Me esforcé en hacer vida normal. No miré la televisión ni los periódicos. Deambulé por las calles. Pegado a una barra mantuve conversaciones con desconocidos. No tenía nada de pasta.
Me ofrecí como cobrador de facturas a una docena de negocios pero nadie tenía facturas para cobrar porque nadie vendía nada. Encontré un par de partidas pero los tipos que se quedaron con la pasta estaban acompañados o iban al gimnasio así que pasaban de mis servicios.
Fui a ver a Bruna pero no di con ella. La habían traslado. No quisieron decirme adónde había ido, que dejara el recado que se lo pasarían. No dejé ningún recado, me olí que había pedido que no me dieran su nueva dirección, incluso que no la habían trasladado. No sabía qué había sucedido. Pensé en girarle una visita a Emilia y pedirle un billete, sin más, pero desistí, no la iba a sacar nada y quedaría peor de lo que ya estaba.
Llamé a la amiga de Bruna. Quizás ya había reunido los cincuenta. La saludé pero no me dijo nada. Le dije que si tenía una amiga no me importaría que me la presentara. Me respondió con un apagado “no sé”.
Decidí echar un vistazo al asunto que Víctor sobre el recaudador de las tragaperras. Sólo porque no tenía pasta y disponía de la pistola. También porque no se me ocurría qué otra cosa podía hacer. Cinco mil había dicho, aunque podían ser sólo imaginaciones suyas. En monedas. El bar se llamaba El Bellotero y estaba en Usera.
La pistola continuaba donde la había escondido. También el paquete con las dosis. Cogí las dos cosas y encajé de nuevo la pieza que cerraba el hueco.
No entré. Era mejor esperar en la acera de enfrente, moviéndome arriba y abajo como si fuera o llegara de alguna parte, con la puerta de El Bellotero siempre en mi campo visual pero nunca delante de ella. Llevaba la pistola en el bolsillo, por si acaso. Si las cosas se torcían y tenía que sacarla no pensaba dispararla, esperaba sólo que el tipo se cagara pata abajo y permaneciera paralítico entre otras cosas porque no era su pasta.
Transcurrió más de una hora. Creí que el recaudador no iba a aparecer, que todo era una invención de Víctor que me había liado o me había hablado de una historia de hacía treinta años, y me disponía a largarme para colocar las dosis por Fleming, cuando apareció una Volks blanca que se detuvo en doble fila delante del bar. Las dos puertas de la cabina se abrieron y bajaron dos tipos con el uniforme de guardas de seguridad. Uno de ellos se aseguró de que la puerta posterior de la furgoneta estaba bien cerrada y entraron en el bar. Era dos, no sólo uno como Víctor me había dicho. Aquello lo cambiaba todo, o casi todo. Además, se quedaron cerca de la puerta, que era de cristal y así tenían la furgoneta bajo control. Tendría que esperar a que el que tenía de frente se fuera a mear, si es que tenía ganas de mear, y que el que tenía de espaldas no le diera por volver la cabeza. Pensé que Víctor estaba bien donde estaba y que lo que necesitaba era una camisa de fuerza dos tallas menor.
Eché la pistola dentro del primer contenedor que encontré y me alejé deprisa buscando el metro.