21 DE ABRIL, VIERNES
Ocurrió un par de horas antes del amanecer. El cansancio empezaba a humillarme. Necesitado de un rato de sueño arropé a Juan Marcos con mi ropón, recostándome junto a las agonizantes brasas. La leña se había agotado, pero me sentí incapaz de rastrear la costa, a la búsqueda de una nueva carga. Lo incómodo del terreno, erizado de guijarros, me obligó a cambiar varias veces de postura, en un más que problemático intento de conciliar el sueño. Cuando, al fin, logré un cierto reposo, «aquello» —me siento incapaz de definirlo— empezó a moverse. Me encontraba tumbado de espaldas, encarado a la majestuosa cúpula celeste, cuando, como digo, «algo» se deslizó en lo alto, en mitad de la extensa constelación de Hydra. En un primer momento lo atribuí a mi propio agotamiento. Quizá estaba siendo víctima de una alucinación visual. Cerré los ojos, pero, al abrirlos, la «luz» seguía allí, desplazándose con lentitud hacia la eclíptica. ¿Una «virgínida» rezagada? Evidentemente, no. Su «comportamiento» no guardaba relación con las fulgurantes y oblicuas trayectorias de los meteoros o meteoritos. Su luminosidad, además, no coincidía con las estelas verdiamarillentas de las estrellas fugaces que habíamos contemplado poco antes. «Esto» era blanco. Un punto de luz definido —sin cola— y de un brillo bastante similar al de la anaranjada estrella Alphard (2m.2.), de la que, justamente, lo había visto partir. Fuera lo que fuese se movía a gran altura y con una cadenciosa oscilación lateral. Rememoré el «incidente» que mi hermano y yo presenciamos en la noche del jueves santo en el campamento de Getsemaní. Sentí un escalofrío. De pronto, la «luz» se detuvo en la constelación de Cáncer. Aquello me descompuso. Me incorporé y, tenso como el muelle de una ballesta, aguardé a que se desplazara nuevamente. Pero la «cosa» permaneció inmóvil, camuflada entre la miríada de estrellas. En realidad, de no haberla visto moverse poco antes, su presencia habría pasado inadvertida. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué demonios era «aquello»? La sola idea de que, en pleno siglo I, «alguien» pudiera tripular una máquina repugnaba a mi espíritu científico. Sin embargo, muy a pesar mío y de mis esquemas mentales, lo registrado en los radares del módulo en la referida madrugada del jueves, 6 de abril, el no menos misterioso objeto circular que se interpuso entre el Sol y la Tierra en la mañana del viernes santo, provocando el «oscurecimiento evangélico», y ahora la «luz» que vagabundeaba sobre mi cabeza, parecían manejados inteligentemente. Diría más. Aun a riesgo de soliviantar a las mentes más ortodoxas, casi estoy convencido de que los tres fenómenos tenían mucho en común. Los dos primeros «coincidieron» con otros tantos sucesos, íntimamente vinculados a la persona de Jesús. ¿Y el tercero? ¿Debía considerarlo como un presagio? ¡Tonterías!
El sueño se disipó. Observé a Juan Marcos. Dormía profunda y apaciblemente. Con una creciente agitación me encaminé a la orilla. La playa continuaba desierta y negra, sin otro signo de vida que el rojo rescoldo de la hoguera. En esos instantes no los conté. Después, al analizar la increíble «escena» que estaba a punto de vivir, supe que las brasas se hallaban a 8 metros del yam. Una distancia insignificante que pude cubrir en escasos segundos. Me aposté en cuclillas a un paso del agua y, con ambas manos, me refresqué el rostro y el cuello. Estimé que lo mejor para desenredar mi ansiedad y el embarullado paquete de ideas que había desatado la enigmática «luz» era precisamente eso: despabilarme con un buen lavado. ¿Qué tiempo pude permanecer junto al lago? ¿Un minuto? Quizá menos. El caso es que, de repente, me pareció oír un ruido. Sí, fue como el crepitar de unas llamas. Al punto, una especie de corriente de aire frío sopló a mis espaldas. Los cabellos de la nuca se erizaron y, sin explicación aparente, experimenté una nítida sensación de miedo. Era como si alguien —persona o animal— me acechara. El corazón se desbocó al descubrir en la superficie del agua el reflejo de un fuego. La costa presentaba en aquel lugar una ligera pendiente y, en consecuencia, la ondulante imagen que había aparecido a mi izquierda sólo podía proceder de la zona del litoral donde me encontraba. Pensé en la «vara de Moisés». En caso de ser atacado no habría dispuesto de tiempo para recurrir a ella. Giré la cabeza muy despacio y la adrenalina me sacudió por segunda vez. Junto al benjamín, en el mismísimo punto donde —un minuto antes— se extinguían las ascuas, ahora danzaba un alto y vigoroso fuego. Petrificado, distinguí a alguien que manipulaba unas ramas, alimentando la hoguera. Se hallaba al otro lado de las llamas, en pie y de cara a quien esto escribe. La frecuencia cardiaca se estabilizó. Lo más probable es que se tratase de alguno de los vecinos de Saidan, atraído quizá por el fulgor de la candela. Pero ¿cómo no lo había oído llegar? En aquel nervioso tira y afloja conmigo mismo busqué otro argumento tranquilizador: seguramente, su aproximación había coincidido con mi alejamiento hacia la orilla. Así y con todo, ¿cómo explicar el súbito resurgir de las llamas? Era dudoso que, en tan corto período de tiempo —apenas un minuto—, hubieran ganado semejante altura y consistencia. Fueron segundos interminables. Espesos. Electrizados. Una idea brilló en mi mente. ¿O fue un deseo? La rechacé, acusándome de pueril y fantasioso.
El resplandor lo iluminaba con generosidad. Sin embargo no conseguí identificarle. El individuo —de una notable corpulencia— se inclinó hacia un montón de leña seca. Sólo él podía haberla acarreado hasta allí. Tomó un manojo y, poco a poco, fue arrojándola al fuego. Receloso, me decidí a avanzar. El hombre levantó la vista de las llamas y, por espacio de uno o dos segundos —no más—, me observó atentamente. Acto seguido, bajando de nuevo los ojos, quebró una de las ramas, esperando quizá que terminara de acercarme.
De nuevo las palabras me limitan. Son mi peor enemigo. Desearía abrir el alma y que cada cual pudiera ver y sentir como yo lo hice. A cuatro metros de la hoguera quedé clavado en la playa. Y todo mi ser se transformó en una atropellada ola de miedo, confusión, incredulidad e inenarrable alegría.
—¡Dios mío!
El pavor —no me avergüenza confesarlo— ganó la batalla en aquel confuso zigzagueo de sentimientos y emociones. Y dando media vuelta corrí espantado hacia ninguna parte. ¿De qué habían servido tantas horas de entrenamiento? ¡De nada! Yo era un enloquecido y pobre mortal, huyendo a ciegas y topando en la oscuridad con piedras, aparejos y embarcaciones varadas. Supongo que así hubiera continuado de no haber sido por aquella providencial red. ¿He dicho «providencial»?
En el violento choque derribé una de las estacas que la sostenían en el aire y, enredado en las mallas, rodé por la costa como la más necia de las capturas obtenidas en el yam. Pataleé y braceé con desesperación, pujando por escapar de la trampa. Inútil. Cuanto más me agitaba, más tupido se hacía el aparejo. La sangre se heló en mis venas: mi propio miedo me había inmovilizado. No tenía forma de liberarme. Y del pánico pasé a otro sentimiento más amargo: el del ridículo. Creo que jamás me sentí tan humillado. Frené mis acometidas, intentando pensar. «Si al menos dispusiera de un cuchillo…». Llegué a morder los hilos embreados de lino, en un furioso intento por abrir una brecha. Imposible. Luché entonces por incorporarme. Y en ello estaba cuando, entre las tinieblas, distinguí una antorcha. Se aproximaba. Caído y amordazado estuve a punto de gritar, solicitando ayuda. No fue necesario. El portador de la tea parecía conocer muy bien mi ubicación y la crítica y estúpida situación en que me hallaba. Al reconocerle, mi corazón galopó de nuevo. Esta vez, sin embargo, no fue el terror lo que me agitó. Fue la más profunda —la más intensa— de las alegrías. No me había equivocado. ¡Era Él! Pero ¿cómo podía ser? ¿Cuándo y de qué manera se presentó en la playa?
El Maestro me observó unos instantes. Después, en silencio, se inclinó sobre aquel burlado ser humano y, con sumo tacto, fue quemando las mallas. Libre de las ataduras, me apresuré a incorporarme. Fue una situación embarazosa. Violenta. Incapaz de articular palabra, me limité a contemplarle. A pesar de haberle visto en el cenáculo, no podía dar crédito a lo que tenía ante mí. No cabía duda: ¡era Él! Lucía su habitual manto color vino, fajándole el fornido tórax, con aquella túnica blanca, de amplias mangas. ¡Qué difícil y apasionante reto para la ciencia y qué absurda posición la mía! ¡Yo, un científico, acababa de ser liberado de una red por un «hombre» resucitado! Porque, evidentemente, se trataba de un ser vivo. Sostenía una antorcha, había abrasado parte de un aparejo de pesca y, en fin, allí estaba: ocupando un volumen en el espacio. ¿Cómo asimilar tamaña locura? Yo lo había visto morir. Había comprobado el rigor mortis. Había tocado su cadáver… ¿Cómo era posible?
Adivinando tan tormentosos pensamientos, el Hombre aproximó la tea a su pecho. Y la luz bañó su alta y serena faz, arrancando destellos de entre los lacios y acaramelados cabellos que reposaban sobre los anchos y poderosos hombros. Su nariz prominente, la fina y partida barba y, sobre todo, aquellos rasgados, intensos e infinitos ojos color miel, eran los de Jesús de Nazaret. La proximidad del fuego hirió sus pupilas. En un movimiento reflejo, las largas pestañas descendieron una y otra vez. Aquel parpadeo, absolutamente natural, no podía ser fruto de mi imaginación. Y el Hombre, con aquella dulce y acogedora sonrisa que tanto me impresionaba, habló al fin. Su voz grave, inconfundible, me estremeció.
—No te preocupes del cómo. En todo caso, mi querido y asustado Jasón, pregúntate por qué…
Y, girando sobre los talones, reemprendió el regreso hacia la hoguera. Aturdido, salí tras él, uniéndome a sus largas zancadas. En mi mente empezaban a agolparse mil y una preguntas. Pero, torpe, tímido y avergonzado por mi reciente huida, no fui capaz de agradecer su ayuda. Continué a su lado, caminando como un autómata e intentando poner en orden las ideas.
Al rodear una de las lanchas varadas, a pesar de la iluminación de la antorcha, volví a tropezar. Juro por lo más sagrado que no fue premeditado. E instintivamente me sujeté a su brazo derecho. Jesús se detuvo. Flexionó el antebrazo y tensó los músculos en una simple y pura reacción de ayuda, evitando así que me desplomara sobre los guijarros. Al aferrarme a Él pude percibir bajo la túnica la masa del bíceps braquial y del supinador largo, rígidos por el momentáneo esfuerzo. «Aquello», obviamente, no era un fantasma…
Juan Marcos continuaba dormido. Y el Resucitado, tras acariciar los revueltos cabellos del benjamín, fue a sentarse junto al fuego, de cara al lago. Yo, sin poder sacudirme aquella pastosa sensación de irrealidad, permanecí unos instantes de pie, contemplando como un bobo el haz de troncos y ramas de conífera que yacía a un metro de la palpitante hoguera. Finalmente, con un nudo en la garganta, obedecí a mi corazón y le imité, sentándome a su lado. Tenía la vista perdida en las lejanas luces del yam. Parecía esperar. Durante un tiempo —¿qué podían significar los minutos en aquella situación?— no me atreví a interrumpir sus pensamientos. Flexionó sus piernas. Las abrazó con los largos brazos y, descansando el mentón sobre las rodillas, suspiró profundamente. A renglón seguido, fijando la mirada en mí, exclamó:
—¡Gracias por vuestros sacrificios!
Atónito, le miré de hito en hito. Sonrió con una leve sombra de amargura y, comprendiendo mi perplejidad, añadió:
—Sabes bien a qué me refiero. Vuestra decisión de conocer la verdadera historia del Hijo del Hombre no es fruto del azar. Éstos —y su mano izquierda señaló hacia las embarcaciones del yam—, mis pequeñuelos de hoy, terminarán por alterar involuntariamente mi mensaje…
Estúpido de mí, en lugar de permitirle que ahondara en tales reflexiones, me decidí a intervenir, interrumpiéndole:
—Maestro, yo soy un científico. ¿Cómo puedo comprender y transmitir tu resurrección? Tú estabas muerto…
Jesús cedió benévolo a mis requerimientos. Levantó el rostro hacia las estrellas y, a media voz, comentó rotundo:
—Hay realidades que difícilmente podrán ser probadas por la ciencia o por las deducciones de la razón pura. Nadie puede concebir esas verdades mientras permanezca en el reino de la experiencia humana. Cuando hayáis acabado aquí abajo, cuando completéis vuestro recorrido de prueba en la carne, cuando el polvo que forma el tabernáculo mortal sea devuelto a la tierra de donde procede, entonces, sólo entonces, el Espíritu que os habita retornará al Dios que os lo ha regalado y tu pregunta quedará plenamente satisfecha.
—Entonces —insistí sin ocultar mi incredulidad—, ¿es cierto que la muerte es sólo un paso?
—Tan natural y obligado como la calma que sucede a la tempestad.
—Pero los hombres de ciencia no creen…
Esta vez fue Él quien se adelantó a mi exposición.
—La correa de hierro de la verdad, que vosotros calificáis de invariable, os mantiene ciegos en un círculo vicioso. Técnicamente se puede tener razón en los hechos y, sin embargo, estar eternamente equivocados en la Verdad.
Y, dibujando una inmensa sonrisa, añadió:
—… Yo soy la Verdad. Me has tocado y ahora me ves y escuchas mis palabras. ¿Por qué sigues dudando? El hecho de que no lo comprendas no significa que esa realidad superior sea una quimera o el fruto de unas mentes visionarias. Cuando llegue tu hora, mis ángeles resucitadores te despertarán en un mundo que ni siquiera puedes intuir…
—¿Tus ángeles resucitadores?
El Maestro apuntó hacia las estrellas. Creí comprender.
—Tú, querido amigo —comentó sin dejar de observar el brillante firmamento—, a tu manera, ya respondiste a esa cuestión: en mi reino hay muchas moradas… Y una de ellas es paso obligado para los mortales que proceden de los mundos evolucionarios del tiempo y del espacio.
—Y tú, ¿también has sido resucitado?
—No, hijo mío —su voz se llenó de ternura—. Acabo de decirte que yo soy la Vida. Mis ángeles, no a petición mía, sólo han dispuesto de mi envoltura carnal. Pero el poder de resucitar en el espíritu es un don que sólo debo al Padre. Algún día, cuando pases al otro lado, lo comprenderás.
—Disculpa mi torpeza.
El Maestro me envolvió en su cálida mirada, animándome a proseguir:
—Si no he entendido mal, ninguno de los seres humanos tiene el poder de autorresucitarse…
—Así es. Sin embargo podéis disfrutar de la esperanza de que nadie, nadie, puede perder ese derecho. Todos, como yo lo he hecho, despertaréis a una vida que sólo es el principio de una larga carrera hacia el Paraíso. Una continuada ascensión hacia el Padre Universal. Un «viaje»… sin retorno.
Las palabras de Jesús —rotundas— no dejaban el menor resquicio a la duda.
—¿Qué quieres decir con eso de que tus ángeles sólo han dispuesto de tu envoltura carnal?
—Te lo he dicho, pero, en tu perplejidad, no oyes mis palabras…
Lo reconozco. Su «presencia» me tenía trastornado. Mi limitada inteligencia no hacía otra cosa que dar vueltas en torno a la realidad física de aquel cuerpo, surgido de la «nada». Supongo que, en el fondo, era inevitable y lógico. No era tan sencillo sentarse junto a un «resucitado» y dialogar como si tal cosa…
—… ¡Yo soy la Vida! En verdad te digo que ninguna de mis criaturas puede devolverme lo que es mío y que sólo comparto con mi Padre. Mis discípulos, y la mayoría de los hombres de los tiempos venideros, han asociado y asociarán la maravillosa realidad de la vuelta a la vida eterna y espiritual con la mera desaparición de mi cuerpo terrestre. Se equivocan. La desintegración de esa envoltura carnal ha sido un fenómeno posterior a mi verdadera resurrección. Un fenómeno necesario, fruto del poder de mis ángeles.
Con el paso del tiempo —rememorando estas frases del Maestro— creo haber llegado a intuir su significado. La desaparición del cadáver era del todo necesaria y conveniente. Por un lado, de no haber sido así, los judíos no se habrían planteado siquiera la posibilidad de un Jesús resucitado. Y, como dice Pablo, «nuestra fe sería vana». Por otro, los restos mortales del Hijo del Hombre habrían terminado por convertirse en un motivo de lógica veneración por parte de sus seguidores, con los riesgos de una casi idolatría, o enfermiza adoración, totalmente contrarios al mensaje del rabí.
—¿Desintegración? Todo el mundo piensa que la desaparición del cuerpo fue un milagro…
Durante unos instantes siguió con la mirada fija en la mágica danza de las llamas. Pensé incluso que no me había oído.
—A ti sí puedo decírtelo —susurró al fin—. Los milagros, tal y como los conciben muchos seres humanos, no existen. El poder de mi Padre es tan inmenso que no necesita alterar el orden de lo creado. El verdadero milagro es vuestra ciega creencia en los milagros.
—Sigo sin entender. Ese cadáver se esfumó…
Jesús sonrió, llenándome de confianza.
—¿Es que tus ángeles conocen una técnica…?
—Tú lo has dicho. Pero, al igual que ocurre con vuestro código moral, el de esas criaturas a mis órdenes tampoco debe ser violado. Sé que lo comprendes. No es el lugar ni el momento para hacerlo.
—Disculpa mi curiosidad. ¿Tiene esa «técnica» algo que ver con la manipulación del tiempo que nosotros mismos estamos utilizando?
La sonrisa se acentuó. Fue la mejor de las respuestas. Y con un cálido tono de reproche añadió:
—¿Cuándo comprenderéis que el tiempo es sólo la imagen en movimiento de la eternidad? ¿Cuánto más necesitaréis para considerar que el espacio es sólo la sombra fugitiva de las realidades del Paraíso? Os enorgullecéis de vuestros hallazgos y pensáis que la Verdad absoluta está a vuestro alcance. No comprendéis que sois como niños recién llegados a un orden inmensamente viejo e inconcebiblemente sabio.
—Y tú, Maestro, ¿qué lugar ocupas en ese «orden»?
—Soy un Hijo Creador.
Negué con la cabeza, dándole a entender que no podía seguirle.
—No pretendas atrapar lo que todavía es invisible a tus ojos de mortal. Te bastará la fe en la existencia del Padre. Muchas de mis criaturas, a pesar de haber traspasado la barrera de la muerte, tampoco están preparadas para enfrentarse, cara a cara, a la luz cegadora del Padre Universal.
Un torrente de preguntas empezaba a encharcar mi mente. ¿El Padre? ¿La muerte? ¿Aquellas otras criaturas?…
—¡Todo parece tan sencillo!… Hablas de la muerte sin miedo… Sin embargo, nosotros…
—Vosotros os empeñáis en apagar la «luz» que late en cada uno de los corazones y que fue depositada ahí, precisamente para vencer el miedo. Si los hombres oyeran la «voz interior», nadie temería ese paso. ¿Por qué crees que he vuelto?
No me dejó responder.
—… Es preciso que unos pocos me vean ahora para que otros muchos crean y aprendan a mirar hacia sí mismos. La muerte, hijo mío, es sólo una puerta. No temáis cruzarla.
—Algunos seres humanos —esbocé con dificultad— temen más la incógnita del «después» de la muerte que al hecho físico de la misma…
—Ésos —se apresuró a intervenir—, en el escandaloso tronar de sus dudas, silencian la íntima y sabia «voz» de sus conciencias. Dejad que sea ella quien os guíe. Todo, en la creación de mi Padre, está meticulosa y misericordiosamente dispuesto para vuestro bien. Nadie muere. Nada muere. Todo es un continuo progreso hacia el Paraíso. Y ni siquiera ése es el fin…
—Pero las religiones y algunas iglesias predican la salvación y la condenación…
Fue la única vez que su rostro se endureció.
—No midas a nuestro Padre Universal con la vara de los hombres. Ni confundas la religión de la autoridad con la del espíritu. Algún día, todos los mortales comprenderán que sólo la carrera de la experiencia y de la búsqueda personal es digna de la «chispa» divina que os alimenta a cada uno de vosotros. Hasta que las razas no evolucionen, el mundo asistirá a esas ceremonias religiosas, infantiles y supersticiosas, tan características de los pueblos primitivos. Hasta que la Humanidad no alcance un nivel superior, reconociendo así las realidades de la experiencia espiritual, muchos hombres y mujeres preferirán las religiones autoritarias, que sólo exigen el asentimiento intelectual. Estas religiones de la mente, apoyadas en la autoridad de las tradiciones religiosas, ofrecen un cómodo cobijo a las almas confusas o asaltadas por las dudas y la incertidumbre. El precio a pagar por esa falsa y siempre provisional seguridad es el fiel y pasivo asentimiento intelectual a «sus» verdades. Durante muchas generaciones, la Tierra acogerá a mortales tímidos, temerosos y vacilantes que preferirán este tipo de «pacto». Y yo te digo que, al unir sus destinos al de las religiones de la autoridad, pondrán en peligro la sagrada soberanía de sus personalidades, renunciando al derecho a participar en la más apasionante y vivificante de todas las experiencias humanas: la búsqueda personal de la Verdad y todo lo que ello significa…
—¿Y qué representa esa «búsqueda personal»?
Aquel increíble Hombre abrió los brazos y, mostrándome las luces del lago, la infinita belleza del firmamento y el crepitar del fuego, sentenció vibrante:
—¿Y tú, embarcado en esta apasionante aventura, me lo preguntas? ¿Qué me dices de la alegría y de las emociones que conllevan vuestros descubrimientos? ¿No ha merecido la pena?
Guardé silencio. Una vez más estaba en lo cierto.
—… Los descubrimientos intelectuales, amigo mío, constituyen siempre una «aventura» y un riesgo. Pero sólo los audaces, los que obedecen a su propio «yo», están capacitados para enfrentarse a ello. Sólo ésos, los auténticos «buscadores» de la Verdad, saben explorar con resolución y sin miedo las realidades de la experiencia religiosa personal. ¡Tú mismo y tu hermano estáis experimentando la suprema satisfacción del triunfo de la fe sobre las dudas intelectuales!
Ahora, con el beneficio del tiempo y de la perspectiva, aquella extrañeza mía me parece ridícula. Aferrado aún al duro lastre de lo material, la directa alusión a Eliseo —y a la familiar fórmula con que vengo definiéndolo: mi hermano— me dejó perplejo. El «poder» de aquel Ser, sencillamente, era absoluto.
—… Y estas victorias, único objetivo de la existencia humana, sólo conducen a un fin: la búsqueda personal de Dios. En verdad, en verdad te digo que todo hombre que se empeñe en esa suprema aventura encontrará a mi Padre, incluso en el desaliento de las dudas. La religión del espíritu significa lucha, conflicto, esfuerzo, amor, fidelidad y progreso. La dogmática, por el contrario, sólo exige de sus fieles una parte ínfima de ese esfuerzo. No olvides, Jasón, que la tradición es un sendero fácil y un refugio seguro para las almas tibias y temerosas, incapaces de afrontar las duras luchas del espíritu y de la incertidumbre. Los hombres de fe viajan siempre por los difíciles océanos, a la búsqueda de nuevos horizontes. Los sumisos se limitan a costear o fondean sus inquietudes al abrigo de puertos limitados, impropios de «navíos» que han sido hechos para audaces y lejanas singladuras.
—Esas palabras —repliqué sin poder contenerme—, en «mi tiempo», te llevarían de nuevo a la muerte…
—No olvides que mi paso por el mundo será motivo de división y enfrentamiento…
De nuevo le interrumpí:
—Dime: ¿qué debe hacer un hombre que desea encontrar la Verdad?
—¿Tú tampoco has comprendido mi mensaje?
Una ola de vergüenza me hizo bajar los ojos. Pero aquel Hombre, al punto, pasando su brazo izquierdo sobre mis hombros, me obligó a sostener su mirada. El contacto de aquella mano, aferrada con firmeza a mi hombro, fue como una sacudida eléctrica.
—Confiar en nuestro Padre. Sólo eso. Cada amanecer, cada momento de tu vida, ponte en sus manos. Lucha por la fraternidad entre los humanos. Lucha por la tolerancia y por la justicia. Lucha por los débiles. Él se encargará del resto.
—¡El Padre! —exclamé contagiado de su entusiasmo—. ¡Debe de ser un gran tipo!
Mi prosaica definición hizo reír al Hombre. Sus reacciones, como iría verificando, eran tan humanas y naturales como las de cualquier mortal. ¡Era para volverse loco! Y tomando un puñado de arena extendió la mano, mostrándome el negro granulado.
—¡Es tan inmenso —replicó lenta y pausadamente— que mide los mares en el hueco de su mano y los universos en la distancia de un palmo! Es Él quien está sentado en la órbita de la Tierra. Él quien extiende los cielos como un manto y los ordena para que sean habitados. Pero no te confundas: Dios es un mero símbolo verbal que designa todas las personalidades de la deidad…
Jesús tomó mi mano derecha y, trasvasando la arena a la palma, insistió en algo que ya había comentado:
—Nunca olvides que una parte de ese Dios, de nuestro Padre, entró en ti hace muchos años.
—¿Cuándo?
—Digamos, para simplificar, que en el momento en que tomaste tu primera decisión moral.
—Entonces, ¿yo soy Dios?
—Tú lo has dicho. Y a partir de hoy, búscate en lo más íntimo de tu mente.
La curiosidad me consumía. Y, dejándome llevar del más infantil de los impulsos, le solté a bocajarro:
—¿Cómo te llamas?
El Resucitado no eludió la cuestión. Él sabía que no estaba refiriéndome a su nombre en la Tierra. Me observó con picardía y, dirigiendo el dedo índice izquierdo hacia las estrellas, exclamó:
—En mi reino, mis criaturas me conocen por Micael.
—¿Y por qué no adoptaste ese mismo nombre en la Tierra?
El Maestro parecía disfrutar con aquellas pueriles preguntas. Sonrió de nuevo y la blanca y perfecta dentadura se iluminó con el resplandor de las llamas.
—Al principio, por expreso deseo mío, ni yo mismo fui consciente de quién era aquel joven de Nazaret. Así lo exigía mi experiencia entre los humanos evolucionarios del tiempo y del espacio. Sólo unos pocos, muy allegados a Micael, supieron de este secreto y lo guardaron celosamente.
No salía de mi asombro. ¡Era tanto lo que ignoraba sobre aquel Hombre!…
—… Mi nombre en la Tierra tenía que ser otro. ¿Satisfecho?
—Entonces tú, durante la infancia y juventud, nunca supiste…
Negó con la cabeza.
—¿Y cuándo…?
—Eso, querido Jasón —replicó divertido—, es algo que deberéis descubrir por vosotros mismos…, en su momento.
Ahora lo sé. Entonces no lo intuí siquiera. Jesús de Nazaret se refería a nuestra tercera y fascinante «aventura» en la que, en efecto, tendríamos la formidable oportunidad de conocer los «detalles» de tan decisivo «cambio» en la personalidad del Hijo del Hombre.
—¿Por qué hablas de «mi experiencia entre los humanos»?
—¿Y qué otra cosa puedo decir?
Insistí perplejo.
—¿Experiencia? ¿Sólo eso?
—Según tú —preguntó a su vez—, ¿cómo debería calificarla?
—De derroche —me vacié sin darle tiempo a replicar—. Un derroche, si me lo permites, innecesario y, a juzgar por los resultados próximos y «futuros», catastrófico.
—El Soberano Creador de este universo —intervino, olvidando por un momento su acogedora sonrisa— también hace la voluntad del Padre. Una vez satisfecha mi sed de conocimiento sobre los humanos, pude abandonar el mundo y recibir del Padre Universal el definitivo reconocimiento de mi soberanía. Pero, como te digo, no era ésa la voluntad del Padre.
Estas palabras me resultaron confusas. Enigmáticas. ¿Desde cuándo un Creador necesita convivir con sus criaturas? ¿Qué podía aprender en un mundo como éste? ¿A qué tipo de «experiencia» se refería? ¿Qué era aquello del «definitivo reconocimiento de su soberanía»?
—¿Quieres decir —le interrogué sin saber por dónde empezar— que el Padre ha podido desear para ti una muerte tan cruel y sanguinaria?
Se puso en pie. Tras los cerros de Kursi e Hipos empezaba a clarear. Las antorchas seguían oscilando en el lago. Arrojó un haz de leña a la hoguera y, con un leve gesto de su cabeza, me invitó a caminar con él. Tomó la dirección de la desembocadura del Jordán y, despacio, nos alejamos del pequeño Juan Marcos. Durante algunos metros no dijo nada. Llegué a pensar que había olvidado mi pregunta. De pronto, con especial énfasis, habló así:
—Antes de mi encarnación en la Tierra, los hombres podían creer en un Dios colérico, sediento de justicia. Su ignorancia era perdonable. Ahora les he revelado a un Padre misericordioso que sólo conoce la palabra amor. ¿Crees entonces que un Padre puede desear esa muerte a su hijo? Su voluntad era que permaneciera en vuestro mundo hasta el final y que apurase la copa que todos los mortales, por su naturaleza, han bebido y beberán. Si he compartido la muerte ha sido para demostraros que la fe en Dios nunca es estéril. Sé que, a pesar de mis palabras, muchos deformarán el sentido de mi muerte en la cruz. Yo no he venido al mundo para saldar una supuesta vieja cuenta de los hombres para con Dios…
Me detuve. Y Jesús, adivinando mi sorpresa, añadió:
—Sé lo que estás pensando. Te equivocas y se equivocan quienes así lo creen. El Padre celestial no puede concebir jamás la grave injusticia de condenar a una alma por los errores de sus antepasados.
—Entonces, esas ideas sobre la redención por la cruz…
El Maestro posó sus manos sobre mis hombros, transmitiéndome su comprensión.
—La tendencia al vicio puede ser hereditaria. El pecado, en cambio, no se transmite de padres a hijos. El pecado es un acto consciente y deliberado de rebeldía contra la voluntad de nuestro Padre Universal y contra las leyes del Hijo. Toda idea de rescate o expiación, por tanto, es incompatible con el concepto de Dios. El amor infinito de nuestro Padre ocupa el primer puesto dentro de la naturaleza divina. En verdad te digo, Jasón, que el sentido de salvación por el sacrificio está arraigado en el egoísmo. Yo he predicado que la vida de servicio es el concepto más elevado de la fraternidad entre los creyentes. Y te diré más: la salvación es creer en la paternidad de Dios. La mayor preocupación de los fieles del reino no debería ser su deseo egoísta de salvación personal. Sólo la necesidad de amar a sus semejantes por encima de sí mismos. Los auténticos creyentes no se preocupan del posible y futuro castigo a sus errores. Se interesan tan sólo por el restablecimiento del contacto con Dios. Ciertamente, un padre puede castigar a sus hijos, pero lo hace por amor y con un fin y un sentido puramente disciplinarios.
—Luego, hay un castigo futuro…
—No como tú lo imaginas. Nuestro Padre es amor. Y el amor es contagioso y eternamente creador. ¿Crees que no existen otros medios mejores que el castigo para corregir los errores de las limitadas criaturas mortales? Antes de que yo viniera a este mundo (incluso aunque no lo hubiera hecho), todos los mortales del reino disponían ya de la salvación. Nuestro Padre, te lo repito, no es un monarca ofendido, severo e implacable, cuyo principal placer consiste en detectar y perseguir a las criaturas que obran en la oscuridad o en el pecado. La sola idea de un rescate o expiación colocaría a la salvación en un plano de irrealidad. Este concepto es puramente filosófico. La salvación humana es innegable y basada en dos únicos principios: Dios es nuestro Padre y, consecuentemente, todos los hombres son hermanos.
Me costaba aceptar tan hermosa utopía. Y sin disimular mi escepticismo pregunté:
—¿Cuándo ocurrirá eso? ¿Cuándo desaparecerán la maldad y la injusticia?
—Sólo hay un camino: el amor. El amor disuelve el pecado y las debilidades. ¡Ama a tus semejantes, Jasón! ¡Ámalos en la penuria y en la riqueza! ¡Ámalos aun cuando creas que están equivocados! ¡Ámalos, sencillamente!
Supongo que perdí la noción del tiempo. Escucharle era mucho más que aprender: era vivir, sentir y palpar una nueva realidad. Una realidad que yo ignoraba.
Y con las primeras claridades retornamos junto a la fogata. Juan Marcos había desaparecido.
No presté mayor atención a la repentina ausencia del benjamín. Tampoco Jesús hizo el menor comentario. El alba, naranja y veloz, oscureció las estrellas, despertando al Kennereth. Las aguas, primero grises, fueron verdeando y, casi al unísono, las embarcaciones apagaron sus luces. En la costa oeste, entre Hamat y Migdal, una compacta bruma ocultaba los acantilados, de los que empezaban a escapar blancos y alborotadores «averíos» de gaviotas. El yam recobraba su cotidiano ritmo, animado por las lejanas voces de los pescadores.
«Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla…».
La frase de Juan, el evangelista, me puso en extrema alerta. La «aparición oficial» a sus íntimos no tardaría en producirse. Pero el Resucitado, absolutamente tranquilo, no parecía prestar interés a las oscuras lanchas que se deslizaban a cosa de una milla, frente a la desembocadura del alto Jordán. Desde allí, al menos para mí, era imposible distinguir las embarcaciones de Pedro y Santiago.
El Maestro avivó el fuego y, por espacio de un par de minutos, permaneció en cuclillas, abstraído en el revoloteo de las flamas. La naciente luz de aquel viernes y la reverberación del fuego iluminaron una piel bronceada, exactamente igual a la que había lucido en vida. Pero ¿cómo hablar de «vida» o de «muerte»? Para alguien que ignorase los horribles sucesos acaecidos dos semanas atrás, y que contemplara al rabí en aquellos precisos instantes, hubiera sido difícil de aceptar que se trataba de un hombre muerto y sepultado. Mi mente, por enésima vez, se reveló. Sin embargo, a los pocos segundos tuve que rendirme a la evidencia. ¡Aquel cuerpo también daba sombra! Es más: en uno de los caracoleos de la fogata, una bocanada de humo le pilló por sorpresa (?). Instintivamente braceó, intentando disiparlo. Pero el humo, implacable, se coló en su garganta, provocando la tos. Jesús se irguió y, como la cosa más lógica y natural (?) del mundo, me apresuré a auxiliarle, palmeando repetidamente sobre las anchas espaldas. El Maestro se retiró de la hoguera y, tras guiñarme un ojo, caminó hacia la orilla. Ahora, sinceramente, ya no sé qué pensar. Si era capaz de leer mis dudas y pensamientos, ¿puedo atribuir este pequeño y significativo incidente a la mera casualidad o a su expreso deseo de disipar mis conjeturas?
Le vi descalzarse. Abandonó las sandalias sobre la arena y, como un niño, levantando los bajos de la túnica con la mano derecha, fue adentrándose en las aguas, chapoteando y jugando con la izquierda. Le seguí con la vista, entre atónito y emocionado. ¡Aquel «niño-grande», capaz de disfrutar con el simple roce del lago, era el Jesús de Nazaret que yo había conocido! Súbitamente, quizá al pisar en falso, comenzó a oscilar. Y su humanidad, tras desequilibrarse, fue a caer de costado, salpicando y removiendo las aguas. Corrí en su ayuda. Pero, al llegar a la orilla, el Maestro, sentado sobre el fondo y con el agua por el vientre, se volvió hacia mí y, entre sonoras carcajadas, con su habitual buen humor, me gritó feliz:
—¡Me estoy volviendo viejo!
Creí enloquecer. Su comportamiento —incluyendo la aparatosa caída— era tan natural que nadie, en su sano juicio, podría creer cuanto estaba presenciando. (A veces, cuando me despierto en mitad de la noche, muchas de aquellas escenas se agitan en mi memoria y tengo dificultades para discernir si, en realidad, se trata de un sueño…).
Disfrutando del momento, el Maestro permaneció unos minutos en el agua. Se refrescó el rostro y, echando la cabeza atrás, cerró los ojos, saboreando aquellos primeros y tibios rayos de sol. De repente reparé en sus sandalias. Me agaché y, tomando una de ellas, la examiné. Parecían las mismas de siempre, con una desgastada suela de hierba prensada y las tiras de cuero que servían para sujetarlas entre los dedos. Levanté la vista. Jesús continuaba con las manos apoyadas en el lecho del yam, recibiendo la cálida bendición de un nuevo día, que prometía ser tan caluroso como el precedente. Como un ladrón, aprovechando su momentáneo ensimismamiento, acerqué la sandalia a mi nariz, olfateándola. No había duda: la prenda guardaba el característico olor que desprende un pie, mezcla de sudor y de tierra. Un tanto avergonzado por mi insaciable desconfianza, la solté, regresando junto al fuego. Jesús, de pie, con la túnica de lino chorreando, dedicó unos segundos a otear el horizonte. Algunas de las lanchas, en efecto, habían puesto proa a Saidan. El gran momento se acercaba. Y prudentemente me retiré hacia las escaleras que conducían al hogar de los Zebedeo. Desde allí, en mitad de los peldaños, se dominaba la totalidad de la playa. Jesús regresó a la costa. Se calzó y, de pie junto a la hoguera, me dio la espalda, escudriñando el avance de las barcas. Aquella parte del litoral continuaba desierta. El Maestro, de vez en cuando, se separaba del fuego, dando pequeños paseos a lo largo del agua. Poco antes de las 06 horas, varias de las lanchas —las más adelantadas— cruzaron frente a la playa, bogando con fuerza hacia el embarcadero de la aldea. No reconocí a ninguno de los íntimos. Detrás, a unos cientos de metros, se divisaban otras dos barcas. Forcé la vista, intentando descubrir la silueta de Pedro. Imposible. De pronto recordé que no había alertado al módulo. Activé el microtransmisor y, de acuerdo con lo planeado, inicié la transmisión de señales —vía láser—, comunicando a Eliseo mi posición y lo inminente de la operación. Ajusté las «crótalos» y, pocos minutos después, respondiendo al código de impulsos electromagnéticos, la «cuna» catapultó uno de los «ojos de Curtiss», que voló rauda y convenientemente apantallado por la radiación IR, hasta inmovilizarse a poco más de 40 metros sobre el yam y a corta distancia de la fogata.
Resulta increíble. Pero, tal y como ocurrió, así debo registrarlo en este apresurado diario. Al hacer «estacionario» sobre las aguas, siguiendo las órdenes de mi hermano, la pequeña e invisible esfera comenzó la transmisión de imágenes y sonidos. Pues bien, en ese preciso instante, el Resucitado levantó la vista en dirección al «ojo de Curtiss». Tanto Eliseo como yo estamos convencidos de que su presencia fue captada por el Maestro. Durante algunos segundos le observé con preocupación. Fue entonces, al seguir sus movimientos con las lentes especiales, cuando noté «algo» que me dejó nuevamente confuso y que ya habíamos detectado en su última aparición, en el cenáculo. Un ser vivo —siempre que su temperatura corporal se halle por encima del cero absoluto— emite una radiación infrarroja, cuyas tonalidades varían según el grado de calor acumulado o desprendido de sus diferentes áreas. El «cuerpo» de Jesús, en cambio, apenas irradiaba calor. Debo decirlo. Era como si careciese de flujo sanguíneo. Es absurdo, lo sé. Además, yo había tocado su brazo y no percibí nada anormal. ¿Un cuerpo sin aparato circulatorio? Mi mente se negó a admitirlo. Pero la visión a través de las «crótalos» no mentía…
A las 06 horas y 30 minutos de aquel viernes, 21 de abril, las dos embarcaciones enfilaron la costa de Saidan. ¡Eran ellos! Jesús, atento a las maniobras de los remeros, se separó de la fogata. (El posterior visionado de las imágenes captadas por el «ojo de Curtiss» permitiría reconstruir las palabras y gestos que cruzaron entre sí, difíciles de percibir desde el lugar donde me encontraba).
A poco más de cien metros de la orilla, la primera de las barcas —capitaneada por Simón Pedro— aflojó la boga. Algunos de los remeros repararon entonces en el hombre que parecía esperarlos cerca del fuego. Se produjo una breve discusión. Simón y Andrés porfiaron con sus compañeros, asegurando que quizá se trataba de alguno de los habituales compradores de pescado de Nahum o de Tarichea, que acudía a recibirlos. El sais masculló una de sus irreproducibles maldiciones. La pesca, evidentemente, había sido un perfecto fracaso. Tomás, quizá a causa de su defecto en la vista, apuntó la posibilidad de que fuera el joven Juan Marcos. La sugerencia fue rechazada entre burlas. En efecto, «aquel hombre era mucho más alto».
Curiosamente, nadie llegó a identificar al Maestro. Cuando la barca se hallaba a poco más de 50 metros, Jesús levantó el brazo izquierdo y, dirigiéndose a los pescadores, gritó.
—¡Muchachos!, ¿habéis pescado algo?
Simón Pedro, con gesto adusto, respondió con un seco y lacónico «No». Por un momento temí que la respuesta se viera acompañada por algunas de sus habituales malsonantes expresiones.
Juan Zebedeo se incorporó y, tomando una de las piedras planas, se dispuso a fondear la embarcación. Pero, diez o quince segundos después de aquel escueto intercambio verbal, el Resucitado se dirigió de nuevo a la tripulación. Y, señalando hacia la derecha de la barca, ordenó con potente voz:
—¡Lanzad la red a estribor…, y encontraréis peces!
El Zebedeo miró al sais. Y éste, girando la cabeza hacia el punto marcado por el desconocido, inspeccionó la superficie de las aguas. El resto de los remeros hizo otro tanto. En la zona indicada se apreciaba un intenso borboteo. En efecto, por estribor, la superficie del yam se agitaba ante la súbita aparición de un nutrido banco de peces. Pedro, olvidando al hombre de la playa, comenzó a vociferar y a gesticular, advirtiendo a los ocupantes de la segunda lancha la proximidad del pescado. Juan Zebedeo soltó el ancla e, incorporándose a la brega de los remeros, bogó con fuerza hacia el apetitoso botín. Jesús, entre tanto, continuó atento a las evoluciones de sus amigos.
A escasa distancia de la espumosa «mancha», con admirable precisión, las embarcaciones se abarloaron. Los remeros sentados a babor y estribor de cada una de las barcas retiraron sus palas, manteniendo emparejadas las respectivas amuras. Simón tomó el mando de ambas cuadrillas y, al unísono, matemáticamente, los cuatro remeros libres fueron impulsando las lanchas hacia el banco de peces. El jerem fue dispuesto «a caballo» entre ambas embarcaciones. A un grito del sais, cuando se hallaban a tres o cuatro metros de la «mancha», los que sujetaban las amuras soltaron sus respectivas presas, propinando sendos y fuertes empellones a la lancha contraria. Y, al punto, se abrieron, iniciando una maniobra de cerco. Nada más distanciarse una de otra, los hombres exentos de la boga arriaron la red, envolviendo a las saltarinas tilapias. Aquel sistema de pesca —denominado entre los galileos como shavaq qosiv— era en realidad una técnica bastante más compleja que la que estaba presenciando (una suerte de método «combinado») en la que, además del jerem, se acostumbraba a utilizar el ambatan. Para ello, lógicamente, se precisaba de un mínimo de tres o cuatro embarcaciones.
Veloces y precisas, las barcas arrojaron el jerem, trazando un círculo. Al abarloarse, ocho de los diez hombres, entre gritos de entusiasmo, se apresuraron a recoger el «arte», arrastrando la bolsa hacia las popas de las lanchas. Muchas de las inteligentes tilapias, presintiendo el peligro, saltaron por encima de los corchos, escapando. (De haber contado con una tercera y cuarta barcas, el ambatan, extendido alrededor de los corchos del jerem, habría evitado la fuga del pescado). Aun así, a juzgar por los aspavientos y exclamaciones de júbilo de las tripulaciones, la captura resultó de lo más interesante. Es mi deber anotarlo aquí y ahora: no creo, en absoluto, que aquella pesca pueda ser calificada de «milagrosa». Cualquier mediano observador apostado en el litoral podría haber detectado el banco que espumeaba en la superficie del yam. Objetivamente hablando, Jesús se limitó a señalar una «mancha» de pescado que, desde las lanchas, quizá hubiera pasado inadvertida. Después —ya se sabe—, con el paso del tiempo, aquel hecho, totalmente fortuito, fue deformado y equiparado a la categoría de «pesca milagrosa». Basta repasar lo escrito por Juan —testigo presencial— para deducir que la pesca en cuestión jamás fue estimada como extraordinaria, en el sentido sobrenatural de la palabra. El suceso —a nivel de exegetas y estudiosos bíblicos— se vería notablemente «emborronado» a causa de otra pesca, más o menos similar, narrada por Lucas (5, 1-8) y situada por el evangelista mucho antes de la muerte de Jesús de Nazaret. Pero de esta segunda «pesca» me ocuparé a su debido tiempo[65].
El arrastre del copo resultó laborioso en extremo. Los sais se desgañitaron, saltando de proa a popa a cada momento, cubriendo huecos y jalando de los cabos y del aparejo hasta quedar bañados en sudor. Ni que decir tiene que Simón Pedro llevó la voz cantante durante toda la «pelea», mentando lo humano y lo divino cada vez que, por un mal movimiento, el jerem se detenía o resultaba arrastrado con más fuerza desde cualquiera de las popas, propiciando nuevas fugas de tilapias. A la media hora, exhaustos, los galileos echaron mano, al fin, al saco del jerem. Santiago y su cuadrilla, desde la lancha más pequeña, trataron de ayudar a sus compañeros a introducir el copo en la barca de Simón. Después de repetidos e ímprobos esfuerzos —en los que algunos de los pescadores estuvieron a punto de caer al lago—, Simón renunció a la maniobra de carga de la red. Los remeros volvieron a sus puestos y, firmemente sostenido desde las respectivas popas, el jerem fue remolcado hacia la costa.
El Maestro, visiblemente complacido, dio media vuelta, retornando al lado de la fogata. Y, cruzando los brazos sobre el pecho, esperó. Santiago marcó el ritmo a los remeros y, despacio, se dispusieron a salvar los 50 o 60 metros que los separaban de la orilla. En esta ocasión, Juan Zebedeo no llegó a bogar. La razón fue muy simple. Al tiempo que sus compañeros se precipitaban hacia los bancos y tomaban las palas, el discípulo —mucho más intuitivo que el resto— se acercó a Simón, que sostenía uno de los extremos del jerem, espetándole al oído un rotundo y lacónico: «¡Es el Maestro!».
El sais volvió el rostro hacia la playa, buscando al desconocido. Pero el sol naciente le deslumbró, restando eficacia a su observación. Es posible que esta circunstancia tuviera mucho que ver con el extraño comportamiento de los galileos que, como decía anteriormente, no llegaron a identificar al Maestro desde el agua. Simón hizo una mueca de incredulidad, replicando que «le parecía muy raro que el rabí pudiera presentarse al aire libre». En eso, Pedro llevaba cierta razón. Hasta esos momentos —al menos que yo supiera—, Jesús siempre se había aparecido en lugares cerrados. El caso es que, tras unos momentos de vacilación, el impulsivo capitán cambió de parecer. Obligó a Juan a sostener el jerem y, ante el estupor del resto, se deshizo de la túnica que le cubría, zambulléndose de cabeza en el yam. Los tripulantes interpelaron al más joven de los Zebedeo. Pero Juan se limitó a encogerse de hombros. Entiendo que es mi deber —antes de proseguir con la narración de los hechos que me tocó vivir— el hacer una pequeña puntualización. Si uno consulta el mencionado evangelio de Juan observará que el último capítulo (21, 7) aporta un «detalle», opuesto totalmente a lo que acabo de referir. Dicho versículo asegura que «cuando Simón Pedro oyó “es el Señor”, se puso el vestido —pues estaba desnudo— y se lanzó al mar». Tal afirmación —que dudo mucho pueda atribuirse a Juan— es errónea. Para empezar, en pleno mes de abril, las noches en el lago son todavía lo suficientemente frescas como para que el dayyag o pescador se lance desnudo a las faenas de pesca. Durante el día es distinto. Por otra parte, aun aceptando la improbable circunstancia de que el sais se hallara en saq o taparrabos —es decir, desnudo—, ningún buen nadador (y Pedro lo era) hubiera cometido la torpeza de «vestirse» y, a renglón seguido, arrojarse al agua. Todo lo contrario. ¿Cómo entender entonces la absurda aseveración del evangelista? Desde mi corto conocimiento sólo cabe una explicación: es muy probable que, en parte o en su totalidad, el citado capítulo 21 (el «Epílogo») sea un añadido al texto que sí fue obra de Juan. El hecho es bien conocido de los exegetas cristianos. Ya en 1947, el eminente Boismard[66] apuntaba que dicho capítulo 21 era una confusa mezcla de estilos, en el que se percibía la mano del discípulo y la de otros escritores. Algo así como si, basándose en nebulosos recuerdos, una pluma extraña hubiera intentado «redondear» el texto «joánnico». Boismard asegura que el estilo del «remendador» guarda una sospechosa semejanza con el de Lucas. Años atrás, en 1936, otro especialista —Vaganay— afirmaba también que, por ejemplo, el versículo 25 del «Epílogo» «no era del mismo molde del que le precede, pudiendo deberse a un añadido»[67]. Poco después, estas conjeturas —que levantaron una gran polvareda entre los eruditos— se verían plenamente ratificadas por los hallazgos de la fotografía con rayos infrarrojos y ultravioleta. Al comprar el Códice Sinaítico, los ingleses fotografiaron la última página del evangelio de Juan, comprobando con sorpresa cómo, en su estado primitivo, el mencionado capítulo 21 terminaba con el versículo 24 y no con el 25. Una coronis remataba el texto original, con las palabras «Evangelio según san Juan». Como digo, el escriba de turno raspó estos datos, añadiendo —quién sabe por consejo de quién— el referido versículo número 25: «Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran». Dado que la caligrafía de este último versículo es la misma que la de los párrafos anteriores, los escrituristas se inclinan a creer que el añadido se debió a la iniciativa del mismo calígrafo. Pero ¿por qué? ¿Lo descubrió en otro manuscrito? ¿Alguien se lo susurró? Posiblemente, nunca lo sabremos. Todo esto, en suma, ha llevado a los estudiosos de las diferentes iglesias —en especial a la católica— a una muy interesante conclusión: el capítulo 21 del evangelio de Juan pudo ser un añadido. Todo un precedente que arrastra a otra no menos inquietante cuestión: ¿cuántos otros añadidos, interpolaciones y falsas aseveraciones, atribuidas a Jesús de Nazaret, han sido «camuflados» en los llamados «evangelios canónicos»? Para mí, demasiados. Algunos, obviamente, de extrema gravedad. Sólo esto, insisto, podría explicar los «errores» de Juan en torno al intrascendente asunto de la ropa de Simón Pedro y al no tan insustancial suceso del «primado»…
Y el bueno del sais —cuya devoción por Jesús estaba fuera de toda sospecha— nadó hacia la costa, provocando la sonrisa del Maestro. Hay que reconocerlo. A pesar de sus temibles modales, el tosco galileo amaba a su Señor por encima de sus amigos y parientes. Pero, incomprensiblemente, al ganar la orilla, Simón se detuvo. Y, jadeando, permaneció inmóvil, mirando alternativamente al Resucitado y a la hoguera. Al principio no fui capaz de explicarme su extraño comportamiento. Lo atribuí al pasmo —quizá al miedo—, al hallarse cara a cara y a tan corta distancia de Jesús. Pero no. Al parecer —según me confesaría poco después—, la razón de tan súbita «paralización» fue otra. Al ver el fuego, el temperamental galileo no pudo evitar el recuerdo de sus negaciones en el patio del palacete de Anás. Y por espacio de algunos minutos se sintió nuevamente hundido y acobardado. Por fortuna para él, aquel mal pensamiento se esfumaría con el arribo de las lanchas. A las 07.30 horas, a un paso de la orilla, las tripulaciones arrojaron las piedras y saltaron al agua. Es curioso: ni uno solo se preocupó por la red. Los nueve, intrigados por el anormal comportamiento de Pedro, fueron aproximándose a la playa, deteniéndose a la altura del sais. Disfruté con el «espectáculo». Por espacio de varios minutos, nadie hizo ni dijo nada. La mayoría reconoció al punto al Resucitado. Y, tal y como sucediera conmigo mismo, los rostros pasaron de la sorpresa al miedo. Sólo el de Juan se iluminó. Algunos, incluso, retrocedieron. El silencio era plomizo. Significativo. El Maestro, con una mirada capaz de perforar el acero, fue escrutando a cada uno de sus hombres. Pero tampoco habló o hizo ademán alguno. En esos críticos momentos, Juan Marcos apareció en lo alto de las escaleras. Descendió hasta donde me encontraba. Me saludó y, con su acostumbrada candidez, preguntó qué «sucedía allí abajo». Mudo, esperé su reacción. Rápido de reflejos, no tardó en intuir que «algo» raro ocurría a nuestros pies. Se acomodó a mi lado y, ayudándose del dedo índice izquierdo, fue contando a los pescadores.
—¿Once?
Me miró desconcertado. Tuve que esforzarme para no sonreír. Reinició la cuenta —esta vez en voz alta— y, al obtener idéntico resultado, su faz se transfiguró. Se puso en pie y, dando un brinco, exclamó fuera de sí:
—¡Es el Maestro!
En un abrir y cerrar de ojos, a riesgo de sufrir una peligrosa caída, el benjamín «voló» materialmente sobre los últimos peldaños, corriendo como una liebre hacia la fogata. En su maravilloso aturdimiento tropezó con los cantos y cayó de bruces. No sé si llegó a tocar la arena. Medio se incorporó y, casi a gatas, fue a estrellarse contra las piernas del Resucitado. Se abrazó a ellas y, entre lágrimas, hipos y una risa nerviosa, repitió una y otra vez:
—¡Mi Señor y mi Maestro!
En el fondo era tragicómico. De nuevo, el «chico de los recados» les había ganado la partida. Los diez, atónitos, parecían estatuas de sal.
Y al fin, Jesús, tomando a Juan Marcos por los brazos, le obligó a alzarse. El benjamín, radiante, aplastó su rostro contra el pecho del Resucitado. Creo que fue la primera vez que experimenté envidia. Lo confieso: en más de una oportunidad me hubiera gustado imitar al hijo de los Marcos. Además: ¡qué excelente ocasión para estudiar la frecuencia cardiaca de aquel «cuerpo»!
El Maestro agitó cariñosamente los revueltos cabellos del muchacho y, en un tono distendido, comentó:
—Juan, estoy contento de volver a verte en Galilea, donde podremos tener una buena conversación. Quédate con nosotros a desayunar.
Y dirigiéndose a los petrificados discípulos ordenó:
—Traed vuestro pescado y preparad algunos para desayunar. Tenemos fuego y mucho pan.
¿Pan? Aquello era nuevo. En efecto, para mi desconcierto, junto a los restos del haz de leña, aparecían —meticulosamente apiladas— seis gruesas y redondas hogazas de pan blanco. ¿De dónde habían salido? Yo no recordaba haberlas visto durante nuestra conversación. Juan, en su evangelio, no hace alusión a la enigmática presencia del pan porque, muy posiblemente, no reparó en ello o, quizá, al desembarcar, supuso que alguien de su casa lo había trasladado hasta allí. Lo cierto es que ninguno de los habitantes del caserón de los Zebedeo —ni siquiera la Señora— llegó a ver al Maestro, excepción hecha, naturalmente, de Juan Marcos y de los íntimos. Aún hoy sigo preguntándome cómo demonios aparecieron tales panes en la playa. La única respuesta —tanto para la leña como para las hogazas— resulta tan increíble que prefiero olvidarla…
Los discípulos, animados por las palabras del Resucitado, lograron sacudirse el aturdimiento y, dirigiéndose la palabra en voz baja, volvieron sobre sus pasos, arrastrando la red hacia tierra firme. ¡Cuán distinta era la actitud de aquellos hombres en presencia de Jesús! Mientras permaneció con ellos no oí una sola maldición, ni una palabra más alta que la otra.
Pedro también reaccionó. Pero, en lugar de reunirse con sus compañeros, se encaminó al encuentro del rabí. Cayó de rodillas a sus pies y, abriendo los brazos, exclamó con aquel vozarrón que le caracterizaba, quebrado ahora por la emoción:
—¡Mi Señor… y mi Maestro!
Jesús no dijo nada. Mejor dicho, al sonreír y obligarle a incorporarse respondió con creces a la suplicante exclamación de su impulsivo y voluble amigo. Después, palmeando suave y entrañablemente las mojadas espaldas del sais, le invitó a que concluyera la faena. Simón acudió presto a la orilla, colaborando en el arrastre del jerem. Abierto el copo, decenas de tilapias y barbos se estremecieron, saltando y coleando, provocando la hilaridad, el buen humor y algún que otro juramento, más que contenido ante la presencia del Maestro. Santiago y Simón Pedro, como «jefes» de cuadrilla, procedieron a la clasificación —por especies y tamaños— de lo capturado. Amén de numerosos peces de reducidas dimensiones, el jerem ofreció a los galileos 135 tilapias y 18 barbos de un respetable peso. Todos ellos fueron meticulosamente alineados sobre la arena, haciendo así más fácil la contabilidad. No sé si la casualidad existe. Hace tiempo que lo dudo. El caso es que, al sumar los peces, tanto por especies como globalmente, el dígito final siempre era el mismo: 9. (153 = 1 + 5 + 3 = 9. 135 = 1 + 3 + 5 = 9. 18 = 1 + 8 = 9.) Aquella cifra (9 o 999) trajo a mi memoria las inquietantes vinculaciones del 9 con la vida de Jesús de Nazaret…
Los siluros —considerados «impuros» por la ley— fueron arrojados al yam. Algunas de las tilapias eran realmente espléndidas: alcanzaban los 40 centímetros de longitud y entre 1,5 y 2 kilos de peso, aproximadamente. Su preponderancia respecto a los barbos no tenía nada de singular. La mejor época para su pesca era justamente aquélla: del invierno a la primavera. Al enfriarse las aguas del lago, las tilapias se concentran en grandes bancos, buscando refugio y alimento en la costa nororiental. A partir de abril y mayo —con el progresivo calentamiento del yam—, estos bancos se desintegran y las tilapias, por parejas, se dirigen a las desembocaduras de los ríos de la referida costa oriental; en especial a la pequeña ensenada del Zají. Los pescadores, entonces, cambiaban su técnica, empleando otra clase de red: la qela (un aparejo individual de 6 a 8 metros de diámetro, conocido hoy como esparavel). Si la aparición de Jesús se hubiera registrado unas semanas más tarde, aquella voluminosa pesca no habría sido posible.
Juan Marcos, aferrado al brazo derecho del Maestro, disfrutó de lo lindo con la captura. Arrastró a Jesús a lo largo de las hileras de peces, regocijándose con los más espectaculares. Al llegar a la altura de una de las tilapias —una hembra, a juzgar por su color gris pardo—, el Resucitado se arrodilló junto al agonizante pez. La boca se abría y cerraba intermitentemente. Y tomándola entre las manos se la mostró al benjamín. La tilapia se defendió, coleando. El rabí, en silencio, situó la palma de su mano izquierda bajo la cavidad oral y, ante los asombrados ojos del muchacho, el pez escupió un puñado de minúsculas crías. (En este tipo de peces, tras la eclosión de los huevos, los pequeños permanecen en la boca de la madre hasta que son capaces de nadar y valerse por sí mismos. En caso de peligro son expulsados por la hembra, retornando a la cavidad oral materna una vez superada la alarma). Y el Señor, enternecido, se aproximó al lago, depositando a la madre y a sus crías en el agua. Juan Marcos aplaudió el gesto de su ídolo.
Concluido el recuento y la clasificación, la mitad de las tilapias y de los barbos (la mayoría «de cabeza larga», o Barbus longiceps, y «de grandes escamas», o Barbus canis) fue a parar al fondo de la lancha de Pedro. El resto quedó almacenado en la embarcación del Zebedeo. Un par de horas más tarde, el pescado sería vendido en el muelle de Nahum. Tal y como establecían las ancestrales leyes de pesca en el Kennereth, el 40 por ciento del producto de la venta quedaría en poder de los dueños de las lanchas y de los aparejos: los Zebedeo y Andrés y Simón Pedro, respectivamente. El 60 por ciento restante era repartido entre los tripulantes. Además de lo ya mencionado, Santiago y Pedro —en su calidad de sais o «guías»— recibían otras dos partes cada uno. Los gemelos, como remendadores, una parte y media y, por último, los remeros y jaladores, una única parte.
Por expreso deseo del Resucitado, Juan Marcos eligió siete hermosas tilapias. Y, mientras los galileos procedían al lavado de las redes, el rabí se entregó a la preparación del fuego. Escogió una piedra basáltica de regular tamaño, con la superficie relativamente plana, y cargando con ella, fue a depositarla en el centro de la fogata. Las lenguas de fuego se retorcieron y Jesús, acusando el roce de las llamas, retiró los brazos. No puedo asegurarlo, pero juraría que llegó a quemarse. Felipe y los gemelos, al percatarse de las manipulaciones de su Maestro, acudieron prestos, con la sana intención de ocupar su lugar. Jesús no lo permitió. Y la aplastada hoguera empezó a lamer los costados de la piedra, caldeándola. A continuación, solicitando de Santiago uno de los largos cuchillos empotrados entre las cuadernas de la lancha más pequeña, el rabí se situó con los peces al borde del yam. Se arremangó y, hábilmente, fue descabezándolos y extrayendo las entrañas. Una vez lavados retornó junto al fuego, esperando a que la improvisada «parrilla» alcanzase la temperatura idónea. Minutos más tarde, las apetitosas tilapias se asaban sobre la negra roca, destilando una jugosa grasa y un excelente tufillo que, por supuesto, no pasó inadvertido a los hambrientos galileos. Los aparejos fueron extendidos sobre la playa y, frotándose las manos de satisfacción, rodearon al diligente «cocinero». Sirviéndose del estrecho cuchillo, el Maestro vigiló el asado de los peces, ora cambiándolos de posición, ora aplastándolos, con el fin de extraer un máximo de grasa. Disimuladamente, varios de los pescadores se adentraron en el lago, orinando al amparo de las lanchas.
Cuando el desayuno estuvo a punto, Jesús, con los ojos llorosos por el humo, indicó a sus amigos que se sentaran. Los gemelos, siguiendo su costumbre, se dispusieron a servir el pan y las tilapias.
—No —intervino el rabí—, vosotros también debéis sentaros. Juan Marcos lo hará.
Y el benjamín, gozoso, fue haciéndose con los pescados, distribuyéndolos entre los expectantes discípulos. Jesús partió el pan, entregándoselo a Juan Marcos. Y éste, a su vez, con el rostro risueño, lo pasó a los pescadores. Cuando todos se hallaban servidos, el Resucitado ordenó al muchacho que se acomodara en la arena y, tomando una ración de pan y pescado, la puso en sus manos. Acto seguido fue a sentarse junto a los gemelos, cerrando el círculo.
Durante cosa de dos o tres minutos, nadie habló. El hambre, creo yo, era más fuerte que la curiosidad. Como siempre, lentos de reflejos, la mayoría no cayó en la cuenta de un pequeño y aparentemente insustancial «detalle». Jesús, sentado a la turca, era el único que no comía. Sobre una de las abiertas hogazas quedaban aún varios trozos de tilapia. Sin embargo, el rabí no parecía dispuesto a acompañar a sus amigos en el desayuno. Aquello me intrigó. Al fin, Judas de Alfeo, uno de los gemelos, siempre pendiente de las pequeñas cosas del grupo, se alzó y, apoderándose de la ración sobrante, se la ofreció al Maestro. Los semblantes se endurecieron. Como digo, nadie había tenido la cortesía de servirle. El Resucitado, con ambas manos, acarició las espesas barbas de Judas, rechazando su parte. Sí, era muy extraño. ¿Por qué Jesús se negaba a ingerir alimentos? ¿Es que aquel enigmático «cuerpo» no estaba preparado para ello? Mis dudas se verían relativamente despejadas horas después…
El «incidente» espesó aún más el mutismo general. Con los ojos bajos, los íntimos se apresuraron a terminar el desayuno, rubricándolo con algún que otro sonoro eructo. Naturalmente, fue Jesús quien —una vez más— rompió el hielo, bromeando sobre el chapuzón de Simón Pedro y su poco estético vientre. Las risas afloraron de nuevo y, por espacio de una media hora, se entretuvieron en rememorar viejos recuerdos y experiencias, muchas de ellas vividas allí mismo, en el lago. Jesús reía con ganas, absolutamente feliz. En mitad de la conversación soltó su sandalia derecha y, como si tal cosa, procedió a sacudirla, retirando los gruesos granos de arena que, al parecer, le molestaban.
Hacia las 09 horas la conversación decayó. Y el Maestro, alzándose, hizo una señal a Juan Zebedeo y a Simón Pedro para que le acompañaran. La faz del Resucitado se tornó grave. El resto, acostumbrado a aquellos cambios de actitud del Maestro, permaneció sentado alrededor de la fogata.
Jesús, flanqueado por sus dos hombres, caminó despacio por la orilla del agua, en dirección a la desembocadura del Jordán. De pronto, pasando el brazo izquierdo sobre los hombros del Zebedeo, le preguntó:
—Juan, ¿me amas?
El discípulo, que evidentemente no esperaba semejante pregunta, se apresuró a replicar:
—¡Sí, Maestro!… ¡De todo corazón!
Y el Resucitado, ante la atónita mirada de los galileos, exclamó con vehemencia:
—Entonces, renuncia a tu intolerancia y aprende a amar a los hombres como yo te he amado. Consagra tu vida a demostrar que el amor es lo más grande del mundo. Es el amor de Dios quien conduce a los hombres a la salvación. El amor es la bondad espiritual y la esencia de la verdadera belleza.
Y volviéndose hacia el rudo Pedro, taladrándole con aquella mirada de halcón, formuló la misma cuestión.
—Pedro, ¿me amas?
El sais, con los ojos como lunas, se apresuró a satisfacer al kabalístico Maestro:
—¡Señor, sabes que te amo con toda mi alma!
—Si me amas —argumentó con un hilo de tristeza—, alimenta a mis corderos…
Imparable, como siempre, el pescador quiso replicar. Pero el Resucitado, sellando los labios del galileo con su mano izquierda, prosiguió:
—… No escatimes tu ministerio a los débiles, a los pobres ni a los jóvenes. Predica la buena nueva sin temor ni preferencias. No olvides que Dios no hace excepciones. Sirve a tus contemporáneos como yo te serví. Perdona a los hombres como yo te he perdonado. Deja que la experiencia te demuestre el valor de la meditación y el poder de la reflexión inteligente.
Creo no equivocarme si afirmo que, en aquellos instantes, Simón apenas entendió las recomendaciones del rabí. En especial, la última frase. Siguieron caminando en silencio. Pocos pasos más allá, el sais fue sorprendido por una segunda e idéntica pregunta:
—Pedro, ¿me amas realmente?
Desconcertado, con la boca abierta, Simón necesitó unos segundos para rehacerse. Al fin, en tono persuasivo, afirmó:
—Sí, Señor, sabes que te amo.
—Cuida bien de mis ovejas. —Parecía como si el Maestro no hubiera oído la respuesta—. Sé un buen pastor para mi rebaño. No traiciones la confianza que tengo en ti. No te dejes sorprender por el enemigo. Estáte siempre vigilante. ¡Vela y reza!
El confuso discípulo permaneció clavado en la arena. Y Jesús y el Zebedeo se distanciaron unos metros. Pero el Maestro se volvió hacia el pescador, planteándole por tercera vez el mismo dilema.
—Pedro, ¿me amas verdaderamente?
Simón bajó la cabeza, entristecido. No era muy difícil adivinar sus turbulentos pensamientos. Las negaciones en la casa de Anás, en Jerusalén, debieron de resucitar implacables en su atormentado corazón. Jesús aguardó. Y el sais, remontándose por encima de la tristeza, le gritó sin esconder su enojo:
—¡Conoces todas mis cosas, Señor!… ¡Por lo tanto, sabes que, en realidad, te quiero!
Y el Resucitado, autoritario, le ordenó:
—¡Alimenta mis ovejas!… ¡No abandones el rebaño! ¡Sirve de ejemplo e inspiración a todos tus compañeros pastores!… ¡Ama al rebaño como yo te he amado! ¡Conságrale toda tu felicidad, como yo lo hice contigo! ¡Y sígueme!… ¡Sígueme hasta el fin!
Estas consignas fueron acompañadas de bruscos y sucesivos movimientos afirmativos de cabeza por parte de Pedro. El rabí se disponía a reanudar el paseo cuando, en otro de sus irreflexivos arranques, Simón señaló hacia Juan, preguntando:
—Si te sigo, ¿qué hará éste?
Jesús le miró con benevolencia. El fogoso y elemental sais no había captado el sentido de sus palabras. Y con una paciencia infinita le aclaró:
—No te preocupes de lo que hagan tus hermanos. Si quiero que Juan permanezca aquí al marcharte tú, y hasta que yo vuelva, ¿en qué te concierne?
Avanzó unos pasos hasta situarse a medio metro del galileo y, colocando sus manos sobre los hombros de Pedro, repitió con firmeza:
—¡Tú asegúrate únicamente de seguirme!
Es paradójico. Las palabras del Resucitado, una vez más, serían pésimamente interpretadas. Casi todos creyeron que aquel «hasta que yo vuelva» garantizaba un seguro e inminente retorno del Maestro, que redondearía así la definitiva instauración del reino en la Tierra. Algunos, incluyendo a Pedro, calificaron el asunto de «profético», dando por hecho que Juan no moriría, en tanto en cuanto no se produjera el mencionado retorno de Jesús. Y digo que resulta paradójico porque, gracias a este malentendido, Simón el Zelote recuperaría los perdidos ánimos, reintegrándose al grupo pocas horas más tarde. Juan Zebedeo, en cambio, a tenor de lo escrito por él mismo en el versículo 23 de su último capítulo, sí captó la intención de su Maestro[68].
Jesús dio por concluido el breve paseo, rogando a los desconcertados Pedro y Juan que avisaran a sus respectivos hermanos para que se reunieran con él. Y así lo hicieron. Andrés y Santiago de Zebedeo abandonaron el círculo y el resto, quemado por la curiosidad, bombardeó a la primera pareja con toda suerte de preguntas. Juan no abrió la boca. Pedro, en cambio, adoptando un tono solemne, les hizo partícipes de la «profecía». El más joven de los Zebedeo se sonrojó e, incapaz de contener la encendida verborrea de Simón, se limitó a negar con la cabeza. Pero fue una negación tan fugaz que ninguno de los presentes la tomó en consideración. A partir de esos momentos, como bien dice el evangelista, las absurdas y falsas ideas sobre la «vuelta» del Maestro y la casi «inmortalidad» de Juan se propagarían como la pólvora. Muy astutamente, el sais, que aspiraba en lo más íntimo a encabezar el grupo apostólico, silenció la triple pregunta del rabí. Aquella insistencia de Jesús podría haber levantado habladurías y más de una incómoda suspicacia… Evidentemente, la actual imagen de Pedro, transmitida por sus discípulos y sucesores, dista mucho de la primitiva y auténtica realidad.
También Andrés y Santiago acompañaron al Señor por la orilla del lago. Transcurridos unos minutos de embarazoso silencio, Jesús le habló así al ex jefe de los íntimos:
—Andrés, ¿tienes confianza en mí?
El introvertido hermano de Simón se detuvo. Posiblemente, como Santiago, no esperaba una pregunta tan aparentemente fuera de lugar. Y con exquisita calma respondió:
—Sí, Maestro, tengo absoluta confianza en ti…, y lo sabes.
El Resucitado sonrió, complacido.
—Andrés, si tienes confianza en mí —replicó Jesús, poniendo el dedo en uno de los graves defectos del galileo—, ten más confianza en tus hermanos y, sobre todo, en Pedro…
Andrés, bajando la mirada, aceptó de buen grado la sutil reprimenda. Jesús sabía leer muy bien en los corazones de aquellos hombres.
—… Antaño —prosiguió en tono animoso— te encomendé su dirección. Ahora es preciso que les des confianza, en tanto que yo te dejo para ir hacia el Padre. Cuando tus hermanos se dispersen como consecuencia de las persecuciones, sé un sabio y previsor consejero para Santiago, mi hermano por la sangre, ya que tendrá que soportar una pesada carga, que su experiencia no le permite llevar. Después sigue teniendo confianza. ¡No te faltaré! Y al fin vendrás junto a mí.
Aquéllas, en mi humilde opinión, sí fueron palabras proféticas. La muerte de Santiago, el hermano carnal de Jesús, se produciría treinta y dos años más tarde y las sangrientas persecuciones de los cristianos por parte de Nerón, en el 64, tras el incendio de Roma.
Seguidamente, volviéndose hacia el frío y distante Santiago de Zebedeo, le formuló la misma pregunta:
—¿Tienes confianza en mí?
El pétreo rostro del sais no se inmutó. Pero su voz, reposada y segura, denunció el gran afecto que le profesaba.
—Sí, Maestro, de todo corazón…
—Santiago, si es cierto que tienes confianza en mí, deberías ser menos impaciente con tus hermanos…
El Zebedeo no pestañeó. El rabí tenía toda la razón. Pero, demasiado orgulloso para admitirlo, sostuvo desafiante la mirada del Resucitado.
—… Si de verdad deseas disfrutar de mi confianza, esto te ayudará a ser mejor para con la hermandad de los creyentes.
La irresistible luz de aquellos ojos venció finalmente la audacia del Zebedeo. E, inclinando la cabeza, asintió en silencio.
—… Aprende a pensar en las consecuencias de tus palabras y actos. Recuerda que la cosecha es obra de la siembra. Reza por la tranquilidad de espíritu y cultiva la paciencia. Con fe viva, estas gracias te sostendrán cuando llegue la hora de beber la copa del sacrificio. No temas nunca. Cuando hayas acabado en la Tierra vendrás a morar junto a mí.
Nueva y dramática «profecía»: «… cuando llegue la hora de beber la copa del sacrificio». Santiago moriría catorce años después…
A diferencia de Simón Pedro, ni su hermano Andrés, ni Santiago —demasiado impresionados por las palabras de Jesús—, aceptaron compartir el contenido de la escueta charla con el Maestro. Sencillamente, cayeron en un mutismo impenetrable. A continuación fueron reclamados Tomás, el «mellizo», y Bartolomé. Y el Resucitado, pasando los brazos amistosamente por encima de sus hombros, se alejó de la fogata. ¡Qué entrañable estampa la de aquel «Hombre», caminando entre los rudos y modestos galileos como el más fiel de los camaradas!
—Tomás, ¿me sirves?
Educado y analítico, el discípulo, sin saber muy bien qué quería decir con tan singular cuestión, repuso con cierto miedo:
—Sí, Señor… Te sirvo ahora y siempre.
—Si quieres servirme —le anunció al tiempo que le estrechaba contra su costado derecho—, sirve a tus hermanos mortales como yo te he servido. No te canses de obrar en este sentido y persevera, puesto que has recibido la ordenación de Dios para este servicio de amor. Al terminar en la Tierra servirás conmigo en la gloria. Tomás, tienes que dejar de dudar. ¡Acrecienta tu fe y tu conocimiento de la Verdad! Si lo deseas, cree en Dios como un niño, pero no actúes infantilmente…
Y, deteniéndose, le alentó con vehemencia:
—¡Ten valor! ¡Sé fuerte en la fe y en el reino de Dios!
Tomás también guardó estas cosas en secreto.
Bartolomé (Natanael) escuchó la misma pregunta:
—¿Me sirves?
—Sí, Maestro, con una total entrega.
—Si me amas de todo corazón —prosiguió Jesús—, asegúrate de trabajar por el bienestar de mis hermanos terrestres. Une la amistad a tus consejos y añade el amor a la filosofía. Sirve a tus contemporáneos como yo serví. Sé fiel a los hombres, lo mismo que he velado por ti. No seas crítico y espera menos de algunos hombres. Así, tu decepción será menor. Al término de tu trabajo en la Tierra servirás arriba, conmigo.
Aquellos breves pero acertados consejos a cada uno de los discípulos me recordaron la despedida personal de la llamada «última cena». Ambas escenas serían silenciadas por los evangelistas. Cuando les tocó el turno a Mateo Leví y Felipe, el intendente, Simón Pedro, desarmado ante el férreo silencio general, fue apagándose como una candela. Y cada cual se aisló en sus reflexiones.
El bromista del grupo —Felipe— parecía haber perdido su habitual y encomiable sentido del humor. Fatigado y ojeroso por la pasada noche en el yam, me dio la sensación de que estaba a punto de dormirse.
—Felipe, ¿me obedeces?
—Sí, Señor, te obedeceré aun a costa de mi vida.
Sin poder evitarlo, bostezó ruidosamente. El Maestro, paciente ante el honesto aunque poco espiritual galileo, aguardó a que recuperara una cierta compostura. Después, señalando hacia el este, le dijo algo que marcaría su destino:
—Si quieres obedecerme, ve al país de los gentiles y proclama la buena nueva.
El intendente siguió la dirección apuntada por el dedo del Maestro. Sin embargo creo que no le comprendió del todo. ¿El país de los gentiles? ¿A qué nación se refería?
—… Los profetas han dicho que más vale obedecer que sacrificar. Por la fe, conociendo a Dios, eres un hijo del reino. Sólo hay una ley a observar: difundir la buena nueva. ¡Deja de temer a los hombres! ¡No te asuste predicar la buena nueva de la vida eterna a tus semejantes que languidecen en las tinieblas y que tienen sed de luz y de verdad!
Muerto de cansancio, Felipe oía sin escuchar. Pero, súbitamente, cuando le mencionó el tema «dinero», su atolondramiento se esfumó.
—… No te ocupes más del dinero —concluyó Jesús—, ni de las provisiones. Desde ahora, al igual que tus hermanos, eres libre para extender la buena nueva. Te precederé y acompañaré hasta el final.
Con una sonrisa de alivio, Felipe retornó junto al fuego.
Mateo Leví, el «ex recaudador» de impuestos, uno de los hombres más serios y cabales del grupo, aguardó su turno con evidente curiosidad.
—¿Tu corazón, Mateo, está en disposición de obedecerme?
—Sí, Señor —replicó el discípulo con serenidad—, estoy enteramente consagrado a seguir tu voluntad.
—Entonces, si quieres obedecerme —le ordenó el Resucitado—, ve a enseñar a todos los pueblos la buena nueva del reino. No proporcionarás a tus hermanos las cosas materiales de la vida. Sin embargo proclamarás la buena nueva de la salud y de la salvación espiritual. A partir de ahora no tendrás otro objetivo que ejecutar el mandamiento de predicar esta buena nueva del reino del Padre. Igual que yo he seguido en la Tierra la voluntad del Padre, tú cumplirás también tu misión divina…
Jesús puso especial énfasis en estas tres últimas palabras: «… tu misión divina».
—… Acuérdate que judíos y gentiles son ambos tus hermanos. No tengas temor de ningún hombre cuando proclames las verdades salvadoras del reino de los cielos. Allí donde yo voy, tú vendrás pronto.
La última pareja con la que el Resucitado dialogó aquella mañana fue la formada por los dóciles e ingenuos gemelos.
—Jacobo y Judas —les preguntó conjuntamente—, ¿creéis en mí?
La respuesta fue fulminante:
—Sí, Maestro, creemos.
Jesús los contempló con ternura. No cabía duda: a pesar de su corta capacidad intelectual, los de Alfeo le idolatraban. Les sonrió y, contagiados de aquel inmenso afecto, se precipitaron sobre el rabí, abrazándole.
—Muy pronto os voy a dejar —manifestó con dulzura y como si temiera lastimarlos—. Ya veis que lo he hecho físicamente…
Su exquisito tacto no evitó que los hermanos, presintiendo su marcha, rompieran a llorar. Me estremecí. El Maestro intentó infundirles ánimo:
—Estaré poco tiempo en mi actual forma, antes de ir con el Padre…
¿Su actual forma? Aquello me interesó sobremanera. Pero el Resucitado eludió el interesante asunto:
—… Creéis en mí. Sois mis discípulos y siempre lo seréis. Seguid creyendo cuando haya partido y recordad siempre vuestra asociación conmigo. Incluso cuando regreséis a vuestro antiguo trabajo. No dejéis jamás que el cambio de labor influya en vuestra obediencia. Tened fe en Dios hasta el fin de vuestros días terrestres. No olvidéis que sois hijos de Dios por la fe y que todo trabajo honrado es sagrado para el reino. Nada de cuanto haga un hijo de Dios puede ser ordinario. Por lo tanto, haced ahora vuestro trabajo como si fuera para Dios. Cuando hayáis acabado en este mundo —Jesús levantó el rostro hacia el azul del cielo— tengo otros mejores, donde trabajaréis también para mí. En esta obra, en éste y otros mundos, trabajaré con vosotros y mi espíritu vivirá en vosotros.
También aquellas frases resultarían proféticas. Pero, lógicamente, yo no supe interpretarlas en aquel momento.
Y hacia las 10 horas, en compañía de los angustiados gemelos, Jesús de Nazaret retornó junto a sus pensativos hombres. Pidió dos voluntarios para ir en busca de Simón, el Zelote, con la súplica de que se uniera al grupo. Andrés y Pedro prometieron traerlo ese mismo día. Acto seguido, en pie, a un par de metros del círculo que formaban los galileos, de espaldas al lago, se despidió con las siguientes palabras:
—¡Adiós!… Hasta que vuelva a todos mañana, a la hora sexta, en la montaña de vuestra ordenación.
Ni los pescadores, ni nosotros, podríamos explicar satisfactoriamente lo que ocurrió a continuación. Las palabras están de más. Ni la tecnología, ni todo el saber del siglo XX podrían aclarar el cómo de semejante desaparición. Sencillamente, Jesús —o lo que fuera— dejó de «estar». ¿Se aniquiló? Ni idea. De repente, insisto, los galileos, el «ojo de Curtiss» y yo dejamos de verle. Se disolvió sin ruido, sin rastro, sin destellos y sin la implosión que, lógicamente, debería haber provocado. ¡Nada! Esa tarde, al reunirme con mi hermano y comentar las increíbles incidencias de la jornada, el asunto de la posible «desmaterialización» de la forma humana (?) del Resucitado, nos condujo a una larga, compleja y, al fin y a la postre, infructuosa discusión. Aun aceptando la difícil hipótesis de una aniquilación de la materia (porque aquel cuerpo estaba formado por átomos), ¿cómo admitir que dicha desintegración no hubiera provocado un holocausto termonuclear en la zona?[69]. Si el cuerpo fue «liquidado», siguiendo un hipotético proceso de fisión nuclear, el lago habría desaparecido del mapa… Por tanto, dicha desintegración no es sostenible desde este punto de vista. A partir de aquí sólo podemos especular, invadiendo el terreno de la ciencia-ficción. ¿Pudo «viajar» el cuerpo de Jesús a una velocidad próxima a la de la luz, sin necesidad de moverse ni de emitir energía radiante, mecánica o calorífica? Para empezar deberíamos preguntarnos qué entendemos por «viajar». Nosotros, sin ir más lejos, con la manipulación de los swivel, lo estábamos haciendo y de una forma «fantástica» para muchos. ¿Podríamos imaginar una hiperagitación, a nivel atómico, que, aumentando progresivamente de velocidad, llevase a cada una de las subpartículas del cuerpo del Hijo del Hombre a un proceso de oscilaciones vibratorias con velocidades similares a la de la luz? Es difícil, lo sé, pero no seré yo quien rechace tal posibilidad.
Siguiendo con esta «suposición» nos encontraríamos con que, en el momento de la conversión de la materia en luz, la masa, que iría aumentando hasta valer una vez y media su valor original, pasaría bruscamente a cero, al transformarse en energía lumínica. Pero, ¡ojo!, esta «energía lumínica» jamás podría ser como la del Sol. De ser así, todo a su alrededor habría quedado destruido[70]. ¿Qué clase de energía lumínica podía ser ésa? (Una energía, además, invisible al ojo humano. Como ya mencioné, nadie, en esta ocasión, fue capaz de percibir el menor destello, resplandor o fogonazo.) Sinceramente, no tenemos respuesta. Éste es uno de esos momentos en los que la Ciencia debe admitir con humildad que «no conoce, no sabe, no comprende…, pero sucedió».
Eliseo apuntó una segunda teoría. ¿Desapareció el «cuerpo» como consecuencia de una súbita y masiva emisión de rayos infrarrojos, ultravioleta o de cualquier otra naturaleza, por encima del espectro visible? Es aceptable como hipótesis de trabajo, aunque tan difícil de verificar como la de la posible radiación lumínica de origen desconocido. Caballo de Troya, después de todo, estaba utilizando la emisión IR para protegernos y camuflar el módulo o el «ojo de Curtiss». Sin embargo, del simple apantallamiento de una máquina a la «creación» de semejante fuente energética en el interior de un organismo vivo hay todo un abismo…
Lamenté no haber utilizado la «tele-termografía» ubicada en la «vara de Moisés». Quizá hubiera despejado la incógnita. Pero fue todo tan rápido e imprevisto…
Ni Eliseo ni yo éramos fáciles de derrotar. Si el Resucitado cumplía su promesa —siempre las cumplió—, a la mañana siguiente, a eso de las doce, podríamos disponer de una nueva e inmejorable ocasión para «chequear» el revolucionario «cuerpo». A todo esto, ¿cuál era la montaña designada para la segunda aparición en el lago? El término no se ajustaba a la realidad. En los alrededores del Kennereth no hay una sola «montaña». Todo lo más, cerros, colinas y picachos. Mateo, en su evangelio, habla de un «monte». Pero la pista es nebulosa: «Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos, sin embargo, dudaron…» (28, 16-20). ¿Y a qué se refería con lo de la «ordenación»? Por puro sentido común imaginamos que se trataba de algún suceso acaecido durante los años de predicación. Al interrogar a los galileos acerca de la ubicación de dicha montaña, todos señalaron al norte de Nahum. Los gemelos, más explícitos, marcaron —eso me pareció— la dirección del suave promontorio en el que se asentaba la «cuna». La coincidencia nos mantendría en vilo. Si los once se acercaban al «punto de contacto» no habría más remedio que despegar y descender en otro lugar.
Antes de proseguir con las peripecias que nos tocó vivir en la jornada del sábado, 22 de abril —una de ellas de amargo recuerdo—, me resisto a pasar por alto «algo» que también tiene su importancia y que, por enésima vez, pone de manifiesto la continua y grave manipulación de que han sido objeto las palabras y hechos que protagonizó el Hijo del Hombre. Me refiero a las conversaciones sostenidas por Jesús en la mencionada mañana de aquel viernes, en su primera «presencia» en el yam. El evangelio de Juan es el único que las menciona. Aunque, en honor a la verdad, debería escribir en singular. Ese último capítulo sólo transcribe «la» conversación con Pedro, añadiendo y omitiendo al antojo del autor.
¿A qué puede atribuirse esa censura? ¿Qué fue lo que movió a los evangelistas —en especial a Mateo y a Juan— a «olvidar» un suceso y unas palabras tan significativos?
Es evidente que Juan se autosilencia. E idéntica suerte corre el resto. ¿Por qué? Como ya mencioné, este pasaje le arrastra a uno al de las «despedidas» de la «última cena», igualmente ignoradas por los escritores sagrados. ¿Qué tienen en común? Salta a la vista: Jesús, siempre sincero, va sacando a la luz los principales defectos de cada uno de sus íntimos. Pues bien, si tenemos en cuenta que la definitiva redacción del evangelio de Juan pudo estar concluida en la última década del siglo I, cuando la primitiva iglesia empezaba a consolidarse como tal, la respuesta no parece disparatada: no interesaba depreciar la imagen colectiva e individual del pionero grupo apostólico que —se supone—, al estar en contacto con el Maestro, había asumido el carácter de «sagrado». Mucho menos, claro está, la del «cabeza» y «jefe» espiritual de la naciente comunidad: Simón Pedro. Éste sería ejecutado en el año 64. Transcribiendo únicamente —y con los oportunos retoques— la conversación de Jesús con Simón, su papel de líder resultaba notablemente fortalecido y justificado. Supongo que, involuntariamente, el autor o autores de ese capítulo 21, al «reconstruir» la triple pregunta del Maestro, cae en un fatal error. «Simón, hijo de Juan —reza el escrito—, ¿me amas más que éstos?». Cualquiera que conozca mínimamente la forma de ser y de comportarse de Jesús de Nazaret a lo largo de su vida terrena comprenderá que el Señor jamás —jamás— hacía distinciones entre los suyos. La pregunta, por tanto, parece maliciosamente manipulada y dispuesta con el fin de consolidar el denominado «primado» de Pedro. Éste, nada menos, constituye otro de los puntos de apoyo de muchos exegetas católicos que defienden la designación de Pedro —por parte del Resucitado— como su sucesor en la formación de la iglesia. Aunque espero poder dedicar más adelante algunas otras líneas al delicado problema de si el Resucitado quiso o no fundar una iglesia, tal y como la interpretan los fieles cristianos, deseo apuntar ahora un dato que se me antoja significativo en este sentido. De haber querido la formación de semejante institución —amén de haberla planificado y levantado Él mismo—, Jesús, con seguridad, no habría descargado su jefatura en un hombre de las características de Simón Pedro: irreflexivo, de carácter tornadizo y de una fogosidad altamente peligrosa. De hecho, durante los años de vida pública, el jefe del grupo había sido su hermano Andrés. En cuanto a Mateo, Santiago de Zebedeo, Bartolomé e, incluso, Juan, eran individuos mucho más preparados, reflexivos y carismáticos que el tosco sais de Bet Saida. Si Pedro llegó a ser lo que fue —no me cansaré de repetirlo—, no se debió a la expresa voluntad del Maestro, sino a las circunstancias y, como dije en su momento, a la tácita aceptación de sus compañeros. (No de todos, por cierto).
También es posible que a todo lo expuesto se uniera el irreductible silencio de los discípulos que conversaron aquella mañana con el Resucitado. Probablemente, Juan y Mateo tuvieron problemas para sonsacar a sus compañeros. Esto, sin embargo, no justifica que ambos —testigos presenciales— hayan silenciado la realidad de los diálogos por parejas. Mateo Leví, en el último versículo de su evangelio, parece insinuar parte de lo que repitió Jesús durante dicha aparición: «… Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».
Por supuesto, no podemos olvidar una postrera posibilidad, ya mencionada por quien esto escribe. Si el «Epílogo» del evangelio de Juan —como así parece— es un añadido, obra de «extraños», el Zebedeo, en buena medida, quedaría exento de responsabilidad. En este caso, la intencionalidad del o de los autores de dicho capítulo 21 resulta mucho más sospechosa…
Pero sigamos con los acontecimientos.
Durante un buen rato, hasta que las brasas terminaron por consumirse, los diez y el joven Juan Marcos permanecieron en círculo, cabizbajos y silenciosos. Repito: nadie, a excepción del impetuoso Pedro, abrió su corazón al resto.
Mi señal al módulo —anunciando el final de la operación— fue casi innecesaria. Una vez desaparecido el Maestro, Eliseo procedió al inmediato retorno del «ojo de Curtiss». Y, lentamente descendí los peldaños, reincorporándome al melancólico y taciturno grupo. Al fin, a eso de las 10.30 horas, Andrés, alzándose, acabó con la situación. En esos momentos yo ignoraba lo hablado con el rabí, así como la orden de ir a la búsqueda de Simón, el Zelote. En consecuencia, me mantuve en un discreto segundo plano. Fue el benjamín de los Marcos quien me dio la noticia sobre la anunciada segunda aparición en la montaña de la ordenación. Y, como decía, al preguntar, algunos de los íntimos señalaron hacia el norte de Nahum. Minutos más tarde, salvo Juan Zebedeo, los gemelos y Juan Marcos, el resto embarcaba con una doble misión: proceder a la venta del pescado y localizar al Zelote. Acepté la invitación de Santiago y, embarcándome en la más pequeña de las barcas, crucé aquella zona del lago, rumbo al puerto de Nahum. Conforme nos alejábamos de Saidan, un pensamiento fue ganando terreno en mi corazón. Resultaba duro de aceptar, pero así estaban las cosas: una de las personas que más intensamente hubiera deseado ver y oír al Maestro —su madre— había permanecido al margen.
Las dos millas largas que separaban ambos puertos fueron cubiertas sin contratiempos. Atracamos en uno de los muelles verticales del flanco oeste de Nahum y, de inmediato, Andrés y Pedro saltaron a tierra, perdiéndose en el tumulto de la ciudad, a la «caza y captura» del desertor. El pescado fue descargado y Santiago de Zebedeo, como jefe y responsable, procedió a los obligados regateos y porfías, obteniendo al final por los setenta kilos de tilapias y barbos (unas dieciséis piezas fueron reservadas para el consumo de los discípulos y de sus familias) un total de ocho denarios. Refunfuñando por lo que calificó de «robo y miserable pérdida de tiempo», el sais guardó el producto de la venta, aprovechando la breve estancia en Nahum para «echar un vistazo» al negocio familiar: el astillero. Yo aproveché el momento y, tras despedirme de las tripulaciones con un «hasta pronto», me alejé hacia la plaza del mercado, con la intención de ingresar en la nave. No había tiempo que perder. Era mucho lo que convenía organizar, de cara a la anunciada segunda aparición de Jesús de Nazaret. Esta vez, si la fortuna nos acompañaba, toda nuestra «artillería pesada» estaría apuntando al enigmático y desquiciante «cuerpo» del Resucitado. Los puntos oscuros en aquella «forma carnal» eran un excitante desafío. Las anteriores lecturas del squid, de los sistemas ultrasónicos, teletermográficos, etcétera —verificadas tras la última «presencia» de Jesús en el cenáculo—, nos habían alertado y confundido. Aquel «cuerpo», desde el prisma de la más estricta de las interpretaciones médicas, era «inviable». Había, pues, que examinarlo hasta donde fuera posible.
Si la aparición se registraba en «nuestra» colina, todo el instrumental del módulo, amén del correspondiente «ojo de Curtiss» y de los dispositivos alojados en la «vara», serían destinados a un implacable y riguroso análisis de los tejidos y órganos externos e internos, torrente sanguíneo, funciones vitales, metabolismo, naturaleza del sistema nervioso y, por supuesto, a la exploración de uno de los capítulos más intrigantes: el cerebro. Los hallazgos nos desbordarían…