ENTRE TRAGO Y TRAGO

de Julián Ibáñez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por la tarde, con todo el calor —fue como un sueño: el golpe en la cabeza y los bolsillos vacíos—, sucedió el segundo prodigio del día.

Soy del gremio de los que no duermen la siesta, ni me tumbo en un sofá, ni cierro los ojos en una silla, prefiero luchar contra la modorra pensando que aprovecho el tiempo aunque no haga nada. Después de engullir un filete y una ensalada con una cerveza, me dirigí, serían las tres y media, a la cafetería de la estación, uno de los pocos bares abiertos a aquella hora, a tomar mi habitual granizado de café.

Nos encontrábamos solos el camarero joven, el de la cara bien lavada, y yo. No era la hora de paso de ningún tren. Los dos, cada uno a un lado de la barra, luchábamos contra el sopor.

Yo ocupaba una de las banquetas del centro, con los brazos sobre el mostrador y la mirada en el espejo que tenía enfrente. Acababa de dar el primer sorbo al granizado.

—Eh, mocoso, ¿va a batir hoy un récord el termómetro?

La respuesta del chico me estaba llegando cuando la vi porque, para ignorar mi imagen reflejada en el espejo, había vuelto la cabeza. El chico me replicaba que aquél era el día más caluroso del año, y se cortó porque también la había visto.

Fue al otro lado de la puerta de cristal que comunicaba con el andén. Una imagen fugaz, lo que tardó en cruzar. Pero suficiente para que mi sistema nervioso sufriera una sacudida.

Llevaba una bolsa en la mano, de tamaño mediano, una bolsa de las antiguas, de tela o de felpa, de un tono mezcla de gris y marrón claro, con arabescos y rebordes de badana negra; una bolsa elegante, pero anticuada, de las que salen en las películas cuando la gente viajaba en trenes arrastrados por pequeñas máquinas de vapor. No se ven muchas de este estilo por ahí. Parecía vacía.

—¿Qué era eso, un sueño o una mujer? —me llegó el graznido del chico.

Una mujer. Gitana. Lo deduje por la bolsa, llamativa, anticuada; por la falda holgada, hasta los tobillos, con volantes, de un tono verde lima pero con grandes flores pastel; por el pelo negro azabache, estirado y recogido en la nuca para caer sobre la espalda; y por los grandes incensarios dorados balanceándose en sus orejas. Logré vislumbrar su tez morena, sus rasgos afilados, aunque me resulta difícil definirlos con precisión en aquella visión fugaz. Quizás unos treinta años. Un niqui malva se pegaba a su piel.

Una mujer increíblemente atractiva. Fue su cuerpo lo que me golpeó con fuerza.

Estilizado. Estilizado fue la primera palabra que me vino a la cabeza, no conozco otra que lo exprese mejor, y no me refiero a un término artístico, de dibujante cuya primer copa del día es un vaso de leche desnatada, tampoco a esa estilización quebradiza de tipo chino o japonés, sino a algo más intenso. Me vino a la mente la palabra "juncal", algo relacionado con la naturaleza, con espacios abiertos y con frescor, un cuerpo esbelto y vigoroso, de movimientos elásticos y precisos.

Fingí no haber oído al chico, no quería compartir aquella imagen con él, deseaba retenerla para mí, como si la hubiera soñado, sacarla todo su jugo en mi duermevela.

Había cruzado delante del cristal con decisión, buscando seguramente la sombra de la marquesina o de las acacias al fondo del andén.

Su imagen se fue diluyendo en mi cabeza, hasta que me sentí idiota cuando me sorprendí esforzándome en recuperarla.

El chico desapareció en la cocina. Apuré el granizado, dejé un par de monedas y tomé el camino de la puerta.

El calor me envolvió como arena ardiendo. En vez de cruzar la calzada para zambullirme en el Renault, enfilé hacia los servicios de la estación, con el único propósito de alargar el tiempo. Aquellas dependencias, a aquella hora, significaban un refugio seguro contra el calor. No me importaba fumarme allí un pitillo. Se dejó oír el silbido lejano de un tren, seguramente unas mercancías.

Los servicios eran un lugar fresco y casi agradable, sin caras hoscas y sin olores. Las puertas y zócalos estaban pintadas gris plomo, los azulejos, blancos y limpios, llegaban hasta el techo; se dejaba oír el refrescante sonido del agua llenando las cisternas.

Volví la mirada hacia el servicio de señoras al recordar que los chicos de La Mora lo utilizaban de picadero colándose por la ventana. La puerta estaba entornada. A través de la ranura, de un par de palmos, vi la anticuada bolsa de viaje con arabescos, en el suelo, cerca de la puerta. A la gitana no se la veía.

Ocupé plaza en uno de los meaderos del servicio de caballeros, con la cisterna descargando.

Fue el sonido de la cisterna, o de las mercancías en el cambio de agujas, lo que me impidió oírla acercarse, a ella, a él, o lo que fuera.

Lo siguiente fue que me encontré en el suelo, en el centro de los servicios, aferrándome al aire. La bóveda craneal me retumbaba, mis oídos eran avisperos.

Bajé los brazos y cerré los ojos desconectando el motor que hacía girar las paredes y el techo. Cuando los abrí de nuevo, lo primero que vi fue la puerta del servicio abierta.

Traté de incorporarme y un látigo restalló en mi cabeza. Desistí. El mercancías acababa de pasar y su sonido comenzaba a desvanecerse. Giré el cuerpo para buscar el suelo con las manos y logré incorporarme quedándome de rodillas; levanté la mano izquierda para tocarme la coronilla con la punta de los dedos. Dolor vibrante. Sangre. Pensé en una barra forrada de piel, en una bolsa de cuero llena de postas. Saqué el pañuelo y lo apreté contra la herida. Levanté la pierna derecha hasta apoyar toda la planta del pie, apoyé la mano en el muslo, y, con un impulso, logré colocar cemento bajo los dos pies.

Me estudié el cuerpo con las manos. No encontré ningún otro golpe.

Caminé hacia la puerta, aturdido, inseguro, con las manos por delante a la altura de la cintura. Apoyado en la jamba eché un vistazo al pasillo. Vacío. La puerta del servicio de señoras estaba ahora cerrada. Me dirigí hacia allí apoyándome en la pared. Le di una patada a la puerta abriéndola del todo. La bolsa de viaje había desaparecido; todas las cabinas se encontraban abiertas. Nadie.

Metí la mano en el bolsillo trasero del pantalón y lo encontré vacío. Escarbé, estaba vacío. Allí guardaba el dinero, medio billete aquella tarde. Me lo habían birlado.

Me apoyé en la pared. Me importaba el golpe en la cabeza, desconocía su importancia. Apreté el pañuelo contra la herida. Todo por medio billete.

La luz y el aire pesaban cuando salí al andén.

Pensé que había permanecido desvanecido sólo unos segundos, por lo que crucé con decisión hacia el otro extremo del andén. Vías, tinglados, vestíbulo de taquillas, facturación... No se veía a nadie, ni gitana, ni pasajeros, ni personal de servicio, había habido evacuación general.

Crucé el vestíbulo de taquillas. El cartel de "cerrado" en las dos ventanillas y sillas vacías al otro lado del cristal. Me detuve en la puerta y mi mirada recorrió el aparcamiento. Había tres coches: el Renault, un Toledo blanco y un Fiat también blanco. Éste no se encontraba antes allí. A unos cien metros tenía la pequeña rotonda donde confluían cuatro calles. Mi vista recorrió las calzadas, aceras y soportales. No se veían viandantes. Al fondo de Granaderos se movieron un par de coches, conducidos por hombres.

Las cuatro y ocho. Cuando me dirigía a los servicio, en el reloj del andén faltaban cinco minutos para las cuatro. El golpe lo había recibido hacía unos siete minutos. Poco tiempo, o ya demasiado.

Demasiado si se dispone de un coche. Pero la gitana, si era ella quien me había golpeado, pertenecía al gremio de los peatones, por eso se encontraba en la estación, para coger un tren, por eso cargaba con una bolsa. Había sido un asalto espontáneo, aprovechando las circunstancias, no premeditado.

Dirigí mis pasos a la cafetería. Retiré el pañuelo de la herida, ya no sangraba, y lo guardé en el bolsillo.

Dos clientes ocupaban ahora la barra, dos palurdos, los conocía de vista, no robaban carteras. El Fiat era suyo. El chico ponía cubitos de hielo en dos vasos, la cafetera llenaba dos tazas. Sólo los dos palurdos —traje de cincuenta euros, de tono pizarra, y corbata, a pesar del calor— volvieron la mirada, pero su expresión me indicó que estaban en otra historia, si hubieran visto a la gitana sus manos estarían dibujando curvas en el aire. El chico sirvió los cafés y me miró. Desistí de contarle nada, cuantas menos palabras, mejor. Di media vuelta y regresé a la calle.

Trepé al Renault y giré en Faustino Crespo. Bajé las ventanillas. Alfarrás... Maldonado... Casabermeja... Volviendo la cabeza a derecha e izquierda, buscando una mancha violeta al fondo de la calle, una cola de caballo azabache doblando una esquina, desapareciendo en un portal.

Conduje durante una hora. Las calles estaban vacías, el tráfico era casi nulo y, cualquier movimiento, por alejado que se produjera, atraía mi atención.

La gitana se había esfumado. Podía haber tomado cualquier dirección: norte o sur, este u oeste. Si no era idiota tenía que saber que la estaba buscando, incluso podía haberla denunciado y tendría a los hombres del saco tras ella; se habría escondido en cualquier covacha de Mataderos o de Puerta Cuartos, o en el distrito de las luces rojas.

Daba por perdidos el medio billete; gruñiría cada vez que me tocara la cabeza; dejaría a la Buena Suerte el trabajo de encontrarla.

Había descendido en la escala social algunos peldaños: las letras de mi nombre resplandecían ya en la zona reservada a los Primos.