente, el terraplén variaba de orientación, enfilando hacia el oeste. Esta curiosa Z invertida, maltratada sin duda por los vientos del sur, había sido «cerrada» por un segundo rompeolas de 40 metros, que arrancaba en perpendicular desde la costa. Lo que más nos intrigó fue aquel muelle de 20 metros de longitud que se aventuraba hacia el oeste, en aguas relativamente profundas (entre 4 y 5 metros). Quizá sirviera para el atraque y operaciones de carga y descarga, sin necesidad de penetrar en el puerto. (Durante el cuarto «salto», Eliseo despejó esta incógnita así como el porqué de aquella área portuaria, tan desproporcionada. Puedo adelantar que el villorrio de pescadores y la ciudad de la meseta [Hipos o Susita] eran en realidad una misma población. Había sido fundada a mediados del siglo III a. de J.C. como un floreciente emporio helenístico. Tras caer en manos de Pompeyo, y adherirse al pacto que vinculaba a las ciudades de la Decápolis, fue reconstruida, creciendo y transformándose en la segunda entidad urbana de la costa oriental del mar de Tiberíades).
Al entrar en la «parcela» 7, la nave fue girando, enfilando el radial 260. Aquel recorrido sobre el extremo meridional del lago fue especialmente confuso. En los mapas de Caballo de Troya se apuntaba la existencia de, al menos, tres o cuatro ciudades de cierto realce: Bet-Yeraj, Senabris, Tarichea y Kinnereth o Kennereth. A la hora de la verdad, las cosas no fueron tan simples como habían previsto y dibujado los expertos. El sur del lago era un «todo» urbano.
Seguramente estas poblaciones estaban allí, pero tan entrelazadas que, desde nuestros 800 pies de altitud, resultaba imposible precisar dónde empezaba una y en qué lugar terminaba otra. Cientos de casas, edificios públicos, torres, graneros, villas rústicas y chozas se desparramaban en una planicie de casi cuatro kilómetros. De semejante «metrópoli», si se me permite la expresión, partían varias rutas caravaneras. Una hacia Scythópolis, en el sur. Otra subía por el este del lago y una tercera remontaba el litoral occidental. A este nudo de comunicaciones había que añadir una intrincada tela de araña de veredas y caminos secundarios que sorteaban y delimitaban un sinfín de parcelas de regadío, bosquecillos de frutales y la masa verdeazulada de la «jungla» que abovedaba la segunda desembocadura del Jordán. El progreso de aquellos núcleos humanos debía de ser espléndido, a juzgar, por ejemplo, por uno de los graneros situado a un kilómetro de la orilla sur del Kennereth: de construcción circular, disponía de diez torres de 8 a 9 metros de diámetro cada una.
Al contrario de lo observado en el resto del lago, este rincón carecía de puertos artificiales. Las escasas embarcaciones se alineaban en la desembocadura del río y en una laguna de 200 metros de longitud por 50 de ancho, emplazada al sur de la referida segunda desembocadura. El brazo de tierra que separaba dicha laguna del lago —de 2 a 6 metros de espesor— parecía enteramente natural. Probablemente se había formado por el arrastre de sedimentos y el continuo embate de las olas. Los lugareños se limitaron a estrechar la boca de la ensenada, en la zona sur, con un breve terraplén de cuatro metros.
En aquellos momentos no nos percatamos de otro interesante fenómeno. Al estudiar y contrastar las imágenes y los datos recogidos en el «circuito aéreo», comprobamos que, en aquel tiempo, la segunda desembocadura del Jordán no discurría por los derroteros que hoy conocemos. El antiguo cauce se hallaba a kilómetro y medio más al norte. (En el siglo XX, entre la moshava de Kinnereth y el tell de Bet-Yeraj)[37]. «Santa Claus» esclarecería en parte el asunto. Al parecer, aunque arqueólogos, geólogos y demás expertos no están muy de acuerdo, las causas de esta variación en el curso del río habría que buscarlas en un intenso seísmo, registrado poco después de la época bizantina; es decir, hace unos mil años[38].
Otra de las obras a destacar en aquel tramo suroccidental del mar de Tiberíades, que ponía de manifiesto el grado de prosperidad y desarrollo «técnico» de la Galilea de Jesús, era una «tubería» de 20 kilómetros de longitud que, partiendo del río Yavneel, al sur, se dirigía al norte, cruzando las poblaciones meridionales del lago y la ciudad fortificada de Hamat, para morir en la espléndida y luminosa Tiberíades. Esta singular obra de ingeniería, construida al cielo abierto, descansaba sobre decenas de pequeños puentes, avanzando penosamente al pie de las colinas y ramificándose en multitud de acequias y canalillos que abastecían de agua a los asentamientos humanos, a los molinos harineros y a la agricultura. (Más adelante tuvimos conocimiento de que esta vital conducción de aguas se debió al esfuerzo mancomunado de Tiberíades, Bet-Yeraj y Senabris).
A cinco kilómetros y medio al norte de la primitiva segunda desembocadura del Jordán, la «cuna» sobrevoló Hamat, una de las tres ciudades fortificadas del territorio de la tribu de Neftalí[39]. También aquí fueron detectadas fuentes termales. En realidad, de no haber sido por la muralla que la envolvía, Hamat habría pasado ante nuestros ojos como una prolongación de Tiberíades ubicada a continuación.
¿Cómo describir la «perla» del lago? Tiberíades, sin lugar a dudas, era entonces la capital del Kennereth. Desde la puerta norte de la muralla de Hamat se estiraba blanca e impecable a lo largo de una estrecha franja de litoral de apenas 500 metros, con una extensión de una milla. Un monte de 190 metros de altitud cubría su flanco oeste. En la falda, Herodes Antipas había levantado un espeso muro de 45 pies de altura que, zigzagueando, servía de protección a la novísima ciudad[40]. En la cumbre del promontorio se erguía la más poderosa de las fortalezas de aquella región de la Galilea: un castillo de sillares negros y esbeltas paredes de caliza que centelleaban al sol y que, como pudimos comprobar en su momento, constituía el palacio de invierno del detestable hijo de Herodes el Grande.
Esta cadena de colinas, que protegía Tiberíades de los racheados vientos del oeste, se hallaba horadada por numerosas cuevas. En una de ellas, abierta hacia poniente y a no mucha distancia de la cara occidental del castillo, los sensores detectaron una fuerte corriente de aire caliente, así como altos índices de vapor de agua. Sospechamos que la gruta en cuestión debía estar conectada con alguno de los numerosos manantiales de aguas termales que desembocaban también a orillas de la ciudad.
Tiberíades era un modelo de construcción típicamente heleno. Una vía principal se abría paso de norte a sur, con dos puertas monumentales en sus extremos. El resto, trazado a escuadra, giraba en torno a dicha arteria, con calles, plazas y jardines meticulosamente diseñados, cuajados de edificios que rivalizaban en mármoles, columnatas y fuentes públicas. (Cuando el Destino quiso que mi hermano entrara en Tiberíades, la magnificencia del lugar le sobrecogió. Sólo el número de sinagogas era entonces de trece y su mercado, teatros y el edificio del Consejo Ciudadano superaban todo lo imaginable).
El puerto nos decepcionó. Aún siendo espacioso, no se hallaba equiparado al rango de la ciudad. Aparecía, además, a medio terminar. Tres rompeolas de 100, 200 y 80 metros, respectivamente, formaban con el muelle costero un «rectángulo», abierto por el norte y, eso sí, hábilmente protegido de los temibles vientos del este (el sharqiya) y del sureño y tempestuoso qibela.
A unas dos millas y media al norte de Tiberíades, siguiendo la costa occidental, localizamos las ruinas de una pequeña población —posiblemente la antiquísima Raqat[41]—, esparcidas en terrazas en la falda este del hoy denominado tell de Aqlatiya. A sus pies moría un modesto río, cruzado por las cenicientas y erosionadas planchas de piedra de una de las ramificaciones de la vía Maris. En el pequeño delta brotaban otras cuatro fuentes termales. Las tomas IR contabilizaron hasta siete corrientes submarinas con temperaturas de 30 oC que se perdían mar adentro, a 12 metros de profundidad. En la base del tell fueron captadas imágenes de dos albercas circulares de 8 y 12 metros de diámetro, respectivamente, con muros enormes, de algo más de 5 metros de altura. El agua almacenada en las mismas debía servir para el riego de las tierras colindantes, así como para el de buena parte del valle que se prolongaba, a expensas del río, hasta el desfiladero del Hittim, en el oeste. (Esta angosta garganta, también conocida como los «cuernos de Hittim o Hattim», se halla en el camino de Nazaret al lago y, como detallaré en su momento, resultó de gran utilidad para nuestros propósitos de ocultación del módulo).
El último tramo de este periplo —parte de la parcela 12 y la «Galilea-13»— fue sencillamente espectacular. A nuestros pies se abrió el mítico «jardín de Guinosar»: un valle de casi 7 kilómetros cuadrados donde no fue posible descubrir un solo palmo de tierra sin cultivar. Era un auténtico vergel, colmado de nogales, palmeras, olivos, higueras y cientos de medianos y pequeños huertos, abundantemente regados por tres ríos que descendían de la cordillera noroccidental (los llamados «montes de Galilea»), situada a cosa de 6 kilómetros de la costa del Kennereth. Esta vega, cantada por Josefo[42], era el orgullo de todo el mar de Tiberíades. Estrecho en sus extremos, el valle iba ensanchándose, hasta alcanzar una anchura máxima de kilómetro y medio. El «jardín» aparecía prácticamente dividido en dos por una colina pedregosa cuya falda oriental resbalaba con dulzura hasta la costa. Sobre dicha ladera contemplamos por primera vez una ciudad de 3000 pies de longitud. Una ciudad menos ampulosa que su vecina Tiberíades, de calles empedradas y casas de una planta que descendían hasta un puerto, muy similar al de Cafarnaum, en el que hombres, lanchas y reatas de caballerías se mezclaban en frenética actividad. Aquella población, en la que Eliseo pasaría horas entrañables, era Migdal o Magdala: la ciudad de la Magdalena. A su alrededor, entre la espesura, espejeaban acequias, canales y albercas de todas las dimensiones. Dos, en especial, nos desconcertaron por sus dimensiones y ubicación. La primera, en la ladera sur de la colina, tenía 27 metros de diámetro. La segunda, en mitad de la población, había sido construida sobre una torre circular de 6 metros de altura. La abundancia de agua en Migdal y en el resto de la vega quedó explicada, no sólo por el caudal de los ríos, sino, sobre todo, por los ricos manantiales subterráneos que afloraban por doquier. Uno de estos veneros (hoy conocido por el nombre de Ein-Nun) proporcionaba del orden de dos millones de metros cúbicos de agua al año. La mayor parte de este caudal desaparecía en el lago en forma de arroyo. Y fue allí, en la desembocadura del torrente, donde los sistemas de a bordo descubrieron algo que nos alarmó: las aguas contenían un gas noble —el radón— y un índice de radiactividad superior al tolerado por el organismo humano. Las investigaciones posteriores, in situ, confirmarían que una parte de la población de Migdal y de cuantos bebían habitualmente de dicha fuente se hallaban aquejados —en mayor o menor medida— de una dolencia bien conocida en el siglo XX[43].
A 500 metros al norte del puerto de Migdal se destacaba el último de los asentamientos humanos en aquella zona de la costa. Presentaba un pequeño embarcadero y sus dimensiones eran notablemente inferiores a las de la industriosa villa de la Magdalena. Según el computador central, dada su ubicación —muy próxima al picacho denominado Kinnereth—, podía tratarse de una casi olvidada aldea bíblica, de nombre Guinosar, mencionada por Marcos, el evangelista, en su capítulo 6, versículo 53: «… y pasaron (Jesús y sus discípulos) y llegaron a la tierra de Guinosar y se acercaron a la costa. Y todavía estaban saliendo del barco cuando los lugareños lo reconocieron».
Dos kilómetros más arriba, cerrando el valle, divisamos al fin las escarpadas y rojizas paredes del referido Kinnereth, con sus 87 metros de altitud. Al otro lado, a media milla, se hallaba el «punto de contacto»: la «base madre-2».
Muy próximo al Kinnereth sobrevolamos el no menos «evangélico» rincón de Tabja (en griego, Heptapegón: lugar de las «siete fuentes»), que la tradición cristiana asocia a la pesca «milagrosa». (Una tradición, dicho sea de paso, igualmente equivocada. La famosa «pesca», como pude constatar, ni fue «milagrosa», ni sucedió en aquella minúscula bahía, tan apreciada por los pescadores galileos). En realidad, más que una aldea, el paraje, con su media docena de chozas, parecía un reducto «industrial», con tres fuentes importantes e incontables manantiales que surtían de agua a un complejo «aparato» hidráulico, integrado por molinos y una espesa red de canales. Uno de los veneros, localizado en el fondo de una piscina octogonal de 20 metros de diámetro y 8 de profundidad, nos dejó atónitos. Su caudal oscilaba entonces entre los 1500 y 3000 metros cúbicos a la hora. En aquellos momentos no comprendimos la utilidad de tales aguas, de naturaleza sulfurosa y aflorando a 27 grados Celsius. La cala, de una gran riqueza piscícola, había sido habilitada mediante dos muelles de 50 y 35 metros. El primero en forma de arco. El segundo, perpendicular a la costa. Y a las 08 horas, 7 minutos y 8 segundos, después de un vuelo casi perfecto, la «cuna» se posaba por segunda vez sobre la laja de piedra de la ladera sur del hasta esos momentos supuesto monte de «las Bienaventuranzas». Como es de suponer, aunque el control durante el periplo de circunvalación del lago fue continuo, nuestra primera preocupación —casi obsesión— al tomar tierra estuvo centrada en las reservas de combustible. El gasto, tal y como fijara «Santa Claus», no sobrepasó las dos toneladas: 1988,6 kilos. Esto reducía el volumen total a un 47,5 por ciento. A partir de ese instante, si en verdad deseábamos volver a Masada, la ignición del J 85 debería quedar sellada o, como mucho, limitada a una o dos operaciones de escasísima duración. El traslado de la nave a un lugar seguro constituiría una de estas maniobras.
De acuerdo con lo programado, aquel martes, hasta bien entrada la noche, lo destinamos a la puesta a punto de las imágenes, perfiles topográficos y mapas que deberían servir de «guía» y «sustentación» al «ojo de Curtiss». El laborioso trabajo —vital para la obtención de un máximo de datos en las apariciones que se avecinaban— nos deparó algunas sorpresas, muy sugestivas desde el punto de vista científico. Por ejemplo: aunque la forma de pera invertida y sus dimensiones[44] no han variado, aparentemente, los análisis revelaron que, hace dos mil años, el lago era ligeramente más estrecho. La línea de la costa pasaba por lugares hoy sumergidos. (La casi totalidad de los puertos descritos se halla en la actualidad oculta bajo las aguas. Afortunadamente, merced a las modernas técnicas de arqueología y exploración submarinas, estos restos están siendo ubicados [45]. Dios quiera que, en un futuro, cuanto aquí se narra pueda ser ratificado por esta moderna disciplina científica). Esto significa que, en tiempo de Jesús, el nivel del mar de Tiberíades era sensiblemente más bajo: unos dos metros respecto a lo que hoy podemos contemplar.
Noticia difundida al mundo el 3 de diciembre de 1986. En efecto, los restos de algunos de los puertos de las ciudades que visitó Jesús —actualmente ocultos bajo las aguas del mar de Tiberíades— están siendo localizados por la moderna arqueología submarina.
También fue posible constatar otro interesante fenómeno: el Kennereth se «mueve» hacia el sur. Ello se debe a un doble proceso. Por un lado, el continuo batir de las olas está minando y haciendo retroceder la costa meridional, a razón de 10 centímetros por año[46]. En el extremo opuesto, a su vez, se da un fenómeno contrario: las aportaciones de sedimentos del Jordán ensanchan el delta, haciendo avanzar la línea nororiental de la costa.
El perfil submarino del lago nos interesaba especialmente. Un exacto conocimiento de su configuración podía proporcionarnos elementos de juicio para, en un futuro, evaluar en su justa medida algunos de los «prodigios» protagonizados por el rabí y a los que aluden los textos evangélicos. Personalmente, la famosa tempestad que —según las Escrituras— fue calmada por Jesús y la pesca «milagrosa» habían despertado mi curiosidad. ¿Ocurrieron estos hechos tal y como son narrados por los evangelistas? Por ello, como digo, era importante conocer su estructura, corrientes, vientos y demás factores meteorológicos, físicos, geográficos y bioecológicos, propios del Kennereth. Comprobamos, por ejemplo, que su fondo era asimétrico. La costa oriental descendía bruscamente. Allí, entre Ein-Guev y Kursi, registramos la máxima profundidad: «-253» metros bajo el nivel del Mediterráneo. (La altura media del nivel del lago era entonces de 212 metros bajo el nivel del citado mar Mediterráneo. Hoy, el Kennereth oscila alrededor de los 210 metros, aunque en muchos mapas modernos, por error, figura la cifra de 212. Esto hace del mar de Tiberíades el lago de agua dulce más bajo del mundo). Estos 253 metros representaban una «fosa» de 41 metros. El litoral oeste, en cambio, a excepción del área de la ciudad de Tiberíades, caía en forma más suave. El resto de la cuenca arrojó una profundidad media de 25 metros, con un volumen aproximado de agua de 4300 millones de metros cúbicos.
Las imágenes infrarrojas explicarían el porqué de las extensas franjas marrones que coloreaban la superficie del lago en aquellos momentos y que, en un primer análisis, interpretamos como arrastres terrosos procedentes del Jordán y de los restantes ríos. Estábamos ante una masiva colonización de algas, del tipo peridinium[47]. Obviamente, tal y como preveía Caballo de Troya, los estudios del Kennereth deberían ser culminados desde tierra. Eliseo sería el responsable de buena parte de estas comprobaciones científicas, que abarcaban capítulos tan ambiciosos como el seguimiento de los ciclos del nitrógeno y del fósforo, de la cadena alimenticia del lago, informes sobre sus diferentes capas, fitoplacton, transparencia, oxigenación y niveles de sus aguas, principales corrientes y vientos, salinidad, evaporización, naturaleza de los manantiales sulfurosos, fauna y, en general, todo lo que concierne a la moderna ciencia «limnológica» (estudio de los lagos). Este banco de información, amén de enriquecernos y de enriquecer al proyecto, fue de una inestimable ayuda en las correrías y aventuras en las que nos vimos envueltos a partir de entonces. Pero debo proseguir… Siento cómo las fuerzas me abandonan y es mucho lo que resta por contar…
Como creo haber explicado, una de las reglas de la operación prohibía la presencia de los expedicionarios en momentos, digamos, de cierta intimidad entre Jesús y sus discípulos. Así había ocurrido, por ejemplo, en el transcurso de la llamada «última cena». En este caso, la situación fue compensada con informaciones indirectas y mediante la ocultación de un micrófono de especial sensibilidad en el farol que alumbraba la mesa del cenáculo. Sin embargo, a la vista del grave riesgo que suponía el abandono —aunque sólo fuera temporalmente— de estos dispositivos electrónicos en un marco histórico improcedente, los directores de Caballo de Troya convinieron en reemplazar tales sistemas por otro, infinitamente más seguro y eficaz. Y el general Curtiss, con su proverbial habilidad, consiguió del AFOSI (Oficina de Investigaciones Espaciales de la Fuerza Aérea Norteamericana) un prototipo casi «mágico» que, en justa correspondencia, fue bautizado por los hombres del proyecto como el «ojo de Curtiss». La «cuna» fue dotada de seis de estas maravillas de la ingeniería electrónica: unas esferas de acero de 2,19 centímetros de diámetro, totalmente blindadas, susceptibles de ser lanzadas desde el módulo y, convenientemente apantalladas en la banda del espectro IR, teledirigidas a distancias no superiores a los 10 kilómetros, pudiendo inmovilizarse, incluso, a una altitud de 1000 metros. Estos equipos —que harían hoy las delicias de los servicios de espionaje del mundo— nos permitirían «registrar» escenas y conversaciones que, en condiciones normales, hubieran sido de difícil acceso[48]. En dos de las inminentes apariciones del Resucitado a sus «íntimos» tendríamos ocasión de comprobar el grado de eficacia del «ojo de Curtiss». De no haber sido por él, algunos de los sucesos acaecidos a orillas del lago habrían quedado mutilados o lamentablemente deformados.
Se daba, además, otra circunstancia que, por sí misma, justificaba la utilización de estos minúsculos, casi «humanos», dispositivos. En el caso, por ejemplo, de las apariciones de Jesús en el lago, ninguna de las citas evangélicas refleja con exactitud en qué punto de la costa o de tierra adentro se registraron. Todas las sospechas apuntaban hacia las áreas de Bet Saida o Cafarnaum y hacia la colina de las Bienaventuranzas. Pero esto no era suficiente ni riguroso. De ahí que, llegado el momento, en el supuesto de que no me hallara presente, uno de estos «ojos», previamente programado, podía ser catapultado hasta el lugar, registrando imágenes y sonidos.
Y la jornada fue extinguiéndose. Y Eliseo y quien esto escribe aguardamos impacientes el nuevo día. Los planes de la operación, una vez más, iban a ser modificados sobre la marcha.