ESPAÑA
En lo más íntimo lo sabía y esperaba. El incidente en el museo de la Medicina Antigua de Israel, a pesar de mi escapada, continuaba coleando y salpicando. La Inteligencia judía nunca olvida. De ahí que las semanas siguientes a mi vuelta a España no fueran todo lo apacibles y descansadas que hubiera necesitado.
La carta —con el pergamino— llegó a mi poder a los ocho días de haber sido depositada en el buzón de Jerusalén. Constituyó un enorme alivio que, sin embargo, se vio empañado por una significativa y alarmante llamada telefónica.
En la mañana de aquel lunes, 15 de diciembre de 1986, pocos minutos después de recibir el amuleto, el primer secretario de la embajada israelí en Madrid se ponía en contacto con este aterrorizado periodista. Fue una conversación tan exigua como angustiosa en la que apenas acerté a construir una frase coherente. Hábil y prudente, después de varios lisonjeros circunloquios, fue derecho al grano:
—¿Le entregaron un amuleto muy antiguo en el museo de la Medicina de Jerusalén?
No recuerdo bien la respuesta, pero, por supuesto, no se ajustó a la verdad. La advertencia —sutil y generosa, pero advertencia al fin y al cabo— fue como un tiro de gracia. De cara a los israelitas me hallaba marcado para siempre.
Fotocopié el texto hebreo del pergamino y, de acuerdo con lo pactado conmigo mismo, me apresuré a ejecutar la segunda de las fases de la ya referida maniobra de restitución del documento. Lo introduje en un nuevo sobre y éste, a su vez, en otro que, urgente y certificado, partió esa misma tarde del lunes hacia la República Federal de Alemania. Dos entrañables amigas, cuya identidad no puedo desvelar, se encargarían de la tercera y última operación: el fulminante envío del «cuerpo del delito» a sus legítimos propietarios, en la calle Straus de Jerusalén. La misiva aterrizó en Alemania en los días próximos a la Navidad. Y mi escueta petición fue cumplimentada fiel y diligentemente. A las pocas horas, el anónimo lacrado sobre con el pergamino partía de Munich, rumbo a Israel. Mis adorables amigas no hicieron preguntas, limitándose a telefonear a mi domicilio, confirmando —en clave— que la misteriosa carta volaba ya hacia su destino final.
Por seguridad, dado que mi teléfono no ofrece demasiadas garantías, yo había transmitido a las germanas una especie de santo y seña que, una vez culminada la maniobra, deberían anunciarme lisa y escuetamente. Y así fue, gracias a Dios.
El mismo 25 de diciembre, al anochecer, con la oportunísima excusa de felicitarnos las Pascuas, Jenny me habló así desde la Alemania Occidental:
—Tía Margarita está mejor…
Salté de alegría.
—¿Estás segura?
—Sí —remachó, rotunda—, tía Margarita se encuentra mejor. Mucho mejor.
La aventura —eso espero y deseo— acabaría con dos atentas y significativas cartas de Samuel S. Kottek, el médico que me acompañó en la visita al citado museo, de tan triste recuerdo. La primera, con fecha 7 de diciembre. La última, escrita el 5 de enero de 1987. Ambas son incluidas en el presente trabajo. Ambas hablan por sí solas.