Marqué números para localizar a Morlans. Jamás se largaría solo, sin María. El Pequeño echaba el último trago en La Bola. Marqué el número. Había un recado para mí: a la una en La Paloma, en Puente. Cortar orejas.

Me había movido sin sentido, entrando en bares sin ganas de beber, marcando números y comprando lotería a todos los tipos con sólo una manga en la chaqueta. Trataba de no pensar, si lo hacía me adentraría en una zona de sentimientos que no deseaba explorar.

Enfilé hacia el Mambo.

La tarde avanzaba hacia la lluvia. Un relámpago lejano astilló el firmamento. Un trueno movió las fichas. La tormenta debía estar hecha un lío: relámpagos y truenos al mismo tiempo, también algún rayo como un arpón, no tardarían en acompañarlos una buena manta de agua.

El Toyota se encontraba aparcado al borde de la acera, casi delante de la puerta del club.

Dejé el Renault y me acerqué al todoterreno. Regresé de nuevo a mi coche, la calle tenía farolas pero quería estar seguro de lo que iba a ver. Cogí la linterna y me dirigí de nuevo al Toyota.

Neumáticos de la misma anchura, las mismas cuatro líneas serpenteantes más alargadas hacia el centro, el arabesco de las dos bandas laterales... y algo que parecía restos de barro seco. Un par de meses sin llover. Aquellos neumáticos eran los mismos que habían dejado su huella delante de la casa de labranza.

Mi desconcierto era total.

Hice balance de lo que creí que había sucedido.

La gitana le había devuelto el Citroën a su hermano. Después de acabar con Gildo. Luego se había escondido en aquella casa con la pasta; alguien la había llevado hasta allí: Morlans, en el Toyota. El hombre del saco la había descubierto, ella no había cantado dónde estaba la pasta y el patán se la había cargado. Registró la casa. ¿Había encontrado la pasta? No. No me habría enviado a sus tíos de la porra. Podía tratarse de uno de esos fulanos vengativos empeñados en saldar todas sus cuentas. María podía haber escondido la pasta demasiado bien, en la casa, o enterrado, o haberlo llevado a cualquier otro lugar.

María le había devuelto el Citroën a su hermano, era probable que el dinero continuara en el coche, que lo hubiera escondido lejos de la casa, que se lo hubiera dado a su hermano, o que lo tuviera el monosabio Morlans. Podía haber hecho una hoguera con él.

La incógnita de por qué no se había largado era ya lo de menos.

La pasta podía tenerla Morlans.

Trepé al Renault. Destino: Puente.

Las once menos cinco, la partida habría comenzado a las diez. Otra de las tácticas de Morlans: él comenzaba ganando, yo me integraba a la partida, él protestaba, e, inmediatamente, empezaba a perder y yo a llevarme la pasta.

Llovía. Al principio eran gotas gruesas que se estrellaban contra el parabrisas como si me arrojaran pellas de agua, retumbaban en la carrocería como un paso de procesión. Un minuto después, el diluvio. Los limpiaparabrisas a toda marcha y alumbrándome con las cortas; la luz se reflejaba en la cortina de agua y me abría paso a ciegas a través de una iracunda nube lechosa. Aflojé el pie y pegué el morro al cristal para no ir a parar a la cuneta.

Cuando entré en Puente, media hora después, continuaba diluviando. El agua corría desbocada por la calzada; la corriente se hacía más gruesa e impetuosa en las calles que bajaban al río; si la tormenta se agarraba a la sierra, algo que sucedería, las casas de la ribera lo pasarían mal.

Aparqué delante de La Paloma. Salté afuera, duchándome al cruzar los dos metros de acera que me separaban de la puerta.

Eran seis y ocupaban la mesa del rincón. El Pequeño daba la espalda a la puerta. Saqué el pañuelo y me enjugué el agua del cuello y la frente.

Otra docena de clientes se repartían por el bar, en la barra y las mesas. Un viejo con una visera verde movía los labios hablando con el televisor. Un camarero hacía guardia, le conocía, era un tipo esquinado.

La guía de teléfonos sobre el mostrador. El número de la Comandancia de Orgaz. Lo marqué. Les dije que quería hablar con el sargento Orta, urgente; me preguntaron mi nombre y el número de teléfono donde me podían llamar; di mi nombre y les dije que llamaría yo de nuevo, en diez minutos.

Pedí un café con hielo. El camarero tardó demasiado en servírmelo; removí los hielos con la cucharilla y me lo tragué. Se oía el rumor sordo de la lluvia desplomándose sobre los tejados y el asfalto, algunos parroquianos miraban hacia la calle en silencio.

Me acerqué a la mesa de jugadores y me dirigí directamente a Morlans.

—Tenemos que hablar. Ahora.

Acababa de dar un pase, se limitó a mirarme, a despegar el culo del asiento con el "perdonen, caballeros" habitual, y a seguirme hasta la calle.

Pegados a la pared, evitando la lluvia, nos alejamos una docena de pasos de la puerta del bar. Me volví. Morlans se detuvo a un metro detrás de mí. Me miró.

—Socio.

—Necesito que me aclares algo.

—¿Qué?

Hundí las manos en los bolsillos, pero volví a sacar la izquierda para relajar el hombro.

—Conociste a esa gitana hace tiempo, fue lo que me dijiste, ¿no?

Me contempló con su rostro de jugador, como si le costara quitarse la careta; aquello significaba todo, o nada, tan vacío como si no tuviera nombre.

Una catarata, era la clase de lluvia que podía disolver las montañas. El agua nos salpicaba los bajos del pantalón. Durante algunos segundos permanecimos en silencio contemplándola.

—Eso te dije —respondió, al fin.

—En la cafetería de una gasolinera, sí. ¿Dónde?

—En Candeleda, también te lo dije.

—¿Candeleda?

—Recuerdo que ya te di ese nombre. ¿Por qué?, ¿qué ocurre ahora?

—Esa gitana me debe algo, me debe mucho.

—¿No te cobraste?

—No salió bien, lo intenté pero no resultó.

—Y todavía tienes tu cuenta abierta, ¿no es así?

—Así es —le miré —. ¿Algo que ver tú todavía con ella?

—Quizás.

—Dilo ahora.

La máscara "sin expresión", debía existir una buena razón para no quitársela delante de su socio. Voz pausada:

—Hace mucho que no tengo que ver con ella. Toda tuya, por lo que a mí respecta. Aunque ella algo tendrá que decir sobre eso.

Mentía, no me serviría de nada hacérselo ver, nunca lo reconocería.

—Pensé que podías continuar interesado por ella.

—Continúa interesándome, por lo que puedo comprender muy bien que te interese a ti. Sólo de lejos. De vez en cuando pregunto por ella. Es probable que ella también pregunte por mí. ¿Es lo que querías saber?

—Algo parecido.

—Es sólo por curiosidad por lo que pregunto por ella... Las chicas van y vienen, pero alguna nunca se va del todo. Supongo que de viejo eso ayudará para que no me sienta solo.

—¿Tienes miedo de sentirte solo?

—Como todos.

Permanecimos sin movernos, contemplando el húmedo velo que se desplomaba delante de nosoros.

Morlans era ahora un rostro pensante. Pero como si le hubieran pasado un paño húmedo. Había barajado y repartido: dominaba el juego.

Podía preguntarle cómo se había hecho con el Toyota. Inventaría cualquier respuesta y yo habría desperdiciado munición.

Bastante más que una tormenta después de un día de bochorno, el principio o el fin de algo, como si allá arriba hubiera saltado un dique y el agua embalsada se estuviera desbordando.

—¿Qué tal la partida?

—Barata. ¿Te vas a apuntar?

—No. —Pregunté —: ¿Cómo andas de pasta?

Me contestó sin mirarme.

—Muy mal, socio.

No estaba seguro de si me lanzaba un mensaje, en todo caso no supe interpretar más allá de sus palabras. ¿Tenía él la pasta? Morlans no cambiaría sus hábitos de la noche a la mañana, aunque le cayeran todos los premios de la lotería.

—¿Algo más? —me preguntó.

—La otra noche casi me sacan unos billetes. Resultaron tres listos. Tú les conoces.

—No pude ir ni avisarte. ¿Te debo algo?

—Sí, otro par de lecciones... Otro día, ahora tengo entre manos un negocio. Vuelve adentro antes de que se te enfríe la silla.

—Vale, entonces.

No me moví. Cuando Morlans estaba a punto de entrar en el bar, le dije:

—Eh, sí, hay algo más.

Se detuvo.

Me había vencido la tentación de soltárselo:

—Ese Toyota va dejando marcas de rodadura en el barro y el único barro que yo he visto antes de esto es el de unos aspersores en un parterre. Y a lo mejor esta lluvia es sólo local y no las borra.

Su mirada encontró mi espalda. Me zambullí en el coche, arranqué y me adentré en la lluvia, enfilando hacia la comarcal de Oropesa.

¿Por qué se lo había dicho? Para hacerle ver que yo no había sido una mala inversión, para devolverle el último plazo que le debía.

Fue un viaje lento, sin sobrepasar los cuarenta, enfriando la nariz contra el parabrisas, muy atento a las luces que venían de frente.

La cortina de agua levantada por un camión cubrió el Renault como si hubiera roto sobre él una ola. El tráfico era casi nulo. Un rayo se clavó en la tierra, a mi derecha, hacia la sierra. Algunos coches se habían detenido en el arcén convirtiendo la conducción en algo peligroso.

Ya en Oropesa, busqué una cabina. Me colé adentro, me sacudí el agua y marqué el número de la Comandancia de Orgaz. Pregunté por Orta; poco después, una voz colérica tensó la línea:

—Sí.

—¿Orta?

—Sargento para ti.

—Sargento —hice una pausa—. Hay un par de cosas que quiero que queden claras. —Ningún ladrido—. Tengo a tu gente detrás, pero a ti no te intereso yo, te interesa la pasta y crees que la tengo yo. Pero yo no la tengo, aunque puede que sí sepa dónde está. Así que...

—¿Así que, qué?

Cortante y sarcástico: un tajo limpio.

—En una gasolinera en Candeleda. Ella lo dejó allí.

—¿Dónde?

—No estoy seguro, habrá que buscarla, no es un lugar demasiado grande. Será sólo rutina para vosotros.

No quise decirle nada del hermano de María, podía estar seguro de que le conocía y estaría atando cabos.

—¿Cómo lo sabes tú?

—Una corazonada. También he sacado algunas conclusiones, por pequeños detalles que ella me contó. Te lo debía, ¿no?, pues ahí tienes tu pasta. Es todo lo que puedo hacer por ti. Con eso estamos en paz. Y olvídate de mí, ¿de acuerdo?, ordena a tus hombres que me dejen tranquilo, ordena a tu gente que no vuelvan la mirada cuando se crucen conmigo...

Clic. Zumbido... Colgué yo también.

Podía calcular que, desde Orgaz, con aquella lluvia, tardarían unas dos horas en presentarse en Candeleda.