Lo peor era que de nuevo andaba sin pasta. Y sin transporte. En el momento que más lo necesitaba. Había dejado el Renault con el depósito vacio en una calle cualquiera, no era aconsejable ir al volante del mismo coche durante demasiados días. Entonces me acordé del papel que Bruna me había dado con el teléfono de una amiga que necesitaba consuelo. Recordé que lo había tirado. Pero tenía el número del móvil de Bruna. Fui al Menta y Canela y la llamé. No pareció comprender cuando le dije que había perdido el papel con el nombre y el número de su amiga. Tardó en responderme, yo no sabía si me lo iba a dar, al final me dio un nombre y un número de teléfono.
Media docena de timbrazos y la tuve al otro lado.
—¿Dígame?
Era una voz apagada, tímida, como si fuera la primera vez que el teléfono zumbaba en su bolsillo.
—Hola. Me llamó Bellón. Soy amigo de Bruna. Me dio tu teléfono. Me dijo que necesitas compañía.
Directamente al grano. No estaba para perder el tiempo.
Silencio. Tenía que haberle cogido por sorpresa, necesitaría un par de minutos para asimilarlo. No sabía qué clase de mujer era y cuánta experiencia tenía. Quizás estaba casada con siete hijos y su marido trabajaba de la mañana a la noche sin fuerzas al llegar a casa para encaramarse encima de ella, o quizás acababa de colgar los hábitos y quería recuperar el tiempo perdido. Temí que me colgara. Al fin:
—¿Eres… amigo de Bruna?
Su voz era casi inaudible, tímida, dubitativa. Pensé que habría sido mejor iniciar la conversación hablando del tiempo o algo así.
—Sí. Me dio tú número. Me dijo que te llamara. Pienso que podíamos dar una vuelta por ahí, ir de compras o al cine, algo así. ¿Tienes que ir de compras? Yo sí.
Nuevo silencio. Debía de estar aprovechando para llenar los pulmones a ver si el aire que inspiraba era de mejor calidad.
—… Sí.
En un tono todavía más bajo, casi no la oía.
—¿Qué te parece si paso a recogerte? ¿Dónde vives?
Creí que no me iba a dar su dirección porque otra vez tardó mucho en responderme, quizás prefería quedar en cualquier esquina. Al fin me la dio. Nos despedimos y colgamos.
Era un bloque de pisos nuevo, de los baratos, en Las Nieves, en el mismo Móstoles. Vivía en el cuarto. En aquel bloque no había dinero y no iba a sacar una mierda, pero ya que me encontraba allí no me costaba nada probar.
Estuvo mirando por la mirilla como un cuarto de hora antes de decidirse a abrir. La calculé por encima de los cincuenta, aunque se conservaba bien. Yo le sacaría la cabeza y estaba todo lo entrada en carnes que se puede estar a esa edad. Mantenía la mirada baja y no había abierto la puerta del todo como si no se decidiera a franquearme la entrada. Así que empujé la puerta con la punta de los dedos y entré.
Era un piso corriente, demasiado limpio, demasiado ordenado. Los muebles eran baratos pero relucían. Demasiado recargado como son las viviendas de los solitarios a los que asustan los espacios vacios y sustituyen a las personas por muebles, no era mala idea: sólo era cuestión de tiempo para que los muebles te respondieran cuando les dirigías la palabra. Sobre una mesa y un aparador había fotos en resultones marcos de plástico imitando plata. Fotos de niños, el mayor como de unos diez años, supuse que eran sus nietos. También la foto de un tipo de uniforme, se trataría del marido, bombero, u otro cazador de ballenas por el Polo Norte.
—¿Quieres algo? —balbuceó cuando estábamos en el comedor.
Yo no tenía ganar de charla. Quería terminar cuanto antes.
—Ven.
La cogí de la mano y la llevé al pasillo. Se dejó conducir, sumisa. Allí, sin más, empecé a morrearla. No opuso resistencia pero tampoco colaboró como si de verdad fuera una monja que acababa de colgar los hábitos. Empecé a magrearla. Tenía dos buenas tetas. Cuando sentí su cuerpo tensándose y sus brazos alrededor de mi cuello, la cogí en volandas y la llevé al dormitorio, ya sabía dónde estaba. Tenía los ojos cerrados. Sin más la eché sobre la cama, le bajé las bragas y me la tiré.
Descansamos como un cuarto de hora, sin decirnos nada, mirando al techo como si esperáramos que éste se fuera a abrir y apareciera la mano de Dios para tirarnos de las orejas. Las bragas habían ido a parar a un tocador y habían quedado colgadas de una botellita, se reflejaban en el espejo, advertí que la imagen de las bragas en el espejo me excitaba, la imagen real me dejaba indiferente.
Me entretuve en desnudarla, por hacer algo, por darle un servicio completo. Como había imaginado conservaba un buen cuerpo. No era guapa pero tampoco demasiado fea. Me pregunté cómo no tendría un tío, o dos o tres. Cualquier vecino de la escalera se la tiraría sin ningún remilgo, tenía que cruzarse con ellos en el ascensor, sólo tenía que mirarlos a los ojos y sonreír un poco. Me desnudé yo también y me la tiré otra vez. Dos polvos por ser el primer día, el segundo regalo de la casa.
Me lavé y me vestí. Ella siguió en la cama, con una mano en la ingle cerca del chumino, como si le diera apuro tapárselo pero tampoco quisiera tenerlo del todo en exposición. Tenía los ojos cerrados y pensé que se había dormido.
—Me voy —le dije. Hice una pausa—. Ya te diría Bruna…
Abrió los ojos.
—Espera.
Se cubrió el chumino con la mano, se levantó, se puso una bata y salió de la habitación. La oí entrar en el cuarto de baño. Parecía más decidida, se le había ido la timidez.
Su bolso estaba sobre una silla. Lo cogí y saqué el monedero. Sólo tenía un par de monedas. Me di una vuelta por el piso. Abrí un armario y un par de cajones. Apenas un par de prendas colgaban de las perchas. Las bragas y sostenes eran de mercadillo. En aquel piso no había nada de valor. Lo único que había era soledad y tristeza.
La puerta del baño se abrió. La oí entrar en el dormitorio y abrir un cajón del aparador.
Traía el dinero en la mano. Me lo ofreció mirando al suelo. Lo cogí, eran unos cuantos billetes pequeños y un poco de calderilla. No lo conté, estaba seguro de que allí había cincuenta euros, los había estado ahorrando quitándoselo de la comida.
—Vale.
—… Dentro de un mes —me dijo trémula mientras yo abría la puerta de la calle.
—Un mes —repetí, como tomando nota.
Hasta dentro de un mes no habría ahorrado lo suficiente para pagarme y tendría que conformarse con el osito si no estaba hibernando.
La di un beso gratis en la mejilla y enfilé hacia la escalera.