Entreabrí los ojos. Saqué la mano y tiré mecánicamente del cordón de la lampara aunque las ranuras de la persiana dejaban pasar el sol. Más golpes, en la puerta.

—¿Eh?

—Bellón... visita —la voz de Cos—. María, una tal María... Dice que te ha tocado en un premio.

María. Sólo conocía a una María: la gitana. ¿Qué hacía allí? No supe qué pensar. Salté de la cama.

—Dile que suba. Hazla subir.

Abrí la ventana de par en par; me metí en el deshilachado albornoz y me dirigí a la ducha, dejando la puerta de la habitación entornada.

Cuando regresé, la tenía allí, junto a la cama. Vestía la misma falda holgada de la tarde anterior y otro niki ajustado, frambuesa; el pelo lo llevaba recogido en un moño, sujeto con una cinta violeta y con un enorme clavel blanco encajado sobre la oreja derecha; ceñían su cuello tres o cuatro collares, de cuentas verdes y blancas, y media docena de cadenas doradas; en el lóbulo de sus orejas se balanceaban dos candelabros dorados; no traía la bolsa de viaje ni ningún otro bolso.

La veía a contraluz, con la ventana a su espalda, tocaba el colchón con las piernas, su mirada retiraba cualquier obstáculo entre nosotros. Mis ojos viajaron por todo su cuerpo. Parecíaclueca. Igual había venido a meterse en la cama.

Me dejó abrir el fuego:

—¿Qué hay? ¿Algo va mal?

—¿Tienes pasta?

La excusa para una visita temprana: pasta. Un adelanto sobre su comisión, o un préstamo. Me froté el pelo con la toalla. No sabía qué pensar. Era de día; me había birlado la cartera la tarde anterior... ella no sabía que yo lo sabía. Los cien billetes que me había costado, un montón de pasta que tenía que reunir en un par de días. Y ahora un préstamo.

—Tengo pasta. ¿Para qué?

—La necesito. Ya. Te la voy a dar.

Tuve la tentación de cogerla del brazo y zarandearla comentándole los billetes que me había birlado. Me vinieron a la mente mis palabras de la noche anterior, cuando me sorprendió con la guardia baja. Quizás no era ella quien me había quitado la pasta en los servicios de la estación, porque era difícil admitir que se presentara en la pensión para pedirme un préstamo; nunca lo reconocería.

—¿Ahora?

—Ahora.

Seis billetes, con los cuarenta para Nazario eran todo mi capital, con los cuatro billetes grandes de la recaudación de la noche anterior. Me los iba a devolver. Si pensaba hacerlo, con su comisión en un par de meses tendría de nuevo la pasta en mi cuenta. Era la mejor forma de retenerla a mi lado.

—¿Cuánto?

—Todo lo que tengas.

—¿Cuánto hace que nos conocemos?

—No tengo reloj. No te vas a quedar sin ello.

Imperativa, impaciente. Muy segura del efecto que producían sus nikies ajustados y el centelleo de sus ojos. No podía perderla, había invertido en ella todo mi capital.

—¿Te arreglarás con tres billetes? ... Tres y medio te puedo dar.

—Trae.

Arrojé la toalla sobre la silla, antes de abrir el cajón de la mesita y sacar el talonario. Extendí el cheque.

Lo atrapó, lo dobló y desapareció por su escote; sin mirarlo.

—¿Has dejado la maleta en algún sitio? —quise saber.

—Sí.

—¿Dónde?

—Por ahí.

—¿En medio de la calle?

Sus ojos me miraron con fastidio.

—En una casa. Más preguntas.

—¿Y dónde es?

—En una plaza, no sé el nombre. Algún nombre tendrá. Hay una torre sin campanas. Una casa con gente.

—¿San Andrés?

—No sé.

Se dirigió a la puerta, rodeando la cama.

—¿Algún problema? —la pregunté.

—Ningún problema.

Me la imaginé debajo de mí, para devolverme el favor. Pero eran sólo imágenes que ocupaban mi mente, me abrasaban de tal forma que no concebía hacer nada con ella.

En el vano de la puerta se volvió.

—Necesito algo para moverme. Te lo devolveré antes de que vayas al trabajo.

Daba por sentado que iba a utilizar mi coche hasta que yo fuera al club. Era su forma de actuar: directa y sin rodeos. No me iba bien dejarle el Renault. Pero, después del cheque, era sólo un pequeño favor, no iba a encontrar ninguna excusa para negárselo.

Las llaves volaron hacia ella.

—Un Renault, verde, ya lo has visto. Está en la calle de atrás.

Atrapó las llaves y desapareció. Dejando la puerta abierta.