Las seis. Llamé a Sonia para decirle que se encargara de abrir y que teníamos una chica nueva, que la pusiera al corriente y que yo aparecería hacia la una.
Aquella tarde, como sucedía una vez al mes, tenía que ganarme un sobresueldo.
Puse proa a Misioneros y Perelada, donde arrancaba el carril de aceleración de la autovía, rumbo a poniente. Aquel día de infierno el sol había puesto el coche al rojo.
Todo lo que tenía por delante era un soporífero viaje de trescientos kilómetros: hacia Trujillo por Navalmoral y luego hacia El Pino por Cáceres y Valencia de Alcántara, casi en la raya de Portugal. El sol entraba perpendicular por el parabrisas, aplastándome contra el asiento, el aire acondicionado no funcionaba y el aire espeso se agitaba en las cuatro ventanillas.
Sudando por todos los poros, con la camisa pegada al cuerpo, mis pensamientos se centraron en mi agresora de la estación, la gitana, aunque me costaba ver su imagen, fugaz, cruzando al otro lado de la puerta de cristal. Era el único pensamiento que ocupaba mi cabeza. Su figura borrosa saltaba del lóbulo derecho al izquierdo; quería contemplarla desde otro ángulo, pero no lo lograba; su imagen funcionaba como la luz de un faro, apareciendo y desapareciendo a ritmo regular. Trataba de detener aquel ir y venir pero sin resultado. Conducía mecánicamente porque aquel ping pong mental no dejaba de funcionar.
Eran las ocho y media cuando mi vista descubrió las primeras casas de El Pino. Un poblacho, apenas veinte vecinos constituían su censo: casuchas de lajas de pizarra y calles pavimentadas con rodillos.
Había un pequeño club, Love, que en los buenos tiempos había servido como tapadera de contrabando de tabaco.
Las chicas y el quinqui que las había cruzado la frontera —del clan segurano; rostro aplastado, de brazos largos y mirada de criminal— me estaban esperando. El club se encontraba cerrado y los cinco se hallaban cerca de la puerta, a la sombra, las chicas sentadas en un poyo y un par de sillas de tijera y el segurano apoyado en la pared, fumando. Las chicas eran mercancía de tercera. Ninguno de ellos se movió cuando me vieron aparecer, ni durante la maniobra de aparcar. Su expresión aburrida me decía que hacía mucho que esperaban. Me limité a decirles que se tomaran otra ronda mientras me daba un chapuzón.
Reconciliado con el mundo, le firmé al segurano, con una Parker, los cuatro recibos, uno por cada chica —el negocio era así, con sus recibos, sus libros de contabilidad, sus asesores fiscales y sus Parker—. El tipo, sin abrir la boca, me entregó los pasaportes y las chicas se encaramaron al Renault. Me coloqué detrás del volante, le di vida al motor y puse rumbo de vuelta a Talavera.
El viaje fue tranquilo. El calor remitía y el sol muy bajo nos daba ahora de espaldas. Durante unos minutos logré no pensar en la gitana, comenzaba a sospechar que no era real, que era un espíritu que se me había aparecido.
Dos de las chicas eran portuguesas y las otras dos negras, angoleñas, o de por ahí. Las cuatro habían cumplido los treinta, y, si no querían asustarse, sería mejor que no se colocaran delante de un espejo. Las cuatro se llamaban Fátima, fue lo que me dijeron ahogando rebuznos; si les gustaba llamarse Fátima eso me facilitaba recordar sus nombres. Un par de bromas y continuaron riéndose: trabajo igual a felicidad.
A las doce, ya en Talavera, aparcamos en la parte de atrás del Habanera —un par de peldaños por encima de El Oasis—, propiedad de Arjona, otro quinqui —del clan local—, un tipo áspero, con un punto, un fulano al que yo no sabía como catalogar, un tipo que leía libros.
Le llevaba las chicas y le entregaba los pasaportes (no tenía que ofrecerle una Parker para que me firmara ningún recibo, se limitaba a meterme unos billetes en el bolsillo. En eso consistía mi trabajo: hacer de transportista cuando Arjona estaba demasiado ocupado para desplazarse en persona hasta la raya de Portugal).
Pero aquella noche me quedé a la subasta, sólo porque me apetecía un trago, había sudado demasiado, ninguna de las Fátima había despertado mi interés, necesitaba chicas pero sabía que Nazario no tocaría la cuenta de resultados para comprarlas.
En la barra había un cenicero con ceniza de al menos tres puros. Feli lo retiró y me sirvió la cerveza. Dejando que el frío del botellín ascendiera por mi brazo, me dirigí al reservado donde Arjona y su socio, Crótalo —también del clan local; largo, de ojos achinados y pómulos de siux; un tipo de esos que han perdido todos los tornillos— habían llevado a las cuatro chicas. Allí se efectuaba la subasta, con los dueños de otros clubes, de Talavera o de la zona. No se trataba de un mercado de esclavas, o de una oficina de empleo, sólo era una especie de intercambio, las chicas podían ir y venir a su antojo (en teoría, nosotros reteníamos su documentación hasta tener amortizada la inversión, y algunas veces algo más, si la chica resultaba un buen negocio).
Había una docena de personas en la habitación. Pero la vi nada más entrar, aunque se encontraba al fondo, sentada en una silla, con la elegante pero anticuada bolsa de viaje a sus pies, el niki malva pegado a la piel y la falda holgada con volantes.
El resto del decorado se borró para mí.
Me daba su perfil altivo y sereno. Nada de esa pastosa belleza de calendario, su nivel era muy superior. Y aquel increíble cuerpo, fresco, de gacela.
Su imagen acaparó todos mis sentidos, convirtiéndose en tejido de mi cerebro.
Giró la cabeza y me vio. Sus ojos en mis ojos. Calor intenso. Creí que me había visto, pero me miraba sin verme, con sus ojos de serpiente sagrada. Su expresión no se alteró. Se echó hacia atrás en la silla y colocó un brazo sobre el respaldo.
No llevaba sostén: la diminuta sombra de las lentejas de sus pezones sobre el niki pegado a la piel. Toda ella era un sencillo juego de curvas trazadas por una mano arrebatada. No resultaba provocativa, sino indiferente, o altanera. En aquella silla, con el brazo sobre el respaldo, irradiaba una elegancia salvaje.
En la habitación se encontraba la mercancía que yo había traído y dos dominicanas, dos negras grasientas. Además de Arjona y Crótalo, había otros cinco representantes del gremio de hostelería: Fraile, hermano de Crótalo, dueño del Bésame, en Navalmoral, más corto y ancho que su hermano, pero con sus pómulos de siux. Alvito, que llevaba el Amor de Hombre, en Talavera, con uno de esos cuerpos de productos lácteos, un mariposón que recibía por el tubo de la chimenea. Y otros tres tipos de mediana edad, Ahijado, un patán con un hijo ladrón profesional de coches; Caballo y Tonto Juan, puro Madrid, a los que conocía poco.
—Hoy nos tocan un par de negras completas y dos medio negras. Vamos —nos llegó la voz de Arjona, imperiosa, lo habitual en él: hacer pensar deprisa era su táctica en los negocios.
Se había olvidado de la gitana.
—¿La gitana, le has puesto una etiqueta con el precio? —se dejó oír mi voz.
Había hecho la pregunta de forma mecánica, en un tono elevado, sin pretenderlo; todos los presentes me oyeron, aunque hacer una oferta en aquella habitación, con las chicas delante, iba contra las reglas. Fui el destinatario de todas las miradas.
Arjona dejó escapar el humo del pitillo que acababa de encender y se alejó donde una de las portuguesas. Me había oído pero no me había escuchado: yo sólo era un recadero, conmigo no había negocios.
Hundí las manos en los bolsillos y me acerqué a la gitana.
—¿Qué hay?
Movió los ojos para encontrar los míos. Verdes, cegadores. Su mirada pretendía ser neutra, pero no lo era, nunca lo sería con aquel par de gatos al acecho.
—¿Tienes un nombre? —la pregunté de nuevo, en un tono demasiado duro que pretendía ocultar que me encontraba a la defensiva.
—¿Tú qué crees?
—¿Cuál?
—María —me contestó, cansina, desviando la mirada, como si hubiera contestado a aquella pregunta demasiadas veces.
Se llamaba María. Y era la bomba. El nombre que no encajaba con ella. Si me hubiera respondido La Horca, El Cólera, La Peste, conociendo donde me arrastró, habría acertado.
—¿Cómo te va la vida?
Otra pregunta vacía, por lo que no me prestó atención, u otros pensamientos ocupaban su cabeza. Había algo de melancólico en su expresión, cercano a la tristeza.
Mis colegas examinaban a las otras chicas; uno de los madrileños pinzaba los michelines de una de las negras; Arjona le dio un manotazo en los riñones para que se encaminara al bar, luego le echó a Alvito el brazo sobre los hombros y salieron.
La gitana se levantó, enganchó su bolsa y, cuando cruzaba junto a mí con expresión resuelta, me llegó su voz en un susurro:
—Cómprame. No te va a pesar.
Había urgencia en su voz. Y se confundió con el resto de las chicas.
Entonces creí que era un ruego. Ahora sé que aquel susurro fue una orden.
Minutos después, reunido el gremio en el bar, y con los tragos delante, Arjona sacó de debajo de la barra una botella sin etiqueta, reforzó su copa con un chupito y abrió la subasta:
—Las carteras.
—Te he preguntado si le habías puesto un precio a la gitana —de nuevo mi voz—. ¿Qué hay con ella?
Fraile se rio sin ganas.
—Tú habla sólo con la botella —Crótalo, a mi espalda.
—Ése es el postre —cortó Arjona, obsequiándome con una mirada de soslayo.
Apoyé la espalda en la barra.
La primer oferta vino de Alvito, por una de las Fátimas, ocho billetes. Se produjo un silencio de medio minuto sin que surgieran otras ofertas. Le fue adjudicada. En realidad ya se las habían repartido, por lo que la escena se repitió con las otras chicas, transcurriendo la subasta con normalidad. Arjona se limitaba a hacer nuevas propuestas dando a entender que estaba de acuerdo con las ofertas. Crótalo no intervino. Me dio por pensar que tenían alguna razón para deshacerse rápido de la mercancía.
—¿Qué hay de ése postre? —intervino Fraile, al fin, que era el único, conmigo, que no había ofertado por ninguna de las otras chicas. Tampoco me había mirado desde que estábamos allí.
Arjona apoyó un brazo en la barra y cruzó las piernas, ya no tenía prisa, era la meta que andaba buscando.
Dijo:
—Cien billetes.
Cien billetes, eso fue lo que registraron mis oídos.
En el rostro de Fraile creció una sonrisa de desconcierto, trató de relajarse, enganchó su botellín y le pegó un tiento, esperando oír la explicación de aquella cifra. Pero como no llegó, dijo:
—¿En qué idioma hablas?
—En el tuyo y en el mío.
Hablaban entre ellos, al parecer mi presencia allí se había reducido a cero.
—Es mía —mi voz de nuevo, en un tono subido.
Y de nuevo acaparé todas las miradas. Dejé el botellín y me despegué de la barra. Me sentía como desnudo, prisionero en el centro de una laguna fangosa, pero también muy seguro, con los pies firmes sobre la roca.
No disponía de aquella pasta, mis reservas llegaban a los cuarenta billetes, cubrían dos de los tres meses que tenía que liquidar a Nazario. Mis colegas, o lo sabían o lo suponían, ya que me conocían bien, casi todos me habían prestado alguna vez pequeñas cantidades, o me pagaban las copas, fue por lo que ocuparon un asiento en primera fila, expectantes. Ni Fraile ni Arjona se molestaron en volver la mirada. Crótalo sí, me clavó los ojos advirtiéndome que allí no se me había asignado ningún papel.
—¿Cien? —inquirió Fraile.
—Cien.
—Es mía —alcé de nuevo la voz.
Fraile volvió la mirada hacía mí, duro ahora:
—¿Los tienes?
—A ti no te he hecho ninguna oferta. ¿O sí?
—Me la has hecho a mí —me espetó Crótalo, también duro.
—¿Los quieres en billetes grandes? —le concretó el duro Fraile a Arjona, ignorándome, avanzando un par de pasos hacia él, crispado —. Dame un par de horas.
Arjona guardó silencio, contemplándonos ceñudo, sopesando el tono de aquellas ofertas.
—Lo has tenido que pensar mucho para tener la pasta en el bolsillo —le repliqué a Fraile; cambié la mirada hacia Arjona —. Mi oferta también vale.
—¿Has encontrado un tesoro, o vas a sablearlos por ahí? —me ladró Fraile, con desdén, forzando su propia voz.
—¿Te debo algo a ti? No. Entonces cierra la boca o te la cierro yo —podía sacudirle, pero no quería comprometer a Arjona. Me dirigí a éste —: Te he hecho una oferta, ¿vale o no vale?
Me alegré de aquel tono imperativo: ganaba unos cuantos puntos. Fraile palideció, la piel en sus pómulos se puso tensa.
—¿Dónde la has encontrado? —intervino Ahijado, dirigiéndose a Arjona, conciliador.
—Era la única María en la guía de teléfonos —respondió éste, sin mirarle.
—Te ha preguntado si los tienes —intervino de nuevo Crótalo, con un silbido de cobra.
—Los tengo —gruñí.
—Está bien. Es tuya —decidió Arjona, cortante, exhibiendo su autoridad sobre Crótalo, dando el asunto por zanjado.
El trato se había cerrado en falso, la intervención a destiempo de Crótalo había forzado a Arjona a mostrarle su autoridad adjudicándome la gitana.
Así de fácil. Fue un golpe de mano, no tenía fuerzas para luchar contra aquella luz cegadora.
No hubo comentarios, mis colegas se limitaron a despedirse y a salir en busca de sus adquisiciones para partir camino de sus negocios.
Cuando entraba en la habitación de las chicas, me llegó la voz de Arjona.
—Espera.
Estaba hablando con Feli. Terminó de decirle algo y:
—¿Cuándo?
—Dame un par de días.
Crótalo me había seguido situándose a mi derecha. Podía acercarse por la espalda y clavarte los colmillos sin que le oyeras.
Arjona lo pensó, buscando una respuesta en el vacío.
—Uno.
—Yo no guardo la pasta en una caja de zapatos como el hermano de éste —le advertí—. Lo tengo invertido, por aquí y por allá.
Tales inversiones no existían. Ni siquiera me había planteado de dónde iba a sacar la pasta, en lo único en que pensaba era en tener a la gitana a mi lado, rumbo a El Oasis.
Pediría prestado a los colegas, había gente que me debía favores, el mismo Arjona. Daría un toque al Pequeño para que me buscara partidas, arriesgaría y no jugaría a comisión. Abriría el club a las ocho, horario de invierno, y cerraría cuando hubiera vaciado la última cartera. Buscaría algo.
—Cuarenta y ocho horas, ni una más —me advirtió Arjona, rubricando el trato—, o te quedas sin mercancía y sin los extras.
Afirmé levemente con la cabeza y les dejé.
La gitana se encontraba sentada en la silla, con la bolsa en la mano.
—Toda mía —le dije—. Cinco minutos.
Cinco minutos y me espera junto al Renault. Le abrí la puerta. Luego me senté a su lado, clavé la mirada en el parabrisas; mi mano buscó la llave de contacto, la palanca del cambio; arrancamos. Le ofrecí la cajetilla todavía sin mirarla; la rechazó.
Encendí uno para mí, con torpeza. Después de un par de caladas, ya en Mariano Crespo, dije:
—¿De quién eras?... ¿Cómo has llegado hasta aquí?
La bolsa de viaje sobre las piernas, sin sostenerla con las manos. Tardó en contestarme:
—La Mula.
—¿De Humanes?
—Sí.
Le di al intermitente, eché un vistazo al retrovisor y nos metimos en el carril de aceleración. Dejé pasar un furgón.
No me atrevía a mirarla de soslayo, temía encontrar su asiento vacío. Me alcanzaba la radiación de su cuerpo, como si llevara a mi lado un barril de uranio. Creí que olía a algo pero no lograba descifrar si era a sudor o perfume... hasta que caí en la cuenta que no olía a nada.
Levantó las manos y jugó con su peinado, depositando las horquillas sobre el salpicadero. Estaba abstraída, como dominada por la melancolía.
—Me gustaría... —rompí el fuego, indeciso.
No se me ocurría nada que decirle.
—¿Te gustaría qué?
—... Saber si tienes problemas.
No me respondió.
—¿Tienes problemas? —inquirí de nuevo.
—Como todo el mundo.
—Te veo triste. Yo... ¿Quién dice que yo no te pueda echar una mano?
Silencio. Agitó la cabeza esponjándose el pelo.
—¿Quieres comérmelo o sólo quieres hablar?
—Sólo quiero hablar —respondí bufando.
Levantó los brazos de nuevo para fabricarse una especie de moño alto, clavó las horquillas en él y luego volvió la cabeza hacia la ventanilla.
El resto del camino lo hicimos en silencio. No consideré decirle nada sobre el robo en la estación. Sí pensé en lo que ella me daría: SU CUERPO y DINERO.
Aterrizamos en el aparcamiento del club. Dos Ford, un C2, un Astra verde y rojo con dos tórtolos en el asiento de atrás, una furgoneta Volks y una Gilera con un casco blanco trabado en la cadena antirrobo. Lo único que estaba prohibido allí era follar en presencia de la policía.
La negra, Bemba, ocupaba el fondo de la barra. Llevaba puesta una camisa de manga larga, amarilla, de seda cruda brillante, que contrastaba con su piel negra. Resultaba casi atractiva.
Presenté a María a las chicas. La docena de patanes que teníamos como clientes se quedaron mudos. Acababa de superar el primer obstáculo para reunir los cien billetes. Necesitaba que ella supiera servir un vaso de una botella, si no sabía hacerlo yo la enseñaría.
Comencé a explicarle dónde estaban las cosas; pegó una cadera al frigorífico y no supe si me escuchaba.
Luego, tomó posición detrás de la barra, barrió con la mirada a los cuatro patanes que tenía delante y les preguntó:
—¿Venís a beber o venís a mirar?
Los tipos empujaron sus vasos y la gitana enganchó la botella.
La contemplé vaciar bolsillos.
Le dije a Sonia que trataría de volver antes de cerrar, que si no lo hacía echara la llave y llevara a María a su casa.
Conduje hasta Talavera. Entré en el Veracruz, pedí línea y marqué el número de Morlans; no contestó.
Le busqué por varios bares, en El Cruce, La Bola Roja y La Marisquería. No me dieron razón de él. Plaza, el camarero de El Sol, me dijo que en La Paloma, en Puente, había partida. Marqué aquel número pero tampoco sabían nada del Pequeño.
Cuando regresé al club, a eso de las dos, teníamos ocho clientes, todos patanes de Talavera.
María y Bemba tenían el éxito que cabía esperar. Los patanes, al abrir la puerta, se quedaban clavados en el vano ante la visión de una negra con dentadura de caballo y una gitana de ojos radiactivos con un montón de chatarra colgándole de las orejas. Acababan de aterrizar en el Más Allá.
Bemba en su vida había servido una copa. Sin embargo María era una profesional, metía los hielos en el vaso sin dejar de mirar a los ojos al patán de turno para que estuviera seguro de que no se había equivocado de bar. Las otras chicas ayudaban a Bemba como podían y ésta mostraba sus piños en algo como una sonrisa.
El hombre del saco, Gildo, no había aparecido a vigilar su condominio. Yo no sabía si había traído a la negra en el Toyota, o si ésta había venido andando, ni si venía a recogerla o me tocaría llevarla a casa.
Cuando cerramos, hacia las tres, y cuadré balances, habíamos hecho casi cuatro billetes grandes. El triple de lo normal en una noche entre semana.
María me esperaba junto al Renault, le había dicho que la llevaría a casa. Bemba se había ido con Gildo, éste había aparecido al fin, cargado, pasadas las dos.
Enfilamos hacia la autovía.
No hablamos. Se me habían agotado las palabras para ella. Pero temía sus silencios.
Ya sobre el asfalto de Camino Viejo, unos veinte minutos después, me vi obligado a preguntarle:
—¿Dónde te dejo?
—En cualquier parte —respondió.
No tenía adónde ir.
—¿No tienes alojamiento?
—Déjame aquí.
—... Puedo meterte en mi hotel.
—Uno me espera.
Aparqué junto al bordillo. No abrió la puerta, había vuelto la cabeza y me acarició la cara con la mirada.
—¿Cuánto les diste?
—... Mucho.
Su mano me abrasó el brazo.
—¿Te gusto?
—... Algo más que eso.
Se inclinó sobre mí, creí que se iba a dar un chapuzón pero su brazo rodeó mi cuello y sus labios buscaron los míos con avidez. La enlacé con furia y mi boca se incrustó en su boca con todo mi cuerpo penetrando por allí.
Un incendio devastador.
Me echó la cabeza hacia atrás tirándome del pelo. Se llevó el dorso de la mano a los labios: sangre.
—¿Siempre eres así?
No me dio tiempo a contestarla. Se pasó la lengua por los labios y de nuevo se echó sobre mí haciendo prisionera mi cabeza entre sus brazos. El sabor salado, sus labios y su lengua humedeciendo mi cuello, su boca ascendiendo y su lengua escarbando en mi oreja. Susurró:
—... No te arrepentirás, te lo juro. No vas a arrepentirte.
Sus dientes en mi cuello. La hundí los pulgares en las axilas.
—¿Por qué querías que te comprara?
Su voz se vertió en mi oído:
—... Hubiera venido contigo por nada.
—No me conoces.
Me miró a los ojos.
—Ojos oscuros.
—... ¿Oscuros?
—Ahora sí te conozco.
Una gota se deslizaba por mi garganta, alcanzó la clavícula y allí se detuvo. Su aliento cauterizaba la herida. Señor Triste restregó el hocico por su cuello y su nuca. Deslizó las manos por su espalda y amasó su culo.
Se separó deslizando sus manos por mi cuerpo como obligada a marcharse. La llevó a la entrepierna y me apretó la pitón.
Abrió la puerta, cogió la bolsa y salió. La vi perderse al fondo de la calle, con su caminar determinado, con la bolsa al hombro.
No tenía ganas de arrancar de nuevo. Otra gota se deslizaba por mi cuello; llegó a la garganta y allí se detuvo. Me encontraba vacío.
Había una horquilla en el salpicadero. Me quedé contemplándola. No me atreví a alargar la mano para tocarla. La dejaría allí hasta que ella regresara y la clavara en su pelo.