En verano abría el club a eso de las diez. Antes resultaba inútil hacerlo: el calor no remitía hasta después de la puesta de sol; el terraplén de la autovía, orientado a poniente, acumulaba los rayos de la tarde proyectando sobre el cubo de bloques el fuego almacenado durante todo el día. Y a nadie le gusta echar un trago si tienes que dejar el coche a la vista junto a una autovía.
El Oasis se encontraba a trece kilómetros de Talavera, dentro del triángulo que forman los cruces de la autovía V, la comarcal 502 y el desvío a Gamonal , un pequeño triángulo entre las tres carreteras, de unos dos mil metros cuadrados. Se accedía a este pequeño trozo de terreno tomando la carretera de Gamonal y ésta sólo se podía tomar desde la comarcal 502. Si, al divisar las luces rojas del club, dirección Madrid, te entraba la sed, tenías que continuar otros tres kilómetros hasta el primer cambio de sentido, retroceder un par de kilómetros, humedecerte los labios antes de tomar la salida de la comarcal 502, hacer otros dos kilómetros, con los ojos bien abiertos para no pasar el cruce de Gamonal, y abrir todavía más los ojos para ver el camino que yo había fabricado con un par de camiones de garbancillo que desembocaba en el aparcamiento de tierra del club.
Era un destartalado cubo de bloques de hormigón, de una sola planta, con tejado de uralita acanalada. Una puerta, una ventana y cuatro paredes encaladas y decoradas por su propietario, un tal Nazario, que me había nombrado encargado por dos billetes y el quince por ciento de comisión. En el aparcamiento podían entrar una veintena de utilitarios, aunque nunca había visto allí más de media docena. Una empalizada de cañizo evitaba la visión de las matrículas desde la autovía.
El disparo de salida de aquella larga semana había sonado a eso de las once de la mañana, aquel lunes.
Me encontraba en el club de casualidad a aquella hora, tan temprana para mí, y no durmiendo o pescando, o contratando chicas para la barra en Puente o Talavera.
Había saltado de la cama porque me tocaba cepillar la puerta que rozaba el suelo levantando el gres. Era la cuarta o quinta vez que lo hacía, comenzaba a pensar que no era la humedad que hinchaba la madera. Todos los días, durante una semana, me había dedicado a medir la altura del marco y a darle al cepillo, tratando de convencerme de que era la humedad que hinchaba la madera y no el garito que se me venía abajo.
La figura encuadrada en el vano de la puerta, cuando yo había sacado el tablero y ajustaba la cuchilla del cepillo, no era la de un repartidor de cerveza, ni la de una chica de labios rojos cargando con su maleta, sino la de un hombre del saco. En desaliñado uniforme de verano, con la camisa verde pegada al cuerpo, el tricornio en la coronilla y una carpeta azul, con los cantos carcomidos, bajo el brazo.
—Demasiado temprano —le informé, indicando con el mango del martillo un cartel inexistente en la puerta.
El tipo se hizo el sordo, dirigiéndose directamente a la barra y arrojando la carpeta displicentemente sobre ésta. Después de echar mano al bolsillo trasero del pantalón, de sacar y mostrarme fugazmente una especie de carnet dentro de una funda de plástico, comenzó a largar.
En tono autoritario, me espetó que él dependía de tal delegación, que era Inspector Sanitario, que aquél era su distrito, que yo había olvidado cotizar toda clase de tasas y que mis chicas vendían sida en la trastienda, tus días están contados, además, el tabaco húmedo te ha delatado, me soltó, acusador. Todo aquello, sin duda, con el único fin de sacarme un par de billetes.
Extendió sobre la barra una colección de papeles con membretes oficiales y sellos borrosos, un papeleo correcto a primera vista, pero en un segundo repaso se podía advertir que eran fotocopias sobre las que una mano poco experta había trabajado.
Los papeles no despertaron mi interés, sino el sujeto.
Andaría por la segunda mitad de los treinta; como de un metro setenta y cinco de estatura, delgado, con buena percha; rasgos delicados, ojos muy alejados de una nariz de un tamaño acorde con sus orejas, cejas finas y oscuras… afeitado de cualquier manera. Un conjunto con cierto aire de otro mundo. Me dio por pensar que el uniforme de hombre del saco y sus ademanes desabridos eran sólo componentes de una representación.
—¿Qué bebes? Estás invitado a una cerveza —le ofrecí, con la mirada de nuevo en el cepillo.
—¡Aquí nadie bebe! —me replicó, airado, recogiendo los papeles—. Quiero ver todos tus permisos en regla o te echo el precinto, ¿me has oído? ... Y dicen por ahí que trabajas con menores, ¿no será cierto?
—¿Menores? Hum. Pásate por aquí a eso de las diez y podrás tirarles de las trenzas.
—¡Papeles! —chasqueó los dedos debajo de mi nariz—. ¡Vamos!
—¿Qué vas a hacer si no los tengo?
—¿No tienes? —aulló—. ¡Te precinto y no abres en veinte años!
—No necesitas precintos —indiqué sobre el hombro—. Ahí tienes la llave.
Su dedo agitó el aire bajo mi nariz.
—¡Otra palabra y esta noche cenas en bandeja de aluminio!
Dejé el cepillo.
—Tú ganas. Voy a preparar la maleta.
Agotadas las últimas reservas de su mirada, abrió con ademanes profesionales la carpeta carcomida y, del compartimiento de una de las solapas, sacó un sobre grande, sepia, lo abrió y extrajo de él una colección de fotos: una negra jugueteando con un perro.
—¿Cómo andas de vista?
Era un cruce de pointer pudle y grifón, o braco francés, blanco, con manchas grises y exhibición de costillas. La negra, unos veinticinco, estaba también en los huesos: pecho como una tabla, uñas de manos y pies escarlata e incisivos de caballo.
—Son artísticas —me informó, manteniendo la expresión áspera de un Inspector Sanitario. Golpeó con el índice la foto de la negra correteando alrededor del pointer sentado sobre sus cuartos traseros—. Auténticas obras de arte.
Eran quince fotos: de color, desenfocadas, mal iluminadas, abarquilladas, de unos 20 por 12, sin ningún sello en la cara posterior. En todas aparecía la negra, larguirucha, en los huesos, pulmones invisibles de pezones diminutos, pezuñas de hombre —un cuarenta y cinco o cuarenta y seis— con uñas, de manos y pies, escarlata; jeta alargada, mentón picudo y cabeza amelonada, cubierta de lana oscura, con los labios bien apretados tratando de ocultar al mundo sus incisivos. En todas las fotos se mostraba a pelo, con una cadena y una cruz dorada al cuello, haciendo diversos números, sola o con el pointer: desparramada como una araña; con las piernas separadas a punto de meterse un gran pepino; ofreciendo su santuario al hocico del pointer, o con la cabeza entre sus patas mordisqueándole el cilindro.
—Son fotos artísticas, puedes colocárselas a tus clientes —me orientó el tipo, en un tono neutro esta vez.
Las rechacé, empujándolas con el dedo.
—Mis clientes no entienden de arte.
—Te quedas con un par de lotes y... por esta vez, dormirás sobre colchón.
—Lo estás bordando —le animé —: hazte el blando y recibirás una enorme cagada.
Pero no parecía que estuviera actuando, sino que era tal como se mostraba: imprevisible. Desde el primer momento, me mantuve en guardia con él.
Sacó otro sobre de la carpeta, sin transición.
—En éste material no se corta ninguno de los dos —me ofreció las nuevas fotos empujándolas sobre la barra con desdén de chulo. Le sacudió un buen directo al aire—. Se la tira.
Me encogí de hombros.
Y de nuevo sin transición, me ofreció a la negra, en régimen de "condominio". Condominio fue la palabra que empleó. Le respondí que no me interesaba ningún condominio, sin embargo, le ofrecí un billete por el pointer: lo colocaría por ahí y sacaría mi comisión.
Obtuve de él media sonrisa.
—¿El perro? Ha volado, alguien se hizo su dueño... He ofrecido una recompensa por la radio pero el hijo puta que se lo llevó no escucha la radio.
—Mala suerte.
—A ella la tienes ahí, tal como es, sin abrigo.
—Condominio... ¿Dónde me he anunciado diciendo que necesito chicas?
—... Morlans —me respondió.
Entonces cambié de idea: accedí a comprar a la negra, repartiendo las ganancias con él, en eso de condominio.
Compré a la chica sólo por la recomendación que traían del Pequeño —más tarde, a eso de las siete, marqué su número desde el Veracruz pero sin resultado—, supuse entonces, y estuve acertado, que la negra había sido de su propiedad.
—¿Quién es la chica?
—Una mandé.
—Eso me había parecido.
—¿Quieres probar?
—¿Qué?
Dio media vuelta y fue hasta la puerta. Indicó con la cabeza a alguien que esperaba afuera —en un polvoriento Toyota todoterreno, gris humo, según vi reflejado en el cristal de la ventana— que entrara y, segundos después, oí la puerta del Toyota no cerrándose a la primera y cerrándose al fin.
Se cubría con un vestido azul lavanda, de algodón, liviano y ceñido, sin nada debajo, y sandalias de tono herrumbroso, de tiras y tacón bajo, con las uñas de zarpas y pies ahora plateadas. Podía tener unos veinticinco o veintisiete, y era espigada, rebasaría mi hombro —mi talla es de un metro ochenta y tres—. No era negra cerrada, debía de tener algo de sangre blanca, o se había aclarado de no darle el sol, o quizás pertenecía a una raza de negros de un tono tostado oscuro. Su pelo, escaso, era lanoso, pero la nariz no era demasiado achatada. Mostraba un mentón en punta, obstinado, lo que no la favorecía, junto con los incisivos de caballo que impresionaban —es lo único por lo que mis clientes todavía preguntan—; su figura en general era estilizada, angulosa, de caderas lisas, mejor vestida que desnuda. El blanco amarillento de sus enormes ojos resaltaba en su jeta chocolate. El pelo ralo y aquel cuerpo sin curvas le harían pasar por un muchacho. El tipo me la presentó:
—Ha equivocado la talla de los dientes y los pies, pero eso no importa. Puedes darle tiza al taco, si quieres.
Mis ojos viajaron de arriba abajo por el cuerpo de la negra.
La estudié con calma, porque comenzaba a considerar la oferta del guardia, temía también que, de no hacerlo, los dos lo tomaran como una afrenta y saliéramos a palos.
Fue entonces cuando le pregunté, de nuevo, sin apartar los ojos de la negra, quién le había dicho que yo buscaba chicas y él, de nuevo, me respondió que Morlans.
El pequeño y atildado jornalero del juego. Escurridizo y ausente. En Fresneda, cinco años después, cinco años despeñándose, le encontraría, Bellón en persona, viajero del tren nocturno colgado de una viga en el sótano que había convertido en su residencia. Llevaba los zapatos sujetos con cinta aislante.
Aquel verano sólo trabajaban para mí dos portuguesas, Sonia y Berta, dos cadáveres detrás de la barra, que entendían bien el español, no se pasaban con los tragos y hacían pipas lejos de El Oasis, pero no dejaban de ser como tantas otras chicas, y un club, si quiere tener clientes entre semana, necesita algo exótico.
Me dirigí a la negra.
—¿Tienes un nombre?
—Se llama Bemba—Balé —respondió el guardia por ella.
—Si no habla no me sirve.
—Habla tan bien como tú y como yo.
—¿Sabes llenar una copa de una botella? —me dirigí a la negra de nuevo.
—Sabe de todo —intervino su mentor.
—Cuando la pregunto quiero escuchar su voz.
La estudié de nuevo. Le hice otra oferta al guardia civil: diez billetes por la chica y las ganancias a medias. Era una buena oferta. El tipo lo pensó. Con la mirada perdida, el tricornio bien colocado y la carpeta en la mano, parecía un representante de cafés solubles. Un pequeño intercambio de cifras y cerramos el trato, el contrato de "condominio": yo no tenía que soltar los diez billetes y él se quedaba con el setenta por ciento de lo que tarifara, dentro del club, nuestro "condominio", pago semanal.
No era un mal negocio: una negra, aún en los huesos, con los pies gigantes y la dentadura de caballo, le daría un toque de calidad a El Oasis. Cuando dejara de ser una novedad y no atrajera clientes, le regalaría un billete para la selva.
—¿Tienes papeles? —me dirigía de nuevo a la negra.
Sabía que no los tenía y yo prefería que estuviera indocumentada, si me causaba problemas, bastaría con mi pulgar indicándole la puerta.
—Ella no necesita papeles.
—¿Cómo así?
—Es mi mujer.
Quería hacerla pasar por su costilla. Yo había dado por sentado que éramos socios y había una zona de lealtad entre nosotros. Él, al parecer, no opinaba así.
—Las mujeres de ahora saben ganarse la vida, ya no se conforman con sacar a pasear al perro —reflexioné sarcástico, apoyando los brazos en la barra y afirmando con la cabeza, roto el vínculo de amistad que había surgido entre nosotros.
—Eso es.
—¿Doble nacionalidad? —subrayé el tono sarcástico arqueando las cejas.
El tipo, con un gesto brusco, echó mano al bolsillo de atrás del pantalón en ademán de sacar la pistola. Pero sacó una cartilla de tapas azules y bordes carcomidos.
—¿Sabes leer? —me espetó irritado, arrojándome la cartilla.
La atrapé al vuelo. La abrí y la eché un vistazo: era un Libro de Familia.
El tipo se llamaba Hermenegildo Ruiz García; natural de Borteña, Cantabria; nacido el 2 de Febrero de 1979; profesión: guardia civil. Ella, Bemba—Balé Nbamuai Ibo; nacida en Quelimane, Sierra Leona, el 7 de Octubre de 1993; profesión: ama de casa.
Habían empatado el 23 de septiembre de 2012, en la parroquia de San Esteban, en Cervera de Pisuerga, provincia de Palencia.
Fue una semana de auténticos prodigios, como ya he dicho. A veces, cosechando polvo mágico, o triturándolo en el molinillo del café, o con los codos en el mostrador y la barbilla apoyada en la mano, o tumbado en la cama en la oscuridad, pienso en ello. Mi mente gira en un torbellino de imágenes y palabras. El rostro de María ocupa el centro de una brillante galaxia. Sueño, dormido o despierto, que todavía la tengo a mi lado.
En resumen, el lunes, antes de las diez de la noche, hora de apertura de El Oasis —horario de verano—, había conocido, firmado un contrato de condominio e intentado hacerles sacar brillo con el culo al raído sofá del trastero, a la negra Bemba—Balé y a la gitana María, y, veinticuatro horas después, me había asociado con Gildo, hombre del saco, en el negocio de "polvo mágico" (así lo bautizó él): adormidera silvestre pulverizada en el molinillo del café y presentada en bolsas de 250 gramos.
Una semana de auténticos prodigios. Si seguimos un orden, aquél fue el primero. Había sucedido por la mañana. El segundo fue quedarme sin cartera en los meaderos de la estación.