Tenía los seiscientos. Pero los billetes era nuevos con la numeración casi correlativa. No me gustaba. Prefería dejar pasar algún tiempo antes de moverlos. Así que fui a ver a Magro para pedirle trabajo.
—¿Trabajo? Ya no hay más trabajo. Y estoy ocupado.
No disimulaba su cabreo. Me decía a su manera que yo había estado aquella mañana en el chalet de la mujer muerta que él administraba y que no quería saber nada del asunto ni de mí. Ni siquiera me pedía una explicación. Era mejor no replicarle, ya se le pasaría. Sobre todo cuando detuvieran al que lo había hecho, algo en lo que yo confiaba para quitarme de encima las dos vigas de hormigón que desde hacía varios días cargaba sobre las costillas.
Cuando entré en la pensión la vieja saltó sobre mí y, con muy malos modos, me dijo que habían venido a registrar mi habitación. La largué un billete de diez como si me rebosaran los bolsillos.
Todavía se encontraban en la habitación. Un tío y una tía, de paisano. La habitación no estaba muy removida porque no había mucho que remover. La bolsa estaba sobre la cama, abierta. La pistola y la porra estaban escondidos debajo de un escalón en la escalera. Sobre la colcha estaba el rallador y el par de bolas que me quedaban.
Se quedaron mirándome.
—¿Qué pasa?
—¿Tú qué crees? —me respondió la tía dando un par de pasos hacia mí dejando claro que era igual que fuera una tía.
Sacó un papel y me lo puso delante de los ojos.
—La orden.
Era una tía que no estaba mal. Vestía un jersey gris de cuello alto. Detuve mi mirada en sus tetas, con descaro, dejando claro que era lo único que me interesaba de ella, aunque con el jersey de punto grueso se le notaban a medias. No me sonrió, me devolvió una mirada dura advirtiéndome que había puesto los ojos en el lugar equivocado.
Di un par de pasos dentro de la habitación y la vieja ocupó una butaca de primera fila en el vano de la puerta. Poli macho sí me sonreía sin que yo supiera la razón, estaba junto a la cama, sus piernas tocaban el colchón y tenía la mano derecha en la cadera. Poli hembra no había aprendido a sonreír. Abrió el cajón de la mesilla que seguro ya había abierto veinte veces antes de aparecer yo.
—El nombre y algo que te identifique —me pidió dándome la espalda que era su forma de manifestar su autoridad.
Le dije el nombre con mi primer apellido y saqué el carnet de conducir caducado. Se lo mostré pero no se molestaron en mirarlo, yo a ella no la miré a los ojos sino que le di un repaso a todo el cuerpo deteniéndome de nuevo otro poco por la zona de las tetas, a ver qué pasaba. Entonces cogió el rallador que estaba sobre la colcha y lo agitó delante de mis narices tratando de desviar la atención. A lo mejor hasta se estaba poniendo nerviosa.
—¿Para qué es esto?
—Es un rallador.
—Eso ya lo sé. Para rallar, ¿qué?, ¿qué es lo que rallas?
—Cualquier cosa. Lo que sea.
—¿Esas bolas? ¿Qué son esas bolas?
—No. Esas son para comer. Son arañones.
Se quedó mirándolas porque de campo los dos sabíamos lo mismo: que una vaca y una mula no son lo mismo y poco más. Esperaba que no le diera por probarlas, acabaría cruzando el océano montada en una escoba y se dislocaría la muñeca haciéndose pajas.
Olió el rallador cómo si se estuviera metiendo una raya, sólo podía oler a bolsa porque yo lo lavaba siempre después de utilizarlo. Arrojó el rallador sobre la cama y de nuevo se cuadró delante de mí, obsequiándome con el fuego artificial de su mirada.
—Cuéntanos. Vas haciendo preguntas por ahí, por los bares y por ahí, sobre la policía que han matado, ¿por qué?
Hablaba con sequedad, no encajaba con sus facciones, ni con su tipo que inspiraban ternura.
—Por curiosidad. Todo el mundo hace preguntas y todo el mundo tiene algo que decir. Son conversaciones de bar.
—No, nada de eso, son algo más. Tú vas de bar en bar preguntando sólo sobre esa mujer. ¿Qué tienes que ver tú con ella? ¿Qué sabes tú de eso?
—Nada. Por eso voy preguntando.
No sabía quién se lo había dicho. Apostaba a que había sido el tipo del bar que me había informado que la mujer aparecía por allí de vez en cuando para sacar tabaco de la máquina. No les iba a hablar de Azucena y de Panizo. Nunca lo había hecho, incluso cuando me habían metido en el furgón en un par de redadas. Quizás algún día me viera obligado a hacerlo, cuando me amenazaran con la perpetua.
—También has hecho preguntas fuera del bar.
—Puede que también.
El poli macho sólo se dedicaba a mirarme sin dejar de sonreír, ahora tenía las dos manos en las caderas que era lo único que había de policía en él. Ella se tomaba el registro muy en serio, debía ser una novata. Estaba muy nerviosa y poli macho estaba disfrutando.
—Vas por los bares y por la calle preguntando. Siempre sobre esa mujer. Era policía y está muerta. ¿La conocías? ¿Qué tienes tú que ver con ella?
—No, no la conocía, pero de algo hay que hablar. Es la conversación de moda. No sucede todos los días. Y estaba preñada.
Me dio un bofetón.
—¡Embarazada, gilipollas, embarazada para ti!
No me había cogido por sorpresa porque me esperaba algo así. No le había gustado el par de repasos que le había dado. Le habían puesto nerviosa, quizás entraba en sus planes ponerse silicona. Se acercó un paso más. La cólera se había adueñado de su rostro. Sus ojos eran lanzallamas.
—¡Habla! ¿Por qué cojones querías saber cosas de ella?
Gritaba cuando todavía faltaba mucho para alcanzar el clímax de la representación, además la palabra “cojones” había salido con fórceps de su boca. Estaba seguro de que todavía no había colgado en la pared el diploma de la Escuela.
Le indiqué las bolas sobre la colcha.
—Eso se llama también belladona. Es para consumo propio. Tengo la tensión baja. Acelera el corazón. Es también un afrodisiaco. Puedes probarlo. Te gustará. Te prepararé una infusión. Querrás que te follen. Te follaremos los dos y no tendrás suficiente. Hay otros tres o cuatro tíos en la pensión…
Me golpeó de nuevo, esta vez con el puño, en la mandíbula. Sólo esperaba otro bofetón, sabía que al cuarto o quinto se habrían convertido en una caricia. Aunque era mujer y tirando a menuda pegaba fuerte, a lo mejor había tomado clases extraordinarias en la Escuela. Mi cabeza dio un giro brusco que me dejó aturdido durante unos segundos; retrocedí trastabillando pero no me caí. Instintivamente me llevé las manos a la cara y entonces me alcanzó un puño en el estómago. Me había golpeado el tío.
La habitación se quedó sin aire. Me doblé para cerrarle la salida a las reservas que me quedaban, apretándome el estómago con los dos brazos. Sentí como la mujer me cogía del pelo obligándome a enderezarme. Delante de mí tenía dos o tres figuras vidriosas.
—Nos vas a hablar con respeto, gilipollas. Somos policías. No nos cuesta nada encerrarte en una celda a pan y agua. Y allí serás tú el que se haga las pajas. Y se cague en los pantalones. Nada de salirte de madre, ¿enterado?
De nuevo era ella la que hablaba, el tío no debía saberlo hacer, sólo sabía sonreír y golpear en el estómago. El aire que me quedaba salió con fuerza de mis pulmones como una afirmación.
—¡¿Por qué vas por ahí haciendo esas preguntas, gilipollas?! ¡¡Contesta de una vez!!
Necesitaban una respuesta. De nuevo pensé en Azucena. Pero no me convenía sacar su nombre, no hasta que me aplicaran hierros al rojo en la planta de los pies. Quizás Panizo, pero estaba seguro de que no daría la cara por mí.
—… Un periodista…
Durante unos segundos permanecieron en silencio como si no comprendieran el significado de aquella palabra, yo aproveché para robarle un poco de aire a la habitación.
Agitó mi cabeza tirándome del pelo.
—¿Y qué? ¿Qué le pasa a ese periodista? ¿De qué periódico es?
—…Trabajo para él... Es de una televisión, de esas nuevas.
—¿Qué trabajo? ¿Oliendo braguetas por ahí? ¿Eres una ladilla? ¿Ladilla? ¿no es así cómo os llaman? ¿Eres una ladilla, eh?
—… Otra clase de información.
—¿Qué clase de información?
Gritaba, como si estuviera arrancándome las palabras con una espátula.
—… Sobre el crimen… Quién lo ha hecho y todo eso.
—¿Ah sí? ¿Y quién lo ha hecho?
—Todavía no lo sabemos. Pero estamos en ello.
—¡Gilipollas!
Pero permanecieron en silencio. Mis últimas palabras debían de haberles mosqueado.
—¡¿Qué periodista?! ¿Cómo se llama esa televisión?
Me concentré en respirar por la boca profundamente. Relajaba la presión de los brazos dejando salir el aire y luego los apretaba de nuevo porque amortiguaban el dolor.
—…Me quedaría sin trabajo… Además no estoy seguro.
—¿Sin trabajo, eh?
El tío se colocó delante de mí dispuesto a sacudirme de nuevo. Ya no sonreía, pero su expresión tampoco era colérica, era casi de hastío. Podía sacudirle yo a él, pesaría como unos diez kilos menos, pero era poli y las cosas se complicarían bastante.
—Sin trabajo. Son las reglas… Está preparando un gran reportaje, ha dicho que será como un homenaje a las mujeres policía... Un ladrón entró en la casa, ella se enfrentó a él porque era su deber porque era policía… y el ladrón la mató. ¿Qué más queréis? —les miré—. Necesita detalles, para darlo un toque especial:… que marca de tabaco fumaba… si era simpática… si hablaba con los vecinos, si barría su trozo de acera… esas cosas, que las personas que pongan ese canal sepan que además de policía era persona... Cuándo iba a tener el niño y si iba a ser niño o niña. Aunque eso iba a averiguarlo mi jefe por otro lado.
La tía me dio la espalda, sacó del bolsillo de atrás del pantalón una bolsa de pruebas y metió las dos bolas en ella.
Cogió el rallador y lo olió de nuevo. Lo levantó a la altura de los ojos para comprobar si tenía alguna partícula. Se lo colocó delante de la nariz al otro policía que no debía de tener desarrollado el sentido del olfato porque las aletas no se movieron. Luego volvió a sacar la bolsa, la abrió, la olió y echó dentro el rallador. Me miró.
—¿Qué eres?¿Un degenerado?
No sabía a qué venía aquello.
—¿Un degenerado? ¿Por qué? Son para el corazón. Santa Teresa también las tomaba, padecía del corazón. Yo mismo las busco. Pero hay pocas porque se las comen las cabras. Con veinte gramos es suficiente para una infusión. La primera vez yo probaría con diez, nunca se sabe, nunca acabamos de conocer nuestro cuerpo del todo.
Quizás estas palabras les hizo pensar. Porque permanecieron un minuto sin decir nada ni moverse. Por fin se movió el tío, retiró con la mirada a la vieja del vano de la puerta y salió al pasillo. La poli me echó una última mirada como a una mariposa clavada en la pared; yo le di otra pasada descarada a sus tetas, para quedarme con la última palabra, para que su imaginación tuviera material para una semana. Durante unos segundos se quedó quieta clavándome la mirada, me hubiera gustado saber qué ideas circulaban por su cabeza.
—Pásate mañana por comisaría. Como a las nueve. Allí tenemos calefacción y me quitaré el jersey y podrás verme bien las tetas. Y seguiremos hablando. En San Martín.
Y se apresuró a darme la espalda asustada por lo que acababa de decir y salió de la habitación.