Me detuve en el vano. Lo que tenía delante era un pasillo de paredes encaladas y suelo de baldosas rojas, en penumbra, alargándose hasta el fondo, con puertas a ambos lados, todas abiertas. Olía a polvo y a ratones.

Dejé la puerta entornada y avancé por el pasillo, mirando a derecha e izquierda a través de las puertas abiertas. Las persianas estaban bajadas, no herméticamente, la casa se encontraba en penumbra. No había demasiados muebles ni otros cachivaches, pero lo poco que había estaba desordenado: los cajones por los suelos y volcados, los armarios abiertos, los colchones rasgados y por el suelo... Alguien había registrado la casa a conciencia, al menos aquella planta.

Al final del pasillo, a la derecha, arrancaba una escalera, con una gruesa barandilla de madera pintada de negro. Trepé por aquella escalera, pisando en el extremo de los escalones para que no gimieran, agarrándome con las dos manos a la barandilla, aunque me pareció que era una precaución innecesaria, que la casa estaba vacía y que, lo que había hecho huir al guardia, fue encontrarse la puerta principal abierta y la casa registrada a fondo; enganchó lo que había venido a buscar y se largó.

El panorama en la planta superior era similar al de la inferior: habitaciones en penumbra, semivacías pero revueltas, con el contenido de los cajones y armarios por el suelo. Devastador.

Me arriesgué a levantar una de las persianas.

Lo vi. Fue un latigazo. Más que un objeto en concreto fue una intuición, como si el conjunto de pequeños detalles que apenas había vislumbrado completaran de pronto un nombre: María.

En aquella casa había vivido la gitana. Me lo decían las prendas de mujer que hasta entonces había visto, y los abalorios sobre las cómodas: pendientes, pulseras, collares... todos de su estilo, floridos y sobrecargados.

Las faldas eran largas y holgadas, floreadas y coloridas, como la gran colección de nikies y vestidos. También ropa de invierno, un par de abrigos y un chaquetón. Olí uno de aquellos vestidos: ella.

Agitado, di otro repaso a las habitaciones de la planta superior, hasta que encontré sobre una silla, debajo de un par de camisas y unos pantalones, la inconfundible bolsa de viaje, de tela, elegante y anticuada. La bolsa de María.

Alguien había volcado su contenido sobre el suelo de tablas. Contemplé, ceñudo, algunos de los objetos que había visto en la habitación de la plazuela de San Andrés: una pulsera de plata, unas gafas de sol Todo a Cien, que nunca la había visto con ellas puestas, una cajetilla Marlboro y un encendedor plateado. Entonces me alerté, acababa de acordarme de como había visto a María depositar aquella bolsa en el asiento posterior del Citroën cuando nos dirigíamos a Losar. Agucé el oído.

Podía adivinar que María había vivido en aquella casa, y no como simple lugar de paso. Una especie de picadero. Acompañada. Había prendas y objetos de aseo masculinos: unos pantalones de franela, grises, con trabillas y los bolsillos vacíos; un par de camisas blancas con botones corrientes en los puños; un par de zapatos negros, arañados; una brocha a la que faltaban la mitad de los pelos... Las prendas eran de talla grande, de paisano, podían pertenecer al hombre del saco.

Lo probable era que aquella casa hubiera sido el nido de la gitana y Orta, o de algún otro tipo. Todo se complicaba un poco más, o todo encajaba un poco mejor. En el empeño del hombre del saco por encontrar a María no sólo intervenía recuperar su dinero, había algo más, como ella me había dicho. Aquel tipo tenía un pequeño corazón latiendo en cualquier rincón oscuro de su cuerpo.

Me puse en movimiento. Bajé a la planta inferior. Antes de salir afuera, oí el gruñido de un aparato eléctrico proveniente de la habitación al fondo del pasillo, de lo que parecía ser la cocina. Allí me dirigí.

El frigorífico abierto con el motor en marcha. Y sólo una balda, vacía. Iba a cerrarlo cuando decidí no hacerlo, prefería dejarlo así y no tocar nada.

Cocina amplia, de unos cincuenta metros cuadrados. Fogón antiguo de carbón, con un gran tubo para el humo y un depósito para el agua caliente, sobre el fogón un hornillo eléctrico, doble. Una gran mesa rectangular, de pino, con muchos nudos, descolorida por la acción del asperón y la lejía, con cinco sillas alrededor. A la derecha dos o tres cosas más.

En la pared de la izquierda había un par de pequeñas puertas, cerradas; la de la derecha tenía una celosía en su parte superior, se trataba de la despensa; la otra tenía un pequeño cerrojo, corrido. Me dirigía hacia ella para ver qué había al otro lado, cuando mi zapato piso algo pegajoso que produjo un pequeño chasquido. La penumbra no me permitió ver qué había pisado. La cocina estaba perfectamente limpia, aquella pequeña mancha en el suelo rompía la armonía. Levanté una de las persianas y eché un vistazo. Parecía una gota de sangre, casi seca.

Había otras tres gotas que llegaban hasta la puerta que tenía delante, la del cerrojo corrido.

Me quedé plantado como un poste, y con menos ideas.

Avancé un par de pasos, descorrí el cerrojo y, con el brazo agarrotado, abrí la puerta, temiendo que algo al otro lado se me viniera encima.

Tenía delante una pequeña escalera de cemento, estrecha, que descendía doblando en ángulo recto. El techo estaba cruzado por vigas oscuras, una bombilla desnuda, con telarañas, colgaba del cable. Por un ventanillo, de unos treinta centímetros de lado, con dos barrotes en cruz, que comunicaba con un corral, se filtraba una luz fría. El rastro oscuro quedaba nítidamente marcado en el borde de los escalones. Revoloteó un bando de gorriones en el corral.

Flotando, despegué la pierna del suelo y coloqué el pie derecho en el primer escalón. Repetí la operación con el izquierdo. Descendí otros cuatro escalones, sin lubricante en las articulaciones, pisando como si toda la escalera se fuera a hundir bajo mi peso. Hasta que alcancé al pequeño descansillo donde la escalera doblaba a la derecha.

La vi. Me envolvió una ráfaga lúgrube y helada.

María.

Mi primera impresión fue que estaba dormida, o pensando, o soñando despierta. Mi cerebro me hizo ver que se encontraba dentro del hueco de una alacena y si la había visto era porque la puerta de ésta se encontraba abierta. En la pared de la derecha, a un metro de altura de los escalones, casi enfrente del ventanillo.

Sentada, ovillada, con la cabeza sobre las rodillas y las manos sobre los pies, ocupando todo el hueco como si la alacena hubiera sido construida a su medida. La puerta de madera se había abierto por su propio peso después de encajar el cuerpo allí. No se veía ninguna herida, ni en la nuca, ni en el cuello, o en los brazos, o las muñecas, pero su piel era ahora de un blanco grisáceo, como yeso húmedo. La falda, larga y holgada, como todas las suyas, tenía a la altura del muslo derecho una extensa mancha oscura, seca, dando a entender que la herida había sido en el pecho y que había continuado sangrado después de meter el cuerpo en la alacena.

Me volví para que mis ojos dejaran de contemplar aquel cuerpo doblado. Hubiera preferido verla erguirse y alejarse de mí con su caminar elástico.

Mi espalda encontró la pared. Mi mano buscó la cajetilla. El tabaco como refugio. Traté de sacar algo de humo, mi boca era estopa. El único sonido era el zumbido suave de un diapasón invisible. Descansé la mirada en el ventanillo. Un par de gorriones daban vida al corral, era una escena irreal, sucedía pero no existía.

Los gorriones se fueron y desapareció el movimiento, el encuadre del ventanillo era la única escena en el Mundo, para Siempre. Una nube se interpuso delante del sol y por un momento oscureció el decorado.Teníamos un cielo bastante embrollado. Me obligué a pensar.

¿Por qué había regresado a aquella casa?, ¿por qué no se había largado con la pasta? Conservaba la llave y pensó que aquel era el último lugar donde se les ocurriría buscarla. ¿Por qué no se había largado? Los actos de la gitana estaban cargados de fatalidad.

Una rata ocupó el decorado del corral. No era una rata grande, de pelo negro rojizo con el borde de las orejas grisáceo. No hacía ningún ruido. Buscaba algo, moviéndose con celeridad, daba la impresión de no saber qué buscaba. Se fue y regresó media docena de veces. Se esfumó del todo.

No tenía el pitillo en la mano, se había deslizado entre mis dedos. Lo busqué con la mirada y lo encontré tres escalones más abajo. En marcha.

Eché un vistazo al cuerpo doblado. Enterrarla, en algún bonito lugar con árboles, entre chopos. Me gustaba también aquella alacena, encajaba perfectamente, como si la hubieran construido para ella, para permanecer allí, pensativa. Tapiada sería un lugar perfecto, un nicho en un muro de la que había sido su casa.

Cerré la puerta de la alacena, no tenía pestillo y había que levantarla un poco para que encajara en el marco. Pensé en buscar cinta adhesiva para sellar las ranuras pero lo deseché, sería como dejarla prisionera.

Regresé a la cocina. No había ningún tipo de arma en el fregadero. Podían haber empleado una pistola. Cerré la pequeña puerta, corriendo el cerrojo.

Salí al exterior y me detuve delante de la puerta. El coche de María, el Citroën, no se encontraba a la vista. ¿La habían traído hasta allí? Si había venido en el Citroën lo habría escondido. Había prometido devolvérselo a su hermano.

Rodeé la casa. Los dos corrales tenían sólidos portones cerrados con llave, con cerraduras modernas. La tapia, de unos dos metros y medio, tenía algunos desconchados. Los aproveché para aferrarme con manos y pies a los ladrillos, encaramarme y saltar al otro lado.

Un corral limpio, sin viejos aperos, escombros o cualquier otra cosa, el suelo era sólo tierra oscura, mantillo. Escudriñé en el interior de cuadras y graneros. Ningún coche. Ningún apero o máquina de labranza. Estaba todo limpio, salvo enormes telarañas colgando de las vigas carcomidas.

Salté afuera de nuevo y regresé a la fachada principal. Al doblar la esquina me detuve en seco. Un escalofrío: los aspersores del parterre estaban funcionado. María había abandonado la alacena para conectar el motor desde el interior de la casa. Mi mirada se dirigió a la puerta abierta. Luego me quedé contemplando los giros del agua, hipnotizado.

En algún lugar la bomba de pozo se había puesto en marcha automáticamente, quizás la casa tenía un depósito en el sobrado que, cuando alcanzaba cierto nivel, o con un temporizador, hacía funcionar los aspersores.

Me acerqué a la mancha de humedad y la recorrí con la mirada, buscando las huellas del Citroën. No las encontré. Fueron las huellas de otro coche las que llamaron mi atención. Se marcaban poco en la tierra húmeda y al principio no caí en la cuenta, pero luego advertí el dibujo ancho, con cuatro bandas de serpiente un poco más alargadas hacia el centro. Un todoterreno. El Toyota de Gildo, o un vehículo parecido.

Rodeé la mancha de humedad colocándome de espaldas al sol. Ahora podía apreciar nítidamente las huellas, en dirección y alejándose de la casa, levemente marcadas en el barro. Huellas endurecidas por el sol a las que el nuevo riego hacía resaltar.

Si pertenecían al Toyota, éste había estado allí. María había devuelto el Citroën a su hermano y alguien la había traído en el todoterreno.

Morlans.

El Pequeño.

Faltaban otras huellas, las del coche de la persona que había registrado la casa y la había matado. Si se trataba de Orta, éste había tenido la precaución de acercarse andando, había evitado la mancha de humedad, como el pelirrojo, para que María no advirtiera su presencia. Era una hipótesis.

¿Había encontrado la pasta?

Miré hacia la casa, y hacia el camino. Recordé al pelirrojo saliendo atropelladamente: una sorpresa encontrar la puerta abierta y la casa registrada. Podía apostar a que no había descubierto el cadáver, la pequeña puerta de la cocina tenía el cerrojo corrido y nadie que huye le echa el cerrojo a una puerta, tampoco había cerrado el frigorífico de donde había cogido la pequeña nevera. Sólo dos o tres minutos dentro de la casa.

Entré de nuevo. Bajé las persianas que había levantado y salí, dejando entornada la puerta tal como el guardia la había encontrado.

Me alejaba en busca del coche, cuando di media vuelta y regresé para cerrar la puerta. Lo hice por ella, no existía otra razón, lo hice porque ella se encontraba adentro.

Me alejé de allí, abatido.