Cruzaba delante de un quiosco de periódicos, en el cruce de Alameda Colón y Berrocal cuando lo vi. Venía en la primera página, en Público, entre otras pilas de periódicos, en la parte inferior de la página, era una foto: el chalet de Fuenlabrada donde yo había ido a cobrar la renta y me había encontrado con una pareja duchándose. La foto había sido tomada desde el otro lado de la cancela, pero el chalet era inconfundible, y los barrotes de la cancela eran los mismos aunque salían algo desenfocados. Los tejados quebrados, las dos claraboyas, la chimenea con la paloma de escayola, los ventanales sin rejas, ahora cerrados… No había duda, incluso reconocí el ventanal por donde yo había entrado, que ahora, en la foto, estaba cerrado. El pie de foto se refería a que era el chalet donde habían encontrado una mujer asesinada, y remitía a la página seis. Cogí el periódico y le pagué al tipo del quiosco.

Ocupaba un cuarto de página, en la parte superior derecha. La misma foto del chalet ocupaba la mitad del espacio. Que la habían encontrado con un balazo en la cabeza. Al parecer la habían disparado a quemarropa, y lo repetían dos veces como si esto fuera lo más importante. Desnuda y sin señales de que hubiera habido lucha, de que se hubiera defendido. Tampoco había habido agresión sexual aunque estaban a la espera de que la autopsia lo confirmara. Ninguna puerta o ventana había sido forzada. No decía si habían encontrado las ventanas abiertas. El cuerpo lo había encontrado el marido al regreso de un viaje, un militar de Marina. Que según el forense llevaba más de cuarenta y ocho horas muerta. Su nombre era María del Pilar Gomila.

Lo primero que pensé fue que estábamos a jueves y yo había estado en el chalet el lunes. Luego que el tipo que yo había visto saliendo de la ducha quizás era el marido que acababa de regresar de su viaje, había dicho que se iba de viaje pero había regresado antes de tiempo para cargársela, o había descubierto que había follado con otro tipo y se la había cargado, o se estaba follando a una sargento, su costilla se había enterado y había ido al cuartel o al barco a decirle que era un cabrón. Y se la había cargado. Por eso no había ningún coche a la vista, para que no lo vieran los vecinos, por eso ninguna puerta ni ventana había sido forzada, porque tenía la llave de la casa. Pensé también que el tipo iba armado, porque era militar y la mujer había muerto de un disparo, que había dejado el arma donde había tirado la ropa y que ahora el arma la tenía yo. Aunque no encajaba que la cartuchera fuera marrón claro y no negra. Y tenía que haberla matado con otra pistola. Es decir, que cuando me buscaba por la casa no llevaba un arma en la mano, sin embargo el tipo no se había arrugado porque era militar y estaba acostumbrado a que le silbaran las balas. Quizás había sacado otra pistola de un cajón. Encajaba con la seguridad con la que había preguntado quién se encontraba allí, con la decisión con la que había salido del servicio y había recorrido el pasillo. Era un soldado y estaba en su casa. No encajaba que se estuviera duchando con su mujer en el servicio y no en el cuarto de baño del dormitorio principal. Pensé que éste podía estar en obras, o averiado, en obras no estaba porque yo lo había visto. La dirección en el periódico coincidía con el chalet donde yo había estado, no había duda.

De nuevo miré a mi alrededor, nadie reparaba en mí, todo el mundo estaba a lo suyo que era ir de aquí para allá.

Estuve dando vueltas por ahí durante bastante tiempo, medio zumbado. Pensé en Magro, en que le interrogaría la policía. Les hablaría de mí. Yo lo único que podía decir era que había llamado al timbre y que nadie me había respondido. También podía decir que no había ido al chalet porque tenía otras cosas que hacer, pero entonces me preguntarían qué cosas eran ésas y me tendría que poner a inventar, además, alguien se acordaría de haberme visto, los tipos del autobús, o alguna de las marujas que regaban el jardín.

La noticia no decía mucho más, como si no les hubiera dado tiempo a obtener más información. Repetía también un par de veces lo de “a quemarropa” dando a entender que podía haber sido una especie de ejecución, quizás se referían a terrorismo, lo que encajaba con el marido militar. Podía haber sido un atentado de los tíos de la ETA, o de los otros que no recordaba cómo cojones se llamaban, los moros, o los que dormían en tiendas de campaña en Sol. La habían tomado con la mujer porque el tío no se encontraba en casa, aunque iban a por el tío y habían aprovechado el viaje. Pero no encajaba que se estuvieran duchando en el baño del servicio. Pensé que no lo decían todo porque el marido era militar y el asunto podía ser terreno vedado.

Me había llamado la atención un tipo sentado en un banco. No parecía pertenecer a la clase de fulanos que se sientan en un banco a media mañana, ni a ninguna hora del día. Vestía de marca, lucía un buen corte de pelo y llevaba las gafas de sol sobre la cabeza como si se le hubieran desplazado los ojos. Parecía aburrido, quiero decir que no parecía estar esperando a alguien que no acababa de llegar, sino que no tenía nada que hacer hasta que su mujer le dejara regresar a casa.

Le di la espalda. Saqué del bolsillo el reloj del marica y me lo puse en la muñeca. Luego me acerqué y me senté en el otro extremo del banco

—¿Qué hay?

Me miró con curiosidad pero no me respondió. Le mostré el reloj.

—Cien.

Me conformaría con uno de veinte, pero quería que pensara que era un tipo que se había quedado sin pasta y no que lo había robado.

No dijo nada. Me quité el reloj y se lo ofrecí. Tardó unos segundos en reaccionar pero al fin lo cogió. Lo echó un vistazo. Se lo puso en la muñeca. No llevaba reloj. Sacó un fajo, separó dos de cincuenta y me los dio.

 

 

 

Comí en El Badén, con vino de corcho. Luego entré en el Mónaco a echar copa y café. Tenía en la cabeza la foto del chalet, también las palabras informando que habían matado a una mujer. La mujer. La que yo había visto de espaldas en pelotas. Mis pensamientos no avanzaban, estaban allí, detenidos, como si aquella fuera la estación final.

En el otro extremo de la barra había dos tipos discutiendo. No era hora de discutir sino de echar la siesta. Lo hacían conteniendo la voz, el que me daba la espalda movía mucho las manos como si le arrojara las palabras a su interlocutor, que yo tenía de frente y recibía la lluvia de palabras como pedradas con un codo apoyado en la barra y las piernas cruzadas como si hubiera un muro impenetrable entre él y su atacante, de vez en cuando abría la boca para lanzar una palabra sobre el muro como un morterazo.

Tardé un par de minutos en reconocer al fulano que tenía de frente porque hacía tiempo que no me lo encontraba y me había olvidado de él, era Murillo, un colega argentino. Recordé que no era mal tipo, tirando a áspero, encajaba verle recibir impasible aquel chaparrón de palabras con el codo apoyado en la barra y las piernas cruzadas, sopesando si debía terminarse la cerveza antes de rajarle el gaznate al otro tipo. No sabía por qué pensaba que era un colega muy duro, quizás porque no había dado el salto para ejercer de dentista, o de fontanero, o porque yo no sabía a qué se dedicaba. Pero estaba seguro de que en su vida le habían disparado cuatro o cinco veces con balas de verdad, quizás él mismo me lo había contado y ya no me acordaba.

La discusión estaba subiendo de tono, parecía como si los dos se debieran mucho dinero. También reconocí al tipo que me daba la espalda, acababa de caer en la cuenta, era también argentino, pero no recordaba su nombre, apenas había hablado con él un par de veces. Murillo levantó la mirada por encima del hombro de su interlocutor y me vio.

Me desentendí de ellos y me dediqué a pensar en mi vida. Para no tener que pensar más en el chalet y en la mujer asesinada, lo mejor era borrarse, desaparecer, camuflarte en el paisaje, si estaba nublado lo mejor era convertirse en nube.

Estuve dándole vueltas pero no acababa de encontrar la puerta por donde entrar. Quizás no había ninguna puerta, seguramente mi vida era una esfera gris sin ninguna puerta, y hueca también. Así que tenía poco en qué pensar. Mi vida sólo duraba un día, desde que ponía los pies en el suelo al levantarme hasta cuando los metía debajo de las sábanas. Nacía por la mañana y las palmaba cuando estrellaba la cabeza contra la almohada. Sólo dormía cinco horas así que mi vida duraba diez y nueve horas. Pero era igual porque todos los días eran lo mismo, sucediera lo que sucediese: pasarme la mañana sentado en un banco, contemplar un desfile, atracar un banco, o caminar durante un `par de horas para llegar a ninguna parte.  

El tipo que gesticulaba levantó la mano a la altura del hombro como mandando a tomar por culo a Murillo, luego le dio la espalda y salió del bar muy deprisa y como muy cabreado, como si estuvieran a punto de cerrar las ferreterías para comprar un hacha. Murillo permaneció igual, con el codo apoyado en la barra y las piernas cruzadas, esperando otro rival. De nuevo me miró, no me saludó, estuvo mirándome como un minuto, luego despegó el codo de la barra, enganchó el botellín y se acercó como si al fin me hubiera reconocido.

—¿Cómo va, viejo?

—Bien. ¿Y a ti?

—Ahí estamos.

Nos apoyamos en la barra. Permanecimos callados porque habíamos dicho todo lo que nos teníamos que decir. Pensé que si se había acercado sería por algo, no porque buscara compañía porque se sentía solo.

—Tómate otra.

Indicó mi copa con la barbilla. Me extrañó porque me quedaba más de medio carajillo. Así que debía andar detrás de algo. No dije nada. Un minuto más y al fin expuso, sin mirarme:

—Tengo algo.

Sonaba a negocio. Había bajado la voz y aquello me hizo pensar que no se trataba de un negocio cualquiera. Murillo no era hombre de negocios, de negocios corrientes, aunque en realidad no sabía cómo se ganaba la vida, pero siempre le había visto con pasta. Me olí que le había fallado el otro tipo y estaba lo suficientemente cabreado como para ofrecerme el asunto por el mero hecho de que era el único conocido que había en el bar.

—¿Qué es?

Entonces lo vi de nuevo, en El Mundo que alguien había dejado abierto sobre la barra: la foto del chalet de Fuenlabrada, esta vez la acompañaba la foto de una mujer. Estiré el brazo y lo cogí, olvidándome de Murillo.

Era una foto de carnet, sólo que la mujer sonreía un poco. Era guapa, como de unos treinta o treinta y cinco, por ahí, en el cuarto de baño sólo le había visto la espalda y el culo que me habían gustado. Reconocí a la misma mujer que había visto en un portarretratos en el dormitorio. Llevaba el pelo corto y los pendientes eran una perla pequeña; sonreía así que no era una foto de cuando estaba muerta, sino que se la había hecho viva, de casi medio cuerpo y llevaba puesta una camisa blanca, sin collares ni cadenas. Pensé que la foto se la habría dado el marido al periódico. Busqué la noticia. La encontré en la página 6, ahora ocupaba casi media página. No hay pistas sobre el asesinato de Fuenlabrada. Le dispararon a quemarropa en la cabeza. Luego decía lo mismo que El Periódico, que el cadáver lo había encontrado el marido que acababa de regresar después de un viaje de dos meses, que era piloto de la Marina, jefe de escuadrón, y había participado en unas maniobras de la OTAN en el Atlántico Sur. Que la mujer era policía de la escala superior, adscrita a la comisaría de Fuenlabrada donde su fallecimiento había producido una gran conmoción.

Policía. Aquella palabra, por alguna razón, vació mi mente. Que no tenían hijos pero estaba embarazada de cuatro meses. Que la noticia había tenido un gran impacto en la urbanización Las Colinas y entre los compañeros de trabajo de los dos, en la comisaría y en la Marina.

Lo primero que pensé fue que no le había visto la panza, sólo la espalda y el culo. Así que poli. Y preñada. Me la imaginé de uniforme pero lo deseché, era de la escala superior y a ese nivel iban de paisano. Una mujer policía guapa y con un buen cuerpo, no me la imaginaba al otro lado de una mesa de interrogatorios, yo no hubiera dado pie con bola respondiéndola. Lo primero que pensé fue qué hacía aquella mujer en casa a las once de la mañana cuando debía estar poniendo los grilletes a tipos mal afeitados. Pensé si no estaría de baja por el bombo, pero pensé también que con cuatro meses todavía no le darían la baja, aunque a lo mejor sí si era policía. Duchándose con un tío. La había visto de espaldas Ahora encajaba que si su acompañante no era el marido que hubiera preferido ducharse en el servicio por aquello de que hay que respetar ciertas cosas. Me pregunté dónde habrían follado, seguramente en otra cama aunque la ropa del tío estaba en el dormitorio principal. La ropa con la pistola, pero ésta me la había llevado yo. Así que el tío tenía que haber empleado otra pistola, quizás la de ella porque era policía y tendría pistola, aunque el periódico no decía que la hubieran matado con su propia pistola. Iban a saberlo cuando analizaran las balas. Me pregunté por qué lo había hecho, por qué se la había cargado, qué había sucedido entre los dos.

No decían nada de que hubiera habido violencia sexual. Le habrían hecho la autopsia y habrían descubierto que había follado. Mal asunto para decírselo al marido. O a lo mejor no habían follado, a lo mejor habían escogido otro número del catálogo.

Así que ella estaba en bata, le había abierto la puerta, había vuelto a echar todas las cerraduras y cerrojos, por si se presentaba el marido o cualquier otra persona con llave, habían follado quizás en el dormitorio donde el tío había dejado la ropa, quizás habían follado en el suelo, o habían tirado de catálogo, y se habían duchado en el servicio de abajo por aquello de “eso no”. Y luego se la había cargado. ¿Por qué?

La noticia continuaba diciendo que sus compañeros de la comisaría se estaban empleando a fondo para resolver del caso, por aquello de que le podía haber tocado a cualquiera de ellos, o a un familiar.

Me había olvidado de Murillo porque tenía la cabeza en otra cosa y había cerrado el periódico y apurado la cerveza y me disponía a largarme.

—¿Otra? —me invitó de nuevo. 

Me vi obligado a volverme hacia él. Me llamaba la atención su insistencia. Además me tiró de la manga porque había advertido que yo me encontraba en otra parte. Ninguna de las dos cosas eran habituales en él. Le miré. El tipo insistió indicándome la taza con la barbilla como si tuviera prisa para emborracharme. Estuve por preguntarle si estábamos celebrado algo pero no lo hice. Accedí. Me daba igual. Le indicó al camarero su vaso y luego puso la mirada en la barra, en plan reflexivo, dándose importancia, así que podía suponer que algo se traía entre manos, algo que para él debía ser importante. Eché el periódico al bolsillo.

Me pusieron un gin tonic. Dejé que el vaso enfriara mi mano, eché un trago y me volví hacia Murillo dispuesto a escucharle.

—¿De qué va?

—Necesito a alguien —dijo en un tono bajo y dubitativo, no parecía muy seguro de que fuera yo el interlocutor más indicado.

—¿Para qué?

Me quedé mirándole dispuesto a escucharle porque a lo mejor sí me interesaba. No tenía nada que perder escuchándole. Antes de responderme echó otro trago, miró sobre sus dos hombros comprobando que no había moros en la costa, haciéndome esperar, sólo para decir:

—Vamos.

Teníamos las copas apenas empezadas. Debía ser importante. Pagó con un billete de veinte, dudé un poco pero eché un trago largo y salimos del bar. Nos subimos a su Citroën.

Fuimos a Fuenlabrada. Durante el trayecto ninguno de los dos habló. Éramos dos tipos poco habladores, extraño en él, un sudaca, siempre dan la impresión de que las palabras les rebosan y están esperando otro cargamento.

Aparcamos en batería delante de un pub, el Golden Arrow. Había estado allí un par de veces.

—Toma lo que quieras —me dijo nada más entrar y antes de llegar a la barra.

Tenía pasta y también quería que yo lo supiera, me pregunté de dónde la habría sacado y qué se proponía. Era un tío bragado, eso ya lo sabía, aunque sudaca y por eso no demasiado de fiar.

Nos sirvieron. Bebimos. Tenía a la mujer del chalet en la cabeza. No sabía en qué parte de la cabeza había recibido el disparo, imaginaba que había sido en la parte de atrás, como una ejecución. Murillo me miró.

—Es un negocio de pelotas —su voz era un susurro, aunque grave y firme—. Hay que poner las pelotas.

Se trataba de dar un golpe, sin duda, aunque no podía imaginar qué clase de golpe era. Yo no era un profesional, él lo sabía, si me iba a hacer la propuesta era sólo porque le había fallado el otro tipo y era yo quien tenía más a mano. No me costaba nada escucharle.

—¿Qué clase de negocio?

—De plata.

Como a unos cinco a seis metros, en la barra y dándonos la espalda, había un par de tipos hablando. Me habían llamado la atención que Murillo hubiera vuelto la mirada hacia ellos, aunque en todos los bares hay un par de tipos pegados a la barra hablando y no llamaban la atención, también que se había esforzado en apartar la mirada. De pronto mis ojos sólo vieron al tipo que tenía de espaldas. Un ciempiés helado se deslizó por mi espina dorsal.

Le había reconocido. No tenía ninguna duda. Sin saber por qué. Aunque me daba la espalda y además estaba vestido. No podía ser por el pelo porque se lo había visto mojado pegado al cráneo. Más tarde lo pensé y supuse que fue ese aire característico e indescriptible de cada persona, aunque la veas lejos o de espaldas, que resulta tan identificador como una huella dactilar. Aún sin verle el rostro no dudé de que se trataba del tipo que había visto en pelotas duchándose con una mujer y luego saliendo de la ducha, en un chalet de Fuenlabrada.

Lo cierto era que no tenía ninguna duda, no era que se le pareciera, que tuviera el mismo aire, sino que se trataba del mismo tipo, de eso estaba seguro. Quizás fue su cuello, o su corte de pelo, aunque en el cuarto de baño lo tenía empapado, además el espejo estaba empañado y sólo había llegado a vislumbrar una figura borrosa; supongo que fue su envergadura, la anchura de sus hombros, la forma de pegar los brazos al cuerpo, incluso el modo peculiar de inclinar la cabeza...

Se trataba de esa docena de pequeños detalles, insignificantes, pero que en conjunto retratan a una persona. No había visto su carnet de identidad y no había hablado con él. No hacía falta: era el tipo que había visto salir de la ducha en pelotas en el pequeño servicio del chalet de Fuenlabrada, el que había recorrido el pasillo buscándome, quizás empuñando la pistola de la mujer. Y el que la había matado.

Algo así nos sucede todos los días, sobre todo a los fulanos que nos pasamos la vida en la calle o de ronda por los bares: los detalles se acumulan y se repiten, muchos encajan, sobre todo los más irrelevantes, aquellos a los que no prestas atención: no importa el bar al que vayas porque antes de entrar tu cerebro ya sabe lo que va a ver. Siempre encuentras las sillas colocadas de la misma forma alrededor de las mismas mesas, o las banquetas a lo largo de la barra, los mismos carteles en la puerta o en las paredes; te encuentras con personas que se repiten, diciendo las mismas palabras o haciendo las mismas cosas: la forma de coger el vaso, de cruzar las piernas, de quedarse mirando el letrero de prohibido fumar… Como si el número de modelos que tus ojos pueden identificar fuera limitado. Estés donde estés acabas sintiéndote como en chirona, una cárcel muy grande con muchos presos, en el patio puedes hacer lo que quieras, contemplar a un montón de tíos tomando el sol, o sentados a la sombra, o paseando, norte o sur, este u oeste, son muchos pero todos los días son los mismos haciendo las mismas cosas, durante años; puedes contarles el mismo chiste a los mismos tíos todos los días, o decirle a tu compañero de celda, también todos los días, que va a llover, o que no va a llover, puedes hacer multitud de cosas sin importancia, cosas que se repiten una y otra vez a lo largo de veinte años. Un día tu compañero de celda te cuenta un nuevo chiste y tú no te das cuenta, no le escuchas porque tu cerebro piensa que es el chiste de todos los días. Las cosas importantes que te sacarían de esa modorra no las puedes hacer, como ir a la ópera, cruzar a nado un río, o simplemente decir antes de levantarte que va a llover, pero decírselo a una tía.

Murillo se separó de la barra y se acercó al tipo. Le dijo algo casi al oído. El fulano escuchó sin moverse, luego volvió un poco la cabeza para mirar por encima del hombro en mi dirección. Entonces supe que era él sin ninguna duda: el fulano del cuarto de baño, el que se estaba duchando con la mujer y salió de la ducha porque en el espejo empañado había visto la sombre de un intruso.

Su rostro no expresó nada. Aquello podía dar a entender que no me había reconocido, recordé que sólo me había visto fugazmente a través del espejo empañado. Si me había reconocido no había dado muestra de ello. El vistazo que ahora me había echado había sido fugaz, como si se hubiera encontrado con una silla vacía. Me pregunté si serías jugador y estaba acostumbrando a mirar a la gente con un rostro de palo, con una expresión neutra para no conceder ninguna ventaja.

Era un tipo no mal parecido, esto ya lo había pensado cuando le había visto saliendo de la ducha, eso encajaba que se estuviera duchando con una mujer que no era su costilla, de unos cuarenta, de hombros firmes como si estuviera apuntado a un gimnasio, pero tirando a galguno, como de un metro ochenta y cinco y unos setenta cinco kilos; ahora vestía de sport, con una buena chaqueta de tono arena que le habría costado una pasta.

Sin más, como si su mirada ni siquiera se hubiera encontrado con una silla vacía, continuó hablando con el otro tipo ignorando a Murillo. Éste regresó donde yo me encontraba. No comentó nada pero me pareció algo corrido.

—¿Es con el que has quedado?

No me contestó, estaba cabreado, el tipo no le había hecho ni puto caso.

Pensé que a lo mejor era el marido de la mujer muerta, el militar. Pero no podía ser, el periódico decía que había regresado de unas maniobras en el mar, era de suponer que resultaría difícil abandonar el barco en medio del océano sin que advirtieran su ausencia. Además, no coincidía con el fulano que había visto en la foto del aparador. Recordé que era de Marina, pero el tipo era piloto así que el barco debía ser un portaviones o algo así. La policía lo habría verificado, aunque aparentemente no merecía la pena, pero esas verificaciones se hacen por rutina.

Entonces sucedió algo extraño. El tipo y su interlocutor se dieron la mano despidiéndose, pero el otro fulano no se fue ni el tipo vino donde nosotros, sino que sacó un fajo del bolsillo, separó un billete, lo echó sobre la barra, dio media vuelta y abandonó el pub dejando al otro sosteniendo su copa, sin despedirse ni mirar siquiera hacia Murillo.

—Un par de minutos —musitó Murillo, moviendo la mirada hacia el fondo del pub donde sólo había mesas y sillas vacías.

Comprendí que, por alguna razón, el tipo prefería reunirse con nosotros en otro lugar.

Nos esperaba en el aparcamiento, en una zona en penumbra.

—¿Por qué le traes al bar, eres gilipollas? —fue lo primero que dijo, muy cabreado, refiriéndose a mí pero clavándole la mirada a Murillo—. ¿Estamos en una pasarela?

Murillo no le replicó. Me extrañó, me extrañó que se tragara aquel insulto, no me cuadraba. Además había desviado la mirada, aunque todo su rostro estaba tenso. El fulano no quería que le relacionaran conmigo, debía ser un personaje conocido en el pub. Ya estaba seguro de que no me había reconocido, a no ser que disimulara muy bien, pero de nuevo recordé que sólo me había visto a través del espejo y el cuarto de baño estaba lleno de vapor, además, el rellano donde yo me encontraba estaba en penumbra y mi rostro sólo asomaba por la rendija de la puerta entornada. Podía haberme visto a través de una ventana corriendo hacia la cancela, pero yo había tenido la precaución de no volver la cabeza y sólo me habría visto de espaldas, además, ahora vestía diferente.

—Aquí nadie nos ve —respondió Murillo, en un tono apagado.

También me extrañó aquel tono, yo veía a Murillo como un tipo con cojones, o que ejercía de ello, así que ahí tenía algo que tampoco encajaba y que me hizo recelar todavía más. De los dos. Miré al fulano, quería que supiera que yo había venido con Murillo y sus insultos me alcanzaban.

—Es de confianza —añadió Murillo.

Ya no solo no me encajaba si no que tampoco me gustaba aquel tono de disculpa porque yo era su invitado y era como si yo también me estuviera disculpando, tampoco me gustaba que el tipo todavía no me hubiera mirado, como si no le mereciera la pena hacerlo. Estuve a punto de encararme con ellos y mandarlos a tomar por culo, pero tenía curiosidad por saber de qué iba el asunto y, sobre todo, estaba limpio y Murillo había dicho que se trataba de un negocio de “plata”, de pasta, y algo podía pillar.

Entonces el tipo me miró por primera vez, lo hizo con prepotencia, con chulería, estudiándome sin disimulo, como si yo estuviera sobre una tarima y él con una varita me obligara a darme la vuelta para comprobar si tenía más músculo que grasa.

—Lo mío es el cincuenta por ciento —dijo, sin dejar de mirarme, en un tono definitivo.

—¿El cincuenta de qué? —le repliqué sosteniendo su mirada.

Él tipo mantuvo sus ojos sobre los míos un par de segundos más y luego me dio otro repaso de arriba abajo como si hubiera olvidado ya a qué conclusión había llegado en el primero. Quizás resultaba que yo era uno de esos tipos insolentes que no se conformaban con lo que les daban. De nuevo sus ojos se clavaron en los míos.

—El cincuenta. Lo tomas o lo dejas.

El tono había sido displicente.

—¿Qué es lo que tengo que tomar?

Entonces se volvió hacia Murillo, no como preguntándole si me había puesto al corriente del asunto, sino como pretexto para no seguir mirándome. Vi en ello una pequeña debilidad. Me miró de nuevo, ensayando ahora una sonrisa falsa.

—¿No te fías?

—No. No te conozco —señalé a Murillo—, tampoco sé cuánto te conoce él.

El tipo se guardó la sonrisa y me dio otro repaso, descarado, provocador. Yo no sabía por qué lo hacía, quizás comenzaba a preocuparle ver como sus galones disminuían de tamaño. Me dieron ganas de sacarle la mano, aunque me colocaran el letrero de quisquilloso. Pensé que iba a dar media vuelta dejándonos allí plantados. Pero no se fue, sí tardó bastante en hablar de nuevo:

—Llámame en un par de días —dijo al fin dirigiéndose a Murillo pero sin dejar de mirarme y cabeceando un poco como si todavía no hubiera pasado su exigente examen de selección.

Entonces sí que dio media vuelta y se alejó hasta desparecer deprisa en las escaleras. Debía vivir por allí cerca. 

No sabía si me había reconocido. Si lo había hecho disimulaba muy bien. Ahora me pareció que no iba a volver a verlo, que se había deshecho de nosotros, que no iba a responder a la llamada de Murillo.

Fijé mis pensamientos en la mujer muerta. Las probabilidades de que se la hubiera cargado él eran del noventa y nueve por ciento. Me pregunté qué habría sucedido. Conocer por qué lo había hecho me hubiera ayudado a saber qué clase de tipo era. Que tenía muy mala leche, era lo poco que sabía de él. Quizás el motivo había sido dinero, o celos, o porque ella no había querido follar otra vez. O porque se había quedado preñada. Parecía un tipo frío, aposté a que había sido un asunto de dinero, quizás ella se había cansado de meter monedas en el cerdito.

—Todavía no sé de qué va el asunto —le dije a Murillo, de vuelta en el pub.

Necesitaba pasta, como casi siempre, este pensamiento era el único huésped fijo en mi cabeza. Pensé también que no tenía nada que perder conociendo de qué clase de golpe se trataba.

—De momento, de nada —me respondió, con una buena carga de mala leche también, como era él.

—¿Cómo se llama? —le pregunté un minuto después, indicando con la cabeza hacia la calle.

Me hizo esperar su respuesta, como si no me hubiera oído, o quizás estaba eligiendo entre diversos nombres.

—Navarro —contestó al fin.

Se quedó reflexivo, debía de haber algo que tampoco le encajaba. Quizás pensaba que el tal Navarro le había dejado en mal lugar, que le había tratado como a un puto subalterno.

—Un par de días.

Echó un billete en la barra, dio media vuelta y se largó también.