22 DE ABRIL, SÁBADO

Esta vez fue Eliseo —nervioso e impaciente— quien no pudo conciliar el sueño. Al despertar lo encontré con la nariz pegada a los paneles de mando, pendiente de los detectores de radiaciones infrarrojas y del radar. Los sensores exteriores anunciaron la presencia a 50 kilómetros, sobre el Mediterráneo, de un viento no muy fuerte (unos 20 km/h) que soplaba hacia el interior del país. Era el acostumbrado maarabit —una corriente estival, muy frecuente en el yam entre los meses de abril a octubre—, pero que, en aquel sábado, había madrugado considerablemente. En cuestión de horas penetraría en el lago por el «pasillo» que forman los valles de Bet-Netofa y Arbel. Eso significaría un estimable aumento de la temperatura —quizá entre 3 y 7 grados Celsius— y la consiguiente reducción de la humedad relativa (posiblemente entre un 20 y un 40 por ciento). La jornada, por tanto, se presentaba ventosa y sofocante, con una predicción que oscilaba entre los 25 y 30 grados Celsius.

—¿Estás seguro de que la montaña es ésta…?

Mi hermano sabía tanto como yo. Así que procuré tranquilizarle, haciéndole ver que todo era cuestión de paciencia. Llegada la hora sexta, si los once se encaminaban a cualquiera de los cerros colindantes, el lanzamiento del «ojo de Curtiss» supliría nuestra presencia. Esto, naturalmente, hubiera representado una contrariedad. Si la aparición se registraba lejos de la «cuna», el empleo del instrumental científico carecería de sentido.

—Pero —insistió mi compañero— ¿cómo puedes estar tan seguro de que se presentará?

Le sonreí. Aquella inquietud me resultaba familiar. Por supuesto, yo no podía estar seguro de nada. No obstante, mi confianza en aquel Hombre empezaba a ser suicida.

—Si Él lo ha dicho —sentencié con una seguridad que aún me sobrecoge—, así será.

Los minutos transcurrieron lentos. Eliseo optó por no hacer más preguntas. Sus cinco sentidos se hicieron uno sobre el cuadro y los monitores de control. Pero, a cada barrido del cinturón IR, el resultado fue el mismo: «presencia negativa».

A partir de las 09 horas, el espeso silencio en el interior del módulo se convirtió en un tormento. De vez en cuando nuestras miradas se cruzaban. Creo que ahora comprendo muy bien su angustia. Él no había tenido la maravillosa oportunidad de contemplar a Jesús de Nazaret cara a cara. Y aunque, como yo, no pertenecía ni simpatizaba con religión alguna, las múltiples vivencias y los prodigios que llevábamos observados le hacían desear ese encuentro. Supongo que nuestros pensamientos, en aquellos duros minutos de espera, fueron muy similares: «¿Dónde y cómo aparecería? ¿Llegaría caminando por alguno de los senderos? ¿Se presentaría de improviso, tal y como sucedió en la playa de Saidan? ¿Qué actitud debíamos adoptar? ¿Cómo iniciar los análisis?…».

09.15 horas.

Según nuestros cálculos faltaban tres para el momento decisivo. Eliseo, ansioso, dilató el radio de acción de las radiaciones infrarrojas hasta los cuatrocientos pies. La única respuesta, como siempre, corrió a cargo de los pájaros.

09.25.

Agobiado por la electrizante «atmósfera» de la cabina decidí descender a tierra. Eliseo ni me escuchó.

09.30.

En efecto, la temperatura ambiente empezaba a espesarse. Paseé alrededor de la nave, escudriñando el horizonte. La soledad en la falda sur del promontorio era total. Bandadas de pájaros revoloteaban cerca de las moles basálticas que cercaban la cripta, alegrando la tórrida mañana con sus trinos y planeos. El lago, intensamente azul, aparecía moteado, aquí y allá, por las lanchas que faenaban o que surcaban, cansinas y desdibujadas, las aguas de Nahum, Kursi y Tiberíades.

«De ser éste el “monte” designado por Jesús —me dije a mí mismo—, lo lógico y presumible es que los discípulos accedan por cualquiera de los dos ramales. Pero ¿por cuál…?».

Absorto en tales pensamientos —de vital importancia a la hora de mover o no el módulo—, necesité un par de minutos para reparar en «algo» que, súbitamente, inundó la colina. ¿Cómo lo definiría? Fue un silencio sonoro. De buenas a primeras dejé de oír los trinos de los pájaros. Levanté la vista hacia el circo rocoso. Aquéllos, efectivamente, habían desaparecido. Todo a mi alrededor —el zumbido de los insectos y el leve y multicolor aleteo de las flores— parecía muerto. O quizá debería decir dormido. Y una extraña sensación de ahogo, acompañada de un sudor frío, me invadió de repente. Y en eso, todo a mi alrededor se volvió de color azul: el campo, mis ropas… Fue cuestión de segundos. Quizá ni eso. Es tan difícil de explicar… pasos, sin proponérmelo, me situaron al norte de la «cuna». Y el ahogo desapareció de golpe, transformándose en un cuasi ataque de histeria. Las rodillas se agitaron y todo mi ser se convulsionó, cerrando mi garganta. Lo intenté, pero fui incapaz. No logré abrir la conexión auditiva. De nuevo, como ocurriera en la playa de Saidan, el miedo, los nervios y la sorpresa me fulminaron, convirtiéndome en otra persona. Y los escalofríos me barrieron. A tientas, olvidando las «crótalos», palpé las paredes de la nave, buscando la también invisible escalerilla de acceso. Aturdido, me golpeé con uno de los soportes y a punto estuve de caer en tierra. Cuando conseguí penetrar en el módulo me abalancé sobre los paneles de control. Eliseo, desconcertado, me vio manipular los registros IR. «Mi aspecto —confesaría cuando todo aquello terminó— era terrible: sudoroso, con los ojos desencajados y los dedos crispados como garfios…».

Tal y como suponía, el cinturón de seguridad —incluso proyectado a cuatrocientos metros— arrojó una lectura negativa. ¡Allí no había nadie! Pero entonces…

—¿Qué sucede?

La pregunta de mi compañero quedó en el aire. ¡No era posible! ¡Los sistemas de alerta y detección tendrían que haberse disparado!

«Chequeé» los circuitos por segunda vez. ¡Negativo! Y lentamente me dejé caer sobre el asiento de pilotaje. Mis nervios fueron templándose y el nudo en la garganta se disolvió.

—¡Maldita sea! ¿Se puede saber qué demonios te ocurre?

Debí de mirarle como un estúpido. Con la boca abierta señalé el exterior. Eliseo, intuyendo la razón de mi lamentable estado, saltó del sillón, pegando el rostro a una de las escotillas. Creo que jamás una exclamación fue tan adecuada:

—¡Jesucristo!

Eran las 09 horas y 40 minutos.

Mi hermano —gracias a los cielos— no fue tan torpe como quien esto escribe. En un alarde de sangre fría, con una serenidad que a mí, paradójicamente, me faltaba, permaneció unos segundos atento a lo que ocurría en la cima del promontorio. Después, girando sobre los talones comentó:

—¡Es Él!, ¿verdad?

No pude responder. Avanzó hacia mí y, zarandeándome, me forzó a recuperar el dominio de mí mismo.

—¡Calma, muchacho! —Y, sonriente y divertido, remachó—: ¡Soy yo quien debería orinarse en los pantalones!

Inspiré profundamente. Sacudí la cabeza como quien trata de espantar un mal sueño y, agradeciendo en silencio sus ánimos, me incorporé. Eliseo me invitó a que me asomara al exterior. No, no había sufrido una alucinación. El Maestro estaba allí, a unos cuatrocientos metros de la nave, en pie sobre la cima de la colina y directamente encarado hacia nuestra posición. Se hallaba inmóvil, con los brazos pegados al cuerpo y luciendo el mismo atuendo de la jornada anterior.

—¿Y bien…?

¡Era increíble! A pesar de la exquisita y concienzuda planificación desarrollada con vistas a ese momento, no supe qué hacer ni por dónde empezar. Faltaban más de dos horas para el mediodía. ¿A qué obedecía semejante «adelanto»? ¡Estúpido de mí! Sólo ahora lo comprendo…

—¿Y bien, Jasón?…

Eliseo esperaba órdenes. Pero, incapaz de ordenar la mente, sólo acerté a encogerme de hombros. «¿Cómo podía aparecer y desaparecer? —me repetía como un autómata—. ¿Cómo…?».

Mi hermano —siempre estaré en deuda con él— tomó la iniciativa. Orientó los instrumentos hacia el Resucitado y, dejando el cinturón IR en las «manos» de «Santa Claus», tiró de mí hacia la escalerilla hidráulica. De no haber sido por él hubiera olvidado hasta la «vara de Moisés»…

La fragante y luminosa ladera me tranquilizó. Intenté explicarle lo del extraño silencio y la luminosidad azul pero, en realidad, qué importaba ya. Además, todo había vuelto a la normalidad: los ruidos, el zumbar de los insectos, el gorjeo de las aves, el color de las cosas…

Con paso decidido, Eliseo enfiló el camino de la cumbre. Yo no salía de mi asombro. ¿Qué había sido de su timidez? Le seguí y, al situarme a su altura, le observé de soslayo. La mirada parecía magnetizada hacia el Hombre. Creí distinguir en su rostro —extremadamente pálido— una contenida mueca de desafío y desconfianza. Inmóvil, el Maestro nos contemplaba desde la cima. Yo notaba la fuerza de sus ojos.

A unos cincuenta pasos, Eliseo se detuvo. Su faz, a tan corta distancia del Resucitado, cambió bruscamente. La mandíbula se distendió. Exhaló el aire con violencia y, sin dejar de mirarle, exclamó sin voz:

—¡No puedo, Jasón!… ¡Tengo miedo!

En aquel loco baile de sentimientos y sensaciones comprendí que era mi turno. Los aparentemente sólidos ánimos de mi compatriota se habían venido abajo. Lo comprendí. Y una poderosa fuerza se instaló en mi ánimo, equilibrando la balanza.

—¡No puedo!…

En las sienes de Eliseo brotó un copioso sudor. Los labios, temblorosos, sólo acertaban a repetir aquel lastimero «No puedo». Le obligué a desviar sus ojos hacia mí y, señalando la cumbre, le grité, intentando contrarrestar su pánico:

—¡Merece la pena!… ¡Ese Hombre es lo más sublime que jamás hayas conocido!

Parpadeó indeciso. Y tomándole del brazo le arrastré hacia las altas hierbas que coronaban el promontorio. Según me confesaría más tarde, aquellos últimos metros los hizo como un robot, sin poder desclavar la mirada de la del Resucitado.

—Todo era muy confuso, Jasón. El miedo a lo desconocido me tenía trabado. Pero, al mismo tiempo, algo tiraba de mi ser (y no precisamente tú), deseoso de conocerle…

A media docena de pasos del Resucitado nos detuvimos. Nada había variado en su aspecto exterior. Los profundos ojos color miel estaban fijos en los de mi hermano. Le vimos dibujar una lenta y comprensiva sonrisa y, sin mediar palabra, avanzó hacia nosotros. Eliseo se estremeció. Pero, deslumbrado ante la majestuosa y serena lámina de aquel Hombre, no se movió. Y el Maestro, haciéndose con el filo de su manga izquierda, levantó la mano, enjugando el sudor que empañaba la frente y sienes de mi desconcertado amigo. La emoción y el agradecimiento corrieron por mis entrañas a la misma velocidad —supongo— que por las de Eliseo. Y, volviéndose hacia mí, comentó en un tono de cálido reproche:

—Sólo nuestro Padre, Jasón, es lo más sublime…

Y dando media vuelta fue a sentarse sobre la hierba, de cara a la lejana Nahum. Nos miramos. Eliseo, sin poder creer lo que acababa de oír. Quien esto escribe, permanentemente desconcertado ante el poder de aquel Ser. Y, llamándonos por nuestros verdaderos nombres, nos invitó a que nos sentáramos a su lado. Obedecí al punto. Mi hermano, en cambio, mudo y tembloroso, siguió en pie. Sus ojos estaban fijos en las matas de hierba recién aplastadas por el rabí. Y Jesús, repitiendo la invitación con ambas manos, abordó sus pensamientos:

—Los espíritus, si eso es lo que crees que soy, no aplastan la hierba. También tú… —aquí aparece el verdadero nombre de Eliseo— debes aprender a confiar. Sobre todo tú… Y en verdad os digo que llegará el día en que no dudaréis y, al igual que mis embajadores de hoy, también tú, Jasón (de otra manera y en otro tiempo), proclamarás la buena nueva del reino.

—¿Nosotros? ¿No dudaremos?

El Maestro, y no digamos yo, se alegró al oír la voz de mi compañero. Con cierto recelo terminó por acomodarse a mi izquierda. Jesús nos contempló como se hace con un par de niños ansiosos por aprender.

—¿Por qué creéis que estáis aquí?

La cuestión planteada por el Maestro parecía obvia. Su interpretación, sin embargo, no lo fue tanto.

—… Yo os digo que, en los universos de nuestro Padre, nada que concierna al dominio del espíritu queda esclavizado por el azar. Todo es obra del amor, de la sabiduría y de la misericordia.

—No te comprendemos, Señor.

—No tardaréis en hacerlo…

El Resucitado señaló con los ojos la posición de la «cuna». Después, mirándome intensamente, prosiguió:

—… Cuando seas devuelto al mundo y al momento de donde procedéis, una sola realidad brillará en tu corazón: enseña a tus semejantes, a todos, cuanto has visto, oído y experimentado a mi lado. Sé que, a vuestra manera, terminaréis por confiar en mí. Sé también que no teméis a los hombres, ni a lo que puedan representar, y que proclamaréis mi Verdad. Y otros muchos, gracias a vuestro esfuerzo y sacrificio, recibirán la luz de mi promesa.

¿Por qué hablaba en singular y en plural, alternativamente? Entonces, lógicamente no supe entenderlo.

Eliseo y yo volvimos a mirarnos, desarmados.

Al escucharle tuve la nítida sensación de que sabía lo de nuestro proyectado tercer «salto» en el tiempo. Pero entiendo que debo ser fiel a los acontecimientos y a mí mismo. En aquellos momentos, oyendo sus serenas y también proféticas palabras, caí de nuevo en la tentación de la duda. Lo sé. Estaba ante mí. Su cuerpo, bañado por el sol, proyectaba la natural y correspondiente sombra. Ocupaba un volumen en el espacio. Bajo su peso, las flores y la vegetación se habían quedado aplastadas. Lo sé: todo parecía normal. Sin embargo, no lo era. No podía serlo. Aquel «cuerpo», como en ocasiones precedentes, había surgido de la «nada». Y esto, científica y racionalmente, era poco menos que imposible. Mis pensamientos, atenazados por semejante incertidumbre, se negaban a prosperar. Tenía que hallar una explicación. ¿Cómo podía aparecer y desaparecer a voluntad y en centésimas de segundo? La física moderna —también lo sé— ha conseguido crear (?) materia a partir de la energía[71]. Y aunque esas cantidades sean minúsculas, el camino es prometedor. ¿Significaba esto que «alguien», en alguna parte, seguía el mismo proceso a la hora de «formar» el cuerpo que teníamos delante? Me cuesta trabajo aceptarlo. La energía mínima necesaria para que surjan un par de elementales partículas es dos veces la masa en reposo de tales partículas, por la velocidad de la luz al cuadrado. (En otras palabras: 1.02 MeV o 106 electrón-voltios). El gasto energético, en definitiva, tratándose no ya de un par de partículas, sino de todo un cuerpo, resultaría tan brutal que —insisto—, desde «nuestra» física, es inconcebible. Tenía que haber otra fórmula. Pero ¿cuál?

Jesús aguardó a que mis torturadas reflexiones llegaran al inevitable callejón sin salida en el que me encontraba. Me observó con atención y yo, cayendo en la cuenta, me sonrojé como un párvulo. Intenté excusarme. ¡Qué absurdo! ¿Por qué justificarse ante un Ser que «lee» los pensamientos y que, sobre todo, es capaz de una infinita comprensión?

Movió la cabeza, como si un servidor no tuviera arreglo. Acertó. Pero, condescendiente, alivió en parte mi testarudez:

—¿Por qué te atormentas?

Eliseo, que lógicamente no podía saber de las dudas que me asaltaban en aquellos instantes, me hizo una señal con la cabeza, pidiendo una aclaración. No me atreví ni a respirar.

—… Ten fe. Ya te lo dije: también las criaturas a mi servicio tienen un «código» —subrayó esta palabra— que, como vosotros, no pueden profanar. Recuerda mis palabras a Lázaro: «Hijo mío, lo que te ha sucedido, ocurrirá igual a todos aquellos que crean en el reino, pero resucitarán bajo una forma más gloriosa. ¡Yo soy la resurrección… y la VIDA! Esto que veis y que podéis tocar —Jesús extendió las palmas de sus manos— no es fruto de fantasías ni de milagros. ¡Miradlo bien! Es una de las formas que disfruta toda criatura mortal de los mundos del tiempo y del espacio, una vez vencido el sueño de la muerte…

Mi hermano hiló rápido y, con su envidiable espontaneidad, le interrumpió:

—¿Puedo…?

El Resucitado, como si esperase la pregunta, desvió su mano derecha —la más próxima a Eliseo—, invitándole a que comprobase. No sé si volví a ruborizarme. Yo hubiera sido incapaz de semejante audacia. Pero aquel ingeniero en telecomunicaciones y experto en computadoras era una caja de sorpresas. Se arrodilló frente al Maestro y, tomando la mano entre las suyas, presionó, palpó, acarició, olfateó sin el menor pudor y, ante la divertida expresión del Hombre, buscó el pulso. A los dos minutos, pálido como un muerto —quizá más muerto que vivo—, se enfrentó a la mirada del Resucitado. Le vi fruncir el entrecejo, como buscando una explicación. Lamentablemente, no la había. Mejor dicho, tenía que haberla, aunque no estaba al alcance de nuestras pobres y limitadas mentes. Una «explicación» que no lastimaba las leyes universales de la física y que, sin embargo, desconocíamos. Fue toda una lección de humildad para la engreída Ciencia que creíamos representar.

De pronto, sin palabras —¡qué necesidad había de ellas!—, mi compañero se inclinó, besando los nudillos de la mano que retenía y que acababa de explorar. Fue instantáneo. Y debo anotarlo, por lo que fue y por lo que representa. Los ojos de Jesús se humedecieron. ¡Dios santo! Aquel Ser era capaz de emocionarse. Ahora, esta deducción me parece ridícula y, sobre todo, equivocada. La emoción del Maestro se debía a otras «razones»…

—¿Satisfecho? ¡Amigo, no basta con hacer esto!

Eliseo, perplejo, se dejó caer sobre la hierba. Y por toda respuesta negó con la cabeza. Yo, ignorante y desconcertado, no supe a qué se refería…

—No os extrañéis —reanudó su exposición— si advertís que esta forma carnal poco o nada tiene que ver con lo que conocéis. Allí donde sois devueltos a la verdadera vida, las limitaciones que os acosan aquí abajo no tienen sentido. Allí sentiréis otra clase de hambre. Otra clase de sed. Otra clase de sentimientos y necesidades. Os lo repito: no os atormentéis. Ahora es muy difícil que el hombre mortal pueda alcanzar las estrellas. Debe bastaros saber que están ahí y que, en su momento, no sólo las estrellas formarán parte de vuestro conocimiento. La «carrera» hacia el Padre Universal es prodigiosamente reveladora. Nada quedará oculto. No olvidéis que vuestros conocimientos son finitos y que toda comprensión, por parte de las criaturas mortales, es relativa. Cualquier información, incluso la que procede de fuentes elevadas, sólo es relativamente completa, localmente exacta y personalmente verdadera. Sólo eso. Los hechos físicos pueden ser uniformes, pero la verdad es una realidad viva y flexible en la filosofía del universo. Las personas que evolucionan como vosotros lo estáis haciendo ahora sólo son parcialmente sabias y relativamente verídicas en sus mensajes. Sólo pueden tener certidumbre en los límites de su experiencia personal. Algo que puede parecer cierto en un lugar, puede ser relativamente verdadero en otro segmento de la creación. La verdad divina, la verdad final, es uniforme y universal. La historia de las criaturas espirituales, tal y como es contada por numerosas individualidades originarias de esferas diversas, puede cambiar a veces en los detalles. Esto obedece a la relatividad en la plenitud de sus conocimientos y de su experiencia personal, así como a la extensión y amplitud de esa experiencia…

—Me parece que te contradices, Señor…

La irrupción de Eliseo me dejó atónito.

—La vida y las vicisitudes de los seres humanos —argumentó con frialdad— se oponen a esa idea de la soberanía universal de Dios…

El Maestro aceptó el reto con deportividad.

—El plan de nuestro Padre es fruto del amor y, en consecuencia, perfecto. Y hasta tal punto es así que las criaturas evolutivas, como vosotros, se ven necesariamente asaltadas por toda suerte de contingencias, sólo en razón de su beneficio.

—¿Contingencias? —replicó mi hermano con amargura—. Yo emplearía un término más duro.

Y antes de que el rabí abriera nuevamente la boca, le espetó inmisericorde:

—¿Qué me dices de la desesperanza, de la mentira, de la injusticia o de la traición?…

¡Dios, cuánta hipocresía!

El Maestro alzó los brazos, rogando calma.

—Veamos: ¿la esperanza es deseable?

Asentimos al unísono.

—Pues bien, entonces es necesario que la existencia humana aparezca permanentemente enfrentada a la incertidumbre y a la inseguridad.

—¿Y qué nos dices de la mentira?

—Decidme: ¿es bueno el amor a la verdad?

No esperó nuestra respuesta. Era obvia.

—… En ese caso, es preciso que el hombre crezca en un mundo donde el error esté presente y la falsedad sea una cotidiana compañera.

—¿Qué puedes decir ante la decepción?

—Lo mismo: ¿es deseable la fuerza de carácter? Entonces, siendo así, la Humanidad debe ser educada en un ambiente que la obligue a atacar duras pruebas y a reaccionar cuando llegue la decepción.

Las respuestas, rotundas, no desanimaron al mordaz Eliseo. Él, en esos momentos, era un traidor y un consumado mentiroso, pero yo lo ignoraba…

—¿Y qué puedes alegar sobre el dolor? Tú lo has experimentado con creces. ¿Era necesario? ¿Es justo?

El rostro del Galileo se endureció fugazmente.

—Tú deseas la felicidad, ¿verdad?

—¡Más que nada en este mundo! —estalló mi hermano, recobrando el temple.

—Entonces —sentenció sin posibilidad de apelación— deberás vivir en un mundo en el que la alternativa del dolor y la probabilidad del sufrimiento sean posibilidades experienciales siempre presentes. Las tribulaciones son la mejor fuente de sabiduría para los mortales. En verdad, en verdad os digo que no se puede percibir la realidad espiritual si antes no se ha sentido por la experiencia. Y muchas de esas verdades sólo se intuyen y comprenden en mitad de la adversidad… En cuanto a mi propio sufrimiento, en nada se ha diferenciado del de muchos otros mortales. Cuando alguien yace por causa del dolor, yo, o mis ángeles, estamos allí…

—¿Para qué?

La aparente ingenuidad de Eliseo debió conmover al Maestro. Le sonrió y, alzando el rostro hacia el celeste del cielo, replicó:

—Aunque el enfermo no lo perciba con claridad, con el único fin de recordarle que, como yo hice, debe abandonarse en las manos del Padre. Os lo he dicho: nada en el reino de nuestro Padre es causa del azar. Ni siquiera un beso…

Eliseo, dándose por aludido, enrojeció. ¡Cuán intensa era mi ignorancia!

—¡El Padre! —esta vez tomé yo la iniciativa—. ¡Hablas tanto de Él!… Pero, de verdad, Maestro, ahora que no nos oye nadie, ¿qué es el Padre?

Jesús soltó una carcajada.

—¿De veras crees que no nos escucha nadie?

Como dos tontos, Eliseo y yo paseamos la vista a nuestro alrededor.

Sin perder aquella espléndida sonrisa, el Señor movió la cabeza, rindiéndose ante nuestro candor.

—Tú amabas al tuyo —apuntó con aquel especial brillo que irradiaba cuando se refería al Padre—. Eso te permite aproximarte un poco, sólo un poco, a la magnífica realidad de nues-tro ver-da-de-ro Pa-dre.

Intencionadamente fue separando las sílabas.

—El Padre Universal no es un ser humano, con largas barbas blancas, como a veces lo pintan sus criaturas. Pero el ejemplo es válido. Él es el Dios de toda la creación. La «causa-centro-primera» de todas las cosas y de todos los seres. Debéis pensar en Él como un creador. Después como un controlador. Por último, como un apoyo infinito. La verdad sobre el Padre Universal empezó a despuntar sobre la Humanidad cuando el profeta dijo: «Tú, Dios, estás solo y nadie hay a tu lado. Tú has creado los cielos y los cielos de los cielos con todos sus ejércitos. Tú los preservas y tú los controlas. Es por los Hijos de Dios que los universos han sido hechos. El Creador se cubre de luz como de un ropaje y extiende los cielos como un manto». Todos los mundos iluminados reconocen y adoran al Padre Universal, el autor eterno y el sustento infinito de toda la creación. En innumerables universos, criaturas dotadas de voluntad han emprendido el largo, muy largo, viaje hacia el Paraíso y la lucha fascinante de la aventura eterna para alcanzar a Dios, el Padre. Las criaturas que conocen a Dios no tienen más que una ambición suprema, un único y ardiente deseo: el de parecerse en su propio mundo a lo que Él es en su perfección paradisíaca personalizada…

—¿Mundos iluminados, dices? —Eliseo, pendiente de la mínima, descendió a un plano más prosaico—. ¿Es que hay vida inteligente y organizada fuera de la Tierra?

Le vi dudar. Tomó un manojo de aquella fresca hierba y, arrancándolo de raíz, lo mostró, preguntando:

—Decidme: ¿qué es más importante: esto o vosotros?

Ninguno de los dos nos atrevimos a responder. Él lo hizo por nosotros:

—Ante nuestro Padre, vosotros, sin lugar a dudas. ¿Creéis entonces que el Padre puede permitir que la hierba sea más numerosa que su prole?

—No has respondido a mi pregunta, Señor: ¿qué es el Padre?

—Lo he hecho, Jasón…

Acarició los verdes y jugosos tallos, mordisqueando uno de ellos.

—… Pero os pondré un ejemplo. Hace miles de millones de «eones»[72] de tiempos, el primer Inteligente que alcanzó la conciencia de sí mismo entró en el no-tiempo, después de experimentar un proceso que también duró miles de millones de eternidades. En el mismo instante de la transición al no-tiempo supo que, con ello, iniciaba un largo camino de realización absoluta de sí mismo que igualmente se prolongaría miles de millones de «eones» de tiempos, en espera de que las humanidades en camino llegasen a formar parte de Él. Y aquel Ser pensó: «Yo seré vuestra meta, aunque me ignoréis. Yo seré vuestro propósito, cuando tan sólo me sospechéis. Yo seré vuestra imagen cuando creáis en mí. Yo sólo seré Dios cuando vosotros seáis un todo conmigo: cuando lleguéis a ser Dios conmigo. Y juntos volveremos a empezar un proceso más allá del no-tiempo, pues el tiempo habrá perdido su razón de ser.

Quien esto escribe —debo confesarlo— no logró asimilar esta supuesta parábola.

—Y tú ¿qué nombre le das al Padre? —Eliseo no retrocedía ante nada—. Porque, según creo, tú también eres Dios… ¿Cómo se entiende este galimatías? Siendo Dios, ¿por qué el Padre es más que tú?

Pero el Maestro tampoco era de los que atrancaban…

—Responde primero a una pregunta: ¿crees que podrías beberte el agua del yam?

—No, Maestro…

—Pues nuestro Padre es un lago al que se olvidaron de cercar… No te empeñes en comprender la naturaleza de Dios: ¡siéntela! Los nombres que las criaturas le atribuyen dependen de la forma con que ellas conciban al Creador. La «causa-centro-primera» del universo nunca se ha revelado por su nombre: sólo por su naturaleza. Al Padre le da lo mismo cómo le llames. Él no impone ninguna forma de reconocimiento, ni de culto oficial, ni de adoración servil a las criaturas dotadas de inteligencia y voluntad. Lo importante es que, en lo más hondo de vuestros corazones, le reconozcáis, le améis y le adoréis…, voluntariamente. El Creador rehúsa ejercer una prepotencia en el libre arbitrio espiritual de sus criaturas materiales y, mucho menos, forzarlas a la sumisión…

—Pero las religiones…

—¿Sabéis cuál es el don más precioso del hombre? —nos interpeló, posando la penetrante mirada en uno y otro, alternativamente.

—La libertad —esgrimí con no demasiada seguridad.

—La consagración amorosa de la voluntad humana a la del Padre. De hecho, hijos míos, es el único don válido que el hombre puede ofrecer a Dios.

—¿Quieres decir que no podemos ofrecer nada más?

—Hacer la voluntad de nuestro Padre lo es todo. En Él, los humanos viven, se mueven y tienen su existencia. Ése es el verdadero culto, que satisface plenamente la naturaleza del Padre Creador, dominado por el amor.

Eliseo volvió a la carga.

—Y tú, Maestro, ¿cómo le llamas?

—Te lo he dicho: abbá.

Aquella palabra aramea venía a significar «papá»: el más entrañable de los vocablos que, por cierto, jamás era utilizado por los judíos cuando se referían a Dios.

—… En espíritu —continuó— todos los nombres otorgados a Dios guardan idéntico significado, aunque, en palabras y símbolos, cada una de las denominaciones expresa el grado y la profundidad con que el Padre es entronizado en el corazón de sus criaturas…

—Y por ahí —mi hermano señaló al cielo—, ¿cómo le llaman?

El rabí sonrió de nuevo.

—Cerca del centro del universo de los universos, el Padre Universal es generalmente conocido bajo nombres que vienen a significar la «causa-primera». Más allá, en el exterior, en los universos del espacio, los términos empleados para designarlo coinciden con el de «centro universal». Más lejos, en la creación estrellada, es conocido por «primera causa creadora» y «centro divino». En una constelación vecina a la vuestra, Dios es llamado «el Padre de los universos». En otra: el «apoyo infinito». Hacia oriente recibe el nombre de «Divino Controlador». También ha sido calificado como el «Padre de las luces», el «Don de la Vida» y el «Único Todopoderoso».

El «universo de los universos», los «universos del espacio», la «creación estrellada»… Aquello escapaba a mi corto conocimiento. Hubiera deseado preguntarle sobre tan magna creación, pero, honradamente, las fuerzas me abandonaron. Eliseo, en cambio, continuaba despierto y dispuesto…

—Antes has mencionado el Paraíso. ¿Existe en realidad o se trata de otra bella metáfora?

—Vosotros lo asociáis a un lugar pleno de felicidad y no estáis equivocados. Pero, mientras permanezcáis sujetos a la carne, jamás podréis aproximaros siquiera a su magnífico e inmenso esplendor.

Eliseo, inasequible al desaliento, insistió:

—¿Te atreverías a definirlo en cuatro palabras?

—Centro de gravedad absoluta. O, mejor, isla nuclear de luz.

—¡Dios mío! —exclamó mi hermano—. ¡Luego es cierto!…

Y antes de que Jesús acertara a proseguir fue directamente al grano:

—Muchos seres humanos piensan que, al morir, entrarán en el Paraíso. ¿Están equivocados?

—Querido amigo, el hombre es como un niño: posesivo, inconsciente y atado únicamente al mundo cercano que le rodea. Ya te he dicho que la carrera hacia la Perfección, hacia el Paraíso, o, si lo prefieres, hacia nuestro Padre, exige una dilatada preparación en otras «moradas»…

—Entonces, ¿cuándo veremos a Dios cara a cara?

—A veces —se lamentó el Resucitado— parecéis ciegos… ¿Por qué le buscas fuera si Él te ha regalado parte de su esencia?

Mi compañero —a juzgar por la expresión de su rostro— no comprendió.

—Se ha dicho: «Vosotros no podéis ver mi rostro, ya que ningún mortal puede verme y vivir». Pues bien, yo os digo que ningún ser material podría contemplar el espíritu de Dios y preservar su existencia terrestre. Es imposible a los grupos inferiores de seres espirituales y a todos los órdenes de personalidades materiales captar la gloria y el resplandor espiritual de la presencia de la personalidad divina. La luminosidad espiritual de esa presencia del Padre es una luz que ningún mortal puede soportar, que ninguna criatura material ha visto y que no podrá ver.

—En resumen —manifestó Eliseo—, que después de la muerte tampoco le veremos…

—Hijo mío, en la inmensidad de la creación, Dios no trata directamente con las personalidades dotadas de voluntad. Lo hace de otras maneras: como te he dicho, «instalándose» en lo más íntimo de cada ser y a través de un vasto circuito de personalidades celestes.

—¿Te das cuenta de lo que acabas de exponer?

Supongo que aquella perplejidad en el rostro del Maestro fue simulada.

—Si no te he entendido mal —prosiguió Eliseo—, Dios se «instala» en cada uno de nosotros…

El Señor no tenía prisa en responder. Se concedió unos segundos, multiplicando así la ansiedad de mi hermano.

—Ésa, mi pequeño curioso, es la más grande verdad que podrás escuchar de mis labios.

Y desplazando los ojos hacia mi persona, subrayó:

—Tu hermano lo sabe: la falsedad no puede anidar en mi corazón. Y yo te digo que cada criatura mortal dotada de inteligencia y voluntad recibe, directamente del Padre, una «chispa» de Él mismo, enviada desde el Paraíso y que vive en el órgano mental de los mortales, ayudándolos a desarrollar su alma inmortal, destinada a sobrevivir por toda la eternidad. La presencia de este «ajustador divino» (así podríamos calificarlo) en la mente humana es revelada merced a tres fenómenos experienciales: a la aptitud intelectual para conocer a Dios, a la necesidad espiritual de encontrarle y al intenso deseo de toda personalidad de parecérsele.

Fue como un chispazo. De pronto creí entender la famosa frase bíblica: «hecho a su imagen y semejanza». Y el Maestro, captando «mi» hallazgo, intervino rápido.

—¡Así es, Jasón! Y en verdad te digo que en todas vuestras aflicciones, Él se aflige. En todos vuestros triunfos, Él triunfa en vosotros y con vosotros. Su divino espíritu es realmente una parte de vosotros, aunque la inmensa mayoría de los humanos jamás llega a descubrirlo.

—Ajustador divino… ¡Me gusta la definición! —Eliseo, poco amante de rodeos, le disparó a quemarropa—: Si es como dices, Señor, si cada ser humano recibe esa «chispa» del mismísimo Dios, ¿qué sucede con aquellas criaturas que no llegan a nacer? Tú no ignoras que ayer, hoy y «mañana», el aborto provocado es una realidad…

Al mencionar la palabra «aborto», la faz del Maestro se oscureció. Mi hermano debió de creer que lo tenía atrapado.

—Mira a tu alrededor. ¿Qué ves?

—No sé…, campos florecientes, colinas hermosas, un lago…

—Dime ahora: ¿crees que todo eso es consecuencia de la casualidad?

Eliseo no dijo nada. Como yo, tenía sus dudas.

—Os lo he repetido: la Creación entera es obra de nuestro Padre. El maarabit no soplaría, las mieses no madurarían y las tilapias no alimentarían a los hombres si Él no lo hubiera deseado. Todo obedece a un orden basado en el amor. Cualquier profanación de ese orden repercute en el resto. En consecuencia, incluso por puro egoísmo personal, las criaturas humanas deben respetar las leyes de la Naturaleza. ¿Creéis de verdad que nuestro Padre está sujeto al error? Sus leyes son fruto del amor. Y os aseguro que el amor es la única moneda válida en el universo, imposible de falsificar…

—Si el Padre es amor —tercié en la conversación—, ¿por qué consiente el mal?

—El mal, mi atormentado amigo, es un concepto relativo. El mal potencial es inherente al carácter necesariamente incompleto de Dios, como expresión de la infinidad y de la eternidad limitadas por el espacio-tiempo. El hecho del elemento parcial, en presencia del total perfeccionado, constituye la relatividad de la realidad. En todo el universo, cada unidad es considerada como una parte del todo. La supervivencia de la fracción depende de la cooperación con el plan y la intención del todo, del deseo sincero y del consentimiento perfecto de hacer la divina voluntad del Padre. Si existiese un mundo evolucionario sin error, sin posibilidades de juicios imprudentes, sería un mundo sin inteligencia libre. En mi universo hay mil millones de mundos perfectos, con sus habitantes perfectos, pero es preciso que el hombre en evolución sea falible, si de verdad desea ser libre. Es imposible que una inteligencia libre y sin experiencia sea uniformemente sabia a priori. Pero no confundáis error con pecado. La posibilidad de juicio erróneo sólo se vuelve pecado si la voluntad humana asume y adopta conscientemente un juicio inmoral intencional.

—Según esto —enlacé con sus explicaciones—, creer que las desgracias son enviadas por Dios puede ser una absoluta estupidez…

—Más que una estupidez, Jasón, una consecuencia de la ceguera humana. El Dios eterno es incapaz de sentir la cólera o de castigar a sus hijos. Ésas son emociones humanas, vulgares y despreciables, indignas de ser llamadas humanas y, mucho menos, divinas.

Hacia las once de la mañana, las primeras rachas del viento del oeste —el maarabit— se dejaron sentir sobre la colina. Los cabellos y la túnica del Hombre se agitaron y, tal y como preveíamos, la temperatura ambiente se elevó notablemente. A los pocos minutos, tanto Eliseo como yo empezamos a transpirar copiosamente. Ambos nos percataríamos en seguida de otro singular fenómeno: a pesar del sofocante calor, igual para todos, la epidermis de Jesús se mantuvo seca y lozana, sin el menor indicio de sudor. Ni su rostro, cuello, axilas o palmas de las manos presentaron atisbo alguno de refrigeración cutánea. Mientras la negra túnica de Eliseo, o la mía, terminaron por pegarse a los cuerpos, la del Galileo siguió suelta e impecable. A lo largo de la conversación, mi compañero hizo un disimulado gesto con los ojos, señalándome la parte superior del cayado, con el claro propósito de que procediera a un «chequeo» del organismo del Resucitado. Reconozco que fue un fallo o una negligencia. Pero, sinceramente, me sentí incapaz de «espiarle» en aquellos momentos. Sus palabras me interesaban más que los análisis.

Jesús, al captar mi silenciosa negativa, lo agradeció con una mirada que me encendió por dentro. Y aguardó la siguiente pregunta. Era curioso. En mis ratos de soledad me había entretenido en levantar una torre de preguntas. Ahora, en cambio, frente a Él, no se me ocurría ninguna.

Mi hermano, de mente más ágil y sibilina, sí estaba dispuesto a «exprimir» a nuestro singular interlocutor.

—¿Por qué no nos hablas un poco más de ese Paraíso?

El Maestro se encogió de hombros.

—Lo haré, si así lo deseas, pero será como si vosotros trataseis de hacer comprender a mis pequeñuelos de hoy el sentido de vuestra misión… Antes deberían conocer otras muchas cosas.

Suspiró profundamente y, durante unos segundos, se entretuvo —supongo— en la búsqueda de las palabras adecuadas. He aquí su explicación, en palabras del siglo XX. (Algunos términos, como «gravedad», no existían en aquella época. Jesús nunca lo pronunció).

—El Paraíso deriva de la Deidad, aunque no puede decirse que sea una Deidad. Las creaciones materiales no son sólo una parte de la Deidad: son una consecuencia. Podríamos decir que, sin calificación especial, es el Absoluto del control material-gravitacional, por la «causa-centro-primera». Esa inmensa «isla», cuyas dimensiones no podríais concebir con la limitada mente humana, permanece inmóvil. Es la única creación estática en el universo de los universos. La isla del Paraíso tiene un lugar en el universo, pero carece de posición en el espacio. Se trata de una isla eterna, origen efectivo de los universos físicos pasados, presentes y futuros…

¡A qué negarlo! A mitad de la explicación había vuelto a «perderme».

—… El Paraíso es un término que incluye los Absolutos focales personales e impersonales de todas las fases de la realidad universal. El Paraíso puede implicar y reunir todas las formas de la realidad: Deidad, Divinidad, personalidad y energía espiritual, mental o material. Todo tiene al Paraíso como punto de origen, de función y de destino, en lo que se refiere a su valor, su significado y su existencia de hecho. Pero no os confundáis. La isla eterna no es un Creador. Es un controlador único de numerosas actividades universales. De un extremo a otro de los universos materiales, el Paraíso influye en la conducta de todos los seres relacionados con fuerzas, energías y potencias. Pero, en sí mismo, es único, exclusivo y aislado en los universos. No representa a nada y nada representa. No es una fuerza ni una presencia. El Paraíso es, simplemente, el Paraíso.

Ni Eliseo ni yo nos atrevimos a formular comentario alguno. Era imposible. Yo, como siempre, acepté su palabra. El Paraíso existe y debe tratarse de un lugar (?) inenarrable.

—Y todas esas cosas —terció Eliseo—, ¿por qué no son reveladas con claridad? Los hombres quizá encontrarían sentido a la vida…

—Hijo mío, es conveniente que los hombres no reciban una revelación excesiva…

Atónito, casi indignado, Eliseo protestó.

—Ello —prosiguió el Maestro con absoluta calma— asfixiaría la imaginación. El progreso exige que la individualidad se desarrolle. La mediocridad busca perpetuarse en la uniformidad. Fuera del contacto con el Padre Universal, ninguna revelación puede ser jamás completa. Porque vuestro mundo ignora generalmente el origen de las cosas, incluso físicas, se ha estimado conveniente darle, de vez en cuando, nociones de cosmogonía, pero esto siempre ha provocado confusiones. Las leyes que gobiernan la revelación limitan grandemente porque prohíben, como os ocurre ahora a vosotros, la transmisión de conocimientos inmerecidos o prematuros. La revelación es una técnica que permite economizar siglos y siglos de tiempo en el trabajo indispensable de selección y de análisis minucioso de los errores de la evolución, a fin de extraer las verdades adquiridas por el espíritu…

—Pero esas revelaciones —intervino mi hermano con nerviosismo— ayudarían a la Ciencia…

El Maestro negó con la cabeza.

—… La revelación no debe engendrar ciencia, ni tampoco religiones. Su función es coordinar a ambas con la verdad de la realidad.

—Pero la Ciencia…

—Vuestra Ciencia, como la de todos los tiempos, es sólo un espejo, que refleja vuestra propia imagen cambiante. Y te diré más: tanto la Ciencia como la religión están permanentemente necesitadas de una autocrítica más intrépida y de una más clara conciencia de lo insuficiente de sus respectivos estatutos evolutivos. En los dos terrenos, los educadores humanos caen con frecuencia en el dogmatismo y en un exceso de confianza en sí mismos.

Mi compañero sonrió burlonamente.

—Tú, Maestro, no pareces muy amante de las religiones. ¿Quién lo diría?

—El sectarismo, mi querido hijo, es una enfermedad de las religiones institucionales. En cuanto al dogmatismo, una esclavitud de la naturaleza espiritual. Es mucho mejor tener una religión sin iglesia, que una iglesia sin religión.

—Eso me interesa —apuntó Eliseo, disfrutando de aquella increíble liberalidad del Resucitado—. ¿Cuáles son, en tu opinión, los peligros de las iglesias?

—En otra oportunidad hablé de esto con tu hermano. Pero lo repetiré, si ése es tu deseo. Las religiones formalistas tienden a la fijación de las creencias y a la cristalización de los sentimientos; fosilizan la Verdad; se desvían del servicio de Dios al de la iglesia; luchan entre sí y entre los hermanos, en nombre del amor, propiciando las sectas y las divisiones; establecen autoridades eclesiásticas opresivas; conducen al nacimiento del falso estado mental aristocrático de «pueblo elegido»; mantienen ideas falsas y exageradas sobre la santidad; se tornan rutinarias y petrificadas y terminan venerando el pasado, ignorando las necesidades del presente.

—¡Dios mío! —lamentó mi compañero—. ¡Pero tú también formarás una iglesia!

El silencio cayó sobre la colina. El Maestro le miró con dureza. Finalmente, señalando hacia mí con su mano izquierda, respondió sin rodeos:

—Si no deseas oír mis palabras, escucha al menos las de Jasón. Cuando el Padre permita que me acompañes, analiza bien mi proceder. Juzga entonces en lo más íntimo de tu ser y recuerda lo que acabas de afirmar. Es importante que distingas la verdad. Yo no vine al mundo a crear iglesias. Sólo a dar testimonio de nuestro Padre. La naturaleza humana es débil (lo sé) e, involuntariamente, mi mensaje será trastocado, surgiendo así una nueva religión…, «a propósito» de mi persona.

Palabras proféticas las de Jesús de Nazaret… Sobre todo para Eliseo. ¿Quién podría imaginar en aquel mes de abril del año 30 lo que sucedería dos años antes, «en el pasado»? Obviamente, ninguno de los dos reparamos en la trascendencia de aquella frase: «Cuando el Padre permita que me acompañes…».

—¿Y cuál es tu religión?

—Os lo he dicho: hacer la voluntad del Padre. Entregarse generosamente al amor y a la apasionante aventura de la búsqueda personal de Dios. Yo no deseo credos ni tradiciones que fosilicen el pensamiento humano. Los que acepten mi mensaje jamás serán dogmáticos. Son las metas (no los credos) las que deben unir a los hombres. Y la que yo os he revelado es ligera y cristalina: llegar al Padre. Hacer su voluntad. Descansar en Él.

No pude contenerme. Y, saltando por encima de las muchas cuestiones que todavía almacenaba Eliseo en su insaciable corazón, me interesé por el destino de esta caótica Humanidad a la que pertenezco.

—En verdad os digo —sentenció con los ojos radiantes por la esperanza— que el futuro del mundo es espléndido. Las tribulaciones pasarán. Y llegará el día en que los hombres olvidarán rencillas y oscuros intereses. Ese día, las naciones de la Tierra, como un solo pueblo, aceptarán el doble mensaje que os traigo: que el Padre existe y que todos sois hermanos. Vuestro destino es la luz. Y nadie os arrebatará ese derecho. Entonces, sólo entonces, hallaréis la paz. Para llegar a eso debéis aprender primero a gozar de los privilegios sin abusar de ellos, a disponer de la libertad como de un delicado recipiente de cristal que conviene manejar con delicadeza y a poseer el poder, rehusando utilizarlo para ambiciones personales. Tales son los indicios de una «Humanidad avanzada».

—Entonces estamos muy lejos…

La insinuación de Eliseo quedó en el aire. El cinturón de seguridad en torno a la «cuna», proyectado a 600 pies, había detectado un «target». El computador central transfirió la alerta, haciendo vibrar la conexión auditiva. Me puse en pie. Alguien rondaba o se acercaba a la colina.

Con una escueta indicación fue suficiente: mi hermano comprendió que «algo» sucedía e, incorporándose al punto, miró en silencio al extraordinario Hombre. Fue una mirada de admiración. Jesús le correspondió con un guiño. Alzó sus manos y se despidió con un lacónico «Id pues…».

Hacia las 11.30, el radar 2D[73] confirmaba las señales infrarrojas. Algo se movía en el radial 135, avanzando con lentitud en dirección norte, prácticamente en paralelo a la falda oriental del promontorio. La posición coincidía con el segundo ramal: el que culebreaba por la referida ladera este, hasta coronar la cima en la que continuaba el Resucitado.

Dudamos. ¿Convenía activar el escudo gravitatorio? Si se trataba de los discípulos, a juzgar por el camino que habían tomado, pasarían a unos 80 o 100 metros al este de la «cuna». Era preciso asegurarse. Catapultamos uno de los «ojos de Curtiss», estacionándolo a 150 pies de altitud sobre el «eco». Al identificar al grupo humano respiramos aliviados. Efectivamente, eran ellos.

A las 11.45 se detenían a corta distancia de la cima. El Maestro, en pie, los esperaba.

A partir de esos momentos, con la ayuda del «ojo de Curtiss» y del resto del instrumental, nos entregamos a una febril labor de observación de la escena y, sobre todo, del análisis del enigmático «cuerpo» del rabí de Galilea.

Lo que aconteció en la cima de la colina no fue fácil de comprender. El Señor los saludó, invitándolos a que se aproximaran. El Zelote, más impresionado que el resto, fue el último en llegar hasta Él. Y a una orden del Resucitado, los once se arrodillaron a su alrededor. Entonces, levantando el rostro hacia los cielos, pronunció unas solemnes palabras. Más que hablar, Jesús gritó, pleno de seguridad, poder y majestad. Al oírle nos estremecimos.

—¡Padre mío, te traigo de nuevo a estos hombres: mis mensajeros! De entre los hijos de la Tierra, he elegido a éstos para que me representen, como yo he venido representándote. ¡Ámalos y acompáñalos, como tú me has amado y acompañado! Y ahora, Padre mío, dales la sabiduría, ya que pongo en sus manos todos los asuntos del reino. Nuevamente, Padre mío, te doy las gracias por estos hombres y los dejo bajo tu guardia…

Aquello parecía una confirmación como mensajeros y embajadores del reino. Pero, al no conocer lo que había sucedido en vida del Maestro en aquella «montaña de la ordenación», fue imposible hacerse una idea exacta de la trascendencia de lo que el rabí decía y hacía. (Durante el tercer «salto» —creo que debo adelantarlo—, la escena en cuestión se repetiría con los doce, y quien esto escribe comprendería su importante significado. La «montaña de la ordenación», tal y como la denominaban Jesús y sus hombres, fue el lugar donde los íntimos recibieron la designación «oficial» como discípulos del Maestro. Una ceremonia, en honor a la verdad, largamente esperada por todos ellos. Pero no adelantemos los acontecimientos).

Concluida la plegaria, en mitad de un respetuoso silencio, el Resucitado se acercó a cada uno de los presentes, colocando las manos sobre sus cabezas. En cada imposición, el Señor cerraba los ojos, permaneciendo así por espacio de varios segundos. Sólo Felipe y Simón Pedro —los más curiosos— se permitieron alzar ligeramente los ojos, espiando los movimientos de Jesús.

Terminada la imposición de manos, les rogó que se alzaran. Y, recuperando su buen humor, departió con ellos durante una media hora, rememorando —como sucediera en la playa de Saidan— los «viejos tiempos». Por último, hacia las 12.45 horas, se dirigió a Simón, el Zelote, abrazándolo durante casi un minuto. No hubo palabras en aquel efusivo abrazo. Pero los ojos del patriota se llenaron de lágrimas. Acto seguido, uno por uno, repitió la entrañable despedida. Y retrocediendo hasta el centro del círculo que formaban los íntimos, desapareció fulminantemente. En el aire, durante décimas de segundo, quedó flotando una luminosidad azul.

Mi compañero me miró, perplejo. Yo, impotente, arqueé las cejas, cediendo ante la evidencia. Esta vez no hubo anuncio para una tercera aparición. ¿Significaba esto que las «presencias» de Jesús en la Galilea habían finalizado?

Tras unos minutos de confusión, los discípulos emprendieron el regreso a Nahum.

¿Por dónde empezar? Lo poco que captamos con nuestros aparatos fue tanto y tan inconcebible que a punto he estado de rendirme y pasar por alto el capítulo de los análisis del llamado por los creyentes «cuerpo glorioso» del Galileo. Una expresión afortunadísima que, sin embargo, me atrevería a modificar por la de «cuerpo milagroso», aunque sé que los milagros no existen…

También sé que la Ciencia ortodoxa sonreirá burlona ante lo que voy a exponer. No me preocupa. A estas alturas, ¿qué puede importarme su necia rigidez?

Con el fin de no agotar al posible receptor de estos diarios, me limitaré a exponer someramente los «descubrimientos» que la Divina Providencia tuvo a bien regalarnos.

Primero. Aquel «cuerpo», como imaginábamos, carecía de sistema circulatorio. Durante la hora larga que el Resucitado permaneció al alcance de los detectores de ultrasonidos[74], tanto las exploraciones en superficie (a 7,5 Mhz) como las de mayor penetración (a una frecuencia de 3,5 Mhz), resultaron negativas. En las pantallas no obtuvimos imágenes de arterias, venas, capilares ni tampoco del sistema linfático. ¡Nada!

Segundo. A pesar de esta ausencia —vital para un ser vivo como el hombre—, el «cuerpo» presentaba una aparente perfecta formación del sistema muscular, al menos en lo que a los músculos «voluntarios» se refiere. Los «viscerales», en cambio, no contaban… La naturaleza y disposición de los primeros —con sus características estrías— tampoco se diferenciaban de los «nuestros»[75]. Este armazón parecía sustentado por «algo» similar a una estructura ósea. Y digo «parecía» porque el supuesto esqueleto no era visible con los ultrasonidos, «traduciéndose» en zonas de sombra.

Uno de los aspectos más desconcertantes lo constituyó el extraño «líquido» (las palabras, de nuevo, son un torpe vehículo) que impregnaba —sin necesidad de vasos ni red capilar alguna— lo que quizá podríamos definir como un tejido conjuntivo en el que se anclaba la masa muscular. Este «líquido» actuaba (?) como el agua que empapa una esponja. Su composición fue imposible de precisar con exactitud, aunque sospechamos que podría guardar cierta relación con la solución de Ringer [76], desempeñando el importantísimo papel, entre otros, de «captador» del oxígeno del aire, que sería difundido por la totalidad de las unidades celulares. (Este postulado, obviamente, tiene un carácter especulativo).

Tercero. Aquel «cuerpo» no presentaba vísceras. Es decir, carecía —o nosotros no pudimos localizarlos— de aparato digestivo, hígado, páncreas, etc., así como de pulmones… ¡y corazón! Esto, quizá, justificaba por qué Eliseo no encontró el pulso y por qué el Resucitado se negaba a comer. ¿Qué fue lo que percibimos en el interior? «Algo» tan anormal que me siento impotente para definirlo. La resonancia magnética nuclear y los ultrasonidos revelaron un auténtico «torbellino» de filamentos y zonas espaciales, de un rico cromatismo, vibrando y fracturándose a velocidades vertiginosas, con las nubes atómicas ¡en perfecto orden! Si tuviera que describir aquel «vacío», quizá me inclinase por la pobre e inexacta expresión de un «horno generador». Pero seguramente era mucho más…

En esta deficiente exposición, entre los muchos errores que, supongo, estoy cometiendo, hay uno que puedo rectificar. Aunque no logramos ubicar el aparato digestivo, sí encontramos un elemento residual, que aclaraba —a medias— el incomprensible fenómeno de la voz y de las carcajadas de Jesús. Para un ser humano que careciese de pulmones, la columna de aire necesaria para hacer vibrar la glotis dejaría de existir y los sonidos difícilmente aflorarían a su garganta. El «cuerpo» de Jesús presentaba una boca y una faringe normales, con un rudimentario y corto «tubo» (?) que se hundía en el «horno» interno. La única posible explicación a la realidad de sus palabras podía estar en la sustitución del aire por una serie de impulsos eléctricos (?) que hacían vibrar la referida área de la glotis.

Cuarto. Tanto los sentidos del oído, de la vista, como el del tacto, presentaban estructuras idénticas a las humanas, aunque las conexiones cerebrales resultaron inescrutables, debido a la especialísima configuración y naturaleza de lo que —arriesgando mucho— podríamos calificar de «cerebro». El aparato lagrimal, por ejemplo, era perfecto, a excepción de las vías lagrimales que, en el hombre normal, conducen el excedente a las fosas nasales. Aquí no existía. En cuanto a la piel (?), resultó otro misterio. Tanto mi compañero como yo la habíamos tocado y contemplado a placer. Ni en la playa de Saidan ni en la «montaña de la ordenación» percibimos diferencias sustanciales. La temperatura corporal, incluso, parecía correcta. Pero, de ser así, ¿por qué aquel «cuerpo» no emitía radiación infrarroja? El «bombardeo» teletermográfico sólo sirvió para corroborar lo que ya sabíamos [77]. El tegumento externo o piel, merced a las imágenes macroamplificadas, se reveló como una envoltura «normal», con sus dos capas —la dermis y la epidermis—, con el correspondiente pigmento en las células de Malpighi, pero con algunas radicales diferencias. Por ejemplo: las papilas dérmicas eran de una sola clase (nerviosas), con total ausencia de las eminencias cónicas vasculares. Faltaban igualmente las glándulas sudoríparas. Como pudimos ratificar al paso del maarabit, sencillamente, no transpiraba. Los órganos de la sensibilidad térmica, tanto los receptores sensibles al frío (corpúsculos de Krause) como los del calor (Ruffini), eran normales. Esto nos confundió mucho más. ¿Qué finalidad podían tener en un organismo que no necesitaba de refrigeración cutánea y que —aunque no llegamos a constatarlo— quizá fuese igualmente insensible al frío? Los órganos de la sensibilidad dolorosa también aparecían perfectamente diferenciados a través de una red de terminaciones nerviosas libres que se arborizaba en los intersticios del epitelio cutáneo. Entonces comprendí por qué Jesús había retirado las manos tan precipitadamente del fuego y por qué vació una de sus sandalias del molesto granulado de la playa de Saidan.

Quinto. Al carecer de aparato urogenital interno, lo que entendemos por funciones secretoras, excretoras y de reproducción estaban de más. Esto, obviamente, nos conducía a un no menos interesante doble dilema. Suponiendo que lo necesitase, ¿cómo efectuaba las eliminaciones metabólicas y la transmisión de la vida? Esta última cuestión se nos antojó fuera de lugar. A veces olvidábamos que aquel «cuerpo» no se hallaba sujeto a las leyes de «nuestra» naturaleza…

Conforme fuimos profundizando, los «hallazgos» nos desbordaron. Y el clímax de semejante desconcierto llegaría con los análisis del sistema nervioso y de la zona, sin duda, más noble de tan prodigioso organismo.

Sexto. No hubo demasiadas dificultades para constatar que aquel «cuerpo» —esta palabra cada vez resulta más inadecuada— disponía de «algo» bastante similar a nuestros sistemas nerviosos central y periférico. El primero —a pesar de las dificultades para penetrar el hueso con los ultrasonidos— ofrecía una forma conocida: un largo tallo, con el correspondiente engrosamiento en el extremo superior. Presumiblemente se hallaba alojado en el conducto óseo craneorraquídeo (lo que nosotros denominamos «eje cerebroespinal o neuroeje»). El periférico, por su parte, aparecía ramificado por toda la «cubierta» muscular, partiendo del neuroeje. Miríadas de aquellos cordones nerviosos o «nervios» se perdían en el vibrante «horno» interior.

La gran sorpresa, digo, se produciría al explorar el abultamiento superior del sistema nervioso central, que la medicina define como «encéfalo».

Con la inestimable ayuda de las imágenes obtenidas por resonancia magnética nuclear [78], apoyadas desde el «ojo de Curtiss» con el fin de obtener el necesario retorno de las secciones transversales, el interior del cráneo del Resucitado apareció ante nuestros atónitos ojos como un «mundo irreal». La masa encefálica no existía como tal. Cerebro, cerebelo, duramadre, bulbo raquídeo, hipófisis, etc., habían sido sustituidos por un esferoide —una especie de «super-galaxia»—, luminiscente, en perpetua palpitación y conformado por trillones de «circuitos» de algo semejante a las sustancias blanca y gris, con «cuerpos celulares», «tallos protoplasmáticos» y «cilindro-ejes»…, puramente atómicos. A nivel teórico y especulativo imaginamos que aquella intrincada «tela de araña» desarrollaría las mismas funciones que «nuestros» hemisferios, ventrículos, etc. Pero no podemos asegurarlo. Lo cierto es que aquel poderoso e «inmaterial encéfalo» parecía regular las operaciones motoras, en estrecha colaboración con el sistema periférico. Dudamos, por supuesto, que existiera ningún tipo de red nerviosa visceral o vegetativa.

El perfecto orden de las nubes atómicas de aquel «cuerpo» y de su «encéfalo» —desafiando toda entropía— nos facilitó las cosas [79]. Nosotros, en aquellos atropellados momentos, no llegamos a descubrirlo. Pero, meses más tarde, los especialistas de Caballo de Troya, al analizar la «documentación», fueron a dar con una «característica» de aquel supercerebro que, con el devenir de las investigaciones, culminaría en uno de los más extraordinarios hallazgos de nuestra era. Una «revelación científica» que, si algún día es proclamada pública y oficialmente, conmoverá los cimientos de la Humanidad, llenando de alegría y optimismo —supongo— a filósofos, pensadores y, desde luego, a todas las religiones. Me estoy refiriendo a lo que, sin lugar a dudas, podría ser considerado como el «habitáculo», «soporte» o «receptáculo» (las definiciones terminológicas se quedan cortas y pobres) del alma humana. Resultaría imposible desarrollar aquí la miríada de experimentos llevados a cabo por mis compatriotas, a raíz de nuestro involuntario descubrimiento y que, insisto, les ha conducido a la constatación científica de ese «ente» en el que millones de seres humanos creen por la fe. Pero entiendo que es mi deber aportar algunos datos —los más significativos—, con la única finalidad de desvelar el feliz acontecimiento.

Todo empezó cuando, en una de las «áreas» de aquel filamentoso y singular «encéfalo» —que venía a corresponder a la corteza del tercer ventrículo, bajo el tálamo—, los científicos, prácticamente por azar [80], detectaron unos átomos de un gas noble (el kriptón). En total, 86 conjuntos biatómicos que giraban en órbitas comunes. Los planos orbitales, sensiblemente paralelos, disfrutaban de un «eje» común que, a su vez, describe un movimiento vibratorio armónico cuya frecuencia y amplitud estaban en función de la temperatura (0,2 megaciclos para 35 grados centígrados). En un primer momento, los investigadores no prestaron excesiva atención a esos átomos. En realidad, desde mucho antes, algunos laboratorios que ensayaban con la fecundación de óvulos humanos ya habían detectado su presencia en el interior de dichos óvulos (concretamente en la desoxirribosa). Estos átomos de kriptón se encontraban en los extremos de la cadena helicoidal del ácido desoxirribonucleico, formando varias parejas: las 86 ya mencionadas. Al parecer, según mis noticias, tales series ordenadas de átomos sólo habían sido detectadas en las células germinales de hombres y animales pluricelulares, aunque, con el paso del tiempo, el descubrimiento se extendería al resto de las células. Pero la primera de las grandes sorpresas surgió cuando uno de los especialistas tuvo la genial e intuitiva idea de analizar la distribución electrónica de tales átomos. Como conocen bien los expertos en física cuántica, los electrones ocupan posiciones instantáneas, cuya función probabilística se rige por el azar. Este principio del «indeterminismo» —común en el mundo microfísico— «era» sagrado. Y digo «era» porque, como veremos, los esquemas mentales de aquellos científicos no tardarían en volatilizarse. ¡En tales átomos de kriptón, las posiciones aparecían regidas por un sincronismo desconcertante! Los átomos homólogos en las cadenas de kriptón de los distintos espermatozoides investigados presentaban una distribución similar y sincrónica; como si fueran relojes que funcionasen al unísono, ligados, quizá, por ocultas emisiones de radiación, que estimulasen dicho comportamiento o como si un misterioso fenómeno de resonancia obligase a todos los electrones a regirse por el mismo patrón. Se pensó que la proximidad de las células en estudio podía provocar tal efecto de resonancia. Más tarde —con idéntica sorpresa— pudieron comprobar que todos los seres vivos se comportaban en sus cadenas de átomos de kriptón de idéntica forma. (Parece ser, incluso, que este fenómeno es universal y que el código genético encerrado en el ácido desoxirribonucleico no es sino uno de los eslabones de esa cadena de factores que explican el comportamiento de la materia, animada por la vida. Una vida, a fin de cuentas, «inspirada» por Dios). Pues bien, esta cadena de átomos de kriptón presenta una doble función: la de «almacenaje» en el seno de los seres vivos de una información codificada sobre todos los posibles seres orgánicos integrados en el universo y, en segundo término, la captación del medio ecológico circundante de toda suerte de informaciones. Al comparar estas últimas con las primeras, el ser vivo estaría en condiciones de provocar las necesarias mutaciones, dando lugar a un «individuo» nuevo o diferente. En otras palabras: estos átomos de kriptón contienen las claves codificadas para la formación de todas las posibilidades de seres orgánicos que puedan darse en la naturaleza. Las cifras son mareantes: se sospecha que las posibilidades de mutaciones podrían superar los 18 millones. Según esto, cada cambio de un electrón en el seno de una subcapa orbital, de las ocho que existen en cada átomo de kriptón, codificaría un philum. Y cada uno de los cuatro «saltos» electrónicos representaría, en consecuencia, otras tantas ramas. La morfología que adoptase un animal, en el caso de producirse una mutación, estaría en función de las mencionadas posiciones electrónicas de los electrones de los restantes átomos de la pequeña nube de kriptón. Ésta disfruta, por tanto, grabada en forma de código, de toda la filogenia de los seres vivos posibles en el universo. ¡Algo trascendental!

Pero entremos ya en el descubrimiento final y más sugestivo. Cualquier observador medianamente avisado podrá argumentar: «¿Cómo es posible determinar científicamente la existencia de un “ente” adimensional, como se supone que es el alma, y, consecuentemente, inaccesible al control de los instrumentos de un laboratorio?».

Partiendo del postulado de que la Ciencia evalúa siempre la existencia de un factor en función de los efectos que produce, quizá estemos en condiciones de responder a esa pregunta [81].

Tras el hallazgo de estos átomos aislados en el «encéfalo» del Resucitado, los científicos investigaron una importante muestra de cerebros humanos, encontrando que dicha «nube» se hallaba alojada siempre en la misma zona y a idéntica profundidad, en el hipotálamo. (Este gas, como es sabido, no se combina con ningún otro cuerpo o elemento químico. Su presencia, por tanto, resultaba muy extraña; más aún, teniendo en cuenta su reducidísimo volumen). Estaba claro, en definitiva, que no se hallaban ante un fenómeno aleatorio. Y una noche, en pleno examen de la corona electrónica de estos átomos —con el fin de observar posibles alteraciones cuánticas provocadas por probables transferencias energéticas—, nuestros investigadores detectaron «algo» sobrecogedor. El cuerpo de uno de los voluntarios yacía en una cámara especialmente acondicionada, en la que habían sido eliminados todos los residuos de gas kriptón. Una serie de sondas perforaba su cráneo (zona parietal derecha). Aunque había sido sometido a anestesia local, el resto de los mecanismos reflejos y conscientes no se hallaba inhibido. Toda una maraña de detectores de funciones fisiológicas había sido distribuida por su cuerpo. Ante una pantalla iban apareciendo las cifras y parámetros suministrados por los computadores, perfectamente ordenados en columnas. Cada uno de estos dígitos reflejaba la situación probabilística de cada electrón, en relación a uno, tomado como referencia en cada instante, pero con expresión de tiempo «factoriado» (en «cámara lenta»). Cuando una cifra saltaba a otra columna se expresaba con ello un salto cuántico a otro nivel energético. Ésta era la finalidad del estudio. De pronto, como decía, los expertos quedaron paralizados. La pantalla del equipo detector fue desconectada y los científicos se abalanzaron sobre las columnas de números. «Aquello» era imposible. Los dígitos guardaban una relación secuencial. Es decir, aparecían distribuidos armónicamente, según una función periódica. Los electrones, que según el principio de incertidumbre, deberían de ubicarse en sus niveles energéticos de un modo anárquico, parecían superar el teórico y obligado «caos», regulando su función probabilística y rompiendo así con la supuesta inflexible ley del citado indeterminismo microfísico. La impresión fue tan fuerte que, en aquellos momentos, la mayoría buscó una explicación en el simple azar. Pero no. La experiencia, repetida hasta la saciedad y en individuos diferentes, arrojaba siempre idéntico final: aquellos movimientos armónicos de los electrones corticales del átomo de kriptón coincidían con los impulsos nerviosos emitidos por la corteza cerebral de los voluntarios en experimentación. En otras palabras: con los movimientos conscientes de sus brazos, pies, manos, voces, etc. No ocurría lo mismo, sin embargo, con los movimientos llamados reflejos o con los impulsos emitidos por el sistema neurovegetativo. En un principio se llegó a emitir la hipótesis de que tales movimientos codificados en la corteza electrónica de kriptón podían estar condicionados: que fueran, en suma, un efecto de los neuroimpulsos emitidos por el encéfalo del ser vivo. Pero la verdad es que no acertaban a comprender la funcionalidad de dicho código en un átomo aislado de un gas inerte. Un año más tarde se produciría un nuevo y asombroso —yo diría que vital— descubrimiento: aquellos movimientos armónicos de los electrones de la corona del átomo PRECEDÍAN (he dicho bien: ¡precedían!) a la conducta voluntaria de los hombres y mujeres con los que se experimentaba. El «adelanto» en cuestión oscilaba alrededor de una millonésima de segundo sobre las reacciones neurofisiológicas del organismo. En palabras más simples: parecía como si aquellos electrones fueran el alma del individuo, «dictando» las oportunas órdenes al cuerpo. Esto, obviamente, era absurdo. Los electrones carecen de vida. Pero entonces, si no se movían como consecuencia del azar, debía de existir un «factor» independiente que fuese capaz de ejercer un control sobre ellos. La conclusión final —por no hacer más engorroso este informe— fue tan sencilla como trascendental: ese «factor» invisible, intangible y desconocido, tenía que ser lo que la filosofía y las religiones denominan «alma». Por primera vez en la historia, su constatación científica era un hecho. La Ciencia, una vez más, acudía en ayuda de la religión…

Como es fácil imaginar, estas experimentaciones no se limitaron al exclusivo campo humano. Los científicos, dominados por la curiosidad, quisieron desentrañar una vieja incógnita: ¿tenían alma —tal y como la concebimos los seres inteligentes— los animales? Y las investigaciones se extendieron a otros muchos seres orgánicos —unicelulares y pluricelulares—, incluyendo virus y compuestos orgánicos autorreproducibles. Los resultados fueron desalentadores. Se detectaron átomos aislados de neón y xenón en muchos seres vivos y millones de átomos de gas helio en los animales provistos de estructuras nerviosas superiores. Hubo incluso un destello de esperanza cuando los átomos de kriptón aparecieron en los mismos puntos encefálicos de los «inteligentes» simios. Pero sus «nubes» de kriptón se movían según la función probabilística habitual en el resto de los átomos de la naturaleza. No fue registrado ningún código. Hasta hoy, por tanto, persiste la duda: ¿existe una alma en los seres biológicos no humanos? Curiosamente, Jesús de Nazaret, siempre que se refirió al «alma», lo hizo en relación directa con los seres dotados de inteligencia y voluntad…

Las investigaciones, tras estos sensacionales hallazgos, adquirieron un ritmo vertiginoso. En las «nubes» atómicas de kriptón de cada encéfalo humano fueron localizadas las funciones de tres de estos átomos. Dos tenían un carácter «emisor», y el tercero, «receptor». Los primeros son los responsables del envío —convenientemente codificados— de cuantos informes puede suministrar el sistema nervioso cortical[82]. Algo así como si se transmitiera una especie de código Morse hasta una pequeña emisora (el helio). Se produce entonces un efecto cortical de resonancia entre la corona electrónica de los átomos de helio y los de kriptón y éste, a su vez, vuelve a transformar el código recibido en otro de similares características, pero «inteligible» para el alma. (El átomo de kriptón haría las funciones, salvando las distancias, de una especie de receptor de televisión o de radio que recibe y emite al alma, en un lenguaje que sólo ella conoce, cuanto ocurre en el hombre y en su entorno).

Los átomos «receptores», por su parte, siguiendo un proceso inverso, envían al cuerpo una serie de instrucciones procedentes del alma. Estos «mensajes» son catapultados desde los átomos de kriptón a millones de átomos de helio, modificándose sus estados cuánticos de forma que irradian «cuantum» de frecuencias menores que las de la luz (radiación infrarroja). A partir de aquí, otro tipo de neuroórganos —tampoco conocidos aún por los fisiólogos—, que trabajan de manera parecida a los pares termoeléctricos, transforman esos mensajes termomodulados en impulsos nerviosos, canalizados por las redes neuronales. Estos neuroórganos están distribuidos en las áreas motoras de ambos lóbulos frontales; concretamente, en las zonas situadas atrás y debajo del «gran surco central». Como acostumbraba decir el Maestro: «Quien tenga oídos, que oiga…».

Volviendo al «cuerpo glorioso» del Resucitado, a manera de resumen, podríamos decir —dentro de las terroríficas limitaciones que ello implica— lo siguiente:

1. Aquella estructura, aparentemente humana, no se hallaba sujeta a las grandes servidumbres de la naturaleza del hombre terrenal. Esto, evidentemente, la situaba en ventaja. Las necesidades fisiológicas llamadas básicas no contaban para ella.

2. Al estudiar todo el desarrollo de las «apariciones» llegamos a la conclusión de que, por razones que se nos escapan, la formación de dicho «cuerpo» experimentó diferentes y bien definidas fases o procesos de «materialización», pasando por etapas «nebulosas», «cristalinas o transparentes» —en las que el Maestro se negó a que le tocasen— y de una materialidad externa perfectamente conformada. En las primeras etapas —digamos de semiformación—, aquellas «presencias» provocaban unos intensísimos campos magnéticos (de hasta 200 000 gauss), que, sin duda, fueron los responsables del arrastre de las espadas, copas metálicas, etc., en el interior del cenáculo. Es imposible certificar si esos diferentes estadios que fue presentando el «cuerpo glorioso» de Jesús corresponden a otras tantas «formas de vida», independientes entre sí, a las que puede tener acceso el hombre después de la muerte o si, por el contrario, todas ellas constituyen un único y escalonado proceso (?).

3. Sea como fuere, lo cierto es que el «estado terminal» que nos fue dado ver y examinar parecía estar orientado —en sus funciones nobles y básicas— a algo que el ser humano mortal sólo puede soñar y añorar: el CONOCIMIENTO. Aquel «supercerebro», dominando y dominante, tenía que ser una fuente incalculable de sabiduría, de emociones y de sentimientos.

4. Si «aquélla» —como aseguró el Maestro— era una de las formas de vida después de la muerte, quien esto escribe, humilde y sinceramente, no teme ya ese paso… Es más: ruego al Padre Todopoderoso para que acorte mis días sobre la Tierra y me permita comprobar cuanto sé e intuyo. El miedo a morir, por la gracia de Jesús de Nazaret, ha quedado superado.