El viejo muere, la niña vive
Sin City
Un día Emilia le preguntó a su hermana qué hacía con su sueldo que no le llegaba a fin de mes. Y Bruna le confesó que yo le cobraba treinta euros. Era cierto, en realidad eran sesenta: treinta los jueves por la noche cuando Emilia estaba de guardia y treinta los sábados después de comer cuando Emilia dormía la siesta y lo hacíamos en el suelo del cuarto de baño. Es decir, sesenta euros a la semana, o doscientos cuarenta al mes. Era mi único sueldo fijo. Aquella misma noche, nada más entrar en casa, Emilia salió a mi encuentro y me gritó que era un chulo, un inútil y un haragán que no servía para nada. Le arreé un sopapo. Me arañó en el cuello y yo le di otro sopapo que la tumbó en el sofá. Cuando se repuso me dijo que si no cogía toda mi mierda y me largaba marcaría el 091.
Eran las doce pasadas, demasiado tarde para buscar habitación, por lo que me tocó caminar hacia la estación. Pero estaba cerrada. Caminé sin rumbo hasta que vi que salía luz por la puerta entornada de una iglesia. Entré y me encontré con unas cien personas, hombres y mujeres, dándose la mano y cantando. El altar estaba vacío. Me tumbé en un banco al fondo de la nave. Con la bolsa como almohada y el gabán como manta, logré dormir un poco, en realidad logré dormir hasta las seis de la mañana. Entresueños estuve escuchando los cánticos de aquel grupo de amigos, cánticos muy fúnebres que me pusieron la carne de gallina porque debía ser el principio o el final de Semana Santa.
Aquella misma mañana alquilé una habitación en la pensión Bellavista, en Puertacuartos. Debía ya un par de semanas y la vieja me amenazaba todos los días con llamar a su sobrino que era policía si no le pagaba. Así que andaba bien jodido.
Eran sólo las siete, demasiado pronto para ver a Magro. Por lo que me dediqué a caminar sin rumbo a ver si encontraba algún conocido, aunque a aquella hora mis conocidos estaban durmiendo y sólo me cruzaba con fulanos que iban al tajo y se movían demasiado deprisa para verles bien la cara.
Entré en un bar y pedí una caña. Todo el mundo mojaba los churros en el café. Me quedaban doce euros, un billete de diez y dos monedas de un euro. Cada dos minutos metía la mano en el bolsillo para comprobar que el billete y las dos monedas continuaban allí. Había un par de máquinas y pensé que la Buena Suerte podía estar en una de ellas y podía reunir algo de capital para moverme el resto del día. Diez minutos y me había quedado sin las dos monedas. Pagué la cerveza y salí a la calle.
En el reloj de una farmacia faltaban tres minutos para las nueve y media por lo que me tocaba esperar. Siempre me había llamado la atención que Magro tuviera el horario de una tienda cualquiera, porque nadie va a una gestoría a las nueve y media de la mañana, demasiado tarde para los que trabajan y demasiado pronto para los que no hacen nada.
Magro apareció un minuto pasada la media y no mostró ningún entusiasmo al verme, en realidad actuó como si yo no me encontrara allí, sabía a qué había venido y cuanto menos entusiasmo mostrara más pequeña sería mi comisión. El número habitual. El de un tipo como de un metro noventa de estatura y unos ciento veinte kilos de peso; siempre vestido de oscuro, con camisa blanca y sin corbata, pero como si la llevara en el bolsillo y hubiera olvidado ponérsela. Quitó el candado, le ayudé a levantar la persiana, abrió la puerta y entramos. Todo sin dirigirnos una palabra. Se quitó el gabán, se colocó detrás de su mesa y se puso a ordenar papeles, como si esperara a que yo desapareciera para sentarse. Metí las manos en los bolsillos y me entretuve mirando las paredes. Cuando terminó con los papeles y mientras abría un cajón, se dirigió a mí por primera vez, todavía sin mirarme:
—... Todo anda mal.
Me lo podía haber dicho nada más llegar. Que las cosas andaban mal todo el mundo lo sabía, o era el pretexto que todo el mundo ponía, las cosas siempre andaban mal, nunca se arreglaban.
—¿Mal?
Ni me contestó ni negó con la cabeza porque se había puesto a estudiar otro papel y yo ya no me encontraba allí. Se sentó. Permanecí de pie junto a la puerta haciendo tiempo para que no pareciera que sólo había venido a pedirle trabajo y no para hacerle un poco de compañía, aunque era seguro que a él le daba igual.
Me disponía a abrir la puerta para largarme cuando de nuevo se dirigió a mí, aún sin mirarme:
—... No es mucho.
Seguramente se acababa de acordar. Se refería a algún trabajo: cobrar un alquiler, entregar un par de facturas, o acompañarle a una subasta. Mi mano no se retiró del pomo dando a entender que seguramente no me interesaba, pero le miré para que viera que le prestaba atención. Estaba abriendo el portafolios que había sacado del cajón. De nuevo habló sin mirarme mientras revisaba el contenido del portafolios:
—Se han retrasado. En Fuenlabrada. Quince días. Seguramente están de viaje, o el banco ha olvidado hacer la transferencia. A ver qué te dicen. Sólo te puedo dar la mitad de la comisión, son inquilinos que pagan bien, nunca se han retrasado. Sólo recordárselo —hizo una pausa. Cerró el portafolios y sacó otro del cajón. Mi mano abandonó el pomo de la puerta. Continuó—: El cuatro, no puedo más. La factura es de novecientos, te lo subiré a cuarenta. Es todo lo que tengo.
Todo aquello sin mirarme. Dejé el pomo y me acerqué a la mesa.
Me dio una dirección y yo me limité a memorizarla. Era un chalet en una urbanización de Fuenlabrada.