No quería decepcionar a Azucena. No podía dedicarme sólo a poner la oreja, tenía que hacer algo más, tomar la iniciativa. El tema de la mujer muerta salía con frecuencia en las conversaciones de los bares y todo el mundo intervenía, sin embargo siempre era lo mismo, nadie aportaba nada nuevo, sólo lo que había salido en los periódicos o en la televisión que todo el mundo había visto, comenzaba a sonar como si fuera un suceso de hacía cincuenta años.

Decidí moverme. Sólo para tener la sensación de estar haciendo algo mientras esperaba la llamada de Murillo. Entré en todos bares porque era lo único que sabía hacer. Metí baza en un todas las conversaciones, sin arriesgarme. De vez en cuando me dejaba un par de monedas en alguna de las máquinas. Saqué el tema de la mujer asesinada, hice preguntas. La única información que le interesaba a Azucena era la referente a la mujer. Surgieron otro par de asuntos pero me limité a archivarlos para largárselos en otra ocasión, o para Panizo.

Yo tenía información de primera mano sobre lo sucedido, pero la tenía en una cámara blindada y había perdido la llave. Incluso a veces me sorprendía tratando de borrar de mi cabeza todo lo que había visto en aquel chalet, incluido mi dedo apretando el botón del telefonillo.

Decidí ir a Fuenlabrada. Quería averiguar cualquier cosa sobre aquella mujer, sólo para que Azucena me apretara el brazo mientras me escuchaba. También para poner en el paquete algo de mi propia cosecha, algo que le añadiera intensidad al asunto.

Sabía que era policía, que estaba casada con un militar y que estaba preñada, también que le estaba poniendo los cuernos al militar y no le importaba ducharse con el tío que se la tiraba. Tenía que encontrar información de terceras personas, de alguien que la hubiera conocido antes de que su nombre saliera en los periódicos. Caí en la cuenta de que tenía una buena coartada para indagar, si algún pasma quería saber por qué metía el hocico en aquel asunto, le diría que estaba trabajando para Azucena, que a ella le corría prisa obtener información.

Ya en Fuenlabrada, hice un recorrido por media docena de bares poniendo la oreja y sacando el tema de la mujer. Lo único que conseguí fue llenarme la panza de cerveza. Los bares estaban casi vacíos y los pocos parroquianos sentados solitarios a las mesas eran tipos en paro a los que no les quedaban ni ganas de hablar. La gente hablaba cada vez menos en los bares, y si lo hacían era en voz cada vez más baja.

El bar más cercano al chalet donde habían encontrado a la mujer se llamaba Alhambra. Se encontraba a un par de calles, donde las construcciones eran ya pequeños bloques de tres o cuatro plantas.

Sólo había un cliente, sentado de lado a una de las mesas como si le fuera a llevar todo el día sentarse de frente, con el botellín delante como una boya de la que no se quería alejar; no miraba la televisión, no miraba a ninguna parte, como si estuviera ciego o le hubieran extraído el cerebro.

El fulano de la barra era un tipo de aspecto normal, no hubiera llamado la atención vendiendo papelinas en una guardería, y parecía muy aburrido, miraba hacia la puerta esperando la llegada de unos mariachis para irse con ellos.

Pedí de beber. Enganché el botellín, dejé que el frío me recorriera el brazo hasta la cabeza y eché un trago.

—Es ahí donde se cargaron a esa mujer, ¿no? —indiqué con la barbilla hacia la calle en un tono de no buscar una respuesta, como si estuviera hablando solo. Silencio. Un minuto después eché otro trago, corto—. Y policía, joder.

El tipo de la barra no comentó nada, pero de pronto cabeceó un poco como si mis palabras le acabaran de llegar. Estaba echado hacia delante con los brazos apoyados en el mostrador y los dedos entrelazados.

—Cosas que pasan —comentó con desgana.

Tenían que quedarle algunas palabras más de su cuota diaria de cháchara, así que decidí soltar un poco de hilo:

—Hay que joderse.

Transcurrió como otro minuto, creí que me había equivocado y que el tipo había gastado todas sus palabras cuando me llegó de nuevo su voz:

—A esa máquina. —Indicó con la barbilla la máquina del tabaco—. A esa máquina a sacar tabaco.

Fui yo quien dejó transcurrir ahora un minuto, como si no me interesara el tema. Al fin, después de amagar una sonrisa y en un tono de compadreo:

—¿Qué tal estaba?

El tipo no respondió, pero tampoco me miró, quizás la pregunta no era pertinente: todas las muertas están igual, ni bien ni mal. Al fin pudieron más sus ganas de hablar:

—El marido no ha venido nunca… nunca le hemos visto por aquí. ¿Tú le has visto? —le preguntó al tipo sentado a una mesa. Pero no esperó su respuesta—. Yo no le he visto. No sabíamos que estaba casada hasta que lo vimos en el periódico… .—Me llamó la atención que empleara el plural, aquello daba a entender que la mujer había sido tema de conversación entre los clientes habituales, me pregunté la razón, si sería porque tenía un bien cuerpo o porque tenía una pata de palo. Se enderezó, abrió el lavavajillas como para comprobar que no se había dejado olvidada ninguna cucharilla y pareció embalarse—: Se lo he dicho a la policía, que venía a por tabaco, no bebía nada, siempre sola, entraba, metía el dinero en la máquina y se iba. A veces pedía cambio. Me han preguntado qué marca fumaba y si sacaba sólo de una marca, si sacaba también de otra marca. Sé por qué lo quieren saber, por el marido. Fumaba negro, Ducados Especial. Nada más salir le veía abrir la cajetilla, la veía por la puerta porque se paraba ahí mismo, abría la cajetilla, sacaba un cigarro y se ponía a fumar antes de ponerse en marcha hacia su casa. Era fumadora.

Nuevo silencio. Había dicho todo lo que tenía que decir y hasta el día siguiente no abriría la boca de nuevo.

Como unos cinco minutos y:

—Marlboro —se oyó la voz del tipo solitario que al parecer no había perdido una sílaba de nuestra conversación. Se había sentado ya de frente a la mesa en un arranque de decisión.

—Negro, siempre fumaba negro. Ducados Especial —le replicó el tipo de la barra, por replicar.

—¿Siempre sola?

Entonces el tipo me miró como si me viera por primera vez, pareció sorprendido. Su expresión se transformó, comenzaba a hacerse preguntas. Esperé su respuesta pero ésta no me llegó.

—¿Sola? —insistí.

Ninguno de los dos me contestó, tampoco me miraban, yo era un forastero y la mujer que entraba en el bar a comprar tabaco era como una colega.

No me convenía llamar demasiado la atención. Tampoco debía seguir los mismos pasos que la policía ya había dado, yo era otra cosa.

Entonces tuve un golpe de suerte. Porque se abrió la puerta y apareció Urra. Entró, me vio pero nada cambió en su expresión, como si me viera apoyado en aquella barra todos los días. Hacía tiempo que no le veía, no sabía cuánto.

Era un tipo menudo, un vivales escurridizo, pertenecía a esa clase de tipos que son amigos de nadie y de todo el mundo. A veces te cruzabas con él en la calle e iba tan deprisa que no te veía, o hacía que no te veía. Vino directo donde mí y me abrazó.

—¡Amigo!

No me pareció que estuviera pasado de tragos, ni enamorado de mí, sólo que la vida le sonreía y que no recordaba mi nombre. Me vino a la mente que su campo de operaciones eran las estaciones y los trenes y que hacía un par de días habían dado un golpe en Atocha, nada importante. Eso era sólo la típica relación sin fundamento que se organizaba en tu mente porque sí: si conoces a un pirómano y se te quema el asado tu mente le ve con una lata de gasolina en la mano, o si conoces a un médico y te encuentras con un accidente múltiple, vuelves la cabeza creyendo que le llevas en el asiento de atrás. Pidió de beber, para todos, incluido el tío de la barra, y nada de mariconadas, bebida de verdad.

Tragamos y charlamos. O charló él, como si acabara de aprender a hacerlo. No saqué el tema de la mujer muerta, el tipo de la barra se había mosqueado y era mejor recoger velas. Hablamos de conocidos y de chorradas. Urra habló del golpe en Atocha, sabía unos cuantos detalles, pero no parecía que él hubiera intervenido, su tono era el de una profesora corrigiendo el ejercicio del último de la clase. Un par de cosas podían servirme para Panizo. Consumimos tres rondas. Me despedí de Urra y del dueño del bar y salí a la calle.

Me estaba esperando en la esquina, plantado en medio de la acera para que le viera bien. Estuve seguro de que era a mí a quien esperaba, quizás porque no me había mirado durante todo el tiempo que habíamos coincidido en el bar y ahora lo estaba haciendo. Fui donde él aunque no era la mi dirección que iba a tomar, pero sabía que me estaba esperando porque era un solitario que quería hablar conmigo. Se apresuró a doblar la esquina y le perdí de vista.

Se encontraba al otro lado, pegado a la pared y mirando a los dos lados comprobando que no había nadie en quinientos kilómetros a la redonda. Me abordó al instante, muy nervioso:

—¿P—policía? ¿es usted policía?

Le estudié un poco, como si nos acabáramos de ver.

—Sí.

Sabía que no iba a pedirme que le mostrara la placa, más que creerme pretendía convencerse él.

—V—vivo enfrente de esa mujer, de su chalet… la mujer por la que usted ha preguntado. La l—a conozco… la conocía, la he visto entrar y salir muchas veces, y al marido, pero al marido menos, al marido le he visto menos…

—¿Y?

De nuevo miró nervoso sobre los dos hombros.

—La conocía… Más que el del bar.

—¿Habló con ella alguna vez?

—Sí, sí, claro… Nos saludábamos. Muchas veces.

—¿Estuvo alguna vez en su casa?

—No, no. Nunca he estado en su casa. Tampoco ella en la mía. Sí, su asistenta sí ha estado, una vez.

—¿Tenía asistenta? ¿Quién? ¿una mujer que venía a limpiar la casa?

—Sí, sí, viene una mujer. La he visto muchas veces. Ha estado en mi casa recogiendo un paquete que habían dejado para él, casi nunca están en casa. Él viaja. Hablamos un poco.

Quería dar a entender que no era un fisgón sólo un vecino normal.

—¿Alguien más? ¿Vio a alguien más entrar o salir de la casa?

Guardó silencio, sin mirarme, pero se había acentuado su rigidez. Le ayudé un poco:

—Alguna otra persona, otra mujer, un hombre, familiares, amigos…

—…Otras personas —contestó en voz muy baja, todavía sin mirarme. Estuve seguro que era allí donde él quería llegar.

—¿Qué personas?

Nuevas miradas por encima del hombro. No era capaz de mirarme a los ojos, tampoco de tragar lo que tenía en la boca, por ejemplo: un poco de aire.

—… Sí… la asistenta…

—Ya me lo ha dicho. ¿Quién más? —. Si hubiera tenido una placa se la habría hundido en los ojos.

—…También… también un hombre... Entró un hombre. También salió.

—¿Tenía llave? ¿Llamó al timbre?

—No, no. Ella le abrió…

—Llamó y ella le abrió, el hombre entró y ella cerró la puerta. ¿Cuánto tiempo estuvo el hombre en la casa?

Estaba rojo, sudaba, casi me dio por pensar que el hombre era él. Miraba a cualquier parte menos a mis ojos. Su voz era inaudible:

—… Vino andando… La cancela estaba abierta… No llamó al timbre, no llamó… pero ella abrió la puerta y el hombre entró.

—¿Cómo sabe que era ella y no la señora de la limpieza?

—No, no, la señora de la limpieza vino después.

—¿Cuándo el hombre estaba en la casa?

—No, no... Cuando ya se había ido.

Se había fijado en los detalles, me pareció ahora que era un fisgón sin nada que hacer.

—¿Cuánto tiempo estuvo el hombre en la casa?

—No… no…

Iba a decir que no lo sabía, para que no pareciera que estaba espiando, pero sí lo sabía.

—¿Una hora?

—… Sí, sí, algo así.

—¿Cuándo fue eso?

—¿Eso?

De nuevo dudaba, no quería pasar por fisgón. Sólo era un tipo con los ojos abiertos esperando que le llamaran del paro.

—La última vez.

—¿La última vez?... Hace… hace diez días. O más... Quince.

Aquella no era la última vez que Navarro había estado en el chalet, yo le había visto hacía seis días. Al parecer ese día mi interlocutor no le había visto.

—¿Entonces fueron más veces?

—Sí, sí…

—¿Cuántas?

—…Dos.

—¿Y la otra?

—La otra ha sido en verano… Entonces estuvo más tiempo.

—¿Cuánto?

—Más.

—¿Dos horas?

Tardó en responder.

—… Más.

—¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cuánto?

De nuevo demoró la respuesta. Yo no comprendía por qué no se decidía a decirla. Al fin:

—… Creo que toda… la noche.

—Toda la noche. Le viste entrar por la tarde y salir a la mañana siguiente.

—…Fue de casualidad, una casualidad... Yo me acababa de levantar y estaba subiendo la persiana…

—¿El mismo hombre?

—Sí, sí, el mismo. Estoy seguro. El mismo hombre.

Toda la noche follando. El marido no estaba en casa, otras maniobras. No permites que cualquier tipo ocupe el otro lado de la cama si no es algo muy especial para ti. Y de eso hacía ya seis meses. Tenía que haber mucha intimidad entre los dos. Y ella preñada de cuatro meses. De nuevo me pregunté qué había surgido entre ellos para que Navarro apoyara el cañón de una pistola en su cabeza y apretara el gatillo.

—¿Puedes describirlo? Con cuidado, aunque sólo sea por encima.

—…Sí, sí creo.

Me dio una descripción de Navarro bastante completa. Pensé que todos aquellos días había estado dando vueltas a la imagen en su cabeza, y que tenía preparada la descripción para cualquiera. Era una buena información para Azucena, no me comprometía, pero tampoco le llevaría directamente a Navarro.

—¿Las cejas espesas y un poco juntas?

—¿Juntas?... Sí, sí… creo que sí.

—Un metro ochenta y unos ochenta kilos, ¿por ahí?

—Sí, sí… por ahí.

Se trataba de Navarro, sin duda. Sentí que no tuviera una característica llamativa, como que fuera pelirrojo, o una mano con seis dedos. Pero sirvió para que mi cabeza a partir de entonces se dedicara a pensar qué otra información podía pasarle a Azucena que vinculara a Navarro con la mujer muerta.

—¿No tenía coche? ¿No viste la matrícula?

—No, no. Venía andando.

Navarro, por precaución, había dejado el BMW lejos del chalet.

—¿Y el marido, cómo es?

Entonces me dio una descripción del marido completa, que en nada coincidía con Navarro. Que siempre le había visto de uniforme y que nunca había hablado con él. Que con ella había hablado unas cuantas veces, habían coincidido en el bar cuando venía a comprar tabaco y en la calle y se habían saludado, que era simpática; no, nunca la había visto de uniforme; no, no sabía que era policía hasta que lo había visto en los periódicos; tampoco le había dicho nada a la policía porque no quería meterse en líos, que él vivía enfrente del chalet, que se había decidido a decírmelo porque yo parecía otra cosa. Me pareció que no se había creído que yo fuera policía, y que precisamente por eso había decidido contarme lo que sabía. Le dije que estaríamos en contacto, le di las gracias y me despedí de él.

Me dediqué a pasear, quería despejarme, había tragado medio barril de cerveza y las ideas no me llegaban al cerebro.

En la información de aquel tipo había unas cuantas piezas que encajaban, era la clase de información sólida lista para ofrecer a Azucena, tendría que decirle la fuente de dónde la había sacado, interrogarían al tipo y éste les diría que ya le había dado toda aquella información a un policía. A Azucena no le gustaría que me hubiera hecho pasar por policía, tendría que decirle que la información parecía muy urgente para ella y me había visto forzado a ir enseñando por ahí una placa de cartón.