Tenía hambre. Busqué el parador. Engullí un plato combinado con un par de tragos. Luego puse rumbo a Candeleda, bajo la catarata.
Conectando diversos afluentes en mi cabeza se había formado una buena corriente central. El primer afluente, lejano, plateado, era una historia de un hermano contrabandeando tabaco. Luego se encontraba otro afluente, cercano, familiar: un hermano prestando un Citroën y una hermana devolviéndoselo. Más abajo, lento, serpenteante, turbio, se encontraba el fulano pequeño conectando con una gitana en el bar de una gasolinera. Por último, un arroyo, casi seco, que aportaba poco a la historia: el hermano trabajando en una gasolinera.
Era una corriente que me arrastraba, no sabía qué iba a encontrar: si me precipitaría por una catarata, desembocaría en un mar encrespado, o la corriente se debilitaría hasta secarse.
Descartando al hombre del saco y a Morlans, quedaba María devolviéndole el coche a su hermano la misma tarde del atraco, cuando le había dado la pasta. Que hubieran continuado acosándome, después de registrar la casa a fondo y de matarla, hacía suponer que, cuando dieron con ella, la gitana no tenía el botín encima.
Las dos. Cruzando las calles de Candeleda, en busca de la 501, en dirección a Arenas.
Poco después alcanzaba mi destino. La gasolinera se encontraba cerrada. Yo no había tenido en cuenta que era una gasolinera pequeña, con sólo cuatro surtidores.
Hubiera sido una casualidad encontrar allí al hermano, a aquella hora, pero esperaba que el empleado del turno de noche me hubiera proporcionado su dirección. Sólo permanecían encendidos un tubo de neón y la bombilla que iluminaba el cartel con los horarios: "Abierto de 6hs. a 24hs". Esperar cuatro horas. El hombre del saco y su gente aparecerían antes o después: evaporarme y regresar a las seis. Demasiado tarde ya.
Encontrar al hermano de María antes que ellos.
Jarreaba. No había dejado de hacerlo en las últimas dos hora, el agua que no habíamos tenido en todo el año. En el camino hacia Candeleda había encontrado algunos tramos de carretera inundados, con una corriente sobre el asfalto que alcanzaba los bajos del Renault.
Moví el coche para aparcarlo junto a uno de los surtidores, bajo la marquesina.
Pegado al edificio de la gasolinera había un pequeño bar con las luces también apagadas.
Salí del coche y me acerqué. A través de las lunas logré distinguir, en la penumbra, una barra de unos cuatro metro con un par de banquetas. Era allí donde María se había jugado su cuerpo a trozos. Brillaban los vasos apilados y las botellas.
No se veía a nadie, no había mucho que robar allí.
Busqué en el maletero el traje de aguas, recordé que lo guardaba en el club. Tenía una chaqueta pero preferí reservarla para cuando me pusiera de nuevo al volante.
Eché un vistazo al resto de las instalaciones. Podía esperar que en la oficina hubiera un libro con la dirección de los empleados, desconocía el apellido y sólo recordaba que el nombre del hermano de María era el de un santo poco corriente. La puerta, además, tenía cerradura doble, me limité a echar un vistazo a través del cristal al interior oscuro. También a la máquina del hielo, a las máquinas de refrescos y a las bombas de aire y de agua...
Una puerta de servicio en la parte posterior que resultara más accesible. Me coloqué en un extremo de la marquesina y dirigí la luz de la linterna contra la lluvia.
La vi. La tenía delante de mí, a unos veinte metros. Una cisterna. Demasiado grande para pasar desapercibida, sin la lluvia la hubiera visto al instante. Recordé lo que me había contado la gitana de un cargamento de tabaco escondido en una cisterna.
Se encontraba en medio de un baldío. El tipo de cisterna que llevaban los viejos camiones de reparto de gasolina; estaba muy oxidada, con algunas trazas grisáceas de pintura, como un viejo y paciente cetáceo bajo la lluvia.
Veinte minutos pasadas las dos. Debía actuar.
Ignorando la lluvia me encaminé a la cisterna, chapoteando en el barro.
El haz de luz recorrió su estructura. Estaba muy oxidada pero sin abolladuras. Unos treinta centímetros de la parte inferior de su panza se hundían en el barro, los cardos crecían a su alrededor; hacía mucho que se encontraba allí aparcada. En la parte superior se encontraba la tapa; a ella se accedía por cuatro peldaños de hierro.
Una corriente recorrió mi espina dorsal. No sentía la lluvia. La cisterna parecía de verdad una ballena varada, pero no estaba muerta, sino viva.
Metí la linterna en el bolsillo; dejé que mis ojos se habituaran a la escasa luz que provenía del tubo de neón. Me acerqué, coloqué la mano derecha en el segundo escalón de hierro y el pie izquierdo en el primero y di un impulso hacia arriba; luego repetí la operación un par de veces, apoyándome con la derecha, hasta que me encaramé en lo alto.
Lomo escurridizo. Me sujeté a la tapa. Ésta tenía un par de palancas de presión y estaba herméticamente cerrada. En cuclillas, con la derecha, traté de mover una de las palancas, no lo logré, no se movió ni un milímetro; no me atrevía a emplear las dos manos. Necesitaría un martillo, o una gran piedra. La tapa hacía tiempo que no se había abierto, ejerciendo el óxido de soldador. Veintiocho minutos pasadas las dos.
Temí que mi corazonada estuviera equivocada.
Resultaba difícil que María, ella sola, hubiera movido aquellas palancas, ni con un buen martillo. Imaginé a su hermano ayudándola. Me senté, apoyé la mano derecha en la chapa, a mi espalda, estiré las piernas y coceé. La palanca tardó en moverse, lo hizo milímetro a milímetro, con sonido de huesos descoyuntándose. Cedió del todo. Repetí la operación con la otra palanca y, un par de minutos después, tuve la tapa levantada.
Gasóleo rancio. Saqué la linterna y dirigí el haz de luz al interior.
Un brillo. Una gran bolsa negra, de plástico, una bolsa de la basura, pero de las grandes, estaba llena, anudada, colgada de la bisagra de la tapa. Metí la mano y la saqué.
Ninguna luz en la carretera. La lluvia ya no era tan intensa. Creí que el gran cetáceo iba a coletear.
Deshice el nudo y metí la zarpa, sin abrir la bolsa del todo para que no se colara la lluvia. Toqué los fajos. Sumergiendo el brazo y removiendo, tuve la impresión de que estaba todo la pasta.
Eran fajos de cincuenta, cien billetes cada fajo, podía haber unos cincuenta fajos. Comencé a cogerlo y a metérmelos por la camisa. Al llegar al número diez cerré la bolsa.
Hice el nudo y colgué de nuevo la bolsa de la bisagra; cerré la tapa y pateé las dos palancas para que quedara ajustada. Esperaba que el hombre del saco fuera lo suficientemente listo como para reparar en la cisterna.
Me encaminé a la gasolinera.
Frío. La excitación había pasado. Trabajar con el cerebro. Una gran taza de café ardiendo y una copa de coñac, o dos. Un hotel y meterme debajo de una ducha hirviendo. Allí mismo, en Candeleda.
Abrí la puerta del Renault, saqué los fajos y los eché sobre el asiento.
Un chapoteo a mi espalda. Una voz.
—Socio.
Morlans.
Su aliento en el cogote.
Iba a volverme pero me controlé y no lo hice: pensar un poco. Como un idiota, con el último fajo en la mano, papel sin valor. Su voz:
—El papel es lo mejor contra el frío, pero estamos en verano. ¿Tienes frío?
—Sobre todo si es de banco; ahora tengo calor. ¿Qué haces por aquí?, ¿te has perdido?, ¿estás de paso?
Me había seguido hasta allí. ¿Por qué?
La explicación tardó un segundo en llegar:
—No me he perdido. Negocios. Sé adónde voy y porqué. A ella se le olvidó decirme dónde había escondido los billetes, aunque se lo pregunté —una nota de amargura en su voz—. Pero tú lograste saber dónde los metió. Creí que éramos socios.
Me volví.
—No en este negocio.
Se encontraba a un par de metros, muy tieso y tan inescrutable como de costumbre. Me apuntaba con un revólver, parecía muy dispuesto a enviarme al otro barrio.
—Sepárate del coche.
—¿Levanto las manos?, ¿es así como se hace?
—No es necesario.
Me separé del coche. Él se acercó.
Morlans era previsor, se había metido dentro de un holgado chubasquero de color naranja con la palabra Tintoretto en el pecho, tenía la capucha echada. Aunque su rostro permanecía en sombra, yo estaba seguro de que su mirada era la de pez muerto que mostraba en el tapete.
—No recuerdo haber repartido invitaciones —le dije—, nadie te ha invitado, ¿quién te ha invitado?
—Ella. Todo lo suyo es mío, ya lo fue otras veces. Cuestión de responsabilidad.
—¿Responsabilidad? Hace una hora eras el Morlans de siempre.
—Las cosas suceden así. O, a lo mejor, tú no eres lo suficientemente listo para ver como cambian.
—La conocías más de lo que me diste a entender.
—Me limité a contestar a tus preguntas. No te estoy quitando nada, me quedo con lo que me pertenece. Lo dice la ley.
—¿La ley?, ¿qué ley?
—... Juntos en la salud y la enfermedad, todo eso...
¿Qué quería decir?
La perplejidad cortó mis conexiones, estuve a punto de soltar un alarido. ¿Qué trataba de decirme?, ¿que la gitana y él habían sido marido y mujer?, ¿que habían estado casados? Podía ser un chiste, pero aquella clase de chistes no pertenecían al repertorio de Morlans.
Marido y mujer.
Hice un esfuerzo para reaccionar como él me había enseñado: expresión de pez.
—Te atrapó. Enhorabuena. Enhorabuena también si has heredado... —le repliqué en un tono aceptable. Arqueé las cejas—. Porque me has dado a entender que ella ha muerto.
Brutal, para que se desmoronara y ocultar mi debilidad. Inútil: me encontraba ante un jugador de primera y había dejado claro que sabía que María estaba muerta. Quizás había registrado también la casa.
—Ella y yo teníamos un contrato, y no sólo en el papel. Echa ese fajo con los otros y sepárate más del coche.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace tiempo. Cuando yo tenía una buena racha, me estaba dejando el primer bigote. Ella cambió mi racha.
—¿Así que también te debía algo?
—Sí: una buena racha. Sepárate más del coche.
Obedecerle. Si iba a disparar, o no, era un enigma. Ni él mismo sabría si sería capaz de hacerlo.
Me había movido con una venda en los ojos. Me sentía fuera de la historia, un intruso al que todos le dan la espalda.
Arrojé el fajo sobre el asiento y me separé del Renault. Morlans se acercó al coche. Echó un vistazo a los fajos y comentó:
—¿Sólo eso? Ella me habló de algo más.
—Si es poco no debes molestarte en cogerlo. Ella a veces no decía la verdad, incluso a ti.
—Ella pocas veces me decía la verdad.
—¿Y tú a ella?
—Siempre.
—¿Qué vio en ti?
—... ¿Haces tú esa clase de pregunta a las chicas?
—¿Eres tú la razón por la que no se fue?
—¿Quién las entiende? A mí no me gusta viajar —indicó los fajos con el revólver—. No ibais a tocar a mucho entre tres.
—Es lo que pensó ella. Y corriendo todos los riesgos. Tú te llevas todo y no corres ninguno.
Permaneció contemplando la pasta durante unos segundos, parecía decepcionado, poco seguro de si merecía la pena inclinarse para cogerla.
—¿Qué hacemos ahora? —le pregunté.
Fue atrapando los fajos y metiéndolos debajo del chubasquero.
Mil billetes más pobre cuando me llegó su respuesta:
—Tú, no sé. Yo tengo que pensar en cómo gastármelo.
—¿Vas a andar por aquí?
—No iré muy lejos. No necesito ver caras nuevas. Pero aquí nadie se traga ya nuestro número. Eres tú quien debe cambiar de residencia.
—¿Por dónde vas a estar?
—Es igual, ya no te voy a llevar conmigo, socio.
Metió medio cuerpo en el coche, abrió la guantera y cogió la pistola, luego las llaves. Salió y me mostró la pistola.
—Te la devolveré por correo, la necesitarás, tienes problemas. Pon en marcha los pies.
No tenía idea de qué pretendía. Me sentía preocupado: no había llegado a conocer a Morlans.
—¿En qué dirección?
—Donde alumbre tu linterna.
—¿Para qué?
—Para que veas el lugar donde te voy a tirar las llaves, no voy a gastar una bala, a no ser que me obligues. ¿Quieres volver andando?
Caminé hacia uno de los laterales de la gasolinera. Ya al borde de la marquesina. Cuando iba a encender la linterna, volví la mirada y, a lo lejos, en la carretera, entre la lluvia que remitía decididamente, vi los faros de un coche. Encendí la linterna e iluminé el baldío que teníamos delante.
El aguacero se había convertido en lluvia normal, con el anuncio de que dejaría de llover en unos minutos. Eché la cabeza hacia atrás buscando la compañía de la luna o de alguna estrella entre las nubes, pero la lluvia fina no me permitió abrir los ojos.
Nos encontrábamos en la parte posterior de la cafetería. Hasta allí no llegaba la luz de la gasolinera y sólo nos alumbrábamos con la linterna. Se oía el sonido sordo del agua precipitándose en algún lugar. Barrí con el haz de luz hasta descubrir la vieja estructura de ladrillo de un pozo, a sólo unos veinte metros. Allí me dirigí, sin detenerme.
—¿Adónde vas? —me preguntó Morlans.
Me volví.
—Donde tú me digas. ¿Nos quedamos aquí?
Se había detenido a unos cinco metros y me miraba, si yo apagaba la linterna no me vería.
—Bueno, socio. No voy a decirte que me envíes una postal porque me da igual —rezongó.
—¿Dónde vas a tirar las llaves? Con esta lluvia no las encontraré.
—Las encontrarás.
Metió la mano debajo del chubasquero, pensé que iba a sacar las llaves, pero, un segundo después, tenía delante el agujero negro de mi pistola.
El verdadero Morlans. Tenía la cabeza inclinada hacia delante y los ojos clavados en mí, dos trozos de hielo a la luz de la linterna. El Morlans solitario, sin familia y sin amigos. Me sentí congelado, como si me encontrara bajo la lluvia en el mes de Enero. Fingí no haber reparado en el arma. Iluminé con la linterna en dirección del pozo.
—... Procura que no caigan dentro del pozo —gorgoteé.
Las luces de un par de linternas aparecieron en la esquina de la cafetería, a espaldas de Morlans. Yo no había visto llegar ni detenerse al coche de los hombres del saco, me había olvidado de ellos.
Morlans les daba la espalda y no había advertido su presencia. Avanzó un par de pasos en mi dirección, con la pistola levantada a la altura del pecho.
Conté las sombras que se acercaban: eran cuatro.
—Chaval.
Me lanzó un beso con la punta de los dedos.
—... Déjame poner la última idea, por una vez —grazné —: saca el aire de una de las ruedas, me costará cambiarla. De dos, mejor. Eso me obligará a esperar aquí hasta que abran la gasolinera.
Comprendió que sucedía algo y que yo pretendía ganar tiempo. Giró la cabeza para mirar sobre el hombro.
Las dos linternas se encendieron de nuevo, ya sobre nosotros. El estallido de la luz iluminó la mano armada de Morlans que recibió un golpe y la pistola cayó al suelo. Alguien le dio un fuerte empellón y Morlans retrocedió trastabillando.
—¿Ibas a matarle? —el ladrido metálico del hombre del saco.
Hice visera con la mano. Detrás de las luces, las cuatro sombras fantasmales en sus trajes de aguas. Una luz se acercó y necesité levantar el brazo para protegerme los ojos.
—¿Iba a liquidarte?
—¡Eso parece! —grazné.
—Pues tienes a la ley de tu parte.
Se oyó un rebuzno. Luego las cuatro sombras me rodearon.
—Así que ha escondido la pasta aquí, donde el hermano —el ladrido ilocalizable de Orta—. ¿Dónde está?
—Pienso mejor a oscuras.
El aire zumbó, con el crujido de un traje de aguas, mi cabeza recibió el impacto de una pesa de plomo; retrocedí hasta colarme casi dentro del pozo.
—¿Dónde?
Tono bronco, exigente.
—Bien escondido —gemí.
No podía decirles donde se encontraba la pasta sin pensar antes en ello. ¿Qué harían con nosotros, conmigo? Debía sondearlos, ganar tiempo, hasta que apareciera gente por allí, testigos que nos vieran juntos. Serían casi las tres.
De nuevo el crujido del plástico; traté de retroceder pero me encontraba ya al borde del pozo, con el brocal medio derruido a mi espalda.
Bajé el brazo para comprobar si llegaba un nuevo ataque cuando el puño me alcanzó en la sien, no demasiado fuerte, como si el que me golpeaba temiera también que me cayera al pozo. Mi puño voló para golpear un poco de aire, lo había lanzado sin convicción, para que vieran que no estaba dispuesto a recibir más golpes. La luz de la linterna retrocedió un par de metros. Asomó una pistola.
—Quieto, valiente, ahora mismo.
Yo sólo tenía un arma: el tiempo.
—... Si nos dispersamos y rastrillamos todo esto —gorgoteé, en mi peor estilo—, quizás logremos darle los buenos días a ese dinero.
El agua de una reguera retumbaba al precipitarse dentro del pozo. Había calculado que el brocal tendría sólo metro y medio de diámetro, si continuaba lloviendo, el pozo se llenaría. Aquella idea me hizo volver la cabeza para mirar a mi espalda, creí ver el brillo del agua.
Cuando de nuevo miré al frente, mi cabeza detuvo otro bloque de hormigón en plena carrera; me había inclinado un poco para evitar la luz y el golpe me alcanzó casi en la nuca. Un fogonazo, un cielo estrellado. Caí de espaldas, mi cabeza golpeó los ladrillos del brocal. Levanté la pierna para patear, pateé aire.
—¿Dónde están los billetes?
Orta no empleaba muchas palabras, prefería las manos. Existe otro lenguaje además del de las palabras, más contundente, siempre resulta ser un monólogo.
Me incorporaba, cuando recibí la suela de una bota en el pecho. Mi cabeza chocó de nuevo contra el brocal. Un fogonazo, un fuerte zumbido y el sonido del agua desplomándose en el pozo.
No merecía la pena. La única salida era decirles la verdad, quizás se conformaran con llevarse la pasta. Iba a abrir la boca cuando el hombre del saco decidió concederme una tregua. Se dirigió a Morlans:
—¿Te lo ha largado a ti?, ¿te lo ha dicho? Ibas a cargártelo.
No se habían molestado en registrarnos, pensaba que todavía no habíamos encontrado el botín.
—Tú me impediste hacerlo —le replicó Morlans, en su tono habitual, el que empleaba para pararle los pies a cualquier listo—. Tampoco a mí quiso decírmelo.
El crujido del plástico y un golpe fuerte y sordo. Un cuerpo desplomándose.
—Haces las cosas mal —cloqueé desde mi posición semitumbado, dirigiéndome a un punto donde se encontraba el hombre del saco.
—¿Hago las cosas mal? —aulló.
—Sí... —dejé transcurrir una pausa; tomé aire. Hablar despacio —: Si hubieras pensado un poco te habrías preguntado por qué te llamé por teléfono. De haber decidido quedarme con la parte de ella, no te habría llamado, yo sólo quiero mi parte, el resto te pertenece, y no porque emplees los puños cuando vas armado y te rodea tu gente. Un tipo como tú no puede comprender por qué lo hago, para fulanos como tú todas las personas son iguales, y todos enemigos. Sólo nos diferenciamos en el grado de peligro que representamos y que tú mides al peso. Te diré por qué lo hago, y vete soltándolo por ahí para que te lo expliquen... : porque es tuyo, sólo por eso, porque te pertenece. Había pensado en un poco de charla mientras fumábamos un pitillo amigablemente. Pero no, tú no sabes de esas cosas, necesitas mostrarte a ti mismo tu lado duro. Me gustaría verte por la mañana enseñándole los dientes a tu imagen en el espejo. Aunque puede que no tengas otro, tus oídos no conocen el significado de la palabra sutileza.
El chapoteo de unas botas en el barro puso fin a mi rollo verbal. Creí que me iba a patear de nuevo pero se detuvieron a sólo medio metro.
—¡Sutileza! —su ladrido me llegaba casi encima —. Yo también aprendí de sutilezas en la Academia. Porque yo he estado en una academia, ¿entiendes, Ladrón de Bancos?, una academia donde van hombres y mujeres que manejan basura como tú. Me estoy cansando de cómo me miras, y de tu tono cuando te diriges a mí, soy muy sensible, niño, he ascendido desde abajo porque sé tratar a la gente, defiendo a los ancianos, a las mujeres y a los niños de mierdas como tú. Y lo voy a seguir haciendo hasta que vea en mi manga una estrella.
—Sé dónde está escondido ese dinero —voz pausada —. Ésa es mi póliza de seguros.
—¿Tu póliza contra qué?
Busqué una réplica ingeniosa. Sólo me salió:
—Contra una bala.
No me coceó. Sentí una mano atrapándome por la pechera para incorporarme.
Nos pusimos en marcha encaminándonos hacia la gasolinera. A Morlans también le habían levantado y venía detrás de nosotros, escoltado por uno de los guardias. Reconocí al tipo que venía a mi lado: Rojo, el guardia de Alcabón. El guardia que abría la marcha era joven, corpulento, de movimientos precisos.
Ya al amparo de la marquesina, el que escoltaba a Morlans, un tipo del viejo estilo, con una estaca colgándole en la comisura de la boca, nos encajó un pitillo en los labios aunque no nos habían esposado. Luego nos dio fuego con un Bic.
—¿Soy suficientemente sutil? —me preguntó el hombre del saco con un tono que hubiera convertido un bautizo en un velatorio.
—Sí. Ahora quiero fumar con calma.
Fumamos en silencio. Morlans se había apartado del grupo: ya no representaba ningún papel. Seguramente mantenía la esperanza de salvar los diez fajos que ocultaba debajo del chubasquero.
Carne de gallina y tiritando. Me arropé con los brazos. No había pensado en el frío, pero me habían caído toneladas de agua encima y se había levantado una brisa que estaría barriendo las nubes. Si no hacía algo podía atrapar una pulmonía.
—Tengo una chaqueta en el coche, en el maletero —supliqué perrunamente.
El hombre del saco se limitó a hacer una seña con la cabeza al guardia joven.
Un minuto después me enfundaba la chaqueta.
—¿Forzamos la puerta del bar? —sugerí furtivamente —. No nos vendría mal un trago.
—Acaba ese pitillo o te lo hago tragar —me ladró Orta.
La lluvia remitió. La brisa, fría, se hizo más constante y fuerte. Levanté las solapas de la chaqueta.
Diez minutos después, cuando tiré la colilla al suelo y la aplasté con el zapato, había dejado de llover. Me había convertido en madera, una madera dura.
—En el pozo —me limité a decir.
Podía haber dicho cualquier otro lugar; pero calculaba que encontrar una cuerda, haría falta también un garfio, meterse dentro, buscar y salir, les llevaría algún tiempo. Las tres y veinte. A las seis aparecerían los primeros empleados de la gasolinera, probablemente el hermano de María.
No se movieron, pero capté que los cuatro cuerpos se ponían rígidos.
—¿En ese pozo? —me espetó Orta, imperativo, pero con un cierto matiz de cautela.
—Sí. Ella me lo dijo, que lo había escondido en el pozo —insistí tranquilo.
El hombre del saco me clavó la mirada; se puso en movimiento y los demás le seguimos.
Las luces de las dos linternas iluminaban nuestra marcha. Avanzábamos en fila india, delante el guardia joven y Rojo el último. Levanté la mirada, creí descubrir algunas estrellas. Caía alguna gota fina que el viento arrastraba desde lejos.
Nos detuvimos junto al brocal. El guardia joven dirigió el haz de su linterna al fondo del pozo y los demás nos inclinamos para mirar.
Faltaba apenas un metro para rebosar y continuaba vertiéndose agua de la reguera, aunque con un caudal mucho menor. Sobresaliendo un palmo sobre el nivel del agua, la parte superior de una galería de ladrillo.
—En esa galería —apunté.
Veracidad a mi historia.
Orta le quitó la linterna al guardia joven y dirigió el haz de luz a la galería, también a lo largo de la reguera calculando cuando ésta dejaría de aportar agua al pozo.
Duro:
—¿La pasta está ahí?
—Ahí mismo.
—¿No te equivocas?
—En la galería, fue lo que ella me dijo, es ahí donde la escondió. Sólo tenemos que esperar a que baje el nivel del pozo. No tardará en hacerlo, ha dejado de llover.
Rojo:
—¿Dónde iba metida la pasta?
—En dos bolsas de plástico. No te preocupes, no se ha mojado.
Orta, con un golpe brusco del brazo, consultó la hora en su reloj, levantó la mirada hacia la línea del horizonte que estaba totalmente oscuro. Me clavó la luz en los ojos.
—Será mejor que ese dinero se encuentra ahí. Reza para que por una vez ella haya dicho la verdad. Si está ahí hasta puede que disfrutes de un permiso.
—Es lo que espero.
—No esperes tanto —la voz Rojo, a mi espalda, por segunda vez, muy lúgubre ahora.
No me costó comprenderle. El mensaje de su tono fúnebre lo dictaba la mujer muerta, su costilla. Yo creía que había quedado al margen de aquella historia. Pero era uno de esos tipos de alma viscosa y tenía que saldar su cuenta particular. No me gustó ver que el hombre del saco no intervenía: era algo entre nosotros dos. Me pareció inútil malgastar palabras, explicar al tipo que yo no tenía nada que ver con la muerte de su mujer.
La cajetilla circuló.
Media hora después, dejó de oírse el sonido de la reguera aportando agua al pozo.
Permanecíamos en silencio. De vez en cuando el guardia joven se inclinaba sobre el brocal y enchufaba la linterna. Sin decir nada, regresó a la gasolinera y enseguida apareció con un rollo de soga de unos diez metros. Mi tos rasgó el silencio.
Transcurrió otra media hora. El guarda joven echó un nuevo vistazo dentro del pozo y dijo:
—Casi se ve toda la galería.
Los seis nos inclinamos sobre el brocal. Había quedado al descubierto medio metro de la parte superior del arco de ladrillo, con el hueco oscuro.
Miré hacia la línea del horizonte, no se apreciaba ninguna claridad. Faltaban unos minutos para las cinco y tenía que transcurrir casi una hora para que amaneciera. Si el nivel del agua descendía deprisa, Morlans y yo nos encontraríamos en apuros. Me sorprendí sintiendo que me importaba Morlans; no sabía por qué. Deseaba que entraran en el pozo ya de día, con la gasolinera abierta y con tráfico en la carretera.
Orta y Morlans se encontraban uno al lado del otro mirando al interior del pozo. Los dos se irguieron a la vez.
Orta dejó caer, entre dientes, sin mirarme:
—¿Pensabas gastarte la pasta con ella?
No sabía a quien de los dos se había dirigido y creí que había oído mal. Caí en la cuanta de que era a mí a quien se dirigía y que era eso exactamente lo que había dicho: que si pensaba gastarme la pasta con ella.
María.
¿Qué pretendía?
Imaginé que trataba de hacernos ver que él no tenía nada que ver con su muerte, aunque yo no comprendía la razón de que lo hiciera. Yo no podía significar nada para él. Y hacerlo de aquella forma hubiera sido una sutileza, y Orta no había aprobado aquella asignatura en su Academia. ¿Entonces?... ¿Orta desconocía la muerte de María?
Yo siempre había encontrado algo que rechinaba en sus palabras cuando se refería a la gitana, que no hablara en pasado, sino en presente, como si ella continuara viva.
Tieso. Mi cerebro manoteaba en el vacío. Una imagen: el cuerpo de María, encogido, dentro de la alacena con la gran mancha púrpura en su falda.
Volví la mirada hacia el tipo de Alcabón que continuaba clavándome sus ojos de lobo hambriento.
—Quizás —balbucí como respuesta —, todo dependerá de si la encuentro.
Morlans me daba la espalda, era una sombra difusa.
Alguien me pasó de nuevo la cajetilla. La llama de un mechero iluminó rostros duros, tensos, concentrados.
El nivel del agua descendía lentamente, la reguera había dejado de verter, pero la tierra empapada hacía su aporte. El guardia maduro estornudó y se subió la cremallera del traje de aguas.
Al fin la línea del horizonte comenzó a difuminarse. Veinte minutos para las seis. Otro cuarto de hora y aparecerían por allí los empleados de la gasolinera. Las circunstancias estarías entonces a mi favor.
El hombre del saco pareció pensar lo mismo porque, después de contemplar la línea del horizonte durante unos segundos, se volvió al guardia joven:
—Métete.
Antes de lo que yo esperaba. El guardia le pasó la linterna a su compañero y comenzó a quitarse el traje de aguas.
Apenas me quedaban un par de minutos para encontrar una escapatoria, no sabía cómo reaccionarían cuando nos llegara la voz desde el interior del pozo diciendo que allí no había nada, los tres perros de presa se quedarían sin ideas durante unos segundos.
El guardia joven se puso a caballo sobre el brocal, miró hacia el interior del pozo y luego ató un cabo de la soga alrededor de su pecho y el otro a una de las columnas de la polea.
Podía huir. Correr. El alcance de las linternas sería de unos cincuenta metros, luego todo era oscuridad. Tardaría demasiado en recorrer aquellos cincuenta metros, al terreno estaba muy blando y los zapatos se me hundirían en el barro y me pareció que el tipo de Alcabón se encontraba en mejor forma que yo. Mis posibilidades eran casi nulas. Pero debía intentarlo.
Mi camisa y mis pantalones no se habían secado; me sentía helado. La tiritona me atacó de nuevo, traté de disimular el castañeteo de dientes para no atraer su atención.
Oí el chapoteo del agua cuando el guardia se dejó caer al fondo del pozo. Fue Rojo el que se inclinó sobre el brocal para alcanzarle la linterna.
Miré sobre mi hombro hacia la oscuridad... Aquel pequeño movimiento frustró mi plan. El guardia con la estaca en la boca, advirtiendo aquella mirada hacia el vacío, se situó a mi espalda, a un par de metros, para que yo no le pudiera sorprender si echaba a correr o si le empujaba. Morlans se encontraba a mi derecha, pegado al brocal, fingiendo estar interesado en el tesoro del pozo.
Echaría a correr cuando llegara la voz desde el interior del pozo, el efecto sorpresa me proporcionaría unos segundos. Dieciséis minutos para las seis. Ningún faro en la carretera.
La voz nos llegó de improviso:
—¡Aquí sólo hay cajas! ... ¡Creo que es tabaco! Está hecho una mierda, el agua las ha deshecho.
Silencio denso, absoluto.
Tabaco.
De nuevo me dominó la perplejidad. Tabaco. Recordé, un flash, lo que María me había contado sobre su hermano escondiendo un cargamento dentro de un pozo. ¿Se trataba de aquel pozo?, ¿aquel tabaco?, ¿no se había molestado en sacarlo cuando la lluvia lo había echado a perder? Entonces llevaba allí metido un año entero.
Sólo podía ser eso. Mantener el control y sacarle partido aquella ventaja.
—Lo invirtieron todo en tabaco —mi propia voz —, ella y su hermano, fue lo que me dijo. Lo habían hecho otras veces. Creí que habían tomado sus precauciones. A lo mejor no tocamos a nada.
Orta se irguió.
—¿Cuántas cajas hay? —bufó hacia el fondo del pozo.
—No sé —se oyó el eco del guardia —, la galería es profunda...
Dejó de oírse la voz. Durante un par de minutos permanecimos impacientes, a la espera. Al fin:
—.. Muchas, la hostia, más de cien. La galería se hace más ancha, es como una cueva. Es un buen escondite; ¡hostias! está llena de agua.
—La seguí —insistí, firme, sin dirigirme a nadie en particular, aprovechando aquel final de trayecto antes de que otra idea ocupara sus cabezas—, seguí a la gitana. Me había pedido prestado dinero y el coche y pensé que quería darme esquinazo. Yo me hice con otro coche. La seguí y vi como sucedía todo, como las dos mujeres discutían y la gitana le clavaba unas tijeras.
Silencio.
Unas botas sobre el barro. La cuerda se tensó porque el guardia joven se disponía a salir del pozo.
Se dejó oír la voz de Rojo, a mi espalda:
—Me parece que la gitana no estará de acuerdo en cargar con eso también.
Me volví.
—No sé si ella estaría de acuerdo o no, y ni tú ni yo lo podremos saber porque está muerta.
Silencio. Se podía chapotear en él. Ni siquiera se oían las respiraciones. Ningún movimiento.
La cabeza del guardia joven apareció en el brocal, resoplando.
Rojo, una vez asimiladas mis palabras, volvió la mirada hacia el hombre del saco. Éste parecía de granito; las linternas se habían apagado y su figura fantasmal se recortaba en el horizonte ya clareado.
Yo tenía que hablar: la situación pendía de un hilo y las palabras eran el único arma a mi alcance, si encontraba el tono apropiado.
Continué:
—... Alguien la mató antes de registrar la casa, me estoy refiriendo a la casa de Arisgotas. Allí se escondió. El cadáver está en la alacena de la escalera que lleva a la cuadra. Creí que lo habíais hecho vosotros pero está claro que no lo hicisteis. La he delatado porque está muerta, sino no lo habría hecho. Pero también he dicho la verdad, yo sólo fui un testigo lejano de la pelea entre las dos mujeres. A la gitana hacía sólo unas horas que la conocía. Y la mató alguien que fue a la casa por alguna razón y la encontró allí. Alguien que olvidó la puerta del frigorífico abierta y también la de la calle. ¿Os suena?
La cabeza de Orta se inclinó hacia delante, lentamente, como si el firmamento le estuviera aplastando.
Se mantuvo así durante un par de minutos. Los demás permanecimos en silencio, sin movernos, como si aquella cabeza inclinada fuera el seguro que cancelaba nuestros movimientos.
La cabeza se enderezó; la mirada ganó en consistencia, con la fuerza de la gravedad actuando de nuevo sobre ella: una idea llenaba su cerebro.
Su mirada, acerada, se volvió hacia el guardia de Alcabón. Éste pareció decidido a hacerle frente.
—No me mires así, no me gusta. Yo no lo hice. No la vi cuando estuve allí.
Sonó sincero, pero no del todo seguro. Aquella pequeña vacilación fue la que le perdió. De pronto se habían convertido en Tío de la Porra Bueno y Tío de la Porra Malo.
—Tu mujer no valía nada, ella sí —silbaron entre los dientes las palabras de Orta, trabadas, como si el aire no circulara bien por su garganta.
—No hables así de mi mujer.
Rojo tenía agallas, histérico también, y acababa de cometer un nuevo error: no había sabido interpretar el nudo en la garganta de Orta.
El plástico crujió al desaparecer su mano, que reapareció empuñando una pistola. Rojo tenía también la pistola en la mano y apuntaba a Orta, pero era igual, éste ignoraba el arma, como si en el mundo existiera sólo una idea cruzando su cerebro como una viga.
—Era mi mujer —gimoteó el guardia de Alcabón, encontrando ahora su auténtica voz: amariconada.
Sonó el disparo. Uno solo. Durante unas décimas de segundo todo desapareció, sólo quedó el estampido. Cuando la escena se concretó de nuevo, el pelirrojo se estaba desplomando.
El bulto con el traje de aguas era muy grande. Los brazos y las piernas se movieron sobre el barro como si deseara ocupar más espacio, y al fin se quedó quieto.
Permanecimos como estatuas, terminado el libreto, escuchando alejarse el estampido.
Orta, metódico, cambió el cargador de su pistola, sin que yo adivinara la razón de por qué lo hacía, se levantó los faldones y la metió en la cartuchera. Su rostro era un bloque de granito. Sin abrir la boca, dio media vuelta y se dirigió con caminar enérgico hacia la gasolinera. Los otros dos guardias, autómatas, le siguieron.
Morlans y yo no nos movimos, ni pestañeamos, hasta que la dos luces del coche de los guardias se disolvieron en la carretera.
Morlans fue el primero en reaccionar. Echó a caminar a paso vivo hacia la gasolinera, sin abrir la boca. Yo le seguí, ninguno de los dos volvimos la mirada hacia el bulto del pelirrojo.
Antes de entrar en su Mercedes, Morlans se volvió y, sin decir nada, me arrojó las llaves del Renault. Luego se metió en el coche, arrancó, maniobró y salió a la carretera. Le dejé alejarse.
Me dirigí a la cisterna. Unos faros acercándose, en dirección de Candeleda, me hicieron detenerme cuando levantaba la mano para aferrarme al primer peldaño. Cinco minutos para las seis.
Troté al Renault. Trepé, arranqué, salí a la carretera y me coloqué en la estela de Morlans, sin encender las luces.
No sé por qué decidí continuar tras él, manteniendo la distancia, me había acostumbrado a depender de él.
El sol debía de haber repuntado detrás de las nubes, teníamos un cielo de hormigón. Mantuve la distancia con el Mercedes, contemplando la coronilla del Pequeño, encaramado sobre un par de cojines.
Media hora después entrábamos en Talavera.
Continué en la estela del Mercedes, aunque la historia había terminado; empezaba a vencerme el sueño, no quedaba ninguna pregunta sin responder entre nosotros.
Iba a poner proa a la pensión, cuando el Mercedes redujo la marcha para girar y aparcar en batería en la esquina del bar Bermejo. Realicé yo también la maniobra para aparcar a su lado. Vi como Morlans sacaba las llaves del salpicadero y las dejaba caer debajo del asiento, luego salió del coche. Yo salí también. No miró hacia mí, sino que consultó la hora y levantó la mirada hacia el fondo de la calle. Fue una señal: el todoterreno apareció doblando una esquina. Reconocí a Bemba al volante.
—Cien billetes —comentó Morlans, indicando con la barbilla hacia el todoterreno.
—¿Ella? —me acerqué a él, con las manos hundidas en los bolsillos.
El intermitente izquierdo del todoterreno comenzó a parpadear para cambiar de carril.
Quería despejar una duda, me salió una voz que no reconocí:
—... ¿Habrías disparado contra mí?
—Sí.
—... ¿Creíste que yo la había matado?
—No, no por eso.
—¿Por qué, entonces?
—Porque me has fallado por todos lados, socio.
El todoterreno cambió de carril y fue a detenerse unos de metros antes de alcanzar la esquina; pero la negra no bajó del coche.
—Se habría venido gratis conmigo —continuó Morlans, refiriéndose a la negra, hablando consigo mismo—, pero no me importa haber pagado por ella, ahora tengo dinero, ella es una buena inversión —miró hacia el todoterreno, luego hacia mí—. Por eso me molesté en llamarla para que cambiara los neumáticos y llegué tarde a la cita contigo en la gasolinera.
Los neumáticos del todoterreno eran nuevos, con un dibujo de diamantes.
—Bemba es distraída —añadió, acercándose al todoterreno— y a veces no sabe por donde conduce.
Le seguí.
—No me hables como un acertijo. —Casi aullé—: ¿Lo hizo ella?
—No lo hizo ella —se volvió —, lo hiciste tú.
Le grité:
—¿Lo hice yo? ¡Me debe estar fallando el oído!
—Puedo repetírtelo con otras palabras.
Histérico:
—¡Ella no tenía motivos, tú sí los tenías: cincuenta kilos al contado!
Me señaló con el dedo.
—Celos. Tú se los despertaste. Lo hizo por celos, como en una de esas novelas.
Aullé:
—¿Celos de la gitana?
—De la gitana, sí. Tú la machacaste demasiado, primero que Gildo se había ido con ella y luego yo. Me limité a decirle donde se escondía. Tampoco María me dijo a mí dónde había metido la pasta. Intenté sacárselo pero no lo logré. Sabía que la negra me allanaría el camino, pero no me sirvió de mucho, no lo había escondido en la casa. No podía pensar que fuera a llegar tan lejos, no había contado con tu trabajo fino.
Miré hacia Bemba, sólo una sombra al volante del todoterreno. Yo quería retener a Morlans, no sabía por qué, buscando quizás un tono irónico que borrara lo que había dicho.
—¿Buscaste la pasta por toda la casa y no viste el cadáver?
—Lo encontré en medio de la cocina. Yo lo escondí en la alacena y fregué el suelo, con papeles, no tenía otra cosa.
Dio media vuelta y abrió la puerta del todoterreno.
—Cuídate —se limitó a aconsejarme como despedida, sosteniendo la puerta abierta—. No sabes ganarte solo la vida y nunca sacarás el diploma. Necesitarás siempre un maestro. Pero maestros de mi clase no los encontrarás en las páginas amarillas.
Se encaramó al coche; el todoterreno arrancó y desaparecieron.
Arranqué yo también y salí a la calzada. Se me cerraban los ojos. Enfilé mecánicamente de vuelta hacia la autovía. Sabía que la impaciencia no me permitiría dormir. Quería darle una respuesta a la última frase de Morlans.
Muy cansado.
Las ocho y media cuando divisé de nuevo la gasolinera. La luz era blanca, transparente. Tenía la sensación de haberme quedado dormido al volante durante algún tiempo.
Junto al pozo había un par de coches con luces de destello y un furgón, y una docena de personas, guardias y paisanos.
No me detuve. Volví la mirada cuando cruzaba a lo largo.
La tapa de la cisterna se encontraba abierta.
Un par de fulanos con el mono naranja de los gasolineros se encontraban junto a los surtidores. Los dos tenían pinta de gitanos.
Pensé que me había faltado un minuto, sólo un minuto, para obtener mi diploma.
FIN